Editorial de El Nacional: Las dos vidas de José Mujica

Editorial de El Nacional: Las dos vidas de José Mujica

Cuando José Mujica entregó el poder el primero de marzo de 2015 a su compañero del Frente Amplio Tabaré Vázquez le dijo a la multitud reunida en la Plaza Independencia, en el centro de Montevideo, que si tuviera dos vidas, las daría para ayudar a su pueblo. “No me voy, apenas estoy llegando, me iré con el último suspiro”, remató sus palabras. Mujica se acaba de ir una década después, el pasado 13 de mayo, a una semana de cumplir 90 años, y sí, tuvo dos vidas, y ambas las entregó a la causa en la que creía, aunque de manera muy distinta.

En la primera de sus existencias se llamó Facundo o Ulpiano, andaba clandestino y armado, militaba en el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, insurgió junto con otros contra gobiernos electos democráticamente que luego concluyeron en una feroz dictadura (1973-1985) de corte similar a las que ensombrecían Chile, Argentina, Paraguay, Bolivia y Brasil. Estuvo a punto de morir en un tiroteo en el que recibió 6 balazos, cayó preso 4 veces y se fugó en 2, una de ellas junto a otros 105 presos, en el sensacional escape de la cárcel de máxima seguridad de Punta Carretas –ahora un lujoso centro comercial de la capital uruguaya– a través de un túnel construido desde adentro.

En la última de sus prisiones, después de ser recapturado, encerrado en un espacio ínfimo e inhumano, la más cruel y larga de todas; creyó que se volvería lelo, pero se refugió en sus recuerdos para sobrevivir y desechar la venganza. En el documental El Pepe, una vida suprema (2018), de Emir Kusturica, Mujica revive esa experiencia carcelaria y suelta una más de sus frases memorables: “A veces lo malo es bueno, y a veces lo bueno es malo.”

En 1985, con la reconquista de la democracia y la liberación de los encarcelados por razones políticas, comenzó la segunda vida de José Mujica, la que, es deseable, perdurará entre los uruguayos que lo despiden con simpatía y dolor; y en otras partes del mundo, donde medios y personalidades de variado signo fueron seducidos por este hombre renacido, sin pose de estatua, que decidió vivir como vive la mayoría, de corazón grande y bolsillo chico. “Soy un viejo luchador, no preciso plata”, decía y repetía.

Su gobierno de 2010 a 2015 de tinte progresista -despenalización del aborto, aprobación del matrimonio igualitario y legalización de la marihuana- lo concluyó con alta popularidad, aunque con menos aciertos económicos; pero entregó el mandato a otro hombre del Frente Amplio en un período de 15 años de gobiernos de izquierda, con resultados, a fin de cuentas, muy distintos a los de sus pares de Argentina, Ecuador, Brasil y Venezuela, de la misma corriente ideológica envueltos todos, sin excepción, en escándalos de corrupción que aún se ventilan, por mucho que le quieran echar la culpa al lawfare.

Se arrepentía de que a él y a su esposa Lucía Topolansky se le fue el tiempo de tener hijos y, quizás también, de haber convertido a sus compatriotas en mejores consumidores y no aún mejores ciudadanos. Se reconocía como parte de una generación que veía el socialismo a la vuelta de la esquina –“la generación de la ilusión”– pero que aprendió que lo más importante es lo cultural y que el verdadero cambio ocurre dentro de la cabeza: “Muchos migraron hacia el capitalismo, pero no es la solución, hay que buscar otros caminos.”

Mujica, y su historia personal, sintetiza también ese “paisito” –como sus propios  compatriotas se refieren sin alarde y picardía a su tierra– llamado Uruguay, en el que la convivencia política, nada menos y nada más, es posible en estos días y años de polarización extrema y absurda. Que en paz descanse, Pepe Mujica.

 

Editorial de El Nacional

Pepe' Mujica, el tupamaro que se convirtió en presidente de Uruguay e ícono  de América Latina

 

 

Comparte esta noticia: