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“Imposible es solo una palabra que usan los hombres débiles para vivir fácilmente en el mundo que se les dio, sin atreverse a explorar el poder que tienen para cambiarlo”

 

“Imposible es solo una palabra que usan los hombres débiles para vivir fácilmente en el mundo que se les dio, sin atreverse a explorar el poder que tienen para cambiarlo”. Lo dijo Muhammad Ali, nacido en 1942 Cassius Marcellus Clay en Louisville, Kentucky. El estado es renombrado por su tabaco, su whisky bourbon y sus densos bosques. La ciudad, famosa por el derbi hípico y por los mejores bates de beisbol que se conocen. Y por él, claro, que acaba de morir a los 74 años tras sufrir largamente el mal de Parkinson y dejando tras de sí una leyenda destinada a crecer con el paso del tiempo.

 

 

 
Inteligente, irreverente, llamado “bocazas” por sus predicciones, autoelogios y opiniones. Cuando a su muerte todos acabaron coincidiendo con lo que él aseguró una y mil veces con tan absoluta certeza, “Soy el más grande”, parece que se hubiera esfumado la polémica que lo rodeó casi siempre. El milagro se debe, primero, a su grandeza, pero también a que esta fue mucho más allá de los cuadriláteros donde, en propia descripción “voló como una mariposa y picó como una abeja”. Era un ejemplar auténtico, único, original. Y eso vale en una cultura de disfraces, apariencias, celebrities que, dice mi hija productora de noticias, duran dos telediarios.

 

 

 
Se negó por razones de conciencia a ir a pelear en Vietnam. Defendió los derechos de su pueblo, el de los negros norteamericanos discriminados, cerrando filas con sus líderes más radicales, como Elijah Muhammad y Malcolm X. Se hizo musulmán y se cambió de nombre. De allí, el suyo fue un largo viaje al ancho rio de la moderación, sin hacer apostasía de sus convicciones más arraigadas, como el antirracismo o el islam. Apoyó el boicot de Carter a las Olimpiadas de Moscú y la candidatura de Reagan a la reelección en 1984. Fue un altavoz potente de todas las causas que abrazó.

 

 

 
Pero no nos equivoquemos. La voz de Ali no habría jamás alcanzado ese poder, ese alcance, esa influencia, si no hubiera sido excelente en su profesión de boxeador. Si no hubiera brillado en su pecho joven el oro olímpico en Roma en 1960, y no hubiera sido tres veces campeón mundial profesional del peso pesado. Fue el pugilista más talentoso, más veloz, más hábil y más eficaz en su categoría, en su tiempo, y muy posiblemente en todos los tiempos. Por eso la gente le prestó atención.

 

 

 
Así que si alguien quiere buscar una moraleja, mi sugerencia es que apunte a la consistencia entre calidad y fama. Es lo que llaman prestigio.

 

 

Ramón Guillermo Aveledo

@AveledoUnidad

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