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No ceder al miedo

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No ceder al miedo

Uno no puede menos que consternarse cuando un día cualquiera se entera que grupos extremistas, invocando sus dioses y sus verdades, resuelven la contradicción y la afrenta de la forma más primitiva, matando a todo aquel que le contraría, eliminando con saña a los que se atreven a pensar diferente. Eso ocurrió en Francia y sus víctimas fueron periodistas y comunicadores que nunca cedieron a la tentación del miedo. Ellos mantenían que mejor era correr el peligro de morir que tomar la decisión de callar.  La reacción mundial ha sido cónsona con el agravio. Alain Touraine, sociólogo francés, calificó el hecho como una declaración de guerra a Occidente. Hollande, al hacer su declaración institucional, aludió a lo que era un agravio a los valores de la republica, fundados en el ejercicio pleno –y extremo- de las libertades y la tolerancia. El resto de los líderes del mundo enfatizaron su condena y disposición para luchar “en favor de los principios y valores democráticos”. Cualquier otra cosa es barbarie, crimen y terror.

 

El atentado consumado no tiene atenuantes. Abruma la frialdad de la operación y la cobardía de la huida. Pero el hecho tiene que llamarnos la atención sobre lo que aquí estamos viviendo con el agravante de ser el estado y sus conductores los que en lugar de garantizar la preeminencia de principios y valores democráticos, los violan sistemáticamente. Lo ocurrido en París enoja por su rapidez y perfección en la realización del daño. Lo que aquí vivimos tiene que advertirnos que los mismos resultados pueden lograrse dosificando el terror que significa colocar al país en el trance de soportar violencia, crimen, impunidad y maltrato sin que nadie con poder esté particularmente preocupado por sus consecuencias.

 

En Venezuela el terror consiste precisamente en eso. En el destilado sistemático de las libertades hasta hacerlas irreconocibles y espurias. ¿Qué importa si la constitución y el discurso político garantizan la vida cuando la realidad en las calles dice totalmente lo contrario y está dispuesta a demostrarlo a sangre y balazos? ¿Qué importa si la propaganda insiste en la soberanía alimentaria cuando todos padecemos de esa angustia colectiva que significa estar alertas, cazando la noticia que se escurre entre rumores sobre donde llegó la leche o el jabón? ¿Qué importa lo que diga Lula sobre nuestra democracia, a su juicio la más perfecta del continente, si se ha venido cerrando el espectro pluralista de la comunicación social, si se ha impuesto una asquerosa autocensura, si en cualquier momento puede proceder una multa, la expropiación o la no renovación de la licencia? ¿Para qué nos sirve el estado de derecho si no es capaz de contrarrestar la avalancha de prepotencia que insulta e injuria con impunidad usando para ello los medios oficiales? ¿Alguien sabe si Diosdado concede el derecho a réplica? ¿Qué sentido tienen las tecnologías más sofisticadas de distribución y logística si el negocio se ve obligado a sufrir el cerco de una cola de la que se nutren informales, mercados negros y toda la desconfianza del país, concentrada allí, pretendiendo abastecerse al precio que sea, porque tal vez esa sea la última oportunidad? ¿De qué te vale el tener un pasaporte, que obtienes en pocas horas, si no puedes salir del país, si las divisas son negadas, si los vuelos disponibles no existen y somos ahora los menesterosos del mundo? ¿Para qué se tiene voz si una llamada telefónica te advierte de cárcel y esa maraña de procesos en los que si caes nada ni nadie te puede sacar? ¿Qué caricatura tiene sentido si no hay medios que se atrevan a publicarlas? ¿Qué opinión alternativa se puede mantener cuando resuena y rebota en el silencio de todo y de todos?

 

Pero eso es lo que estamos viviendo bajo los mismos presupuestos de la intolerancia, el pensamiento único y la arrogancia inexcusable de algunos que sienten que tienen todo el poder y por lo tanto tienen también toda la razón. ¿Qué argumentos se pueden esgrimir si el que debiera cuidarte es el mismo que te amenaza, te hostiga, te confisca, te amordaza y te anula? ¿Poder comer? ¿Podemos comer? ¿Poder hablar? ¿Acaso podemos hablar con libertad? ¿Poder vivir? ¿No es este el país más peligroso del mundo? ¿Justicia? ¿Cuál justicia? ¿Cuál presunción de inocencia? ¿Cuál democracia libre y fundada en los valores de la libertad?

 

No en balde el presidente de la Conferencia Episcopal y Arzobispo de Cumaná dijo hace poco que“El punto de partida de esta crisis está, por un lado, en la pérdida de los valores morales republicanos y, por otro, en la naturaleza y desempeño del sistema que nos gobierna. Es ya un lugar común decir que en Venezuela se ha perdido el respeto entre las personas y el respeto a las instituciones. Pero también a los principios de legalidad, legitimidad y moralidad que son el sustento del entramado jurídico, legal y constitucional”. ¿No es eso lo que acusaba el presidente de Francia como lo más significativo del atentado sufrido por el semanario Charlie Hebdo?

 

Pero ¿Quién es el responsable en Venezuela de esa pérdida de valores y de respeto por lo más significativo y apreciable de nuestras aspiraciones republicanas? Monseñor Diego Padrón lo dice con valentía: “El sistema político dominante ha impulsado constantemente la división ideológica y social entre los diversos sectores del país, lo cual predispone los ánimos para la violencia y la agresividad. La violencia ha sido y continúa siendo motivada por la filosofía del sistema La pobreza vergonzante a la que el sistema ha llevado al país es causa de violencia.

 

El militarismo y la corrupción en diversos grados son amparados por el sistema. La desidia o negligencia de los poderes públicos para superar la crisis moral, la ineficiencia de los servicios básicos que requieren todos los ciudadanos, el alto costo de la vida, la crisis en el sistema de salud pública, el desabastecimiento en todos los rubros, la escasez de empleo digno y justo, la crisis económica que paraliza al país, la inseguridad social y jurídica, la criminalización de la protesta pacífica y la persecución a la disidencia política, sindical y obrera conforman un clima político-social muy duro y un panorama nacional muy oscuro”. Ese sistema se llama socialismo del siglo XXI y se practica desde la prepotencia de un estado totalitario, autoritario, extorsionador y poco capaz de dar otra cosa diferente a la división, la violencia, la desidia y la crisis que todos, sin importar en quien creamos y a quien sigamos, sufrimos de la misma forma.

 

El despreciable atentado contra los que caricaturizaban los fundamentalismos del mundo tiene que hacernos pensar a nosotros si no estamos expuestos a los mismos peligros pero con la infeliz circunstancia de que los padecemos en cámara lenta, solamente porque así son las cosas de los que creen que llegaron para quedarse a perpetuidad, empero el torniquete se mueve perezosamente pero no deja de apretar y de desear esa asfixia que dejaría al poder sin competencia, sin sombras, sumido en ese cómodo silencio que por eso mismo no es refutación. ¿Y frente a todo esto qué debemos hacer? Estos son los tiempos que nos han tocado vivir.

 

A nosotros nos corresponde por lo tanto el desafío de la valentía, seguir pensando que cualquier cosa es mejor que caer en la tentación del miedo y la desbandada.  Nos corresponde a nosotros el deber de significar y darle sentido a toda esta insensatez, y tal vez reconstruir el país desde su esencia. El mal nunca vence definitivamente, pero mientras tanto daña y corroe las esperanzas. Que eso no nos ocurra es mi deseo ferviente para este año que no nos va a ahorrar angustias.

 

Víctor Maldonado C

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