Miguel Uribe Turbay

Miguel Uribe Turbay

Colombia amaneció ayer con la triste noticia de la muerte de Miguel Uribe Turbay luego de más de dos meses en estado crítico, a consecuencia de un infame atentado sicarial en el occidente de Bogotá. Su fallecimiento fue recibido, que no quede duda, como un golpe al país entero y a la democracia. Y lo que es más triste en estos casos: también a la esperanza.

La fe en su recuperación estuvo presente hasta el último instante en su familia y entre los colombianos. Las movilizaciones multitudinarias que se organizaron mientras Uribe Turbay estuvo en cuidados intensivos en la Clínica Santa Fe sirvieron para desahogar el dolor por el atentado macabro y absurdo, pero también para encender una luz, alimentada por el encuentro de millones en el rechazo a la violencia. Más allá de diferencias ideológicas, hubo –y tendrá que haberlo siempre– un consenso en torno a que nuestra historia política no puede seguir escribiéndose en clave de magnicidios y traumas. No más.

Aun así, lamentablemente esa esperanza se apagó tras dos meses y cuatro días de lucha, no obstante el empeño de los médicos ante las graves heridas que le dejaron las balas disparadas por un menor de edad –otra tragedia nacional– en el barrio Modelia de Bogotá.

Miguel Uribe murió a los 39 años, en plena vida pública, con la convicción de servir a Colombia desde sus principios y desde la orilla política que representaba. Creía en la democracia, en el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas, en reformas que sacaran a millones de la informalidad, en la lucha contra la impunidad y la corrupción. Tenía todo el derecho –y la voluntad– de aspirar a la presidencia. Pero las fuerzas criminales, como a tantos líderes antes que él, le arrebataron ese derecho y le arrebataron la vida.

Su historia personal estuvo marcada por la tragedia desde la infancia, cuando su madre, Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada por la mafia. Sin embargo, eligió enfrentar el miedo y trabajar por un país mejor, menos violento y más justo. Hoy, su nombre se suma a la lista de personas que se la han jugado por el bien común y que por ello han caído por las balas de quienes creen que eliminando personas pueden imponer su agenda de terror. Según el conteo de Indepaz, con Uribe Turbay ya son 97 las personas que por su liderazgo político y social han sido asesinadas este año en el país. Una lista tan escalofriante como penosa para una democracia.

El Estado tiene la obligación de proteger a todos los candidatos, sin distinción, y la sociedad civil debe pronunciarse en defensa de la democracia para mantener el rumbo que quieren truncar los criminales.

Es necesario poner de presente lo doloroso que es para quienes vivimos los días aciagos de finales de los ochenta y comienzos de la década de 1990, cuando la violencia política pretendía decidir quién podía aspirar a gobernar. Este horrendo capítulo de ninguna manera puede repetirse. Por eso, el primer imperativo es que haya justicia. Con varios capturados, el país exige que la investigación llegue hasta el último responsable, que se identifique no solo a los ejecutores, sino a quienes ordenaron y financiaron este magnicidio. Que la verdad no aflore décadas después, cuando la herida ya haya supurado demasiado. Y que este proceso lo lidere, sin interferencias ni distracciones, la Fiscalía General de la Nación, la única voz autorizada para entregar avances y conclusiones. Ninguna hipótesis que no provenga de allí debe desviar la atención ni enturbiar la verdad.

Los criminales que atentaron contra Uribe Turbay buscaban, además de asesinarlo, enviar un mensaje de intimidación. Por eso la respuesta no puede ser la resignación ni el miedo, sino la unidad nacional en torno a la defensa de la vida, la libertad política y las instituciones. Este crimen no debe ser combustible para la confrontación política ni para discursos incendiarios que alimenten el odio. Las palabras, en especial las de quienes ostentan cargos de responsabilidad nacional, importan y en un país tan marcado por la violencia pueden ser tan letales como las mismas balas.

El magnicidio ocurre a menos de un año de las elecciones presidenciales y a pocos meses de las legislativas. Las próximas jornadas electorales deben realizarse con plenas garantías y en paz. El Estado tiene la obligación de proteger a todos los candidatos, sin distinción, y de asegurar que en cada rincón del país haya condiciones para que puedan dirigirse libremente a la ciudadanía. La democracia no se defiende solo con discursos, sino garantizando que las urnas, y no las armas, sean las que definan, sin dilaciones, el rumbo de Colombia.

En este día de luto, la tristeza debe transformarse en determinación. Determinación para esclarecer este asesinato, para blindar el proceso electoral, para que la sociedad civil se pronuncie en defensa de la democracia y en contra de quienes quieren que se pierda el rumbo y para que ningún otro colombiano entregue su vida por ejercer sus derechos políticos. Miguel Uribe deja el ejemplo de quien, pese a la adversidad y la amenaza, eligió servir. Honrar su memoria es asumir como país que la violencia no puede decidir nuestro futuro.

Editorial publicado por el diario El Tiempo de Colombia / GDA

 

 

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