Editorial de El Tiempo: Sigue el exterminio

Editorial de El Tiempo: Sigue el exterminio

Aun con una leve disminución, las cifras de asesinatos de líderes sociales siguen siendo aterradoras en medio de la ausencia estatal.

Los datos son contundentes, e impresionantes. Como lo reveló el domingo pasado este diario, en lo corrido de este año la Fiscalía registra el asesinato de 136 líderes sociales, lo cual equivale a que cada día y medio una persona que dedica su vida a la defensa del interés comunitario es eliminada por los violentos. Indepaz, por su parte, habla de 105 casos, mientras que Naciones Unidas reconoce 41 plenamente verificados.

Más allá de la disparidad en los registros, lo que queda claro y preocupa es que la violencia contra quienes encarnan el tejido social democrático del país sigue sin dar tregua. Y como lo advirtió Leonardo González, director de Indepaz, incluso la aparente disminución en algunas zonas no necesariamente es una buena noticia: puede deberse, sencillamente, a que ya no quedan líderes a quienes asesinar. Una constatación que hiela la sangre y evidencia la magnitud del riesgo.

Este fenómeno, cuya gravedad ha sido tantas veces denunciada desde estos renglones, es quizá el más dramático indicador de la ausencia estatal en aquellos lugares donde se producen los asesinatos. Porque si algo caracteriza al liderazgo social en Colombia es que no se trata de una vocación individual, sino de un servicio público en el sentido más genuino: velar por el bien común, dar voz a comunidades invisibles, defender sus derechos, entre ellos el de vivir con dignidad en territorios olvidados.

Para esa labor, quienes asumen estas tareas necesitan, sí o sí, de un Estado que los cobije, los respalde y, sobre todo, los proteja. Y lo cierto es que ese acompañamiento sigue sin llegar, o llega de forma tardía y precaria. El vacío institucional es la oportunidad perfecta para que los grupos armados ilegales impongan su ley de hierro y sus tropelías.

Se trata de un orden violento que no se limita a las economías ilegales, sino que se mete con todas las esferas de la vida.

Más doloroso aún resulta constatar que el simple hecho de formar parte de una minoría y ejercer desde allí un liderazgo aumenta exponencialmente el riesgo de perder la vida. Mujeres, indígenas, afros, campesinos, jóvenes, personas de la comunidad LGBTIQ+ o líderes ambientales son blanco prioritario de los violentos. Esto dice mucho del tipo de sociedad que pretenden imponer quienes hoy dominan buena parte del territorio: una en la que solo una forma de ser es aceptada, una que homogeniza, subyuga y en la que la diferencia se paga con sangre.

Se trata de un orden violento que no se limita a las economías ilegales sino que se mete con todas las esferas de la vida, regulando hasta las actividades más cotidianas, en las antípodas del Estado de derecho que garantiza libertades, protege derechos y traza un límite claro entre lo público y lo privado.

Es, por último, imposible pasar por alto la paradoja que implica que, tres años después de haber asumido un gobierno que se hizo elegir con la promesa de proteger los liderazgos sociales y blindarlos de la violencia, la situación siga siendo crítica. Los datos no mienten y no hay mayor lugar a excusas.

Ni las mesas de la llamada ‘paz total’, ni las promesas de seguridad integral ni los discursos han logrado frenar la sangría. Comunidades enteras pierden a quienes encarnan su voz colectiva, sus proyectos de futuro y su capacidad de resistir a los poderes ilegales. Colombia no puede permitirse seguir normalizando este exterminio cruel y silencioso.

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