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La tormenta perfecta de Dilma

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La tormenta perfecta de Dilma

La Presidenta de Brasil debe ahora demostrar que lo que le falta de carisma le sobra de astucia.
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Aunque fue apenas hace cinco años, la muy adversa realidad que hoy afronta Dilma Rousseff hace ver mucho más lejanos los alegres tiempos del final del mandato de su mentor, Lula da Silva.

 

Entonces todo era felicidad en Brasil: la economía crecía al 7,5 % anual. El dato de los 30 millones de personas que habían abandonado la pobreza era la punta de lanza de la exposición mediática mundial de unas políticas que sembraron esperanza dentro, pero también fuera de las fronteras del gigante suramericano, que comenzaba a ser visto por el planeta como una potencia en ciernes, uno de los alumnos más aventajados de la escuela de los BRICS.

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    Este tomó vuelo respaldado por una economía que entonces mostraba un envidiable semblante, realidad alentadora que tuvo su correlato en la diplomacia. Allí, Itamaraty se consolidó como líder regional. Prosperidad en la que se apalancaron las aspiraciones, a la postre exitosas, para organizar los dos eventos deportivos más populares del planeta: el Mundial de Fútbol 2014 y los Juegos Olímpicos del 2016, destinados a ser la gran vitrina, la presentación en sociedad del entonces llamado milagro brasileño.

     

    Pero sobrevino un punto de giro del cual fueron responsables tanto los vientos cruzados en la economía mundial como los escándalos de corrupción que han reventado en los últimos años: desde el ‘mensalão’ hasta los malos manejos en Petrobrás. Dos factores que empinaron y llenaron de cascajo un camino que antes se veía plano y bien asfaltado. De lo anterior dan fe las cifras actuales de la economía brasileña: una inflación que ya alcanza un preocupante 7,7 %; un desempleo cercano al 6 %; un crecimiento de apenas el 0,1 para el 2014, cifra que según proyección reciente de la Cepal podría ser del -0,9 para este año. Tal estado de cosas necesariamente tenía que repercutir en la opinión. Encuestas recientes señalan que el 62 % de los brasileños consideran mala o pésima la gestión de Dilma, mientras que el porcentaje de aprobación muestra un escuálido 13 %, guarismo que se ve aún más paupérrima ante el dato de que la popularidad de su partido, el de los Trabajadores, nunca había caído más abajo del 30 %.

     

     

    Y si faltan argumentos para hablar de una tormenta perfecta, habría que añadir que solo tres millones de votos fue el margen que le dio la victoria en las pasadas elecciones, cifra que es exigua cuando se trata de un total de votantes de 105 millones y que deja ver un panorama de evidente polarización que estrecha un margen de acción política que debería ser mucho más amplio, dado el tamaño de los desafíos. Retos que sería mejor afrontar con suficiente capital político en las alforjas, asunto que también parece embolatado dada la evidente animadversión hacia ella de los presidentes del Congreso y del Senado, ambos del PMDB, principal aliado del PT e involucrados en la novela de Petrobrás.

     

     

    Para este domingo han sido convocadas, otra vez, marchas en las que miles de brasileños le notificarán a su Presidenta que la esperanza que les vendió en campaña se ha evaporado, dejando a cambio una sensación de desasosiego que, sumada a un ambiente político adverso, supone la más dura prueba para una gobernante a la que le llegó la hora de demostrar que lo que le falta de carisma le sobra de astucia.

     

     

     
    editorial@eltiempo.com
    @OpinionET

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