El italiano Simone Inzaghi gana 25 millones de euros al año —la pelusa de aproximadamente 70.000 euros al día— por entrenar el equipo más ganador de Arabia Saudita: un país sin historia futbolística, pero con mucho crudo bajo el césped. Su equipo, Al-Hilal Saudí Football Club, el Luna Creciente Saudí, ha sido una sorpresa en el Mundial de Clubes, codeándose con la crema y nata del balompié mundial. Ni Ancelotti, ni Guardiola, ni Luis Enrique, el entrenador de moda, ganan lo de Inzaghi aun cuando dirigen equipos o selecciones de primerísimo nivel.
El fútbol es un negocio más redondo que el balón que se patea de un lado a otro del planeta. Un negocio que, tras bambalinas, exige cada vez menos escrúpulos y más rentabilidad, aunque sobre el verde impoluto de los campos se impone la justicia tecnológica que detecta un meñique fuera de lugar. El fútbol es la primera vitrina del mundo. Los futbolistas, y algunos entrenadores, tienen millones de fans. Las autoridades también se han subido desde hace décadas a la ola futbolística. Hasta Qatar, que apenas tiene selección, montó su mundial. El fútbol puede lavarle la cara a un país sin derechos e incorporarlo a la nueva realidad global donde todo es posible.
En Arabia Saudita, por ejemplo, pudo haber el año pasado tantas ejecuciones como goles. El registro, que es oficial, da cuenta de 345 ejecuciones, casi una por día. Este año la cifra va por 189 en otros tantos días: ¡46 tan solo en junio pasado!. Amnistía Internacional habla de una “alarmante” escalada de penas de muerte, la mayor parte por delitos relacionados con drogas. El buen desempeño del Al-Hilal en el Mundial de Clubes o la presencia de célebres figuras del fútbol, algunas en su ocaso, en los clubes sauditas es más noticia que los desgraciados, y desgraciadas, sentenciados en el reino saudita.
El informe de Amnistía analiza el último decenio de aplicación de la pena de muerte que ha seguido ejecutándose a pesar de las promesas en sentido contrario del príncipe heredero Mohammed bin Salman. Las víctimas suelen ser, en una buena parte, extranjeros, a quienes se les dificulta defenderse, por la barrera del idioma y por el desconocimiento de un sistema que no garantiza un juicio justo. Casos documentados por Amnistía recogen denuncias de tortura y malos tratos para obtener una confesión previa al juicio.
Muchos de los condenados nunca supieron del destino de sus recursos jurídicos e incluso desconocían cuándo serían ejecutados. A algunos les avisaron el día antes. Los familiares se enteraron por otros detenidos o por la prensa. En los casos que Amnistía documentó las autoridades saudíes retuvieron los cadáveres de los ejecutados. Ni siquiera sus familias los pudieron llorar.
El informe de Amnistía también revela que la pena capital es aplicada por delitos que las autoridades califican de “terrorismo” y que recaen sobre la minoría chiita. Aunque esa comunidad solo representa entre 10-12% de la población, casi la mitad de los ejecutados por ese delito eran chiitas.
La condena a ejecución en Arabia Saudita tampoco se detiene en la edad de los condenados. Amnistía recuerda que imponer la pena capital a menores de 18 años en el momento en que ocurrió el supuesto delito “está terminantemente prohibido en virtud del derecho internacional de los derechos humanos, que incluye la Convención sobre los Derechos del Niño, de la que Arabia Saudí es Estado parte”.