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La batalla de Inglaterra: ochenta años

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La batalla de Inglaterra: ochenta años


 
 Durante los meses de julio a octubre de 1940 se registró la llamada batalla de Inglaterra, uno de los enfrentamientos decisivos de la Segunda Guerra Mundial. Fue una batalla aérea, en la que participaron unos pocos miles de pilotos y aviones en ambos bandos. En comparación con las inmensas contiendas aéreo-terrestres y navales que acontecieron posteriormente, en otros teatros de ese conflicto planetario, la batalla de Inglaterra tuvo una dimensión menor en cuanto al número de participantes y equipos. No obstante, su impacto político y estratégico fue crucial en esa coyuntura y para todo lo que vino después.

 

 

Para entender ese significado en su justa medida, hay que comentar tres aspectos principales. Primero, el contexto político existente en ese momento. En segundo lugar, el curso de la batalla como tal. Por último, su resultado en un plano estratégico global.

 

 

Entre mayo y junio de 1940 las fuerzas de Hitler habían invadido y arrollado Francia, empujando al gobierno francés a capitular. Estados Unidos y Rusia no se hallaban en guerra y solo entrarían en combate contra Hitler en 1941. La Gran Bretaña, luego de la caída de Francia, estaba sola, y en tales circunstancias relevantes personajes en el gobierno y el Parlamento comenzaron a abrigar dudas acerca de las posibilidades de resistir con éxito el nazismo. De manera tenue y sutil pero real, se empezó a conversar en algunos reducidos pero influyentes círculos dirigentes británicos sobre la perspectiva de negociar un acuerdo con Hitler, que preservase la independencia británica a cambio de acceder al dominio nazi en la Europa continental.

 

 

Estas especulaciones, por suerte para la libertad del mundo entero, nunca tuvieron peso en el ánimo de la abrumadora mayoría del pueblo británico, así como tampoco en el de sus principales conductores, entre los que por supuesto destacaba Winston Churchill. El retorno al poder por parte de Churchill, en esas horas críticas de la primavera-verano de 1940, se debió precisamente a su convicción, respaldada por el pueblo, de que con Hitler no se debía negociar ni llegar a acuerdo alguno, y de que el camino de resistir hasta el fin era el único aceptable.

 

 

El liderazgo de Churchill se expresó en unas famosas frases dichas ante el Parlamento, cuando anunció a los británicos, a ingleses, escoceses, galeses e irlandeses del norte, que solo podía ofrecerles “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. Gran Bretaña se había quedado temporalmente sola, pero contaba con el extraordinario heroísmo, el encomiable espíritu de sacrificio de parte del pueblo y sus soldados, y el apego a su libertad e independencia que han caracterizado más que cualquier otro rasgo la historia del país.

 

 

Hitler pretendía doblegar a los británicos e invadir sus islas, pero para ello necesitaba alcanzar el dominio del aire sobre el Canal de la Mancha. De lo contrario, una invasión naval alemana estaría desprotegida y en peligro de total fracaso, ante la amenaza de la fuerza aérea enemiga. Por ello los nazis se lanzaron a lograr el control de los cielos, misión que no pudieron concretar gracias a la eficaz resistencia de los estupendos “Spitfires” y “Hurricanes”, los dos tipos de aviones de guerra que los británicos emplearon predominantemente en esa intensa conflagración.

 

 

Las defensas funcionaron con eficacia, apoyadas en el radar, la calidad de los aviones desarrollados por la industria militar británica, la fortaleza de la sociedad como un todo, y en particular la destreza de los pilotos. Por ello, en función del extraordinario valor y desempeño de los pocos centenares de jóvenes pilotos que infligieron su primera gran derrota a Hitler, Churchill pronunció en uno de sus discursos de esos días las conocidas frases, en las que con su acostumbrada elocuencia afirmó que “nunca, en la historia de los conflictos humanos, tantos le debieron tanto a tan pocos”. Se refería desde luego a ese conjunto de pilotos, a esos “pocos”, a los que sobrevivieron y los que perecieron en combate, que hace ochenta años infligieron a Hitler y los nazis su primer gran revés militar.

 

 

Como han señalado historiadores de la categoría de John Lukács (que no debemos confundir con el filósofo marxista, Georg Lukács) y Sebastián Haffner, entre otros, la vital importancia de la batalla de Inglaterra, su fundamental significado político-estratégico, consistió en que si bien los británicos no ganaron entonces la guerra de manera definitiva (la Segunda Guerra Mundial se prolongaría varios años más), tampoco la perdieron, dando así a su país y muchas otras naciones la oportunidad de reaccionar y proseguir la lucha hasta el triunfo final.

 

 

En ese orden de ideas, cabe imaginar qué distintas habrían sido las cosas, qué curso tan diferente habría tomado la historia universal, si la conclusión de esos cuatro meses de combates aéreos en los cielos que cubren el Canal de la Mancha y el sureste de Inglaterra hubiese sido otro, y si Hitler hubiese logrado su propósito de doblegar a los británicos. Cada lector puede hacer su propio ejercicio especulativo sobre esa “otra” historia, que no pasó pero que habría podido pasar, y que seguramente habría hecho mucho más difícil impedir la asfixia de la libertad. De allí que, con toda razón, Winston Churchill calificó ese episodio clave de la historia de su país, que obviamente forma parte de lo más preciado del legado británico a su propio pueblo y el mundo entero, como “su hora más gloriosa”.

 

 

 

Editorial de El Nacional

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