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El Papa normal

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El Papa normal

 

Cuando regresaba de Brasil, Francisco dijo algo poco habitual en los labios de un pontífice romano: “Debemos acostumbrarnos a ser normales”. Así lo manifestó el hombre que se sienta en una cátedra propia de magisterios ante quienes se guarda respeto sacrosanto y de los que se ha pregonado infalibilidad.

 

La declaración le otorga peculiaridad entre los sucesores de Pedro pues de la sugerencia de normalidad se desprende una conducta demasiado inusual en una autoridad de su tipo. De allí la obligación de un comentario capaz de ponderarla en lo que tiene de promisorio, según se intentará de seguidas sin la tentación de honduras teológicas.

 

El simple hecho de que Francisco dijera eso en una rueda de periodistas es excepcional. Nunca, o casi nunca, se ha visto a un papa dispuesto a recibir los dardos de los entrometidos y a ofrecerles el pecho sin que los escuderos revisen la cantidad de veneno que puedan traer unas armas desacostumbradas a buscar el pellejo de los pastores revestidos de sotana blanca.

 

Pero no sólo se enfrentó a la inédita escaramuza sino que además la sorteó como pez en el agua. Sin traspasar los límites de quien preside una institución con reglas y confines definidos –de los cuales es custodio y tributario–, no sacó el cuerpo cuando la jeringa punzó en asuntos alejados del lenguaje público de los obispos de Roma, como por ejemplo los relacionados con manejos turbios de la banca vaticana, con casos de una probable connivencia de homosexuales para influir en la toma de decisiones en la curia y con escándalos de espionaje en el palacio apostólico, al estilo de cualquier jefe de Estado en sus dominios profanos, si no supiéramos cómo evitan muchos de ellos las confesiones a las que están obligados.

 

Tal vez la actitud no conduzca a un cambio drástico en asuntos tan espinosos debido a la resistencia que debe provocar un remedio que no depende de una sola voluntad –así sea la voluntad suprema–, pero que se ventilen como lo hizo el flamante Papa es simplemente extraordinario.

 

Como fue extraordinaria la referencia que hizo antes sobre la laicidad de los Estados. En su entendimiento de la realidad, de acuerdo con lo que expresó, existen dos alternativas de dominio, la temporal y la espiritual, con ámbitos perfectamente definidos. No descubrió el agua tibia, puede decir quien no advierta que no está hablando un mandatario celoso de su parcela sino la cabeza de una institución que trató de evitar la separación de las dos potestades para imponer el predominio de la Iglesia desde la época de los reyes católicos, en lo que incumbe a la historia latinoamericana.

 

Ahora la separación no depende de arduos tratados que se resuelven o se deben manejar de manera específica. Lo antecede una declaración pontificia según la cual la política no es, en ningún predicamento, sinónimo de sacristía. Todavía más: consideró la necesidad de la supremacía de los Estados en relación con el movimiento de los credos en los territorios de su incumbencia. Una lección para las jerarquías y para los fieles que han aceptado a regañadientes el predominio de la autoridad civil, pero también para los políticos que pretenden hacer su travesía con Dios y con los santos como consejeros y aún como cómplices. También una elocuente objeción frente a las perjudiciales y anacrónicas teocracias, para los que nos gusta leer entre líneas.

 

Si la conducta del Papa es imitada por los obispos y los sacerdotes, se puede augurar una renovación de la Iglesia Católica que no se limite al fortalecimiento de influencias institucionales y administrativas, pero estamos ante una actitud que supera los límites de lo estrictamente religioso.

 

Estamos ante un esfuerzo de comprensión de la contemporaneidad desde una plataforma de humana modestia, de terrenal limitación, como pocas veces ha planteado frente al prójimo un hombre de poder en nuestros pretenciosos tiempos. Invita a un desafío de naturaleza superior a lo propiamente pastoral, capaz de anunciar el nacimiento de un liderazgo mayor al que puede aspirar un pontífice en la actualidad, por muchas razones –algunas de las cuales se han esbozado aquí–, pero especialmente porque Francisco no quiere hablar como encíclica.

 

 

epinoiturrieta@el-nacional.com

 

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