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Las matanzas populistas

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Las matanzas populistas

 

Ayer en Managua, la capital de Nicaragua y centro de la dictadura más perversa de estos tiempos del socialismo del siglo XXI en Centroamérica, la vida era una sombra huidiza que escapaba de los disparos de la policía y los militares. El dictador Daniel Ortega, luego de jugar al gato y el ratón con los mediadores de la Iglesia católica, lanzó una sangrienta ofensiva contra los jóvenes manifestantes que exigían su renuncia a la Presidencia de la República.

 

 

Pero Ortega y su mujer Rosario Trujillo, una caricatura borrosa y desteñida, se niegan a aceptar las exigencias no solo de los jóvenes estudiantes, valientes y arrojados, sino de la inmensa mayoría de la población nicaragüense. Nadie que no sea un mercenario de la más baja ralea se atreve a defender a Ortega y a Rosario, su compinche con faldas, experta en brujerías y maldades a juicio de las correveidile de la ciudad capital.

 

 

 

¿Quién se arriesgaría a colocarse al lado de un gobernante que decide, por su propia y enloquecida gana, prolongarse en el poder hasta que el peso de sus satrapías lo alcance, viejo y cargado de muertes? Ortega puede sortear esta crisis pero, por mucho que intente cambiar el curso de los acontecimientos, está profundamente herido y no irá muy lejos.

 

 

 

Lo más doloroso y terrible es que sabiendo que sus días en el poder ya tocan a su final, insiste en reprimir, encarcelar, torturar y matar a los jóvenes que luchan por un futuro para Nicaragua que no esté lastrado por la corrupción y el fanatismo. Décadas atrás, el joven luchador Daniel Ortega se batía valientemente para derrocar la dictadura del general Somoza, último de la estirpe de una familia de dictadores. Conquistada la libertad para su país con la ayuda de numerosos voluntarios latinoamericanos que comprometieron su vida en esa gran batalla reivindicativa y democrática, el movimiento sandinista fue perdiendo su rumbo inicial y derivó hacia corrientes que en poco se correspondían con lo anhelado en el curso de la guerra de guerrillas.

 

 

 

Con la llegada al poder la cosa fue a peor. Los sueños y las aspiraciones de una sociedad más justa se fueron arruinando en el camino y los comandantes triunfantes se ocuparon más de proteger sus propios círculos al interior del sandinismo. A nadie sorprendió que, al final del deslumbramiento del triunfo inicial, se convocara a elecciones y que una señora apacible y con escasa experiencia política ganara, sin derecho a pataleos, los comicios a los sandinistas.

 

 

 

Lo más doloroso es que algunos de aquellos comandantes triunfantes resultaron ser verdaderos pillos, incluso a la altura de los militares que acababan de apartar del poder. Ese aburguesamiento terminó de hundirlos y el sueño sandinista se quebró en mil pedazos. Y lo peor es que se llevó en su desgracia la reputación de tantos poetas y escritores que los acompañaron en la lucha.

 

 

 

Ahora la ilusión de la revolución sandinista se ha convertido en un gran baño de sangre pero, y es lo más injusto, lo que corre por las calles es sangre de jóvenes, de estudiantes y trabajadores, de sacerdotes y campesinos, de una clase media que está harta de un embrutecido mandatario que ya no parece coordinar sus ideas, si es que las tuvo alguna vez.

 

 

Editorial de El Nacional
 

 

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