Editorial de El Comercio: Magnicidios en Latinoamérica, una herida que no cierra

Editorial de El Comercio: Magnicidios en Latinoamérica, una herida que no cierra

La violencia política sigue marcando a Latinoamérica, dejando impunidad y dudas sobre la salud de la democracia.

A estas alturas del siglo XXI, América Latina debería estar discutiendo cómo fortalecer sus democracias, no lamentando el asesinato de líderes políticos. Sin embargo, los magnicidios siguen apareciendo en las portadas, recordándonos que la violencia política no es un vestigio del pasado, sino una herida abierta que se resiste a cerrar.

El 13 de agosto de 2025, Colombia despidió a Miguel Uribe Turbay, senador y candidato presidencial, asesinado este mismo año en un hecho que aún está bajo investigación.

Su muerte reavivó el fantasma de otros magnicidios recientes, como el de Fernando Villavicencio, ocurrido el 9 de agosto de 2023 en Quito, cuando el candidato presidencial ecuatoriano fue atacado a tiros al salir de un mitin en plena campaña.

En ambos casos, y como ha ocurrido tantas veces en la región, las investigaciones avanzan lentamente y sin claridad total sobre los autores intelectuales.

El eco de la ‘impunidad’ es familiar: basta recordar que en el asesinato de Villavicencio, pese a la captura de varios sospechosos, todavía en agosto de 2025 no se ha confirmado judicialmente quién ordenó el crimen.

Lo mismo pasa en Colombia: el país observa con incertidumbre si habrá respuestas sólidas sobre la muerte de Uribe Turbay o si se sumará a la larga lista de casos sin resolución plena.

La violencia política parecía haberse reducido tras la ola de magnicidios del siglo XX. Sin embargo, los hechos muestran lo contrario.

Casos como el de Luis Donaldo Colosio en México (1994), Álvaro Gómez Hurtado en Colombia (1995), Carlos Pizarro Leongómez (1990), Luis Carlos Galán (1989) o el icónico asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948) forman parte de una historia sangrienta que debería servir de advertencia. En lugar de ser lecciones aprendidas, parecen ser capítulos que se reescriben con nuevos nombres y fechas.

La democracia no solo se erosiona con balas, sino con el clima que las precede.

Hoy, en gran parte de América Latina, los debates políticos se reducen a insultos, amenazas, descalificaciones y, cada vez más, a la penetración del crimen organizado en la política.

En Ecuador, Colombia, México y otros países, los informes de organizaciones como la Fundación Paz y Reconciliación y Transparencia Internacional alertan sobre cómo la violencia y la corrupción están íntimamente ligadas.La justicia tampoco ofrece

garantías. Según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en la región más del 90% de los asesinatos de figuras políticas no termina con la identificación de los autores intelectuales. Esto refuerza la percepción de que los sistemas judiciales son incapaces de brindar respuestas y que la impunidad es la norma, no la excepción.

El tiempo, con su inevitable desgaste de la memoria pública, termina cubriendo de polvo estos crímenes. El riesgo es que la sociedad se acostumbre, que los magnicidios sean vistos como tragedias inevitables y no como síntomas de una grave falla institucional.

En Ecuador, todavía resuenan las palabras de Villavicencio en una de sus últimas entrevistas, en la que advirtió sobre amenazas de muerte y la infiltración de mafias en la política. En Colombia, las advertencias de Uribe Turbay sobre la necesidad de enfrentar a los grupos armados ilegales hoy adquieren un peso inquietante.

Más allá de las ideologías y de las afinidades políticas, estos crímenes deberían interpelar a toda la sociedad.

Una democracia en la que se asesina a candidatos presidenciales y en la que no se conocen los responsables intelectuales es una democracia enferma.

La respuesta no puede limitarse al luto oficial ni a la condena pública. Se necesita blindar a las instituciones, depurar a los actores políticos vinculados con el crimen organizado, fortalecer los sistemas de protección y garantizar que la justicia actúe con independencia y celeridad.

No hay democracia posible bajo el miedo. No hay futuro estable si el precio de participar en política es la vida misma.

El funeral de Miguel Uribe Turbay y los aniversarios de la muerte de Fernando Villavicencio son recordatorios dolorosos de que la violencia política sigue viva y que, sin acciones firmes, el siglo XXI podría heredar intactas las prácticas más oscuras del siglo pasado.

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El ComercioFuneral de Miguel Uribe Turbay en Colombia, símbolo de la persistente violencia política y magnicidios sin resolver en Latinoamérica.

 

Funeral de Miguel Uribe Turbay en Colombia, un magnicidio que revive la herida de la violencia política en Latinoamérica. • EFE

 

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