El fin de la lucha de clases

Posted on: octubre 20th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Basta con meterse en una de esas interminables colas que se forman a las puertas de los supermercados para verificar, in situ, que el chavismo ha logrado un éxito casi total en su objetivo, como lo exigía el gran caudillo, de impulsar la lucha de clases. «La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases», sentenciaba, parafraseando a «uno de los más grandes pensadores de la humanidad (Carlos Marx)» y «…. aquí en Venezuela nuestra batalla es una expresión de la lucha de clases. El pueblo, las clases populares y los pobres contra los ricos y los ricos contra los pobres». Sentencia que generaba la exacerbación de resentimientos, una conflictividad latente y a veces activa en una sociedad donde, ciertamente, se presentaba un cuadro de profunda desigualdad.

 

 

Lo que no decía el caudillo era que en el paquete de los ricos incluía a la clase media, aun cuando resulte una injusticia equiparar los beneficios de una gran empresa con el dueño de, digamos, un cyber café. Numerosa, acostumbrada al buen vivir e históricamente una novedad generada por la renta petrolera, política y electoralmente era necesario para el chavismo preservar su apoyo, que lo tuvo y vaya que lo tuvo, en sucesivos procesos electorales. Pero en el fondo lo que se estaba gestando era una tarea de demolición, lenta y progresiva que se enmarcaba, con sus peculiaridades, en el pensamiento de un clásico que no sólo elaboró ideología, sino que la llevó a la práctica. Vldimir Ilich Ulianov, Lenin, padre de la revolución rusa, estaba muy claro en esa materia: «»suprimir las clases no sólo significa expulsar a los terratenientes y a los capitalistas -esto lo hemos hecho nosotros con suma facilidad-, sino también suprimir los pequeños productores de mercancías; pero a éstos no se les puede expulsar, no se les puede aplastar; con ellos hay que convivir y sólo se puede (y se debe) transformarlos, reeducarlos, mediante una labor de organización muy larga, lenta y prudente. Estos pequeños productores cercan al proletariado por todas partes de elementos pequeños burgueses, lo impregnan de este elemento, lo corrompen con él, provocan constantemente en el seno del proletariado recaídas de pusilanimidad pequeño burguesa, de atomización, de individualismo, de oscilaciones entre la exaltación y el abatimiento».

 

 

Ante la finalidad de reducirla, y finalmente liquidarla, al menos desde la perspectiva económica porque culturalmente es imposible borrar el conocimiento y siempre hubo sectores conscientes a los cuales se vienen sumando otros que han modificado su actitud, esta «pequeña burguesía» (incluida la asalariada), lejos de desaparecer subsumida en una sola gran clase amorfa, sometida, temerosa y resignada, como solía ocurrir en los países del socialismo real, se fue integrando a la clase con la cual (en el plano teórico) se pretendía crear una dictadura del proletariado, aun cuando Venezuela no sea un país de proletarios. De manera que antes que lucha de clases, se gestó una confluencia de sectores sociales que, de acuerdo con la tesis chavista, debían ser irreconciliables, planteándose una lucha de la cual, esperaban, surgiría la dictadura del proletariado.

 

 

El intento lo hicieron. Lograron copar el escenario económico y desplazar, en buena medida, a la gran burguesía, aunque frenaron el impulso al percibir que sin Polar, por ejemplo, estaríamos peor que peor en el plano alimentario. Así, en la medida en que desaparecían unidades productivas o se hostilizaba a las universidades, dejaban sin trabajo a cientos de miles de profesionales que hacían parte del núcleo duro de la clase media. Pero cuando la disolvían y la iban liquidando en cámara lenta, lo que hacían era enviarla al exilio económico o lanzarla hacia esa masa irredenta de pobres que antes los apoyaba incondicionalmente, hasta reunir a dos factores, teóricamente irreconciliables, en una sola cola en búsqueda desesperada de alimentos o medicinas.

 

 

En apariencia lograron el objetivo de igualar hacia abajo al país, solo que esa reunión no cuajó en el miedo o en el sometimiento, sino en la frustración, el desengaño y el rechazo. Y esto implica la creación, involuntaria, de una nueva mayoría que, en el fondo, representa el fin de la polarización o, al menos, su reducción significativa. Ahora, está claro que esa nueva correlación de fuerzas se ha ido conformando ante el fracaso del modelo económico y la crisis que vive un país donde aún sobrevive, con todas sus aberraciones, la institución básica del sufragio democrático. Por eso el paso siguiente en la receta leninista, la dictadura del proletariado y por tanto la consolidación del partido único y comicios tipo Cuba, parece ya imposible (a menos que fuercen la barra) ante el fenómeno político de los últimos años: la conciliación, antes que la lucha de clases, fundidas en un solo bloque heterogéneo, dispar (no podía ser de otra manera), mayoritario y policlasista, cuyo poder real será puesto a prueba el 6 de diciembre.

 

 

@rgiustia

 

El país de las tinieblas

Posted on: octubre 14th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

En un país donde ya no sirven los filtros ni vale ningún aparato propagandístico para vendernos una realidad inocultable, se insiste en convencernos, generalmente mediante decretos televisados, de que somos, o seremos, algún día, quizás dentro de mil años, quizás dentro de diez minutos, «una potencia», según el caso y las alucinaciones del orador, en materia de energía eólica, en la producción de equipos médicos de alta factura tecnológica, en la elaboración de derivados de la sábila, en la cosechas de yuca y ñame, en la exportación de pastillas para frenos, pero también en aquellas que apaciguan las alteraciones del sistema nervioso central.

 

 

Tales fantasías sonaban a gloria cuando el barril de petróleo estaba a cien dólares, cualquier quimera parecía posible y aun se prolongaba un efecto inercial que compensaba los errores, las omisiones y la irresponsabilidad en la administración, mantenimiento y crecimiento (de acuerdo a la demanda) de servicios básicos como el de la energía eléctrica. Pero ahora que todo parece posible, aunque al revés y luego de 16 años de abandono total y decenas de miles de millones de dólares supuestamente invertidos en mejorar el sistema, Venezuela se ha convertido en el reino de la oscuridad.

 

 

No los voy a atosigar con cifras (que ésas quedan para los especialistas), pero si quisiera destacar una obviedad, que resulta clave, robándole un par de frases al ilustre camarada Vladimir Ilich Ulianov, el gran caudillo de la revolución rusa, quien estaba persuadido de que «es imposible edificar la sociedad socialista sin restaurar la industria y la agricultura», o aquella según la cual «el comunismo es el poder más la electrificación de todo el país…».

 

 

Tan claro estaba en ese objetivo que no esperó que terminara la guerra civil contra los rusos blancos para crear el denominado Plan Goelro, es decir, la Comisión Estatal para la Electrificación de Rusia, iniciativa que implicó la contratación de cientos de ingenieros eléctricos procedentes, sobre todo de Alemania, y la creación de las «facultades obreras», en las cuales se formaban, a marchas forzadas, los obreros calificados para emprender una tarea que parecía imposible en un pobrísimo, atrasado e inmenso país gélido que aún se alumbraba con velas. Diez años después, se había cumplido la titánica tarea que se proponía, en principio, la construcción de 30 centrales regionales, 20 plantas de energía térmica y 10 estaciones de energía hidroeléctrica.

 

 

La electrificación de Rusia permitiría el proceso de industrialización, que corre paralelo al de la colectivización de la agricultura, impuesto luego por Stalin, con deportaciones masivas y condiciones escalofriantes para los obreros (que vivían y morían en covachas bajo temperaturas glaciales) encargados de la construcción de fábricas, muchas de las cuales estaban dirigidas a la producción de quincalla bélica antes que a la de bienes de consumo. Ese sacrificio «colectivo» permitió la derrota de la Alemania nazi y posteriormente el desarrollo de los adelantos tecnológicos y la carrera armamentista disputada con los Estados Unidos. Todo a costa de la muerte y el sufrimiento de decenas de millones de seres humanos.

 

 

En Venezuela, preservada hasta entonces de magnas tragedias y a partir de los años 60, se desarrolló una política de electrificación sobre la base de la construcción de embalses (energía hidroeléctrica) y de plantas termoeléctricas que propiciaron el desarrollo en todos los órdenes y la creación de lo que han sido las empresas básicas de Guayana, cuya producción demandaba grandes cantidades de energía eléctrica. Durante cuatro décadas, tanto la producción, como la transmisión y la distribución de la energía eléctrica presentaban altos niveles de confiabilidad y formaban parte de un sistema que, a partir del año 2000, la politización, el abandono de los planes y del mantenimiento echaron por tierra. Indetenible, el proceso de deterioro llegó a un punto en que se hizo obligatorio reducir la producción de las empresas básicas (que ya la habían disminuido su rendimiento) porque si trabajan al máximo de su capacidad, los apagones que afectan al país entero serían más numerosos y prolongados.

 

 

Pues bien, Lenin fue claro al advertir que si el deber de la primera generación soviética era derribar a la burguesía y «fomentar en las masas el odio contra ella» para destruir el antiguo régimen hasta convertirlo en «un montón de ruinas», la segunda debía sacrificarse en aras del desarrollo, la modernización y la igualdad y ya sabemos cuáles fueron los resultados definitivos 73 años después. Pues bien, aquí no conocían, no comprendieron o no pudieron cumplir a cabalidad con el axioma del gran hacedor del socialismo soviético y metieron en el mismo saco a «la burguesía» y a la magnífica red eléctrica nacional. El resultado, sin embargo, no está a la vista. No lo divisamos. La oscuridad lo impide.

 

Roberto Giusti

@rgiustia

De tiranías y mayorías

Posted on: octubre 6th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Atados al estado de decadencia general que domina al país, acomodados ya a la tesitura de sufrir con ejemplar estoicismo las siete plagas de Egipto y luego de asumir como inevitable la pérdida de un manera de vivir que, sin ser el modelo perfecto, resultaba aceptable, estamos dejando pasar por debajo de la mesa un dato capaz de frenar la velocidad de la caída: el chavismo ya es no es mayoría.

 

 

Que se trata de una perogrullada, que siempre ha sido así, que el chavismo nunca construyó un movimiento de masas de profundo arraigo popular y sus triunfos electorales eran producto del fraude y del clientelismo desenfrenado, se utilizaban como justificación por parte de algunos políticos arrollados, una y otra vez, por una desordenada pero obediente maquinaria clientelar al mando de un líder forrado en billetes y libre de los formalismos de «la democracia burguesa»: «el pueblo es el partido, el partido es el gobierno, el gobierno es el Estado y el Estado soy yo».

 

 

Si bien nunca se constituyó un movimiento altamente organizado, ni su dirigencia se caracterizó por la disciplina y el apego incondicional al diktat del partido, estaba claro que tras las botas del caudillo marchaba la mayoría del país. Mayoría que se convirtió, a la manera de Toqueville, en una «tiranía de la mayoría» que, amparados en el mandato democrático, sancionaba desmanes, protagonizaba confiscaciones, aplaudía expropiaciones y demolía el orden establecido, aun cuando el nuevo no apareciera entre las ruinas del caos.

 

 

Hasta los años 2013 y 2014, cuando dos eventos, fuera del alcance de la clase dominante, pusieron en evidencia la fragilidad del piso político que soportaba el tinglado chavista: la muerte del caudillo y la baja de los precios del petróleo. Desde el principio se corroboró lo que había sido una realidad durante catorce años: el gran soporte, quizás el único que le daba sustento al denominado socialismo del siglo XXI, desapareció con el jefe. Ni partido, ni pueblo habían establecido una estructura de poder capaz de generar alternabilidad (dentro de la élite) a largo plazo. Era Chávez o nadie. Y luego estaba la baja de los precios del petróleo, la base económica que convirtió al gobierno venezolano en el gran dispensador de la bonanza hacia el interior y en el gran elector, hacia afuera, de una nueva correlación de fuerzas políticas en países de la región y más allá. Era, en este caso, el petróleo o nada.

 

 

Perdidos esos dos puntos de sustentación el mundo se le vino encima al delfín nimbado por el gran jefe, pero arrastrando con él a todo el país. Y si nunca sabremos si el caudillo habría podido conjurar la crisis creada por él mismo, si sabemos que los venezolanos debieron sufrir las penalidades que sufren ahora para cambiar su percepción. De manera que ya la «tiranía de la mayoría» dejó de existir y lo que queda es un grupo aferrado al poder, despojado de apoyo popular mayoritario y temeroso de unas elecciones que antes ganaba con toda facilidad.

 

 

Alguna vez, luego de una de sus derrotas, Rafael Caldera dijo que el pueblo nunca se equivoca. Pero el venezolano se equivocó, (riesgo inevitable de la democracia) aunque ahora se disponga a enmendar su error acudiendo a las urnas y desechando la salida violenta. Y esto a pesar de que, por obra de las experiencias vividas y la incredulidad que mantiene, no haga sentir en la calle ese cambio fundamental de percepción porque aún no se acostumbra, después de tantos años, a la idea de que quienes mandan, o intentan hacerlo, ya no tienen a quien mandar.

 

 

Roberto Giusti

@rgiustia

El hijo de la oligarquía

Posted on: septiembre 15th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Leopoldo Lòpez

 

 

Desde el principio estuvo claro que Leopoldo apuntaba a lo más alto y desde sus primeras ejecutorias se revelaba como un político de raza.

 

 

Por un error involuntario en el procesamiento de esta columna, se omitieron los tres primeros párrafos, razón por la cual republicamos el artículo completo y ofrecemos disculpas tanto al autor como a nuestros lectores.

 
Confieso que cuando, hace ya muchas lunas,  Leopoldo López se lanzó como candidato a la alcaldía de Chacao pensé que estábamos ante una versión masculina de Irene Sáez, lo cual no tenía nada de malo sino todo lo contrario, considerando la pulcritud y el brillo estilizado que la bella dama imprimió a una gestión que hizo del opulento municipio una suerte de Disneylandia del primer mundo. Y todo  en el centro del caos que ya se nos venía encima.

 

 

Barruntaba, para entonces,  que el cargo le calzaba perfecto al hijo de una familia considerada por el chavismo como de «la oligarquía» y si bien no me equivoqué al prejuzgar con un manido lugar común al entonces jovencísimo aspirante,  en cuanto a su loable y por qué negarlo, brillante gestión («es un burguesito que lo hará bien, al fin y al cabo es Chacao»), de allí en adelante no pegué una y me quedé corto.

 

 

Desde el principio estuvo claro que  Leopoldo apuntaba a lo más alto y desde sus primeras ejecutorias se revelaba ya como un político de raza dotado de dos características (virtudes sí, virtudes no, según como se vea) indispensables en todo quien tenga aspiraciones de ser un líder: una ambición y una voluntad inquebrantables. Aunque errores, desmesuras, tremendismos y una cierta incapacidad de inadaptación no le faltaron.

 

 

Se fue de Primero Justicia y pasó por un Nuevo Tiempo hasta comprender que esas organizaciones ya tenían sus liderazgos definidos. Cierto, allí las puertas  estaban abiertas y era aceptado de buen grado porque  ya para entonces resultaba un notable valor agregado, pero siempre y cuando se quedara en la segunda línea. Diseñó entonces las denominadas  Redes Populares, que le sirvieron para echar las bases de su propio partido, Voluntad Popular. De allí en adelante, con ímpetu de poseso, inició un peregrinaje por todo el país y un programa de centro izquierda que privilegiaba lo social, se identificaba con los más pobres, ofrecía planes concretos para erradicar el crimen y la inseguridad y una imagen que algunos llamaron, facilonamente, «kennediana». Pegaba duro  en las masas el «hijo de la oligarquía» y lo hacía con la naturalidad de alguien que se siente cómodo, escuchando reclamos y repartiendo sonrisas, rodeado por una pequeña multitud , en medio de Los Haticos, Maracaibo, en un tórrrido mediodía,  bajo un sol maligno y el asfalto a punto de derretirse.

 

 

Leopoldo entró en las ligas mayores con tanta velocidad y ruido popular que ya sonaba  como candidato a Alcalde Metropolitano  de Caracas, lo cual terminaría en su inhabilitación. Eso, como era de esperarse no lo arredró ni lo sacó de juego. Todo lo contrario, lo llevó a radicalizar su discurso y a intensificar su accionar político como si nada hubiera pasado. En esa tónica participó en las primarias de la oposición y cuando comprendió que sus aspiraciones atentaban contra la unidad y generaban confusión, pese a las diferencias que existían entre ambos, tuvo el gesto gallardo de apoyar Henrique Capriles con su habitual tesón.

 

 

Pero, ¿cuándo comprendió Leopoldo que la política en Venezuela no era un juego precisamente limpio? ¿Cuándo se percató de que La Bombilla de Petare no es New Hampshire? ¿Cuándo supo que al adversario se le considera un enemigo al cual se debe neutralizar  y más si habla de transición, de transformación o de cualquier tema que implique cambios en la composición del poder por la vía democrática? ¿Cuándo descubrió que la convocatoria a la movilización popular es un delito? ¿Cuándo comprendió que se acepta a la oposición siempre y cuando se limite a cumplir un papel decorativo? ¿Cuándo  se enteró, finalmente, de que la lucha política puede acarrear, como en su caso, el sacrificio de la libertad?

 

 

Pues bien, no sabemos exactamente cuándo, pero sí que lo sabía perfectamente el día en que decidió entregarse, en un gesto que lo enaltece y lo convierte en un hombre excepcional, rabiosamente apegado a sus principios, intactas su voluntad y su ambición, factores que mueven la actividad política aun cuando pesen sobre él 14 años de cautiverio y se pretenda limitar su horizonte al muro de un calabozo.
@rgiustia
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El encierro

Posted on: septiembre 1st, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Resulta un verdadero fastidio y un reto a la imaginación encontrar enfoques originales a la hora de describir el viacrucis de los venezolanos, hecho ya rutina, que sufrimos a la hora de encontrar cualquier alimento, cualquier medicamento o cualquier cosa que no se esté produciendo en Venezuela, es decir, (con excepción del petróleo y la Harina Pan) absolutamente nada. Y sin embargo hay filones que aún escapan a la acuciosidad de los «bachaquerólogos», especialistas en escaseces, desabastecimientos y demás calamidades que ya trasciende nuestras fronteras para convertirse, además de las consabidas crisis económica, política y social, en un conflicto diplomático y ahí colocamos el punto y aparte para no especular con lo indecible, lo impensable y lo trágico si no fuera por lo cómico.

 

 

Uno de esos filones, por ejemplo, asomado por algunos analistas, consiste en indicarnos que el bachaquerismo ha asumido la forma de lo que podríamos denominar «un sistema democrático de la distribución informal». Es decir, un esquema según el cual el bachaquero mayor, quien recibe los dólares baratos para importar bienes esenciales, los revende (con incrementos sustanciales) a medianos y pequeños bachaqueros y éstos, a través de una red cada vez más tupida y compleja, lo distribuyen, con el consabido sobreprecio, bien sea a minibachaqueros con clientela fija, bien sea al consumidor. Eso, claro está, sin contar con el tonelaje que sale del país hacia Colombia, que, al contrario del refrán, sí es harina de mismo costal, aunque con galones.

 

 

Así las cosas, la señora que presta el servicio doméstico, el mesonero de una fuente de soda, el obrero desempleado de una fábrica cerrada de tornillos o el taxista de la frontera (que hasta el levantamiento del muro binacional, se ganaba en un viaje a Cúcuta lo que antes le costaba seis meses de ardua faena), entran a formar parte de una nueva clase social, cebada y bien ubicada que desearía que las cosas sigan así. El problema, sin embargo, es que, siendo muchos, sus intereses chocan con los de un amplísimo segmento social (incluida la clase media tradicional) que no dispone de los recursos necesarios para pagar el sobreprecio de lo poco que se consigue y ahí se tranca el serrucho.

 

 

Esa escasez con carestía se extiende y profundiza la desigualdad entre el grueso de la población, ahora sí convertida en masa mayoritaria y heterogénea por policlasista, igualada por abajo, que rechaza los privilegios de la minoría porque la afectan directamente. Un fenómeno, además, contradictorio con el objetivo original de cualquier propuesta revolucionaria que se está manifestando, cada vez con mayor nitidez, ya no solo en las mediciones de opinión sino en un estado de ánimo colectivo y desde el otro lado de la acera en decisiones desmedidas como el cierre de la frontera.

 

 

Así, más allá del manido discurso de buscar un tercero para echarle la culpa de lo que ocurre, uno comienza a entender las razones por las cuales se somete a diversas formas de aislamiento a un país que avanza contra la corriente de una comunidad internacional cuya forma de gobierno, a pesar de eventuales diferencias doctrinarias, se asienta sobre la base del libre mercado y las normas democráticas. Así, por ejemplo, ante un modelo económico anómalo, que genera distorsiones como el diferencial cambiario entre el peso y el bolívar, y cuya solución no puede ser otra sino sincerar la economía, borrar los controles y liberar la actividad productiva, lo que se decide es el imposible de erigir un muro entre los dos países para evitar el fenómeno imparable del contrabando de extracción. Si en el pasado los venezolanos, aprovechando la fortaleza del bolívar, «desvalijábamos» los comercios colombianos fronterizos y nos traíamos a Colombia toda metida en el portamaletas, se suele decir que ahora ocurre todo lo contrario.

 

 

Una verdad a medias porque si en verdad cargábamos con todo lo que tuviera un precio, desde las papas pastusas, hasta la ropa íntima femenina, todos esos productos tenían el sello de «made in Colombia». Ellos producían y nosotros comprábamos. Ahora, ciertamente pasa lo contrario, pero con una diferencia: los colombianos arrasan con todo lo que proviene de Venezuela y no tienen que viajar porque las gandolas llevan la mercancía hasta los comercios del otro lado de la frontera. Solo que nada de la carga, con excepción de la gasolina, es producido en Venezuela, sino importado a dólares preferenciales. De allí que ocurran aberraciones como la de venezolanos que van a Cúcuta a comprar la Harina Pan que no consiguen en San Cristóbal. ¿Que el cierre de la frontera va a acabar con ese desangramiento permanente? Lo dudo. A menos que encierren al país por los cuatro costados.

 

 

RobertoGiusti

@rgiustia

El muro

Posted on: agosto 25th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

«Los colombianos son unos rateros que nos quieren quitar el Golfo. En cada colombiano habita un embaucador de oficio, un carterista y un avezado engañador». «Los venezolanos son unos burros con plata, mayameros arrogantes, flojos, patanes y nuevos ricos que van por el mundo derrochando dólares y mal gusto». Esas dos visiones extremas, lugares comunes reduccionistas, caricaturescos, circunstanciales, mudables e intercambiables, entre las cuales se desplazan actitudes más o menos afectivas, más o menos recelosas, están signadas por el hecho irreversible de la vecindad perpetua y la interacción de dos países que se atraen y repelen tanto para lo bueno como para lo malo.

 

 

Así como tiempos hubo en los que los venezolanos cruzaban la raya fronteriza entre el Táchira y el Norte de Santander, huyendo de la dictadura gomecista (Cúcuta y Pamplona eran más accesibles que Miami), también los hubo en los cuales los colombianos buscaban refugio en Venezuela, aventados por el terror de La Violencia de los tempranos 50, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Solo que ese tipo de inmigrante no ha sido el único y el tradicional tráfico estacional de braceros se fue convirtiendo en invasión pacífica por la llegada de cientos de miles de personas, la mayoría indocumentada, a un país donde la riqueza fácil brotaba de todas partes y sobraban oportunidades de trabajo.

 

 

Como contrapartida, a partir de esa época los venezolanos, gracias al bolívar fuerte «saqueábamos» los comercios cucuteños llevándonos, a precios irrisorios, desde las papas, la carne y los granos, hasta los bocadillos veleños de La Parada, en la Villa del Rosario; las golosinas del Palacio Blancor; los overoles (aún no les decían jeans) de Ropa El Roble; los fluxes de Los Tres Grandes o la mercancía del Ley, para entonces modernísima tienda por departamentos tipo «americano». Luego, al regreso, había que pasar por la temible alcabala de Peracal donde la Guardia Nacional, según y como fueran las cosas, te quitaba todo, te quitaba algo, te pedía alguito o ni te revisaba

 

 

Mientras tanto, el fenómeno migratorio continuó creciendo a la sombra de la renta petrolera y colombianos de todas partes y condición entraban a la tierra prometida cruzando el río Táchira o a través de los arenales de La Guajira para ocupar espacios en una sociedad que los necesitaba y rechazaba a la vez. Fue así como las domésticas y niñeras colombianas, vitales instituciones de servicio en nuestro país, empleadas en casas de jerarcas del régimen de turno o de militares, a menudo se consideraban potenciales espías del DAS o integrantes de bandas de secuestradores. Lo mismo podía ocurrir con un latonero indocumentado fichado como ladrón de carros o una masajista como prostituta. Pero el clímax del anticolombianismo se produjo en los 80 con la incursión en aguas venezolanas de la corbeta Caldas, que excitó los arrestos bélicos y estuvimos a punto de ir a una de esas guerritas tipo tercer mundo.

 

 

Luego la desconfianza y el temor se fueron diluyendo con la crisis económica y concluido uno más de nuestros espejismos petroleros, las cargas parecían enderezarse para equipararnos una vez más y volver a ser dos pequeños países atosigados por la pobreza que se conocían muy poco y no deseaban otra cosa sino mantener sus acomodaticias visiones recíprocas. Solo que la inevitable interacción produjo un proceso de integración negativa, fenómeno a través del cual la violencia que asolaba a Colombia se fue implantando en nuestro territorio, tomando por sorpresa a un Estado venezolano que había perdido el control de vastas extensiones territoriales. Se empezó a sufrir, entonces, el accionar, ya no del contrabando histórico, sino del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo.

 

 

A comienzos de siglo llegan al poder dos presidentes cuyas políticas fronterizas chocan de frente. Mientras Uribe aplica la denominada «seguridad democrática», Chávez recibe en Miraflores a los jefes de las FARC, que se disputan con los paramilitares el control de zonas a donde ninguno de los dos Estados llegaba o llegaba mal. Viene luego un ciclo de rupturas y reconciliaciones entre ambos mandatarios y finalmente aparecen los bien avenidos Santos y Maduro. Pero la crisis, lejos de detenerse, se desata con toda intensidad y la tortilla se voltea por efecto del modelo económico venezolano. Entonces ya «los saqueados» son los venezolanos y los consumidores compulsivos los colombianos. Todo en medio de la corrupción, la fuga incontrolable de bienes, la escasez y el desabastecimiento del lado venezolano. De allí el error de la tesis según la cual los colombianos siguen emigrando a Venezuela. Todo lo contrario. Muchos están volviendo y con ellos no pocos venezolanos que buscan allí lo que no tienen aquí. Al fin y al cabo Colombia no es Somalia, cuyos nacionales mueren por llegar a una Europa que tampoco es Venezuela. Planteadas así las cosas está claro que erigir un muro invisible entre ambos países no resuelve el problema sino lo agrava y separa a dos comunidades que, en el fondo, son una sola. A menos que lo mantengan indefinidamente.

 

 

Roberto Giusti

@rgiustia

Cuando seamos pobres y no lo sepamos

Posted on: agosto 18th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Cuando la Perestroika aireó 73 años de aislamiento y desconocimiento cabal de lo que había ocurrido, tanto adentro como afuera de la Unión Soviética, los rusos tardaron en comprender que la conversión del socialismo al capitalismo y los intentos por construir una verdadera democracia, al hacerse real, resultaba más difícil que nunca. Atenazado por la inercia ante una crisis cuyo detonante final era la baja de los precios petroleros, Gorbachov se debatía entre el cambio de modelo y la eventual pérdida del poder o la vuelta atrás con el endurecimiento de la represión, mientras una ola secesionista sacudía las 16 repúblicas de la Unión. Pero a esto se agregaban las contradicciones provocadas por la apertura al mundo occidental y el acceso de la sociedad a la información, con la caída de un muro invisible que había mantenido a cientos de millones de personas viviendo en una falsa realidad.

 

 

Todo esto lo pude constatar al asistir a un Festival de Cine Español (en el cual los espectadores descubrirían las películas de un tal Pedro Almodóvar), cuando antes de la función anunciada (El Matador), exhibieron unos cortos turísticos de la Costa Brava con primeros planos en regodeo de humeantes paellas valencianas, langostas asadas, profusión de charcutería y vinos ante cuya imagen la audiencia, arrobada, exhalaba un ¡ah…! colectivo y sobrecogedor. Para los rusos la constatación de tanto derroche y lujo resultó ofensiva y esclarecedora, máxime cuando estaban sufriendo, por primera vez, además de la escasez de siempre, el fenómeno de la hiperinflación. Descubrían, así, que el hombre nuevo y demás pamplinas del aparato propagandístico del régimen no eran sino una más de las monstruosas y masivas engañifas del siglo XX. Pero descubrían, además, que los millones de muertos que pusieron durante la guerra contra el nazismo solo habían beneficiado a Occidente, mientras que a ellos les correspondió amoldarse a otra versión del totalitarismo bajo la férula del stalinismo cuyo último heredero, consideraban ellos, no era otro sino un Gorbachov que los llevaba al borde de la catástrofe.

 

 

Al atisbar un corto de promoción turística (no por cierto el mejor reflejo de la realidad extramuros porque la vida en el capitalismo tampoco es leche y miel y eso lo comprenderían los rusos con el tiempo) la constatación, por contraste, del fracaso del denominado «socialismo real» se mezclaba con la ofensa a la dignidad de su condición, acuñada en la escasez perpetua y por tanto en una relación con los objetos y el consumo que bien podrían encajar en la era precapitalista. No en vano Boris Yeltsin confiesa en sus memorias el choque que sufrió al visitar un supermercado en EEUU. «Cuando descubrí los estantes a punto de desplomarse bajo el peso de centenares y millares de productos enlatados, me sentí mal por mi patria, por nosotros. Resulta espantoso que se haya podido reducir a ese estado de miseria a una tierra tan rica como la nuestra».

 

 

La irregularidad en los suministros y la escasez hacían de hábitos rutinarios como los regímenes balanceados de alimentación, una sofisticación inaudita que sacaba sonrisas a los moscovitas cuando preguntábamos por ellos. Era muy difícil conseguir, entre los últimos soviéticos, algún vegetariano a la manera del Conde León Tolstoi o un cultor de las manías postmodernas del ejercicio o las supervitaminas. No había en Moscú tiendas naturistas o venta de productos orgánicos y/o integrales, toda una industria en Occidente. Las opciones alimentarias de los rusos eran limitadas y la escasez llegó a desvirtuar la gastronomía tradicional. La preocupación por el colesterol o los triglicéridos constituían un problema secundario. Y si alguien regresaba a la casa con un buen trozo de carne de cerdo, nadie le hacía ascos y todos comían sin remordimientos ni temor.

 

Pero la tragedia de la «dictadura del proletariado» se manifestaba en todos los órdenes, desde la manipulación de la historia a la existencia, por ejemplo, de una medicina desasistida y atrasada, al punto de que a fines del siglo XX no había en los hospitales (lo que no ocurría en las clínicas para la nomenklatura) jeringas desechables. La carencia de bienes y la imposibilidad de sustituirlos con la frecuencia propia del consumismo en países donde un par de zapatos nuevos se desecha por estar pasados de moda, implicaba una relación íntima y prolongada con los objetos de uso personal. Así, por ejemplo Zinaída, nuestra conserje, tenía un par de botas que le habían pisado la barba a diez inviernos consecutivos y a esas alturas ningún pie que no fuera uno de los suyos podía adaptarse a las sinuosas grutas de sus interioridades, lo cual no impedía que cuando ya estaban en las últimas y llegaba la hora de comprar unas nuevas, las colocara en una tienda de ropa usada a ver si podía sacarles un último provecho porque, por esos días, lo que mandaba era el mercado negro y en las tiendas del Estado, cuyos precios eran irrisorios, reinaba el vacío y la desolación.

 

Roberto Giusti

@rgiustia

Un instante de sueño capitalista

Posted on: agosto 4th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

En el Moscú de la Perestroika, cuando ya el derrumbe del viejo sistema se consumaba y la Unión Soviética estaba en pleno proceso de desintegración, aún persistían las reglas del modelo económico estatista y centralizado, pero a punto de colapso por la exacerbación de los vicios generados por el control de la economía. La transición resultaba caótica y aunque los mecanismos coercitivos desaparecían buena parte de la población, acostumbrada a 73 años de sometimiento, enfrentaba la agudización de la escasez y el desabastecimiento con proverbial pasividad. Para corroborarlo bastaba acercarse a lo que el lenguaje oficial denominaba gastronoms y que no eran otra cosa sino la versión socialista de los supermercados. Cada región de la ciudad disponía al menos de uno donde, teóricamente, se conseguía toda clase de alimentos. Ornados con escaleras de mármol y dimensiones heroicas en el centro de Moscú, en la periferia, poblada de superbloques, eran feos, cuadrados e inhóspitos.

 

 

De gastronoms y speculantis

 
Al entrar la sensación era de abandono y desolación, pese a dos largas colas silenciosas, ateridas y melancólicas que salían a la calle. El gran espacio estaba en sombras y los aparadores vacíos, a no ser por unas papas mohosas y cubiertas de tierra, los envases de jugos tropicales (cubanos) de sabor artificial que nadie quería y la sección del pan, donde el comprador podía comprobar la suavidad del producto presionándolo con una paleta metálica. No había huevos, los embutidos brillaban por su ausencia y la leche se perdía en los cajones porque al llegar ya estaba pasada, aunque algunas abuelas se llevaban una buena provisión para hacer yogurt. Afuera un grupo de ancianos vendía puñados de ajo, lechugas tristes y manzanas amarillas, mientras la cola de los borrachos reptaba desordenada y entre gritos, frente al ventanuco desde donde salían pertrechados con su botella de vodka.

 

 

El aumento de precios decretado por el gobierno no había logrado hacer llegar los productos a los almacenes estatales y la economía paralela seguía tan campante como siempre. Cada día se producía menos, las importaciones se habían reducido drásticamente y lo pocos productos que llegaban, muchas veces en calidad de donaciones de países extranjeros, se desviaba hacia los que en Rusia llaman los spekulantis, quienes revendían en el mercado negro la mercancía a precios muy por encima de la capacidad adquisitiva de las grandes mayorías (el sueldo promedio era de unos 150 rublos). Se hablaba de la vuelta de las tarjetas de racionamiento y el viejo fantasma de la hambruna mostraba el hocico.

 

El aborto de la transición

 
El Plan de los 500 Días, tímido e inicial intento por ensayar modalidades de mercado daba bandazos y Mijail Gorbachov, apremiado por índices económicos catastróficos y una baja dramática de la producción y de los precios petroleros (base de sustentación de la economía soviética), frenó la medida presionado por los sectores conservadores del Partido Comunista. En una primera etapa el plan perseguía estimular la propiedad privada e ir eliminando los controles. Inamovibles por décadas, los precios en la URSS, hasta entonces, eran los mismos de 1917 y lucían irrisorios comparados con los de las economías occidentales. Oficialmente un apartamento costaba 30 rublos mensuales y un ticket de metro cinco kopecks (centavos). Pero ahora el dique se resquebrajaba y los precios se disparaban hacia cifras inconcebibles para el viandante que salía en busca de alimentos con su bolsa de plástico en la mano.

 

El colapso del sistema

 
Fue así como el Estado se declaró incapaz de continuar sosteniendo ese gigantesco subsidio, mientras la especulación, el desabastecimiento y la dolarización (un rublo por un dólar era el cambio oficial, pero en la calle te daban 25) atormentaban al consumidor, quien perdía su acceso a los productos de primera necesidad. Esa distorsión generó la existencia de tres o cuatro economías paralelas, cuyas fuentes de suministros eran las cadenas comercializadoras estatales, las escasas importaciones legales y el contrabando. La carne, cuyo precio oficial era de 6 rublos, no aparecía en los gastronoms, pero se conseguía por 7 veces su valor en los mercados libres permitidos por el gobierno o en las veriohskas, tiendas donde solo compraba quien tenía dólares.

 

 

Lo mismo ocurría con los expendios de comida rápida al estilo de Pizza Hut que, después de McDonalds, era la brillante novedad en medio de la grisura invernal. Dividido en dos áreas separadas, el restaurante estaba provisto de dos cajas registradoras, también separadas. En una se compraba en divisas, en la otra en rublos. La cola de los rublos salía del local y sobrepasaba la esquina. Los clientes con moneda dura no sumaban una decena y observaban, no sin displicencia, a la chusma muerta de frío, esperando el turno para vivir su instante de sueño capitalista.

 

 

Roberto Giusti

@rgiustia

El pueblo que perdió la memoria

Posted on: diciembre 9th, 2014 by Laura Espinoza No Comments

La desinformación total de los soviéticos, que no solo operaba frente al mundo exterior sino, en primer lugar, ante su propia historia, comienza a ser descubierta a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Hasta entonces las sociedades de ese inmenso conglomerado de repúblicas carecían de nociones completas sobre los horrores del estalinismo. Valga decir que, si bien todos y cada uno de los pueblos integrados a esa unión, bajo el sello de la represión más absoluta, tuvieron su dosis de sufrimiento particular, nunca pudieron hacerse una idea global y sistemática del inmenso y continuado crimen cometido a lo largo de casi tres décadas en la inmensidad del territorio bajo su dominio. Baste mencionar que el «Archipiélago de Gulag», de Alexander Solzhenitsyn, donde se describe los horrores de los campos de concentración, fue publicado apenas en 1990, casi veinte años después que en Occidente.

 

El desconocimiento de la colectivización forzosa, las deportaciones masivas y la muerte de millones de personas, en sucesivas e implacables purgas, que no excluían a miembros de la nomenklatura, apenas si fueron subsanados, en parte, durante el paréntesis kruscheviano. De manera que no es sino con la Perestroika cuando comienza a develarse una sórdida realidad que demanda la dura tarea de la reconstrucción de la memoria para arrojar luces sobre el reciente pasado y los héroes desconocidos que enfrentaron la historia oficial y trataron de desenmascararla.

 

Comienza a conocerse, entonces, la existencia de escritores, muchos de ellos ya héroes post mortem, cuya vida resulta tan interesante como su propia obra, aun cuando en no pocos casos ambos elementos se funden en textos donde se rescata fragmentos de la memoria de los pueblos sometidos a la férula estalinista. Es un trauma inevitable, pero necesario para los soviéticos, descubrir su realidad en tiempo pasado, a través de una literatura que debió esperar largos años para salir de baúles, escondrijos y gavetas de gazmoños editores o directores de revistas temerosos de violentar la historia oficial. «Los Hijos de Arbat», de Anatoli Ribakov; el célebre «Réquiem», de Ana Ajamátova; «Vestiduras Blancas», de Vladimir Dudintsev o «Vida y Destino», de Vasili Grossman (esta última proscrita expresamente durante la era de Kruschev), son publicados en las revistas soviéticas, en una extraña competencia por resucitar a los muertos que anteriormente habían contribuido a matar.

 

Comienza a conocerse la amplitud, imaginación y eficacia con la cual se ejercía un poder aniquilador sobre la suerte, vida y muerte de millones de seres humanos en los más diversos ámbitos. Así, fueron barridos por discrepar del dogma, por oponerse al régimen, por una delación infundada, por señalar un error o por cualquier nimio detalle tenido por vicio pequeñoburgués e individualista, científicos, artistas, escritores, médicos, militares, policías, deportistas y, sobre todo, dirigentes que osaran o parecieran dispuestos a hacerle la menor sombra al padrecito Iósif. Pero las últimas piezas del rompecabezas soviético se desarmarán cuando el dogma como método y doctrina desaparezcan de las ciencias sociales, el último bastión tras el cual se atrinchera la ortodoxia soviética a comienzos de los noventa. Un ejemplo patético lo constituye el caso de Trofim Lisenko, «el científico descalzo» un agrónomo que, en nombre de la ciencia popular, enterró la genética soviética (de notables avances), persiguió a los genetistas (algunos murieron en manos de la KGB) y llevó a la URSS a la casi total devastación agrícola.

 

@rgiustia

Los cómplices inocentes

Posted on: noviembre 25th, 2014 by Lina Romero No Comments

No son pocas las dificultades que deben enfrentar los alcaldes y gobernadores de oposición, así como las autoridades de las universidades autónomas y/o experimentales, cuando se trata de cumplir el mandato que sus respectivas comunidades les trasfirieron por la vía electoral. Y cuando hablo de obstáculos no me refiero a los usuales, propios de sus funciones básicas, sino a unos adicionales y poderosos a través de los cuales se les escatima el presupuesto, se les arrebata atribuciones, se les crea estructuras paralelas de gobierno, se les amenaza con los tribunales y se les sabotea permanentemente cualquier iniciativa dirigida a mejorar las condiciones de sus gobernados.

 

En esa tarea compleja, que en toda sociedad regida democráticamente implica la convivencia y el reconocimiento del otro en funciones de gobierno, las autoridades locales y universitarias, con posiciones distintas a las representadas en el poder central, deben, primero que todo, asegurar el presupuesto (y eso implica contacto permanente con quien te lo niega de manera contumaz), evitar la caída en cualquier tipo de trampa dirigida a su destitución y si el tiempo, los recursos y su margen de acción se lo permiten, cumplir las obligaciones con la comunidad a su cargo. Para ello con lo único que cuentan (y eso equilibra en algo las cargas porque no es poca cosa) es con el apoyo, a veces esquivo, de sus electores.

 

Existe, sin embargo, a un obstáculo adicional y no por eso menos importante, que se agrega a la acumulación de factores que atentan contra la estabilidad de los mandatarios locales, en este caso concreto, contra la Alcaldía del Municipio Chacao. Es así como un grupo de estudiantes en plan de protesta por la prisión de sus compañeros (causa más que justa), lograron la cancelación de la clausura (y esto suena a redundancia pero así fue) del Sexto Festival de la Lectura, que se celebraba en la Plaza Altamira. Encapuchadas unas, a cara descubierta otras, algo así como cien personas pusieron fin, con su mera presencia, a una actividad que, por decir lo menos, es demostración de que tanto público en general, como gobiernos locales y, en este caso editores y libreros, no se han dejado llevar por la fatalidad de la polarización pura y dura. Con la importación de libros reducida al mínimo y la atención de la gente puesta en la adquisición de bienes indispensables, este tipo de eventos estaba demostrando, por la nutrida concurrencia, que el conocimiento, la lectura y el divertimento culto tienen cabida y demanda masiva en un país tan afligido como este.

 

Pues bien, no hicieron falta los camisas rojas para desmantelar la feria del libro porque un pequeño grupo de inconscientes provocó, casi que como una cita, la aparición de la parafernalia militar y policial. Aunque no se llegó a mayores, de ahí en adelante la feria se espichó en la soledad de la plaza, operó una forma, al menos singular, de censura y los stands fueron levantados porque habría que tener nervios de acero para curiosear libros, leer solapas, decidirse por un título o por otro y llevarse algún ejemplar, mientras a cincuenta metros un guardia saliva de placer adelantado esperando el menor movimiento sospechoso para lanzarte un peinillazo.

 

Pero no se confundan. En absoluto estamos en contra de la protesta pacífica y eficaz y más en el caso de los estudiantes presos. Ahora, si se va a salir a la calle, ¿no sería mejor, mucho más útil y de mayor impacto hacerlo, por ejemplo, en la Plaza de Catia? Claro, allí el alcalde no es Ramón Muchacho.

 

Roberto Giusti

@rgiustia