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El régimen no puede ni quiere cambiar

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El régimen no puede ni quiere cambiar


 
 
Un régimen como el que demuele a Venezuela no admite líneas rojas, es decir, no acepta límites sino de manera parcial y temporal, y solo en tanto su objetivo de control político no esté en peligro extremo. Hasta hace poco pareció que la supervivencia de Juan Guaidó era una línea roja impuesta al régimen por las circunstancias, en especial la presión internacional. No obstante, los ataques violentos de los llamados colectivos a las marchas opositoras, y de modo particular la escena de un pistolero apuntando con su arma al presidente encargado, indican que individuos y sectores clave dentro del régimen han perdido el sentido de los límites.

 

 

De allí que las advertencias que se siguen haciendo, en el sentido de enfrentar a los dirigentes chavistas con el escenario probable de un final de su poder en Venezuela, así como de las consecuencias que ello podría acarrear para ellos y sus familias, tienen hasta ahora un efecto periférico. No se trata de que los cabecillas del régimen, sus principales allegados y cómplices no entiendan lo que pasa y podría ocurrir. No se trata de que desconozcan la historia, la nuestra y la de otros países, que muestra que todo tiene un término y que casi siempre el de los regímenes tiránicos es sangriento y caótico. Lo que les mantiene sobre su ruta de creciente represión no es la ignorancia sino una trampa, una trampa labrada a lo largo del tiempo y de la cual ya se hace imposible escapar.

 

 
La trampa tiene dos aspectos. Por una parte, se encuentra el rastro de dolor acumulado, de cárcel, tortura y muerte infligidas a tantas personas, a lo que se suman la obligada huida de millones fuera del país y el empobrecimiento de los que permanecen. Pero hay más. Las actividades criminales, que se han acrecentado con el paso de los años, han convertido al régimen en un objetivo tanto político como penal, todo lo cual confronta a sus jefes y numerosos asociados en reos de la justicia local y global. No hay vuelta atrás para ellos.

 

 

Por otra parte, la mitología revolucionaria desempeña también un papel, tanto en lo que se refiere a la preservación de una voluntad de poder, ya menos sólida, como en lo tocante a las sospechas mutuas entre los integrantes de la dirigencia chavista. Si bien es cierto que la utopía revolucionaria está podrida en Venezuela, el apego retórico a la misma sigue funcionando como un test de lealtad entre los miembros del círculo de poder, quienes en todo momento miran a uno y otro lado a la espera del primero que se atreva a abandonar un buque que naufraga. No es un naufragio tan rápido como el del Titanic, pero se le asemeja en lo fundamental.

 

 

Los efectos paralizantes de la trampa, y el temor a salir del círculo antes de que las circunstancias lo hagan menos riesgoso, explican la pérdida del sentido de los límites. Estas realidades obstaculizan cruda y decisivamente las opciones de una salida democrática y pacífica a la tragedia venezolana, y lo afirmamos con genuino pesar. La lucha democrática tiene que seguir dentro y fuera del país, en el marco de sus cauces legítimos, pues no podemos predecir el futuro. Solo estamos en capacidad de responder con seguridad dos preguntas. Primera, ¿qué debemos hacer?, y lo sabemos: debemos proseguir la tarea de resistencia democrática. Y la segunda, ¿qué no debemos hacer?, cuya respuesta es: no debemos, mediante una actitud acomodaticia que a veces se parece demasiado al colaboracionismo, dividir a la oposición y lanzarle salvavidas al régimen. La lucha sigue y no todo está permitido en el plano ético.

 

Editorial de El Nacional

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