Prometieron un país nuevo, diferente y respetuoso de las leyes. Usaron para engañar a los venezolanos nuestros símbolos más queridos y respetados. Por si fuera poco, montaron a Simón Bolívar en un altar y le rindieron cínica e hipócritamente homenajes tras homenajes con la única finalidad de convertirlo en escudo de sus pillerías.
Hoy están al descubierto, el país entero se despierta cada mañana pensando como si fuera el hombre de las cavernas, cómo y dónde va a encontrar comida, agua cristalina y refugio seguro para su vida y la de sus hijos. Afuera solo reina el peligro, los pocos hombres que se aventuran en la noche no son precisamente gente de paz y, por si fuera poco, la oscuridad convoca a las fieras más salvajes.
Han pasado los siglos, y los venezolanos y los extranjeros llegados a estas tierras convirtieron a Venezuela en una promesa permanente de felicidad. La sociedad buscó perfeccionarse a través de la construcción de instituciones sólidas, al amparo de las leyes y de las ideas democráticas. Los ciudadanos estaban cansados de guerras y rebeliones de cartón piedra, de generales que se transformaban en ávidos ladrones apenas llegaban al poder, de traidores a la Constitución y a los intereses de los ciudadanos.
El privilegio de la posesión de las armas les ha hecho creer a los militares a través de los años que pueden gobernar y disponer del poder mejor que cualquier civil y que, por tanto, solo de vez en cuando se les puede entregar la conducción del país y la construcción del futuro.
Craso error porque la condición de civil o militar no es en sí misma una garantía de que esa persona reúne las cualidades y la formación ética y profesional para conducir un país que necesita de un gran impulso colectivo, del aporte de todos lo que aquí viven y luchan no solo para buscar comodidad y riqueza, sino también para levantar un país que disminuya día a día las injusticias, que reduzca el abandono en que lo han sumido sus mandatarios y los perversos círculos cercanos al poder que se aproximan a la presidencia para redondear sus asquerosos negocios.
Es cierto que el país ha padecido, desde el día de nuestra independencia, de estos grupos que solo funcionan pensando en cómo sacarle provecho a la cercanía al poder. Muchas logias civiles y militares solo se hablan y toleran cuando sobre la mesa de negociaciones hay dinero y negocios, y no es una plaga de nuestros días. Hemos arrastrado esa falla moral y política por muchos años.
Dictaduras y períodos democráticos se han alternado en el poder, las más de las veces con pobres resultados para la población. La frustración que esto genera, por desgracia, acarrea mesianismos, golpes de Estado, democracias disfuncionales, y pérdida de respeto por la Constitución y las leyes de la república.
El caos que estamos viviendo en este momento es como el hediondo vómito final de una borrachera que alguien quiso convertir en revolución. Como en toda borrachera, siempre termina dominando la palabra del más bravucón, el más mentiroso, el que grita más y, casi seguro, el más ignorante.
Pero se aproxima la madrugada y hay que apagar las luces, bajar la santamaría y salvar lo que queda de país.
Editorial de El Nacional