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José Gregorio dice que el audio es un montaje, pero Alfonso asegura lo contrario y, además, afirma que lo están amenazando por cumplir el papel de paciente escuchador.

 

 

No hablamos sobre el José Gregorio amado por los venezolanos que puede subir pronto a los altares en medio del regocijo popular, sino de un opaco diputado a la AN. Tampoco nos referimos a uno de los Alfonsos de la realeza borbónica que llamaron la atención en el pasado, sino a alguien que hace sus deberes en el Parlamento apareciendo de vez en cuando en los periódicos. Pero los dos son noticia por ponerse a hablar y por ponerse a escuchar palabras que sobrepasan los asuntos de la intimidad personal para formar parte de los temas que interesan a la sociedad.

 

 

El diputado José Gregorio Noriega, llamado familiarmente Goyo, llamó a don Alfonso para hablar de don Dinero. Le ofreció 700.000 machacantes de verde color para que se pasara de bando con armas y bagajes. Para que hiciera una maroma histórica, mejor dicho, no solo digna de grabarse por medios electrónicos sino también de esculpirse en piedra para memoria de la posteridad.

 

 

Después de hablar con unos príncipes de postín llamados Nicolás y Tarek, invitó Goyo a don Alfonso para que formara parte de una directiva parlamentaria que sustituyera a Guaidó y a sus compañeros de equipo a punto de presentar su nominación en el Hemiciclo para una nueva gestión parlamentaria. No hubo mejor oyente entonces, debido a que el receptor de la llamada dio puerta franca a su invitador y solo lo interrumpió para procurar contados detalles.

 

 
 

Pero el hablante principal fue de los peores, no solo por el tartajeo de su fabla, capaz apenas de hilvanar algunas frases de rudimentaria construcción, sino también por la oferta que se atrevió a desembuchar sin recordar que las paredes oyen, como oyen igualmente las líneas de los teléfonos, las señales de los satélites y las orejas de  personas presentes y ausentes. Su deplorable vocabulario salió sin red de protección, olvidándose de que quería hacer tratos con un político en la antesala de una situación que tendría, necesariamente,  repercusiones generalizadas. Y el político, haciéndole honor a su oficio y llevando la brasa para su sardina, publicó lo esencial de la conversación para convertirla en comidilla de la colectividad.

 

 

Como Goyo no llamaba para relatar cuitas amorosas, ni asuntos pertenecientes a la vida privada, el Alfonso que no es de Borbón -los borbones tienen fama de discretos- echó las palabras al viento en un gesto capaz de descubrir bajezas politiqueras que incumben a toda la ciudadanía, y que fortalecen la conducta de la oposición frente al atropello sufrido hace poco por sus representantes en la AN. Debemos agradecer la indiscreción, por consiguiente, pero también comprender los riesgos que corre un contestador de teléfonos   al negarse a recibir las prendas ofrecidas por unos hampones sin escrúpulos a través de su heraldo.

 

 

Pero, yendo a la médula de los argumentos goyescos que han salido de retruque, si es que se pueden considerar como tales, tienen respuesta inmediata y automática. Dice Goyo que es víctima de un audio trucado por su oyente. ¿Tendrá razón? ¿Puede ser don Alfonso capaz de una zancadilla semejante, de una trampa de espías y espiados que debe llegar hasta los tribunales? El  pormenor se aclara con la utilización  de elementos técnicos que en cuestión de horas nos dirán si le torcieron los sonidos al parlanchín chambón, o si de veras salieron de su boca. Hay profesionales y empresas de sobra para un trabajo simple, sencillo y confiable que ponga las voces en su lugar antes de que los patrones del interesado inventen vericuetos inesperados a la peripecia.

 

Editorial de El Nacional

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