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Hubo una vez un Parlamento

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Hubo una vez un Parlamento

“¡Cómo escribiste eso! Nos van a impugnar la ley”, me espetó un diputado por haber publicado que la noche anterior la Cámara había aprobado la Ley de Presupuesto sin que existiera el quorum reglamentario.

 

No fue un reclamo airado. Más bien fue la manifestación de una preocupación por las consecuencias (que no las hubo) de que no se había cumplido bien con el trabajo.

 

Esas verdades solo podían ser dichas porque los periodistas de la fuente parlamentaria en la década de los años ochenta eramos testigos presenciales, tanto las sesiones como del trabajo de las comisiones. En vivo y en directo, sin intermediarios.

 

Había democracia. Todo o casi todo se sabía, y lo que se sabía se decía. Cómo olvidar las pataletas de algunos cuando, calladitos, se aumentaban las dietas y al día siguiente lo veían publicado.

 

La fuente parlamentaria era una de las más deseadas por los reporteros por su dinamismo, porque daba la oportunidad de cubrir temas de política, de economía, de leyes y hasta manejar investigaciones con tinte policial. Permitía la sana competencia entre los medios, se daban “tubazos”, con la consecuente satisfación profesional.

 

En los hemiciclos del Palacio Federal Legislativo y en las oficinas administrativas los reporteros se movían con libertad. No había espacios vedados, todas las puertas estaban abiertas.

 

Las más “difíciles”, como los despachos de los altos jefes de los partidos, donde se realizaban cónclaves en los que muchas veces se decidía el destino de la Nación, se franqueban con paciencia y gracias a la convivencia respetuosa, cada quien en lo suyo, con diputados y senadores. Y con sus secretarias.

 

Una conversa y un cafecito eran la antesala de por lo menos un diálogo off the record que permitía a los periodistas mantenerse al día sobre el curso del país.

 

 

Era el Congreso de la República, en el que oradores como José Rodríguez Iturbe o Moisés Moleiro, por nombrar solo a dos ideológicamente contrapuestos, impartían cátedra cada vez que se subían a la tribuna de oradores. Sin ser perfecto, era democrático y la indecencia (que la hubo) era la excepción, no la regla.

 

Por eso no es de extrañar que la mayoría que ahora se reúne en lo que no es Asamblea ni es Nacional, en la que falta intelecto y sobra violencia física y verbal, quiera mantener su piratería fuera del ojo público.

 

No hay nada bueno que mostrar, ni ejemplo que dar, cuando faltan argumentos y sobran insultos, nada mejor que limitar el trabajo de los únicos que pueden dejar en evidencia sus carencias. No nos equivoquemos. No estamos en presencia del berrinche de unos funcionarios porque alguien los criticó.

 

Es una política premeditada y alevosamente instrumentada para imponer el silencio, sin importar que viole derechos fundamentales. Ocultar la corrupción, la complicidad y la ineficiencia es cuestión de supervivencia para regímenes cuartelarios en cuyos códigos nunca estará descrito el libre acceso a la información.}

 

Alba Sánchez

 

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