La banda mexicana regresó a Venezuela con un potente concierto en la Concha Acústica de Bello Monte. Un público devoto y multigeneracional llenó el recinto en una atmósfera de reencuentro y camaradería. La banda, con Jay de la Cueva en lugar de Tito Fuentes, desplegó una energía intacta, conectando de inmediato con los asistentes. Temas como “Gimme the power” y “Puto” resonaron con fuerza, convirtiendo la noche en un acto de catarsis colectiva. El evento reafirmó la vigencia del discurso de Molotov y su lugar como un referente necesario en la música latina
Casi 17 años. Un lapso de tiempo suficiente para que una generación nazca; para que una ciudad cambie su rostro y para que el silencio se vuelva costumbre. El 15 de noviembre de 2008, como parte de un festival en Los Dos Caminos, fue la última vez que Molotov descargó su furia en un escenario caraqueño. Desde entonces, un largo silencio.
Ese silencio se fracturó de forma definitiva el pasado sábado 16 de agosto, en la Concha Acústica de Bello Monte. La banda mexicana regresó no solo para celebrar sus 30 años de carrera con la gira TXXXR, sino para demostrar que hay sonidos que el tiempo no puede, y no logra, apaciguar.
La atmósfera previa al concierto era, en sí misma, una declaración.
A diferencia de otros eventos recientes en la capital, marcados por una marea de patrocinantes y una urgencia juvenil, el sábado 16 de agosto reinaba una calma tremenda.
El aforo, que estuvo a medio llenar hasta poco antes de las ocho, cuando empezó el concierto, no revelaba desinterés. Mostraba la naturaleza de la convocatoria: no era un evento de moda, era una cita con la memoria y la convicción
El público era una radiografía de la persistencia del rock. Del punk. Predominaban los milenials y boomers, aquellos que vivieron el auge de la banda en tiempo real, pero entre ellos se movían con naturalidad sus herederos: adolescentes y veinteañeros que adoptaron el descontento de sus padres como banda sonora y que aprendieron a protestar con guitarras distorsionadas.
Se respiraba camaradería. La gente sonreía, conversaba, compartía anécdotas. Como un par de amigas, de no menos de 70 años, que recordaban en voz alta cómo las letras de Molotov les sirvieron de catarsis personal frente a las complejidades de sus vidas… y de Venezuela.
El código de vestimenta era tácito, dominado por el negro y la estética rockera, un uniforme que trascendió el estilo y se convirtió en una afirmación de identidad.
Se entendió claramente que los verdaderos fanáticos no asisten a un concierto solo con la indumentaria, sino con el espíritu de lo que la banda representa.
Un cóctel Molotov
En medio de esa tranquilidad expectante, una pregunta flotaba en el ambiente: ¿cómo sonarían sin Tito Fuentes? ¿Su ausencia sería un examen a la capacidad de la banda para reinventarse sin perder su alma?
El guitarrista y cantante, pieza fundamental del engranaje de Molotov, había anunciado un paso al costado para atender su salud física y mental. Debía rehabilitarse. Así, pues, la incertidumbre era notable.
Sin embargo, en su propio comunicado, Fuentes bendijo a su reemplazo: Jay de la Cueva, “un musicazo y gran amigo”, y, sobre todo, uno de los miembros fundadores. La fe, entonces, fue depositada en él para que la potencia del cuarteto no se viera mermada.
A las 8:00 pm, con una puntualidad rigurosa y sin teloneros, la duda se desintegró con el primer acorde.
“¡Buenas noches! ¡Venga, Caracas!”, gritó la banda, y la Concha Acústica respondió con un rugido contenido durante años. Desde la primera canción, “Amateur (Rock Me Amadeus)”, la conexión fue inmediata y visceral.
En el escenario, Micky Huidobro y Paco Ayala lucían sus boscosas barbas grises, únicos delatores del paso del tiempo, porque la energía que proyectaban era la misma de hace tres décadas. Detrás, la batería de Randy Ebright era un motor de precisión sísmica, una fuerza que impulsaba cada tema con una contundencia brutal. Por último, De la Cueva, con su larga cabellera y juventud eterna, se vio como una potencia fundamental en el sonido de la banda.
El repertorio fue un viaje por sus himnos de irreverencia. El público, que pedía a gritos “Puto” desde el inicio, coreó cada letra como si se le fuera la vida en ello. Por ejemplo, con “Frijolero”, el escenario se vistió con los colores de México en luces láser verdes y rojas, pero el mensaje trascendió fronteras.
Sonaron también “Chinga tu madre”, “Marciano I (I Turned Into a Martian)”, “Marciano II”, “Dance and Dense Denso”, “Here We Kum” y “Mátate Teté”. No obstante, el punto de inflexión, el momento en que el concierto se convirtió en un acto de comunión política, llegó con “Gimme tha Power”.
El reclamo contra la corrupción y el mal gobierno de México fue adoptado al instante por el público venezolano. El “pueblo unido jamás será vencido” retumbó en Bello Monte mientras los puños se alzaban al aire con fuerza.
Conexión sin filtros
En un acto casi revolucionario para la era digital, fue notable la casi total ausencia de teléfonos móviles grabando el momento. La audiencia estaba inmersa en el presente, concentrada en sentir la música, no en documentarla. Fue una experiencia real, sin máscaras.
La propuesta escénica, de hecho, apoyaba la idea: sin parafernalia exagerada y con algunos hologramas en las pantallas laterales, el foco absoluto eran los cuatro músicos y su descarga.
El sonido, aunque potente, presentó algunos desperfectos que por momentos deterioraron la nitidez de la mezcla, pero no fueron lo suficientemente graves como para romper el trance colectivo.
La vigencia de Molotov en un ecosistema dominado por otros ritmos es un fenómeno digno de análisis. Al final, se alzó esta premisa: ¿cómo sobrevive una propuesta como esta en la era del reguetón y el pop de consumo rápido? Una fanática, veterana de tres décadas de seguir a la banda, lo resumió con claridad.
Y he ahí la clave. Para ella, la música de Molotov no es un producto de temporada, es un documento cultural.
Tras casi dos horas de recital, la banda anunció el final con su particular estilo: “Nos tenemos que ir a la chingada”. El cierre fue, como no podía ser de otra manera, con “Puto”, su canción más controvertida y laureada.
La energía alcanzó su pico máximo y, en un gesto de caos controlado, el grupo subió a más de una docena de mujeres del público al escenario para unirse al “desmadre” final. Fue una celebración; una gozadera colectiva, genuina, que selló la noche pisando las 10:00 pm.
Molotov se marchó dejando el escenario vacío pero el aire cargado. La larga espera había terminado, no con un simple concierto, sino con la constatación de que su discurso, crudo y frontal, sigue siendo tan vigente como necesario.
Caracas ya no estaba en silencio. En su lugar, vibraba el eco de una rabia necesaria, la prueba irrefutable de que hay gritos que, sin importar cuánto tiempo pase, jamás se extinguen.