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La peste y la ignorancia

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La peste y la ignorancia

Un día cualquiera del año 1347 llegó al puerto de Mesina un barco desolado. Ninguno de sus pasajeros había sobrevivido a la travesía. Solo las ratas exhibían sus vientres abultados por el festín que habían tenido a su disposición. El navío era portador de una tragedia descomunal que había comenzado quien sabe en qué lugar de la India cuando un guerrero mongol fue la primera víctima de la enfermedad. Lo cierto es que una inmensa fatalidad se cebó en Europa hasta matar a unas 25 millones de personas.

 

Un quinto de la población del continente se sumó a 60 millones de almas que encontraron la muerte en Asia. La plaga se hacía presente en ciudades, pueblos y aldeas cobrando vidas sin importar creencia o condición social. Pueblos enteros fueron devastados hasta el punto que allí quedaban los cadáveres como testimonio silencioso de que nadie había quedado vivo para decir la última plegaria o dejarlos en el cementerio.

 

El temor por lo que se les venía encima les hizo preguntarse por qué Dios les había mandado tal castigo. El conocimiento científico que todavía iba a tardar unos cuantos siglos en proponer explicaciones racionales y certeras era, en el siglo XIV, fatalmente sustituido por los prejuicios. En aquella época no era tan importante resolver el problema como conseguir un culpable. Todos estaban concentrados en la expiación, abandonando el terreno de la explicación, que no parecía crucial, porque si Dios les había mandado tal castigo era porque ellos no habían sido suficientemente fieles a sus designios.

 

Y allí estaban los judíos a la disposición de la ignorancia fanática. Ellos, supuestos asesinos del hijo de Dios, eran indudablemente los responsables de la desolación que todos estaban sufriendo. Ellos habían envenenado los pozos e intoxicado a los creyentes. No podían ser otros sino ellos la eficaz herramienta del mal que se había atizado contra la cristiandad. Y comenzaron a matarlos en masa. No habían resuelto el problema, pero habían conseguido el chivo expiatorio ideal.

 

El fanatismo les había cegado. Tardaron demasiado en entender que esa enfermedad virulenta tenía en las ratas y pulgas sus agentes vectores. Que de lo que se trataba era de evitar el contacto con la suciedad, lavar la ropa y mejorar la higiene. No llegaron a entenderlo, porque como lo propone Nassim Taleb en su libro “El Cisne Negro”, ellos no sabían que no sabían las verdaderas razones de su desgracia.

 

Una forma contemporánea de ignorancia es la ideología. Marx decía que ésta era uno de los principales instrumentos de represión de que dispone la clase dominante, y es empleado para engañar a las clases subordinadas sobre la verdadera naturaleza del capitalismo y con el fin de perpetuar esta dominación. Hannah Arendt llegaba más o menos a la misma conclusión, pero sin la obsesión materialista de su paisano alemán: “Las ideologías son ismos que para satisfacción de sus adherentes, pueden explicar cualquier hecho deduciéndolo de una única premisa” aunque esta premisa sea falsa. Y Bárbara Goodwin engloba el concepto afirmando que “una ideología es una doctrina acerca de cuál es el modo correcto o ideal de organizar una sociedad y conducir la política, basada en consideraciones más amplias sobre la naturaleza de la vida humana y el conocimiento.

 

Todas estas doctrinas afirman establecer aquello que es políticamente verdadero y correcto, y de esta manera, dan lugar a imperativos, que en su esencia, son morales”. En todo caso, ni Marx, ni Arendt ni mucho menos Goodwin confunden ideología con realidad. Es todo lo contrario, una versión interesada de la misma para mantener el poder, evadir las responsabilidades, competir políticamente, ganar adeptos y arrinconar adversarios.

 

Me atreví a citar a Marx porque “unas son de cal y otras de arena”. En su época él hacía la crítica de las clases dominantes. En la mía, la clase dominante es el comunismo y la ideología es el marxismo recalentado una y otra vez en las febriles sienes de la ignorancia. Y como todos estamos experimentando en carne propia estas interpretaciones falaces e interesadas también asolan sociedades y se comportan como la peste contemporánea. De igual manera evaden responsabilidades, crean chivos expiatorios, mienten con descaro y no pueden parar el curso de los acontecimientos.

 

¿No es acaso el discurso oficial un esfuerzo sistemático para engañar a las clases subordinadas sobre la verdadera naturaleza del capitalismo? ¿No se encubren ellos, su incapacidad y corrupción detrás de la fábula de la guerra económica? ¿No pretenden criminalizar la actividad empresarial y militarizar el comercio y la industria? Precisamente están usando la ideología para enmascarar la realidad y esquivar el peso de las consecuencias de sus propios actos. La peste de hoy es la ignorancia de la realidad y la violencia ideológica con la que nos están violentando.

 

El discurso que pronunció Nicolás Maduro ante la Asamblea Nacional es un monumento a la ideología en su afán de torcer la verdad y presentar argumentos falaces pero creíbles sobre lo que está ocurriendo. Dice que la corrupción es culpa de los privados y no de los burócratas que actúan con impunidad.

 

Afirma que la inflación y la escasez es el resultado de una conspiración, de una guerra y no de la impericia de un equipo y la inviabilidad de un modelo económico. Insiste en que el socialismo es el único camino para la redención del hombre y por lo tanto todos los males de hoy son producto de no haber sido más radicales.

 

Reclama que la renta petrolera haya sido captada por los enemigos del pueblo y por eso mismo se han perdido cientos de miles de millones de dólares. Y por eso mismo “sería un contrasentido flagrante que una revolución sirva para que la burguesía parasitaria se enriquezca aún más, la burguesía parasitaria no produce nada, absolutamente nada y continúa apropiándose impunemente de parte de la renta petrolera para seguir en lo suyo, esto es en la especulación, la burguesía parasitaria hace lo posible y lo imposible para hacerse de las riquezas que pertenecen a todos los venezolanos y venezolanas provenientes en especial de la renta petrolera”.

 

¿Hay algo de cierto en todo ese discurso? Es más lo que encubre que lo que reconoce. No es cierto que el capitalismo sea el culpable de la debacle nacional. Ellos, su ideología y su impericia son responsables de la corrupción institucional y del desmontaje de la decencia republicana. No es cierto que el sector privado esté conspirando. Lo que ocurre es que se ha visto imposibilitado de hacer comercio o de producir bienes y servicios porque el gobierno expropia, confisca, saquea y hostiga la actividad empresarial y lo hace a la vista de todo el mundo.

 

No es cierto que el activo empresarial venezolano sea equivalente a esa “burguesía parasitaria” con la que insulta el ánimo emprendedor. Lo que sí es verdad es que en las riberas del poder y del chavismo se han construido fortunas inmensas que no tienen justificación y se promueven y practican modos de vida fastuosos que no tienen nada que ver con el talante empresarial. Porque lo que viene fácil se gasta con ostentación, y ese no es el caso de la labor continua y sistemática que caracteriza el afán capitalista.

 

El discurso tuvo un tufo de mediocridad y farsa que todavía apesta el salón de sesiones de la Asamblea. Es que la ideología usada con la única intención de destruir-evadir no produce ningún otro efecto que esta ansiedad por la vuelta a la sensatez que todos estamos experimentando. Nicolás Maduro está condenado a que sus propias obras sean su verdugo. Lo dramático es que seamos nosotros los que suframos las consecuencias de la peste ideológica del siglo XXI.

 

Por Víctor Maldonado

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