Francia vive la peor crisis política de su historia reciente, generando una inestabilidad que preocupa, con razón, al mundo democrático.
La caída del gobierno del primer ministro francés, Sébastien Lecornu, el tercero en apenas un año, ha dejado a este país suspendido en un inédito vacío de poder que, entre otros aspectos, evidencia el agotamiento del liderazgo de Emmanuel Macron. Así mismo, cada vez son más los que ante este escenario hablan de una inocultable erosión del modelo presidencial de la V República, ese que permite la coexistencia de un presidente jefe de Estado y un primer ministro encargado de los asuntos internos y no siempre en sintonía ideológica. Lo cierto es que la escena –un primer ministro saliente al que el propio presidente encarga renegociar un pacto imposible en apenas 48 horas– retrata la confusión de un país que a estas alturas parece atrapado en su propio diseño institucional.
Lo que empezó en 2024 como una apuesta arriesgada –las elecciones anticipadas convocadas por Macron– terminó desatando un terremoto político que no ha cesado. La Asamblea Nacional quedó dividida en tres bloques irreconciliables: una izquierda que reclama su victoria moral, una derecha fracturada y una ultraderecha de talante populista en ascenso. Ninguno alcanza la mayoría absoluta, y todos parecen dispuestos a hacer del bloqueo una herramienta de desgaste, historia conocida en estos tiempos, por desgracia. Así, Francia ha terminado convertida en un referente de la parálisis democrática: un sistema que aún funciona, pero al borde de la implosión.
Crece el riesgo de que un eventual vacío sea ocupado por quienes conciben la democracia como instrumento de revancha.
El caso es que Emmanuel Macron intenta mantener el control de un escenario que cada vez domina menos. Su figura, antes símbolo de renovación, se percibe hoy como la de un mandatario sin aliados, sin margen y sin relato. La tentación de nuevas elecciones ronda el Elíseo, pero también el riesgo de allanar el camino para la irrupción de Reagrupamiento Nacional, un partido que, como advierten analistas, representa una amenaza para la estabilidad europea mayor que los experimentos populistas de Italia o Hungría.
En ese contexto incierto, el fantasma de la reforma pensional, que fue impuesta por decreto y es símbolo del divorcio entre el presidente y la sociedad, sigue siendo una herida abierta. Su suspensión podría servir de gesto conciliador, pero supondría un alto costo fiscal en un país cuya deuda supera el 115 % del PIB y que ya inquieta a los mercados. Francia, segunda economía de la Unión Europea y su única potencia nuclear junto con el Reino Unido, no puede permitirse un largo periodo de incertidumbre política sin consecuencias económicas para la zona y, de contera, para el mundo.
Porque la crisis francesa trasciende sus fronteras. La fragilidad del gobierno de Macron es para muchos la fragilidad del proyecto europeo mismo. Si el liderazgo de su presidente se desmorona y el centro político se hunde entre extremos irreconciliables, crece el riesgo de que este vacío sea ocupado por quienes conciben la democracia como un instrumento de revancha. Europa debería tomar nota: el cansancio ciudadano y el descrédito de sus élites pueden abrir las puertas a un populismo que, bajo nuevas formas, amenaza con reescribir la historia política del continente. Y que ya tiene trecho recorrido en otras latitudes.
Editorial de El Tiempo