Rusia. Ucrania y un artículo sobre otro artículo

Posted on: febrero 4th, 2022 by Super Confirmado No Comments

Es difícil hablar de la condición humana, entre otras cosas porque no sabemos muy bien como es. Más bien parece que en vez de ser un “es”, es un “hacerse”. No lo digo solo porque estamos sometidos a las leyes de la evolución, como toda las especies animadas lo están. Lo digo porque estamos obligados a cambiar nuestros modos de ser en el curso del tiempo, so pena de vivir bajo una tradición perpetua.

 

 

No estamos regulados por nuestros instintos. La filosofía lacaniana (sí, filosofía) diría: lo estamos por nuestros deseos. Pero no es lo mismo. Nuestros deseos no siempre están determinados por instintos. Hay deseos que vienen de la razón. Desear leer a Quevedo o Neruda no es instintivo, es un deseo adquirido desde la razón comunicativa (Habermas). Lo que sabemos, porque así lo hemos constatado, es que a diferencia de la gran mayoría de los seres animados, la condición humana carece, para bien o para mal -más bien creo que para mal- de ese atributo que los biólogos llaman “solidaridad de especie”.

 

 

Los humanos matan a humanos. Luego, el hombre no es el lobo del hombre -como dictaminó Hobbes- pues los lobos no matan lobos. En cambio nosotros, desde Caín hasta nuestros días, no hemos dejado de matarnos unos a otros. Nunca han faltado razones: ya sea por el honor, por el amor, por la familia, por la patria, por la revolución, por dios o los dioses, por la libertad y la democracia, matamos.

 

 

Creo que fue Hannah Arendt quien dijo que siempre hacemos la guerra para alcanzar la paz pero nunca hacemos la paz para alcanzar la guerra. La paz, en efecto, no requiere de ninguna fundamentación. En cambio la guerra siempre debe ser fundamentada. Y aquí topamos con una segunda característica de la supuesta condición humana. Me refiero a nuestra capacidad de fundamentar. ¿Por qué fundamentamos a las guerras? La respuesta es sencilla: porque no hay guerras sin muertos, y no matar es la primera ley de la civilización humana.

 

 

Las guerras son asesinatos colectivos y para cometerlos debemos buscar muchas razones pues esas muertes colisionan con los mandamientos de todas las religiones y con la letra de todas las constituciones. Matar es un acto pre-religioso y pre-constitucional. Podríamos agregar también, pre-político. La guerra es una regresión a los orígenes de nuestra especie. Por lo mismo, la guerra, para ser fundamentada, requiere ser presentada como acto “civilizado”.

 

 

No faltan incluso quienes han escrito sobre el “arte de la guerra” (Sun Tzu es considerado un clásico). Otros, como Clausewitz, la han convertido en ciencia. Está claro: el arte y la ciencia son disciplinas post-civilizatorias. ¿Qué mejor entonces que una guerra artística o una guerra científica? Solo los que viven las guerras (¿habrá que leer de nuevoSin Novedad en el Frente de Erich María Remarque?) saben que destripar a un ser humano es el acto menos artístico y menos científico que podemos imaginar. La hipocresía –una característica muy propia a la condición humana– parece no tener límites.

 

 

¿Por qué estoy escribiendo estas líneas? Puede que alguien se pregunte eso, pues yo mismo me lo estoy peguntando. La razón es la siguiente: Ella está conectada con un artículo del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer (a mi juicio, el más brillante que ha tenido Alemania en toda su historia) donde nos dicesin anestesia una verdad que no queremos ver ni oír, la de que, independientemente a que haya guerra o no, estamos al borde de una guerra de connotaciones continentales y tal vez mundiales.

 

 

Cito a Fischer: “Todavía no lo sabemos, pero los hechos apuntan de manera abrumadora a una guerra inminente. Si eso llegara a ocurrir, las consecuencias para Europa serían profundas, cuestionando el orden y los principios europeos – renuncia a la violencia, a la autodeterminación, la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial-sobre los que se ha basado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Y agrega, más adelante: “El centro de la crisis actual se encuentra en el hecho de que la Rusia de Putin se ha convertido en una potencia revisionista. No solo ya no le interesa mantener el statu quo, sino que está dispuesta a amenazar e incluso usar la fuerza milita para cambiarlo a su favor”.

 

 

Joschka Fischer no vacila en personalizar: la causa y el origen de la agresión que se cierne sobre Europa, tiene un nombre: Vladimir Putin. “Putin quiere que la OTAN abandone su política de puertas abiertas, no solo en Europa del Este sino también en Escandinavia”. Europa, en síntesis, está amenazada por Putin. Se trata, dice Fischer, de una“amenaza existencial”. Según el ex ministro, lo que hoy está en juego es el destino de un estado soberano,Ucrania, miembro de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa. Si Rusia anexa a Ucrania, mañana lo hará con los estados post-soviéticos (cuando escribo estas líneas el autócrata húngaro, Viktor Orban, se encuentra junto a Putin en Moscú) ¿“Qué más tiene que pasar para que los europeos despierten ante los hechos”? – pregunta Fischerangustiado.

 

 

¿Joschka Fischer desea una guerra? De ningún modo. Todo lo contrario. Lo que está exigiendo a Europa es la disposición de oponerse al proyecto bélico de Putin sin dilaciones, arriesgando, si fuera necesario, un conflicto armado.

 

 

Fischer conoce a Putin. Lo conoce personalmente. Sabe lo que Putin también sabe: que Rusia no puede jamás ocupar un lugar hegemónico sin recurrir a la violencia. El poder que quiere alcanzar Putin no es el de la hegemonía cultural, o el del convencimiento, sobre los gobiernos europeos. Tampoco es el poder de los argumentos. El de Putin es un poder asociado al uso de la violencia. Por ese motivo, Fischer está convencido de que Putin nunca va abandonar sus proyectos de dominación mediante la vía diplomática, como no se cansa de repetir la, a todas luces inexperta, ministro de relaciones exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.

 

 

Putin no entiende la fuerza de la razón. Solo entiende la razón de la fuerza. Por eso, piensa Fischer, Alemania debe revisar todos los proyectos energéticos que le permitan a Putin ejercer chantaje sobre ese país. Alemania debe armarse, lo dice sin dilaciones. “Considerando la magnitud de las amenazas actuales ¿de verdad sigue siendo un problema la promesa del gobierno alemán saliente de destinar al menos un 2% del PIB a la defensa? ¿O es ahora más importante que el gobierno alemán haga un anuncio claro y preciso acerca de su compromiso con el apoyo a Ucrania y la defensa de los propios europeos? Eso enviaría un mensaje del que el Kemlim no se podría desentender. Pero el tiempo se acaba”

 

 

Sobre el defätismus (derrotismo) de la política exterior alemana puede ser que escriba otro artículo. Por el momento solo cabe consignar que las palabras de Joschka Fischer no se prestan a muchas interpretaciones. Para que no ocurra una guerra hay que hacer retroceder a Putin, punto. En ese tema el ex ministro es consciente de que no pocas veces la historia está decidida por una o muy pocas personas. Desde mi visión de los procesos históricos, pienso que tiene razón. ¿Habría estallado la segunda guerra mundial si no hubiera existido Adolf Hitler? Esa es una pregunta hecha en tiempo condicional y por lo mismo no puede ser respondida por nadie. Pero no por eso es menos pertinente.

 

 

La Segunda Guerra Mundial no fue el producto de una “necesidad histórica”. Si ocurrió, con todas sus funestas consecuencias, fue porque un grupo de hombres, con Hitler a la cabeza, decidió que ocurriera. Entiéndase bien: no estamos comparando a Putin con Hitler. No queremos hacer tampoco ninguna analogía histórica -todas son falsas-. El tiempo, las circunstancias, las personas del ayer, son realidades muy distintas a las de nuestros días. Sin embargo, para volver al comienzo del presente artículo, tampoco podemos dejar de pensar sobre una situación inquietante; y ella nos dice: Putin no está sometido a ninguna ley. Solo conoce el poder de la fuerza. Todo lo demás, frente a ese poder, es subalterno.

 

 

Sin leyes que rijan nuestra conducta, los humanos podemos ser el más salvaje animal de la naturaleza, decía Kant. Las leyes, ordenadas en una constitución, constituyen (en sentido literal) a las disposiciones de la moral natural, pensaba el gran filósofo. Las necesitamos para vivir con los unos y con los otros. Basta observar que los maleantes, aún viviendo fuera de la ley, se ven obligados a inventar códigos de honor para reglamentar y ordenar su oprobiosa vida. Fuera de la ley está la locura, la que por ser locura, siempre será transgresora. La posibilidad inquietante, y es la que observa Fischer en Putin, es que un dictador o un autócrata, al estar situado por encima de las leyes, puede alcanzar el punto en que su palabra se convierta en ley como sucedió en el pasado con Hitler y con Stalin. ¿Pertenece Putin a ese siniestro linaje? Al menos, en el interior de su país, sí. La larga lista de asesinados por “razones de estado”, es una prueba entre tantas. Que la ausencia de ley la haga extensiva Putin fuera de sus fronteras, dependerá de la resistencia de las naciones democráticas, sobre todo las representadas en la NATO. Esa es la opinión terminante de Joschka Fischer.

 

 

Debemos tener en cuenta, además, que Putin no es un gobernante aislado. En la práctica no hay dictador o autócrata en el mundo que no le dé su apoyo. Eso lleva a pensar que luchar en contra de gobernantes anti-democráticos también es luchar en contra de Putin. Por lo mismo, luchar en contra de Putin es luchar en contra de esos gobernantes. Los límites que separan a la política internacional de la nacional son mucho más traspasables de lo que generalmente se piensa.

 

 

Las naciones democráticas de Europa han vivido mucho tiempo sin guerras. Tanto, que ya muchos europeos no conciben un mundo con guerras. Europa, por lo menos a nivel continental, creía haber realizado el ideal kantiano de “la paz perpetua”. Pero mantener ese ideal, he aquí la enorme paradoja, hay que mostrar una abierta disposición a defender esa paz. No vivimos todavía -es la cruel deducción– en una era post- bélica. Los fantasmas del sangriento pasado continúan vivos. Putin es uno de ellos. Su visión de la historia y de la vida, es arcaica, pero a la vez muy actual.

 

 

Para decirlo con las palabras de un gran revolucionario ruso, Leo Trotzki, “el desarrollo histórico es desigual y combinado”. Desigual, porque no se da en todas las naciones a la vez. Combinado, porque hasta las naciones teconológicamente más desarrolladas –Rusia es una de ellas– arrastran consigo rémoras de un pasado histórico que no quiera ser pasado.

 

 

Putin viene del más oscuro pasado de Rusia, pero a la vez, de un pasado que es presente. A ese pasado, nos alerta Joschka Fischer, no hay que dejarlo avanzar para que no se convierta en futuro. A Putin hay que frenarlo. Ha llegado el momento.

 

 

Para leer el artículo de Joschka Fischer:  https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/joschka-fischer-ucrania-y-el-futuro-de.html

En Ucrania no solo está en juego Ucrania

Posted on: enero 28th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

Hemos escuchado que estamos en una situación de pre-guerra. Si es así, tenemos que convenir en que toda pre-guerra pertenece a una guerra, vale decir, a un periodo donde se establecen las condiciones de la guerra la que, como toda guerra, intenta dirimir por la fuerza un conflicto que no puede ser resuelto mediante el uso de la razón diplomática. De tal manera que, por el momento, estamos presenciando una guerra diplomática, o si se prefiere, la fase diplomática de una guerra militar. Cabe preguntarse entonces cuáles son las razones de la guerra y sobre todo por qué el actor principal, en este caso Putin, ha elegido justo estos momentos para caminar por el sendero que conduce a la guerra, tenga esta o no lugar.

 

 

Las razones parecen evidentes: Putin busca anexar Ucrania a Rusia, y si las condiciones no son del todo favorables, una parte de Ucrania (la controlada militarmente por el movimiento pro-ruso en Donetsk y Lugansk ya la domina). Los orígenes de la guerra hay que encontrarlos entonces en la política expansionista del gobierno ruso. Dicha política a su vez, tiene sus orígenes en una mitología que dice así: Ucrania, como todo el mundo euroasiático pertenece, cuando no a la dominación, por lo menos a la hegemonía rusa. Todos los que se opongan a la expansión rusa deben ser considerados enemigos de Rusia. Y en este momento, para Putin, sus enemigos fundamentales son las democracias occidentales, sobre todo las europeas y norteamericanas.

 

 

Putin aparece así como el máximo representante de una contrarrevolución anti-occidental y anti-democrática desplegada a nivel mundial. Esa la razón por la que ha logrado unir en su torno a la gran mayoría de los gobiernos, movimientos y partidos anti-democráticos del mundo, sean estos autoritarios como los de Hungría, Polonia o Turquía, o dictaduras poscomunistas como la de China y Corea del norte, o militares como las de Cuba y Siria, o teocráticas como las de Irán, o simplemente autocracias mafiosas como las de Bielorrusia, Nicaragua, Venezuela. En Ucrania, se quiera o no, está siendo dirimido el tema de la contradicción fundamental de nuestro tiempo: la que separa al mundo democrático del antidemocrático.

 

 

¿Por qué ahora y no antes o después moviliza Putin a más de 100.000 soldados hacia los límites con Ucrania? Pues, porque ha encontrado su momento. No de atacar –de hacerlo lo habría hecho por sorpresa y de un zarpazo como cuando anexó Crimea en 2014- sino de hostigar al bloque occidental. Ucrania es el objetivo final de su actual estrategia aunque puede que no sea el principal. La fase actual está dirigida a desorientar y dividir a sus dos enemigos fundamentales. El enemigo geográfico formado por las democracias europeas, y el enemigo político-militar representado por EE UU. De hecho lo ha conseguido. Ha mostrado a todo el mundo como la Alianza Atlántica se encuentra dividida en dos fracciones: los “negociadores” (Alemania y Francia) y los “intervencionistas” (EE UU y Gran Bretaña)

 

 

No se puede negar que Putin se encuentra bien posicionado. De hecho está jugando un juego de ganar o ganar. Lo que más le interesa es desorientar al enemigo. Lo que está haciendo, y parece que pocos se han dado cuenta, es llevar a cabo una masiva operación de desgaste. No pudo haber escogido un momento mejor. Después del retiro de tropas de Afganistán, la política internacional de la alianza occidental se encuentra totalmente desorganizada. Si a ellos sumamos una Europa concentrada en combatir a la pandemia -de hecho Putin ha sabido hacer del Covid un gran aliado- lo demás viene solo. Ya las bolsas de los países europeos están experimentado estrepitosos bajones. La inflación se ha disparado. Hay asomos de miedos e histerias colectivas. Lo menos que quiere la ciudadanía europea es embarcarse en una guerra de connotaciones globales y de proyecciones indescifrables, y en ningún caso padecer frío bajo un devastador invierno como consecuencia del cierre de la llave del gas ruso.

 

 

Por si fuera poco, las dos naciones que comandan el bloque europeo, Francia y Alemania, se encuentran políticamente trabadas. Macron encara un difícil proceso electoral. Y en Alemania, su nuevo gobierno no quiere estrenar su mandato con una guerra. De ahí que los gobernantes de los dos países se han puesto de acuerdo para entonar la misma melodía. “Diplomacia sí, intervención no”. Cuando más, repiten como papagayos, “si Putin invade Ucrania, Rusia sufrirá terribles sanciones”. Nadie dice cuáles serán, pero todos sabemos lo poco que sirven las sanciones en política internacional, mucho menos si se trata de amedrentar a un gobernante que tiene como aliados económicos a países como China, Irak y Turquía. Una guerra económica nunca podrá asustar a Putin. Y una militar, frente a un bloque dividido, tampoco.

 

 

En estos momentos Putin, hay que decirlo, está infligiendo una fuerte derrota a las democracias occidentales. Ucrania, ocupada o no, pasa a ser un detalle secundario al lado de la magnitud de esa derrota. La humillación de las democracias occidentales frente al desafío ruso podría ser el gran triunfo destinado a coronar su aventurera carrera política.

 

 

En el contexto de la pre-invasión, el espectáculo más triste es el que está dando Alemania. No es para menos. La nación hasta hace poco considerada locomotora económica de Europa, ha demostrando que, en los niveles militares y políticos no pasa de ser un destartalado vagón de carga.

 

 

Alemania es un país que arrastra una gran culpa histórica, dicen siempre sus filósofos e historiadores. Ahí reside precisamente gran parte del problema. Bajo la influencia del izquierdismo pacifista y de las corrientes humanistas cristianas, prima en Alemania un discurso que puede llevar al país a la indefensión frente a sus enemigos. Desde ese prisma, la «buenista» lección extraída de su tortuoso pasado no puede ser más abstrusa. En lugar de haber sido levantada una política de animadversión en contra de países gobernados por regímenes antidemocráticos como fue el hitleriano, los gobiernos han seguido la consigna de un “abajo las armas” digna más bien de ordenes conventuales que de países enfrentados a enemigos antidemocráticos, expansivos e incluso imperiales, como Rusia. Situación irrisoria. Cuando el gobernante ucraniano Zelenski pidió a Alemania ayuda militar, Alemania le ofreció dinero para comprar medicamentos. Además, cascos militares (!!).

 

 

Si a la falsa lectura de su propia historia agregamos la facilidad con que Alemania ha entregado llaves estratégicas a Rusia -como la dependencia del gas- gracias a la irresponsabilidad e incluso venalidad de sus políticos, completamos un cuadro deplorable. Solo el hecho de que un ex canciller como Gerhard Schroeder, no habiendo pasado siquiera un mes del cese de su cargo, hubiera asumido el rol de consejero de la empresa Gazprom ligada directamente al gobierno ruso, es propio a una república bananera y no a un país que busca ocupar un lugar hegemónico en la arena continental.

 

 

Negocios son negocios y política es política dirá la Realpolitik. Precisamente, de eso se trata, podríamos responder. En Alemania no ha sido lograda la separación entre economía y política. Más bien ocurre lo contrario: la política, sobre todo la internacional, depende de la economía, y la economía, de países gobernados por anti-demócratas como Putin.

 

 

Naturalmente, hay que mantener relaciones comerciales con todos los países, más allá de ideologías políticas. Pero hay áreas estratégicas que lisa y llanamente no deben ser entregadas a gobiernos que, debido a tradiciones y formatos antidemocráticos pueden llegar en cualquier momento a convertirse en enemigos. De esa fatal dependencia económica, el gobierno de Merkel arrastrará una cuota de responsabilidad. Los grandes méritos de la gobernante no podrán ocultar esa mancha, máxime si Merkel no podrá negar que no fue advertida, incluso desde su propio partido (entre algunos, por el internacionalista Norbert Röttger).

 

 

Un país como Alemania no puede depender de la energía de un producto estratégico controlado por una autocracia. Ceder a Putin el monopolio sobre el gas fue una decisión tanto o más peligrosa que entregar la producción de energía atómica a consorcios privados de los cuales Alemania está intentando todavía liberarse. La lección nunca aprendida, la que dice que entre países democráticos jamás ha habido guerras a diferencia de los países no democráticos contra los que siempre habrá guerras, hay que volverla a estudiar.

 

 

Visto en perspectiva histórica, Ucrania más que ocupada puede llegar a ser negociada. Solo esa negociación sería un triunfo para Vladimir Putin. Pero antes que nada sería la más terrible derrota política experimentada por la comunidad democrática europea desde la segunda guerra mundial. La capitulación del occidente político mostraría al mundo entero la vulnerabilidad de sus miembros frente a potencias no democráticas. Significaría, sin más ni menos, ceder a Rusia y después a China un rol político dominante en el concierto mundial y así renunciar a uno de los principios más caros que dieron origen a las Naciones Unidas, el de la autodeterminación de las naciones.

 

 

Si el mundo democrático cede ante Putin, sentará un peligroso precedente. ¿Quién podrá oponerse si Turquía hace y deshace con los kurdos e incluso con los armenios? ¿O si la extrema derecha israelí reclama derechos “bíblicos” en territorios palestinos? ¿O si China extermina a los uiguren? (solo para nombrar algunos casos conocidos). No nos engañemos: si Rusia negocia y /o ocupa Ucrania terminará por imponerse una suerte de darwinismo geopolítico, el derecho de los más fuertes a someter a los más débiles. El regreso al siglo XlX con las armas del siglo XXl.

 

 

No podemos seguir ocultando el hecho objetivo de que las naciones democráticas han pasado a la defensiva. Razón de más para que unan sus fuerzas y elaboren nuevas estrategias no solo militares sino también políticas frente a las futuras contiendas con regímenes antidemocráticos. Las libertades ganadas en las luchas en contra del nazismo y del comunismo no deben ser abandonadas. No podemos permitir que las espartas arrasen con las atenas.

 

 

A un lado la economía digital-esclavista china. Al otro, el bárbaro militarismo ruso. Occidente, el democrático, no está en condiciones de enfrentar ambas potencias a la vez. Hay que aprender a dividirlas, a establecer alianzas con una u otra, de acuerdo a las circunstancias que se den en la política internacional. Pero para que eso sea posible, deberá nacer una nueva solidaridad entre las naciones democráticas del planeta.

 

 

Lo que está en juego en Ucrania no es solo Ucrania sino la sobrevivencia de principios y valores heredados de la era de la Ilustración. Entre ellos, los más inalienables, los derechos humanos, los mismos que son pisoteados por Putin en su propio territorio, en las frías cárceles de Siberia o en la largas listas de opositores asesinados. Todos somos Ucrania debería ser el grito de nuestro tiempo.

 

 

Fernando Mires

Notas sobre una guerra que podría suceder

Posted on: enero 15th, 2022 by Super Confirmado No Comments

 

 

El conflicto NATO- Rusia con relación a Ucrania pone al mundo al borde de una guerra de dimensiones mundiales, anuncian los periódicos. La verdad, tratándose de Putin, nadie puede saber nada con antelación. Lo único claro es que Putin, antes de emprender sus acciones, no las anuncia con redobles de tambor. Simplemente procede. ¿Qué es lo que hace pensar entonces a los medios de comunicación de que estamos al borde de una escalada militar? No tanto las declaraciones de los altos personeros envueltos en el conflicto, sino una situación objetiva. La mayoría piensa que Putin ha encontrado su momento para invadir progresivamente a Ucrania.

 

 

Hay razones que llevan a pensar en que el jerarca ruso está a punto de realizar su húmedo sueño ucraniano. Una de ellas es que parece estar seguro de que Europa se mantendrá ruidosamente al margen del conflicto. Ruidosamente quiere decir, habrá muchas declaraciones pero poco o nada de acción.

 

 

Europa, digamos la UE, es una institución inútil cuando se trata de actuar con rapidez. Además no tiene, no es un misterio, una política unánime frente a Moscú. A ello agregamos que por efecto de la pandemia y sus secuelas sobre las economías nacionales, lo menos que interesa a Europa en estos momentos es embarcarse en conflictos militares, menos con una potencia vecina como la Rusia de Putin. Si Europa actúa en el conflicto ucraniano lohará a muy bajo nivel y solo por intermediación de la NATO. Y la NATO solo actuará en representación de los EE UU.

 

 

Al fin y a al cabo, dirán muchos europeos ¿no ha pertenecido siempre Ucrania a Rusia cuando Rusia ha sido imperial? Ucrania, en efecto, es una inmensa nación ligada cultural, histórica y hasta idiomáticamente a Rusia. ¿No es hasta Navalny un ferviente defensor de una unidad rusa que incluye a Ucrania? ¿Por qué vamos a matarnos por una nación no involucrada en la esencia de lo que ha sido Europa? En cierto modo, ese era también el pensamiento del presidente Trump.

 

 

A cada nación lo suyo, era el lema trumpista (versión posmoderna de la teoría hitleriana del “espacio vital”) Algo así como que si Rusia se apodera de lo que quiera, es lo que menos importa, mientras no interfiera el curso de nuestro crecimiento económico como lo hace China. El problema, y eso fue lo que no advirtió Trump y sí Biden, es que si Rusia convierte a Ucrania en un condominio al estilo Bielorrusia, no se contentará solo con eso.

 

En la mira de Putin están los países bálticos, después vendrá Polonia, después una federación geopolítica yreligiosa con todos los países eslavos para culminar con la fundación de Eurasia, equivalente a la Germania quesoñaba Hitler. Si hay que frenar a la Rusia de Putin, hay que hacerlo ahora, podría ser el lema norteamericano. Como todas las grandes guerras, la que parece estar cercana, sería preventiva. Son las peores.

 

Biden, hay que decirlo, no tiene muchas cartas para disuadir a Putin. La más directa es la de incorporar a troche y moche a Ucrania en la NATO usando a los países europeos como simples bases militares (así se explica la ridícula amenaza del canciller Sergei Ryabkov relativa a utilizar a Venezuela y a Cuba como bases de operaciones contra EE UU) La segunda es más bien una carta a ser jugada a mediano plazo, y esta no sería otra que intentar recomponer sus alianzas con China cuyo gobierno no está seguramene entusiasmado con el proyecto euroasiático de Putin y así formar un bloque informal parecido al que formó Kissinger con China en contra de la URSS, después de la retirada de los EE UU de Vietnam. Esa era al menos una idea tácita de Merkel que nadie sabe si será entendida por el nuevo gobierno, el de Olaf Scholz.

 

 

Cierto, son solo especulaciones. La situación por el momento no da para más. Nadie sabe lo que pasa por la cabeza de Putin. Lo que sí sabemos es que estamos regresando al mundo de Orwell, pero esta vez en versión digital. Mala suerte, no tenemos otro.

 

 

En fin, seguiremos escribiendo estas notas rápidas en la medida en que los acontecimientos se vayan desarrollando.

 
 Fernando Mires

 

En contra de la bipolaridad política

Posted on: septiembre 9th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Política es comunicación política. Por comunicación no nos referimos solamente a una relación dialógica sino también, antagónica. Mal ha sido entendido en ese punto el clásico de Carl Schimtt Der Begriff des Politischen (El Concepto de lo Político) libro en el cual el eximio jurista establece la relación de amigo-enemigo como esencia de lo práctica política.

 

 

1. De acuerdo a las almas buenas, la relación de enemistad pertenece a la guerra, no a la política. Pero para el hobessiano Schmitt, al provenir la política de la guerra, conserva gran parte de su lógica. Efectivamente: la política es, para Schmitt, guerra sin armas. Y vista así, mantiene la relación amistad (con los míos) y enemistad (con los otros) como la razón que da sentido a su existencia. Sin enemistad declarada, no hay política, es el lema de Schmitt. Enemistad política que no ha de confundirse jamás con la enemistad personal. En ese punto Schmitt fue enfático.

 

 

Ni soldados ni políticos han de odiarse, so pena de perder su profesionalidad. Por eso, tanto en la guerra como en la política, los enemigos deben conocerse entre sí (eso no lo dice Schmitt). Hecho que supone establecer nexos comunicativos. El soldado y el político que ignora a su enemigo está condenado a perder. De ahí que nunca podrá entenderse la aversión que sentía Schmitt hacia la democracia parlamentaria hecha explícita en su libro Die geistige Grundlage des Parlamentarismus (El fundamento espiritual del parlamentarismo).Pues el parlamento y no otra institución es el campo de batalla de la política representativa. Es que no hay otro. Al interior del parlamento surgen alianzas para derrotar al enemigo, discursos para descalificar al enemigo, mayorías para convertir en numéricamente inferior al enemigo.

 

 

Naturalmente, el parlamento puede dilatar decisiones, o por momentos transformarse en un circo de representaciones vacías, características que observara Schmitt (al igual que Max Weber) en la desordenada República de Weimar. Pero sin parlamento no hay lucha política. Sin parlamento, o el pueblo se representa a sí mismo en las calles, o llega a ser masa anómica a disposición de los caudillos de turno. Sin parlamento, la política solo puede ser populista.

 

 

Los movimientos populistas pueden ser detectados por la posesión de tres características. Una relación alucinada (irracional) entre líder y masa, una carencia absoluta de debates entre enemigos políticos y, por lo mismo, un desconocimiento del parlamento el que, o es convertido en un cascarón vacío o en una prolongación servil del poder ejecutivo.

 

 

No obstante, y para poner las cosas en su lugar, podríamos afirmar que no es la crisis de la vida parlamentaria la que lleva a las crisis políticas sino al revés: son las crisis políticas las que conducen a la devaluación del parlamento. Para fundamentar la idea será preciso tener en cuenta que el parlamento es una institución democrática y no democrática a la vez. Democrática, porque permite a través de los partidos representar la demandas del pueblo. No democrática, porque inhibe la radicalización que supone la representación del pueblo por sí mismo. La “toma” del Capitolio por las turbas trumpistas -para poner un ejemplo muy reciente – permanecerá como testimonio gráfico de como la radicalización de la democracia puede llegar al punto en el que esta puede destruirse a sí misma.

 

 

Vuelvo entonces a mi afirmación preliminar: si el parlamento no cumple sus funciones políticas es porque el problema está fuera del parlamento. O dicho de otro modo: cuando no hay comunicación política fuera del parlamento, difícil es que pueda haberla dentro. Si una sociedad, en el exacto sentido del término, ya no está asociada sino disociada, ni el mejor parlamento del mundo puede representarla. Eso fue lo que no entendió –o no quiso entender– Carl Schmitt. Por eso insistimos: la comunicación política pasa –y este es el punto en el cual sí podemos estar de acuerdo con Schmitt– por la configuración de una relación de enemistad radical. Aunque, ojo: la palabra relación es importante. Pues una enemistad sin relación corresponde a una sociedad política polarizada, dominada por extremos, no solo incapaz de llegar a acuerdos sino de disputar posiciones entre sí.

 

 

No se trata, como se dice comúnmente de que los extremos se tocan sino de todo lo contrario. Cuando los dos extremos no se tocan no puede haber comunicación y sin comunicación no puede haber política. La enemistad política es intercomunicativa, diría Habermas. Requiere de capacidad para movilizarse desde los extremos hacia el centro. Un centro que a su vez solo puede surgir de la confrontación y del enfrentamiento. De “un frente a frente”y no de “un yo acá y tú allá”. Por lo mismo, hablamos de un centro que no está en el medio ni situado en un punto fijo sino de un centro dinámico desplazado transversalmente a través de los partidos. Sin ese centro no hay lucha política. La conclusión es muy sencilla: ese centro es la política.

 

 

2. La experiencia histórica indica que cuando una mayoría política ha sido desplazada hacia un polo, lo más probable es que el gran favorecido sea el otro polo. Y bien, contra esa polaridad ha advertido recientemente Angela Merkel en Alemania. Respaldando al candidato de su partido afirmó que el gran peligro que acosa a Alemania no es que el candidato socialdemócrata Olaf Scholz (favorito en todas las encuestas) alcance la mayoría en las próximas elecciones, sino que para gobernar va a requerir de una coalición con el partido Verde y la Linke, este último, un partido doctrinario que no oculta posiciones extremas, abiertamente anti- Nato, anti EE UU, anti EU y, por cierto, nunca en contra de Putin.

 

 

Lo que no dijo Merkel, pero posiblemente lo pensó, es que el paisaje político alemán pueda llegar a parecerse demasiado al español. Porque el problema no es que Alemania no pueda resistir el peso de una coalición de izquierda-izquierda. El verdadero problema es que la formación de ese polo pueda fortalecer las alianzas de la derecha- derecha (la derecha social cristiana con la derecha proto-fascista de AfD).

 

El caso español lo demuestra: el ultraderechista VOX no habría aparecido si al gobierno no hubiese entrado el ultraizquierdista Podemos. Hecho que nos demuestra que no solo en la física, también en la política impera el principio de acción y reacción: un polo da forma a otro polo. Y así vemos como después del fracaso de Ciudadanos, la contradicción entre la izquierda y la derecha se parece a la de dos países en guerra. Una coalición entre conservadores y socialdemócratas como sucedió en Alemania, sería, por lo menos hasta el momento, impensable en España.

 

 

Mirando ahora hacia Latinoamérica podemos observar que, a diferencias de las formaciones políticas europeas que tienden a la despolarización, las latinoamericanas tienden a desplazarse por la vía contraria: hacia la polarización. No es este el sitio para extendernos en torno a las razones que han llevado a esa situación. Entre otras, podríamos mencionar las económicas y sociales en un sentido no determinista. Pues si bien la desigualdad social imperante no determina a la polarización política, por lo menos la condiciona. Podríamos también mencionar razones culturales, pues la mayoría de los líderes políticos obedecen a pautas heredadas del periodo colonial mediante las cuales es transferida a la política un sentido heroico de la vida, tan propio a la cultura pre-política de España. Y no por último, podríamos nombrar razones políticas de reciente data que han llevado a los partidos de izquierda a considerarse depositarios de la revolución y a los de derecha, de la tradición. La influencia de la revolución cubana fue en ese sentido tan nefasta que aún hoy izquierdistas y derechistas se asumen como enemigos mortales, miembros de ejércitos enemigos a los que es posible difamar, encarcelar o eliminar.

 

 

Como característica general podríamos anotar que en la región los partidos de centro (hacia la izquierda o hacia la derecha) parecen ser la excepción y no la regla. La política latinoamericana ha sido y sigue siendo bipolar, tribal e incluso endogámica (un matrimonio entre personas de izquierda y derecha, ya común en algunos países europeos, sería en los latinoamericanos inimaginable)

 

 

Una de las pocas excepciones a la norma general parecía ser la formación política chilena la que salvo algunas breves interrupciones, mantuvo desde los primeros decenios del siglo XX hasta llegar al golpe militar de 1973, una continuidad centrista que hizo que Chile fuera denominado “el país de los tres tercios”: una derecha, una izquierda y un centro movedizo y decisivo en las contiendas electorales.

 

 

3. Desde el fin de la dictadura militar hasta nuestros días, la formación política chilena ha sido aparentemente dualista: una izquierda centro (Lagos, Bachelet) turnándose con una derecha-centro (Alwyn, Frei Jr.) y al otro lado una derecha-derecha (Piñera). Desde el segundo gobierno de Piñera, sin embargo, ha comenzado a tomar forma desde sus propias filas una derecha-centro desconectada de una derecha muy de derecha (post-pinochetista, trumpista, bolsonarista).

 

 

Como es posible percibir, el centro como punto de gravitación política ha sido hasta ahora predominante. Ningún partido lo representa totalmente pero existe como instancia sobre-determinante en los dos bloques del dualismo mencionado.

 

 

La actual constelación, resultado de la rebelión popular y constitucional del 2019- 2020 ha hecho posible, sin embargo, el retorno de la formación política de los tres tercios, una muy similar a la que colapsó entre 1970 y 1973. Veamos: una izquierda-izquierda cuyo candidato es Gabriel Boric, una centro-izquierda cuya candidata es Yasna Provoste, una derecha- centro cuyo candidato es Sebastián Sichel. Al margen de esa derecha, una derecha-derecha representada por José Antonio Kast.

 

 

Dejando de lado la eventualidad efímera pero no imposible de que una de las candidaturas obtenga la mayoría absoluta, nos enfrentamos a tres posibles escenarios. En caso de que Boric no pase a la segunda vuelta, la contienda se daría entre una izquierda-centro (Provoste) contra una derecha más inclinada a la derecha-derecha (Sichel). En caso de que Sichel no pase a la segunda vuelta, el dilema se daría entre una izquierda-izquierda y una centro-izquierda. En caso de que Provoste no pase a la segunda vuelta, la contienda sería entre una izquierda-izquierda y una derecha-derecha.

 

 

En este último caso, se repetiría la polaridad destructiva, aunque bajo condiciones internacionales diferentes (sin guerra fría, sin revolución cubana) que tuvo lugar en 1970 entre Allende (36,63% y Alessandri (35,29%) y que obligó al centro-centro social-cristiano de RadomiroTomic (28,08%) a fraccionarse en dos partes. Un enfrentamiento electoral Boric-Sichel al reeditar la bipolaridad política de 1970 crearía las condiciones para la formación de una sociedad política bipolar, descentrada y no inter-comunicativa.

 

 

Solo la inclusión de la candidatura de Yasna Provoste en una segunda ronda, sea contra Boric o contra Sichel, puede asegurar la mantención del centrismo histórico-político. Un centrismo que, seguro, no sería el mismo de la Concertación (o Nueva Mayoría) pero que, de igual manera, podría asegurar por un tiempo más la estabilidad política que ha caracterizado al país. Una estabilidad que, pese a todos sus bemoles, siempre será mejor que cualquiera inestabilidad.

 

 

Ojalá los representantes de Chile en el cielo hagan todo lo posible para que los que habitan en el suelo no vuelvan a tropezar con la misma piedra.

 

 

 

Fernando Mires

POLIS: Política y Cultura

En defensa del ISLAM (Un extracto del lIbro EL ISLA MISMO)

Posted on: agosto 22nd, 2021 by Super Confirmado No Comments

 

 

Como ya ha sido insinuado, cada cultura reposa sobre tres pilares: la religión, la tradición y la autoridad. Dichos pilares pueden ser complementarios pues, en ordenes sociales no políticos, la autoridad es carismática, es decir, fundada en la religión. La tradición es por lo común una tradición religiosa; y la tradición a su vez se expresa en la autoridad que monopolizan los representantes de la tradición. Mas, independientemente a la complementariedad que se da entre los tres poderes culturales nombrados, existe la tendencia inevitable, precisamente porque son poderes, a que los unos tiendan a controlar a los otros. Así se da el caso de que cuando los islamistas usufructúan del poder, han intentado legitimar dicho poder de acuerdo a una tradición religiosa, sellando, para el efecto, una alianza con los sectores fundamentalistas quienes suponen ser los representantes genuinos de la tradición. Porque independientemente de las diferencias especificadas entre fundamentalistas e islamistas, éstas tienden a desaparecer cuando el poder es controlado por uno de ellos, de modo que en el uso del poder el islamismo se vuelve fundamentalista, y el fundamentalismo islamista.

 

 

En Afganistán por ejemplo, la casta de los talibanes destruyó la tradición religiosa de ese país en nombre de una tradición que ellos mismos inventaron y que con la letra del Corán tenía que ver tanto como la Inquisición europea con la palabra del Cristo redentor. En Irán, los fundamentalistas se hicieron del poder, y desde allí comenzaron a ejercer monopolio sobre la tradición cultural de la nación. En Arabia Saudita, los piadosos petroleros han creado un sistema de dominación patriarcal que, pese a ciertos pasajes lesivos a la integridad femenina que contiene el Corán, no pueden ser avalados por ninguna teología islámica. Como ya se dijo, tanto islamistas como fundamentalistas carecen de espiritualidad. Su religión es una religión de las formas. Incapaces de unir a la religión con el ser humano, fundamentalistas e islamistas la unen con la burocracia estatal. En eso no se diferencian demasiado de los totalitarismos ideológicos que surgieron en Occidente. Es por eso que frente a la usurpación del poder religioso de parte de castas burocrática-clericales, se han levantado valientes voces islámicas. Una de esas voces es, sin dudas, la del historiador iraní Haschem Aghadscheri

 

 

“A nosotros nos hace falta un humanismo islámico”, escribió Haschem Aghadscheri. Y en términos que recuerdan las iracundas palabras de Martín Lutero contra Roma, agregó: “Nosotros los musulmanes no necesitamos ningún intermediario para entender a las Sagradas Escrituras. Dios y su Profeta hablaron directamente al pueblo. No necesitamos acudir al clero. Cada uno es su propio sacerdote”.

 

 

Naturalmente, Aghadscheri se dirige en contra de la casta sacerdotal persa, y a primera vista parece que defiende la posición sunita que niega las jerarquías sacerdotales. No obstante, cuando los islamistas radicales sunitas alcanzan el poder ellos mismos se erigen como representantes absolutos del Islam, convirtiéndose en una suerte de clero informal. Los sunitas radicales en el poder se autorepresentan como los únicos interpretes legítimos de la voz de Dios, convirtiendo cualquiera otra interpretación que no sea la de ellos, en disidencia. De este modo se produce la simbiosis entre Dios, el poder y sus intérpretes; una especie de santísima trinidad al estilo islamista y que es propia tanto a los consejos teológicos del sunismo como a las casi faraónicas castas de los ayatolás chiítas.

 

 

El uso ilícito de la interpretación de los textos que realizan los fundamentalistas de Irán, se demuestra, según el historiador Haschem Aghadscheri, en el hecho de que muchas veces adoran lo que ayer condenan. Cuando, por ejemplo, la ducha y el lavabo fueron introducidos en Irán, muchos clérigos protestaron porque tales artefactos obstaculizaban las formas ritualizadas de lavado personal. Pero hoy, según Aghadscheri, no protestan cuando viajan en los autos de marcas más lujosas. Es decir, argumenta Aghadscheri “ellos hacen concesiones sólo cuando los progresos occidentales les son útiles a sus personas”.

 

 

Es por eso que en la opinión de Aghadscheri, la tradición, al ser sólo “la suma de la experiencia y de los pensamientos de generaciones antiguas no puede ser sacralizada”.

 

 

Eso es, desde su punto de vista teológico, blasfemia.

 

 

Por supuesto, afirma Aghadscheri, el Corán debe ser interpretado; pero esa interpretación no puede ser monopolio exclusivo de una clase dominante sacerdotal. Y si ellos, los sacerdotes, tienen el derecho a interpretar el texto, cada uno debe tener el mismo derecho a hacerlo. “Así como cada ser humano durante el tiempo en que surgió el Islam podía comunicarse con los Profetas, nosotros tenemos hoy día el mismo derecho”. No existe por tanto una sola interpretación del Islam, pues toda interpretación, aún la del más sabio de los teólogos es, por ser interpretación, subjetiva. Escribió Aghadscheri: “Si un estudiante lee el Corán de acuerdo a un método científico, llegará a entender cosas que ningún caudillo religioso que presuma de tonelada de conocimientos secretos, puede llegar a entender alguna vez en su vida”.

 

 

Los argumentos de Haschem Aghadscheri recuerdan inevitablemente a los de los primeros disidentes que surgieron frente a las castas burocráticas que regían en los países regulados ideológicamente por el marxismo soviético las que se habían erigido en guardianes de la palabra de Marx, no admitiendo ningún otro marxismo que no coincidiera con las interpretaciones que venían del poder establecido. Incluso en la habilidad argumentativa que hace gala Aghadscheri podemos encontrar paralelos. Del mismo modo como las burocracias que despotricaban retóricamente en contra del capitalismo habían radicalizado las formas de explotación capitalista en sus países –así argumentaban las disidencias antisoviéticas– en las palabras de disidentes teológicos como Aghadscheri los sacerdotes chiítas ocultan detrás de su antioccidentalismo retórico nada menos que una imitación a la propia Iglesia Católica de Occidente “Sí, la jerarquía chiíta es una imitación de la Iglesia Católica. Obispos, cardenales, clérigos, etc. Entre nosotros hay similares jerarquías, con el gran ayatolá a la cabeza. Más abajo le siguen otros ayatolá, los Hodschattoleslam, Sagaht al Islam, y yo no sé que otras cosas más en nombre del Islam.

 

 

Haschem Aghadscheri, como otros teólogos del Islam, protestan abiertamente en contra de la usurpación de la religión por la tradición y por las castas autodenominadas tradicionalistas. Su objetivo, en consecuencias, es liberar al Corán de las manos de los monjes tradicionalistas y/o fundamentalistas y crear las condiciones para que cada creyente pueda establecer una comunicación verdaderamente religiosa con Dios. “Porque los humanos no son como los monos que solamente imitan. (….) El objetivo de un maestro del Islam debe ser enseñar lo que sabe para que un día el alumno no necesite más del maestro. Los fundamentalistas en cambio persiguen una relación de amo y vasallo. El amo será siempre amo, y el vasallo siempre vasallo. Eso es esclavitud espiritual (…). El clero en Irán quiere el poder total”.

 

 

La liberación del Islam de las manos del clero totalitario llevará a la liberación de la sociedad respecto a ese clero. Así tendrá lugar una humanización del Islam y por lo mismo, una convivencia tolerante con otras religiones y creencias de este mundo porque “El humano es humano independientemente a su religión, aunque no sea musulmán, ni persa. También los turcos, los kurdos y los luren tienen derechos que les son inalienables”.

 

 

 

Debido a esas y otras opiniones, el totalitarismo clerical persa ha condenado a muerte al historiador Haschem Aghadscheri.

 

 

……..

Haschem Aghadscheri no es un personaje aislado dentro de la tradición teológica esclarecida del Islam. Más bien debe ser considerado como uno de los últimos representantes de una línea interpretativa que intenta conferir un sentido teo-lógico y no teo-crático a la religión islámica. En cierto modo, Aghadscheri continúa la tradición que inauguró en el espació sunita Ali Abdederraziq (1888- 1966) quien en su libro El Islam y los fundamentos del Poder cuestiona la tesis relativa a que Mahoma habría sido iniciador de un régimen teocrático terrenal.

 

 

 

Según Abdederraziq, el califato, al que los islamistas conciben como una forma divina de organización del poder, corresponde más bien a la organización micro-estatal, más bien tribal que imperaba en la época de Mahoma, y no un mandato del Corán ni de la Sunna a sus súbditos, lo que parece ser evidente, pues ni de la lectura del Corán ni de la Sunna puede deducirse ninguna sacralización ni del califato ni de ninguna otra forma o modo de poder o gobierno terrenal. La autoridad del profeta Mahoma es para Ali Abdederraziq muy similar a la de Jesús Cristo, a quien también el Islam considera como uno de sus profetas, es decir, un representante de Dios sobre la tierra. En la misma tradición teológica de Haschem Abdederraziq se encuentran teólogos como Mamad Ahmad Jalafalla y Ahmad Kamal Abu Al Majd, quienes desarrollan una teoría relativa a la residencia del poder de Dios en el pueblo, y no en autoridades transitorias, como son las umma sunita y el sacerdocio de los chiítas.

 

 

 

Quizás porque Egipto ha sido la cuna del fundamentalismo islamista representado por Qutb es porque ahí se ha desarrollado más y mejor que en ningún otro país islámico la posición contraria: una teología esclarecida cuyo objetivo es deneurotizar al Islam liberándolo de sus ataduras político-estatales, reducir su potestad al plano religioso y arrebatarlo de las manos de intérpretes oficiales. La idea de despolitizar la religión va por supuesto unida con la de crear un espacio donde lo político se explique por sí mismo y no por reglas que fueron instauradas muchos siglos atrás. La politización del espacio no religioso implica a la vez una re-teologización de la teología. Mamad Said al Asmawi, por ejemplo, postulaba la tesis, abiertamente dirigida en contra de la teología de Qutb, de que la idea relativa a que la soberanía política viene de Dios es esencialmente una creencia pagana pre-islámica incrustada en la noción religiosa islámica. Es, dice Said al Asmawi, una herencia de aquellos tiempos donde a través de los faraones el poder terrenal y el religioso se encontraban unidos en una sola persona. Invirtiendo la tesis fundamentalista que deduce de la frase del Corán relativa a que “el ser humano no debe obedecer a ningún otro poder que no sea el de Dios” al Asmawi deduce que ahí precisamente se afirma la tesis de que en materias religiosas el ser humano no puede estar sometido a autoridades que por alguna u otra razón imaginan que son los interpretes de Dios sobre la tierra.

 

 

 

En continuidad con la tradición esclarecida de una importante fracción de la teología egipcia, destaca sin dudas el nombre de Farag Boda, quien antes de dedicarse a los estudios teológicos fue ingeniero agrónomo, y después parlamentario. Su primera protesta religiosa fue levantada en los años ochenta, cuando el gobierno militar-islamista de Sudán ordenó la reislamización forzada del país. Después que una secta islamista reconociera públicamente el asesinato del Presidente Sadat, Farag Boda planteó abiertamente que el Islam debería ser separado del Estado. Incapaces de acallarlo, las sectas islamistas procedieron a asesinarlo el 8.6. de 1992.

 

 

 

El espacio político originado en Occidente a partir de la reforma, pasando por la Ilustración, hasta alcanzar la secularización, sólo fue posible gracias a la existencia de teólogos y filósofos esclarecidos, muchos de los cuales, tal como ocurre hoy día en el mundo islámico, pagaron con sus vidas la lucha por la libertad y por la democracia. Esos teólogos, siguen luchando por la libertad es sus países.

 

Fernando Mires

POLIS: Política y Cultura

El vacío que llena el vacío

Posted on: julio 31st, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

Desde hace tiempo vengo escribiendo sobre la crisis de representación política en los países occidentales. Para razonar sobre ella he utilizado un esquema de pensamiento más bien simple. Entiendo que esta crisis no se explica solo por lo político, sino por fenómenos que toman forma estructural en espacios colindantes, entre ellos, las transformaciones que han tenido lugar en las innovaciones materiales, principalmente en el largo proceso que lleva desde el modo de producción industrial al modo de producción digital.

 

 

1.

La revolución digital lo ha cambiado todo. En primer lugar, la formación social en cuyo interior vemos que, sin haber desaparecido, los trabajadores y empresarios industriales ya no están situados en el centro de la conflictividad, cuando más en uno de sus segmentos. La época de las grandes y heroicas huelgas obreras ha quedado atrás y pertenecen al romanticismo social de la modernidad temprana. Una enorme y abigarrada masa de trabajadores, algunos de los cuales realizan sus labores en sus propias casas, diagramadores, programadores, productores de servicios, relacionadores públicos, empresarios y trabajadores en una sola persona, no están organizados ni en partidos ni en movimientos. Ni siquiera en instituciones laborales. Cada uno por su cuenta. La individualización, tan necesaria en la formación personal, ha derivado en puro individualismo, tanto como ideal de vida, tanto como ideología de la desconexión social.

 

 

En segundo lugar, la digitalización de la vida ha acelerado el proceso de globalización de los mercados y con ello la alienación del trabajo por el capital se ha vuelto sideral. Si Marx pasó años tratando de descifrar la composición orgánica del capital, hoy nadie intenta hacerlo porque entre otras cosas es imposible cuando entre propietarios y trabajadores no media ni siquiera una relación geográfica. El capitalismo global es, para sus actores, invisible.

 

 

Lo mismo pasa con la generación de plus-valor. Nadie sabe a ciencia cierta entre cuales consumidores de Europa o EE UU o China será comprado el producto generado por combinaciones transnacionales, diseñado en Alemania, con tornillos que se producen en una maquila mexicana y con fitros elaborados en unos talleres de Filipina (digo esto mientras describo como ejemplo a la cafetera de mi casa).

 

 

Ahí reside la raíz de la crisis política de nuestra era: la desarticulación social no tardaría en expresarse en desarticulación política. No pocos autores ya lo han dicho: los partidos clásicos de la modernidad industrial ya no son representativos. Vuelvo entonces a repetir metafóricamente una tesis ya presentada: las cuatro ramas del árbol de la modernidad política -la conservadora, la liberal, la socialcristiana y la socialdemócrata- ya no cubren el espacio social al que una vez bajo sus sombras cobijaron. El espacio de la representación política ha sido vaciado o lo, que es casi igual, virtualizado. Los partidos políticos ya no son históricos, sino circunstanciales. En muchos casos simples siglas que operan de acuerdo a la lógica del mercado.

 

 

La relación entre partidos y partidarios ha sido alterada. El elector ha sido convertido en consumidor de ofertas parciales. En breves palabras, la crisis de representación política consustancial a la modernidad tardía, al fragmentar la política, no tardaría en deteriorar su propio espacio de reproducción: la vida pública. No se trata por supuesto de que la vida pública ha desaparecido. Pero sí, está vaciada. Y ese vacío, como todo vacío, es a la vez un campo magnético de atracción para nuevas ofertas políticas.

 

 

El vaciamiento del espacio público no tarda en repercutir en el espacio privado, formado en contraposición al primero. De acuerdo a los ya antiguos pero siempre atractivos enunciados de Niklas Luhman, cada subsistema genera otro subsistema en un campo que es más que la suma y síntesis de todos sus subsistemas. La diferencia entre los subsistemas de lo público y de lo privado es que en los primeros sus cambios son visibles y en el segundo, precisamente porque es privado, son opacos. No obstante, sin lo público como correlato de lo privado, puede suceder, y de hecho está sucediendo, que las tensiones de lo privado, al haber sido levantados los límites que las separan de lo público, irrumpen – valga la paradoja- en la vía pública. El hecho de que el campo de lo público haya sido inundado por subpolíticas de género, por demandas familiares y sexuales, religiosas y hasta raciales, todas sin representación partidaria, nos revela la propia crisis de la vida pública.

 

 

Antiguas teorías relativas a la formación de procesos de democratización que llevarían a un enriquecimiento de la política en tanto práctica pública, se encuentran en retirada. Dicho entre nosotros, las teorías de Habermas han perdido vigencia (en verdad, es más fácil criticar al papa en el Vaticano que a Habermas en alguna universidad alemana). Pero el hecho de que todo el andamiaje habermasiano repose sobre la base de discursos formados a través de una relación inter-comunicativa, no puede tener lugar en escenarios donde conviven seres, grupos, movimientos y partidos incomunicados entre sí. Esa es la tesis implícita de uno de los aportes sociológicos más interesantes de los últimos meses. Me refiero al libro de Bernd Stegemann titulado Die Öffentlichkeit und ihre Feinde (La vida pública y sus enemigos, en traducción libre) título derivado del clásico de Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos).

 

 

2.

 

Como el libro de Bernd Stegemann no ha sido traducido a otros idiomas me limitaré solo a mencionar cuatro tesis del autor. La primera dice que la crisis de la política ha dejado un espacio que tiende a ser llenado por asociaciones incomunicadas entre sí. La segunda dice que los populismos, sobre todo los de derecha, ofrecen formas de comunicación internas (no discursivas) que no dejan lugar ni para el debate público ni para la resolución de contradicciones sociales. La tercera tesis dice que al no existir comunicación entre las distintas instituciones que comienzan a poblar el espacio público, el discurso político será sustituido por un discurso identitario (de raza, de género, de religión). La cuarta tesis dice que al haberse deteriorado el discurso político cobra vigor el discurso moral, o más bien, moralista.

 

 

De acuerdo a mi terminología, podríamos decir que el espacio vacío de lo público comienza a ser llenado, pero lo que llena ese espacio no llena sino vacía. ¿Otra paradoja? Así es. Pues una de las características de la nueva fase de la modernidad reside en el hecho de que las contradicciones tienden a ser sustituidas por paradojas. Las paradojas representan  contradicciones no resueltas. En el vocabulario paradójico de nuestro tiempo podríamos agregar que, sin  tratamiento de las contradicciones, lo que parece terminar es, nada menos, que la visión dialéctica de la vida.

 

 

Si nos atenemos a la primera tesis de Stegemann, lo que realmente caracteriza la vida pública de nuestros días es que entre los distintos “sub-sistemas” no hay contradicciones ni inter ni extra sistémicas. Y sin contradicciones, en un mundo de sub-sistemas paralelos, incomunicados entre sí, no puede haber ni negación de la afirmación, ni afirmación de la negación, ni mucho menos negación de la negación. O sea: no puede haber dialéctica y si entendemos que la dialéctica es antes que nada gramatical y discursiva, no puede haber enfrentamiento político. Y bien, ese es campo abonado para la vegetación populista.

 

 

Stagemann entiende el populismo en un sentido descriptivo: movimientos que ofrecen soluciones simples para problemas complejos pero cuya representación no es representativa. A primera vista parece acercarse a la concepción del más destacado teórico del populismo: Ernesto Laclau. Pero es solo una apariencia. Laclau entendía el populismo como un fenómeno que articula demandas heterogéneas y contradictorias entre sí y en cuyo interior prevalece un debate por la hegemonía, lo que lleva a que la representación desemboque en una condensación generadora de símbolos difusos. Y bien, eso es lo que precisamente falta en el populismo de nuestro tiempo. Para poner el ejemplo más notorio, el populismo de Trump integra en nombre de “nuestra gran nación” a los más ricos y a los más pobres, pasando por el mundo de propietarios intermedios, pero sin que los ricos, los pobres y los sectores intermedios cedan un mínimo de su identidad. El populismo de Trump se parece más a esa alianza entre la chusma y las elites que vio Hannah Arendt en los preludios del totalitarismo. Ni la chusma se identifica con las elites ni las elites con la chusma. Dicho en lenguaje basal: “vamos juntos pero no revueltos”. En esas condiciones, símbolo y hegemonía se confunden en una sola persona extremadamente autoritaria y, por cierto, muy autónoma: en este caso, Trump. O dicho así, Trump no representa a las masas trumpistas pero las masas trumpistas representan a Trump. De este modo, tanto al interior como al exterior del fenómeno populista, florecen los discursos identitarios, pero sin tocarse entre sí.

 

 

3.

La política identitaria semeja un edificio de departamentos. A cada identidad un departamento. Por lo común, quienes habitan uno, no tienen la menor comunicación con quienes viven abajo o arriba o al lado. En cada departamento rigen códigos diferentes de comportamiento. Lo importante es vivir juntos pero separados. Cuando más una sonrisa o un saludo en las escaleras. Así tenemos un departamento para gays, para lesbis, para feministas, para ambientalistas, para indigenistas, para islamistas. Cada uno con su propia identidad sexual, ideológica, nacional, religiosa, pero sobre todo, con su propio discurso identitario y micro-totalitario.

 

 

Por supuesto, cada familia de cada departamento se siente superior a las otras porque su sexo, nacionalidad, religión, creencia, mitos y tabúes, no son intercambiables. Y entre identidades no intercambiables solo hay diferencias sin contradicciones. Y al no haber contradicciones tampoco hay debates. Y al no haber debates, no hay política. Casa uno con lo suyo, con su verdad y con su discurso. La política de las identidades, vecinas o paralelas, es anti-política.

 

 

En una vida pública fragmentada, sin interacciones ni contradicciones, no puede haber política. Hecho que lleva a dibujar un círculo vicioso. Si la apoliticidad del espacio público surgió como consecuencia de la autonomización de la política, el vacío político acelera a esta misma autonomización. Sucede así que la política y los políticos son elevados a una suerte de estratósfera desconectada de una sociedad que no asociada difícilmente puede ser llamada sociedad. Una verdadera tragedia, según Stegemann. Bajo esas condiciones, y ante la ausencia de un discurso político, la discursividad política es sustituida por una ideología de la moral a la que sus seguidores confunden con la política.

 

 

Una moral sin política, de acuerdo al Max Weber de Política como Profesión, es una moral moralista. Una moral basada en verdades exclusivas, en prohibiciones y en tabúes y, sobre todo, en la censura a palabras arrancadas de contextos. El dedo rector del moralismo se erige con furia en contra de la belleza del arte, en contra de la audacia del pensar, en contra del espíritu del ser.

 

 

No faltan por supuesto quienes en nombre de una moral superior intentan dictarnos normas políticas. Contradiciendo incluso experiencias como la polaca, la sudafricana, la chilena, la española, invocan a una supuesta supremacía moral que niega todo contacto verbal con el enemigo. Preferible es para ellos vivir en estado de pureza virginal bajo una dictadura o gobierno autoritario, que buscar salidas a través de la negociación y del diálogo. De este modo terminan jugando el juego que más acomoda a dictaduras y autocracias: la eliminación del debate, la sustitución del argumento por el estigma. Se da entonces la paradoja (otra paradoja) de que en países regidos con mano autoritaria como Rusia, Hungría o Venezuela, las oposiciones, en lugar de horadar a los respectivos gobiernos, endurecidas ante la ausencia de práctica política, terminan convertidas en proto-autoritarimos, hechos a imagen y semejanza de los gobiernos a los que dicen oponerse.

 

 

Pero sobre esos temas me extenderé en próximos artículos. Solo cabe consignar por el momento que el moralismo, vale decir, la moral como ideología, es uno de los productos más visibles de la crisis de la política de la llamada posmodernidad.

 

 

El antiguo refrán que dice: «Dios me libre de los amigos, que de los enemigos me libro yo», podría entonces ser readecuado a las condiciones que priman en nuestro tiempo: «Dios me libre de los moralistas, que de los inmorales me libro yo».

 

 

Fernando Mires

Lobos sin piel de oveja

Posted on: mayo 29th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Alexander Lukashenko, el último dictador de Europa (o penúltimo, el gobernante de Hungría, el también putinista Victor Orban, le pisa los talones) mandó secuestrar a un avión poniendo en peligro la vida de 170 pasajeros occidentales. El aparente objetivo: arrestar a un crítico del régimen de Bielorrusia. El más probable objetivo: desafiar a Europa Occidental en nombre del dueño del circo: Vladimir Putin. “¿Qué más tiene que pasar para que la UE y Occidente actúen finalmente con determinación?” preguntó, sin ocultar su indignación el reportero jefe de la DW, Midrag Soric.

 

 

¿Qué significa en este caso actuar con determinación? Para entender esa frase tenemos que considerar la dimensión de los hechos. Objetivamente, el acto de desviar un avión que sobrevuela territorio europeo es una violación a las convenciones internacionales, un atentado a la soberanía de un país miembro de la UE, un acto terrorista y criminal. Así lo han dicho algunos representantes de la UE en Bruselas. Puede entenderse como un acto de guerra. O por lo menos como uno de abierta hostilidad. Frente a este hecho, el secuestro del activista bielorruso Roman Potrasevich y de su novia Sofía Sapega resulta, a pesar de toda su alevosía y maldad, secundario con respecto a lo que significa romper la normatividad internacional a través de un operativo militar.

 

 

Como era de esperarse, la UE reaccionó de la única forma que sabe reaccionar: de modo reactivo, con sanciones, algunas simples amenazas, otras probablemente más realizables. Hay además reacciones que bordean el ridículo, entre ellas las del ministro del exterior alemán Heiko Maas quien anunció que las sanciones serán llevadas a cabo en “forma de espiral”. Con toda seguridad, a esta misma hora, después de un anunciado almuerzo conjunto, Putin y Lukashenko se mueren de la risa gracias a la “espiral” de Maas.

 

 

Lo que de verdad toma forma de espiral son las provocaciones de la siniestra pareja autocrática. Van de menos a más. A los dos les tiene sin cuidado la opinión pública mundial y mucho menos la de Europa a la que, según un ideario compartido, consideran un continente en decadencia moral e incluso política. En cierto modo tienen razón: la política internacional europea, si es que existe, es decadente, vale decir, burocrática, sin objetivos y radicalmente predecible. La UE es, cuando más, una unión geográfica, administrativa, monetaria, comercial, pero para ser política le falta mucho todavía.

 

 

Fue error de la oposición bielorrusa, así como la de Navalny y sus seguidores, haber confiado en que los países europeos iban a dar un apoyo incondicional a sus iniciativas. Putin, un muy buen conocedor de Europa, lo sabe muy bien. Sabe por ejemplo que después de los crímenes que comete cada cierto tiempo, levantará una polvareda, pero también que pocos días después nadie hablará más de eso. Menos aún en tiempos de pandemia. Además, Putin no está solo.

 

 

Así como ocurrió durante el tiempo de las tiranías comunistas pro-soviéticas, Putin también tiene organizaciones que lo apoyan en todos los países europeos: son los movimientos y gobiernos nacional-populistas, en su mayoría de extrema derecha, pero también algunos de izquierda, entre ellos Podemos en España, los socialistas de Melenchon en Francia, la Linke en Alemania. Lo importante para Putin es que, siendo de derechas o de izquierdas, estén todos en contra de la Unión Europea. En ese punto reside la diferencia fundamental entre el imperio chino y el ruso.

 

 

Mientras el imperio chino es económico más que político, el ruso es político más que económico. De ahí que el objetivo de Putin sea, en primera línea, conquistar la hegemonía política, y si es posible, la territorial, sobre Europa. Si alguna vez, para poner un ejemplo, los lepenistas lograran apoderarse del gobierno de Francia, Putin tendrá la mitad del camino hecho.

 

 

Salvo raras excepciones son pocos los políticos que se atreven a decir, a viva voz y en público, que el atentado espacial de Lukashenko no fue fraguado en Minsk sino en Moscú, en el mismo Kremlin. Todo habla a favor de esa hipótesis. El cometido fue un atentado de enorme magnitud, un hecho sin precedentes en tiempos de paz como para que un enano internacional como Lukashenko se hubiera atrevido a cometerlo por su cuenta sin el permiso del gigante vecino. Para nadie es un misterio que Bielorrusia no es un país autónomo sino, cuando más, una provincia de Rusia. Solo incautos periodistas europeos no lo creen. No han faltado los que arguyen que con sus sanciones la UE estaría arrojando a Lukachenko en los brazos de Putin, como si alguna vez el dictador bielorruso hubiera sido un demócrata, como si fuera políticamente recuperable, como si Bielorrusia hubiera sido, antes del atentado aéreo, una república independiente.

 

 

No fue por tanto casualidad que Putin, pasándose la opinión pública por el forro, hubiera recibido a Lukashenko inmediatamente después del atentado, con los brazos abiertos, como si su intención hubiera sido burlarse de Europa ante los ojos del mundo entero. Y esa fue quizás su propósito. Mostrar de modo directo que su gobierno hace lo que quiere, cuando quiere y como quiere en Europa.

 

 

“Ha llegado la hora de dejar de demonizar a Bielorrusia” dijo el ministro del exterior ruso Sergei Lavrov. Lo peor es que tiene razón: el verdadero demonio no está en Bielorrusia sino en Rusia.

 

 

Solo tres gobiernos europeos mostraron una directa oposición a Putin/Lukashenko: Lituania, Polonia y Ucrania. El hecho de que las tres naciones sean colindantes con la Rusia de Putin, esto es, territorialmente amenazadas, explica en gran parte esa actitud. La violación del espacio lituano es equivalente a una ocupación territorial, precisamente en un país que en el pasado reciente fue propiedad del imperio soviético. En Polonia a su vez, sus habitantes saben que toda expansión rusa comienza o termina en Polonia. Hecho problemático y paradójico para el gobierno que controla el nacional-populista Kazinsky. Por una parte Kazinsky es definitivamente anti EU y en esa posición su mejor aliado es el autócrata húngaro quien a la vez es el mejor amigo de Rusia en Europa. Pero a diferencias de este último, el polaco es como todo gobierno nacionalista de ese país, anti- ruso (por lo menos, acata la opinión pública nacional polaca que es y será definitivamente anti-rusa). Ucrania es en cambio el país más afectado, entre otras cosas, porque está en la mira expansionista inmediata de Putin. Precisamente avistando ese hecho, el inteligente presidente del Partido Verde alemán, Robert Habeck, planteó que Europa debe ayudar con armas al gobierno de Ucrania. Palabras que le costaron la protesta no solo de la izquierda bien pensante alemana, sobre todo al interior de su propio partido, sino también la de la socialdemocracia y por cierto, la de los partidos putinistas, como son la Linke (cuyo objetivo es liquidar a la OTAN) y la proto-fascista AfD, partidaria abierta del putinismo.

 

 

Habeck, sin embargo, pensó en perspectiva. En junio del 2021 tendrán lugar conversaciones directas entre Putin y Biden. El objetivo de Biden será marcar las líneas de separación geopolítica entre ambas naciones, las únicas que, de acuerdo a la política exterior de Biden, podrían asegurar una duradera paz mundial. Y bien, Biden y sus colaboradores entienden que las primeras líneas de demarcación son las que separan a Rusia de Ucrania. Visto así, puede ser que la violación del espacio aéreo europeo no haya sido más que un intento de Putin para poner el tema de Bielorrusia y no el de Ucrania en el centro de las conversaciones con Biden. Esperemos que la experiencia de Biden sepa entender esa artimaña. Si es así, la UE, como ocurrió con Europa occidental durante todo el periodo de la Guerra Fría, no tendrá más posibilidad que someterse a la conducción de los EE UU y abandonar el sueño de una Europa política y militarmente soberana. Lamentable.

 

 

Los demócratas europeos siguen aprisionados en la trampa que ellos mismos se tendieron. La de creer que la democracia liberal es un dogma inapelable, uno que obliga a renunciar a la defensa frente a enemigos, sean estos potenciales o reales. Lo que no han podido entender es que si la democracia liberal se convierte en dogma, deja de ser liberal (pues no hay dogmas liberales). Mucho menos han entendido que para poder subsistir en un mundo de lobos, hay que mostrar cada cierto tiempo los dientes. Sobre todo cuando los lobos, llámense Lukashenko o Putin, ya ni siquiera se toman la molestia de vestirse con piel de oveja.

 

Fernando Mires

Votar en Madrid

Posted on: mayo 10th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

Era parte de nuestros rituales. Año 1963 y de ahí adelante, asistíamos cada vez que aparecía en la pantalla Morir en Madrid, el legendario documental del montenegrino Fréderic Rossif. Al final cantábamos puño en alto canciones como Dime donde vas Morena, El Ejército del Ebro, Los Cuatro Generales y tantas más. “Venid a ver los muertos en las calles” (Neruda) nos recitaba el actor Roberto Parada, y el grito dramático de La Pasionaria (¡No pasarán!) se dejaba oír en las calles mientras jurábamos vengar a García Lorca asesinado.

 

 

El drama español continuaba viviendo en la romántica izquierdista de los sesenta, incluso allí en mis recuerdos, en la concha del mundo, en ese Santiago de Chile tan inocente, cuando no había pinochetes y ser revolucionario era pasarlo más o menos bien, con buenos vinos y amores imposibles. Socialista, comunista, o simplemente izquierdista era ser, antes que nada, un post-redentor de la Guerra Civil española. Nuestro mito era España. Y España era el mito de la izquierda mundial.

 

 

Morir en Madrid, la vi hace poco otra vez. Esta vez sin entusiasmo. Casi asustado de tanto muerto, de tanta sangre inútil, tragedia del siglo XX concentrada en una nación devorada por los colmillos internacionales del fascismo y del estalinismo.

 

 

El Madrid revolucionario iniciado con la victoria del Frente Popular de 1936 parecía estar remitido para siempre al inconsciente de la España irredenta. Pero ese “para siempre”, lo comprobamos una vez más, nunca será un para siempre de la historia. Los madrileños del 2021, así lo han demostrado, quieren vivir bien en Madrid, a pesar de los gobiernos que han tenido que soportar. Y hoy, cuando asumen la política, van a votar, no a morir, como intentó hacer creer ese dúo extremista formado por Santiago Abascal y Pablo Iglesias. Empeñados en convertir a la que fuera una tragedia, en una parodia.

 

 

Las adelantadas por Isabel Díaz Ayuso fueron elecciones de segundo orden, es cierto, pero lo que estaba en juego era allí demasiado. Voto en mano, iban a dibujarse los rasgos de la fisonomía política del país.

 

 

En el país de las dos derechas y de las tres izquierdas, ganó el centro. Afirmación que podría considerarse un despropósito puesto que la derecha PP encabezada por Díaz Ayuso obtuvo más votación que el conjunto de la izquierda. Más todavía si se considera que el partido del centro formal, Ciudadanos, de 26 bancas – caso digno de Ripley – obtuvo 0. Y tal vez por ahí podemos comenzar. Pues del cadáver de Ciudadanos se alimentó principalmente el PP.

 

 

Para entendernos mejor, diré que hay dos modos de enfocar los resultados electorales: de acuerdo a los partidos o de acuerdo a las tendencias. Desde la segunda perspectiva, la tendencia apunta al centro y no a los extremos. Cabe agregar que aunque los términos izquierda y derecha han perdido connotación ideológica universal, siguen siendo una norma regulativa para medir resultados electorales. Viéndolo así, el PP se impuso a ambos extremos y de paso derrotó al gobierno.

 

 

La victoria de Díaz Ayuso no pudo ser más contundente (65 bancas). En términos geométrico- políticos, la hegemonía madrileña ha pasado a la derecha-centro. Para que eso fuera posible, Díaz Ayuzo debía conquistar el apoyo de la mayoría de los ex ciudadanistas (lo que ocurrió), y arrebatar votos al PSOE (lo que también ocurrió). A cambio, cedió con gusto la extrema derecha antes cobijaba por el PP, a Vox y a su candidata Rocío Monasterio (personificación política de la maldad, según Manuel de la Rocha). Tuvo así lugar una leve metamorfosis: el derechista PP fue convertido en un partido de derecha-centro (no confundir con centro-derecha). Si esta conversión será solo madrileña, o nacional, está todavía por verse. Gracias a la aparición de Vox, el PP se ha liberado de sus lastras mas roñosas, para iniciar una larga marcha hacia el centro. Fenómeno muy parecido al que ocurrió con el social-cristianismo alemán el que, gracias a la batuta de Merkel, y liberado de sus sectores ultraderechistas guarecidos hoy en el neo-fascista AfD, ha pasado a convertirse en un moderno partido de derecha-centro, en condiciones de coalicionar con los socialistas e incluso con el ecologismo de los verdes.

 

 

“Nunca pensé que iba a votar PP alguna vez”, anunció ese persistente votador socialista que es Fernando Savater. Muchos pensaron lo mismo. Pero votaron PP. Y como Savater, no votaron por Díaz Ayuso porque era la más guapa ni la más inteligente, sino en contra de los dos extremos: Vox y Unidas Podemos.

 

 

Por el lado izquierdo también hubo desplazamientos. La aparición de Mas Madrid (24 bancas) ha permitido mover los punteros de la brújula de izquierda un par de puntos hacia el centro. Los grandes derrotados han sido sin duda el PSOE (24) y Unidas Podemos (10). Mas Madrid, – en parte gracias a la interesante campaña de racionalismo pandémico llevada a cabo por Mónica García – emerge en cambio como un factor que podría reconstituir a la izquierda bajo nuevas formas. Una tendencia que seguramente se reflejará en futuras elecciones, con partidos similares a Mas Madrid, vale decir, ni socialdemócratas ni extremistas. Por ahora, solo una hipótesis.

 

 

La debacle del PSOE era de esperar, aunque no en esas proporciones tan catastróficas. Cuatro son las razones que, a nuestro juicio, la explican. La pandemia, la alianza maligna con Podemos, el sanchismo como estilo político, y la crisis terminal de las socialdemocracias europeas.

 

 

La pandemia -comencemos por ahí- no nació para fortalecer a ningún gobierno, incluyendo a aquellos que han realizado medidas cuerdas para contenerla. El maldito bicho obliga a cualquier gobernante a asumir medidas antipopulares, entre ellas, restricciones a la movilidad, hecho que aprovechan las oposiciones, sobre todo cuando son demagógicas o populistas.

 

 

Díaz Ayuso, amante apasionada del poder, no vaciló en comportarse frente a la pandemia de un modo demagógico y populista, pero desde el punto de vista electoral, muy efectivo. Su consigna “Libertad” aludía a la libertad fiscal, a la libertad de la educación privada, pero sobre todo a la libertad para pasarlo bien en medio de la pandemia (“el estilo de vida madrileño”). En días de funerales y salas de tratamiento intensivo, no vaciló en levantar consignas lúdicas. Ganó así el apoyo de gran parte de la juventud festiva. Agraciada con la suerte, comenzará su gobierno en momentos en que la pandemia comienza a declinar, cuando el goce colectivo irá imponiéndose en los bares, hoteles, y calles de Madrid.

 

 

Pero más allá de la pandemia, otra gran parte de los electores, al votar en contra del PSOE, no lo hizo tanto en contra del histórico partido, sino en contra de dos factores que van unidos: Unidas Podemos y el sanchismo.

 

 

Con respecto a Unidas Podemos, no sabemos si el rechazo que ha despertado en la opinión púbica se debe a la personalidad de Pablo Iglesias o a su proyecto político. De hecho, ambas dimensiones van de la mano. Iglesias es líder de un socialismo sui generis, arcaico en su ideología, post-moderno en su práctica, representante de sectores sociales desarticulados, y sin un eje clasista de rotación, como fueron los sindicatos obreros en los socialismos del siglo veinte. En el fondo, un movimiento populista partidizado cuya ideología está formada por fragmentos de un marxismo decimonónico. Ese arcaísmo es precisamente el punto que lo une con el otro extremo, el de Vox, partido que apela a supuestas virtudes del conservatismo franquista militar del siglo XX, pero que a la vez enlaza con el post-moderno nacional-populismo europeo del siglo XXl, mal llamado de ultra derecha. Tanto Unidas Podemos como Vox son anti-EU en materia internacional y ninguno hace ascos a la Rusia de Putin. Ambos son también caudillescos. Ambos se pronuncian en contra de la clase política y, no por ultimo, ambos se necesitan mutuamente. VOX nació precisamente para combatir al “comunismo” de Unidas Podemos, y Unidas Podemos encontró su vocación socialista, usando como antítesis el “franquismo” de Vox.

 

 

Cabría agregar que tanto Vox como Unidas Podemos son partidos parasitarios. La estrategia de Vox nunca será viable sin el concurso del PP. Y sin el PSOE de Sánchez, Podemos nunca habría llegado al poder. Y bien, precisamente en contra de esa alianza espuria, vale decir, en contra del pacto de gobierno establecido entre Sánchez e Iglesias, se pronunciaron vastos sectores de la región, incluyendo muchos que hasta hace poco votaban PSOE. Estos últimos, manifestaron su descontento no tanto al PSOE sino al sanchismo.

 

 

Ni corta ni perezosa, Díaz Ayuso descubrió que el talón de Aquiles del PSOE no residía en la bonhomía de Ángel Gabilondo sino en la Moncloa y hacia allá enfiló sus dardos en contra del sanchismo. El sanchismo, palabra que ha llegado a ser en España el símbolo de una política sin más doctrina que el poder por el poder. Una que, como hace Sánchez, pone los objetivos al servicio de las alianzas, y no estas últimas al servicio de los objetivos. El gran derrotado, más que el PSOE, fue el sanchismo del PSOE.

 

 

No obstante, el PSOE tampoco puede ser presentado como víctima inocente de Pedro Sánchez. De una u otra manera, como ocurre con la mayoría de los partidos socialistas europeos, es un partido que se encuentra en histórica retirada dejando detrás de sí un vacío que en países como Alemania ya ha sido cubierto por los Verdes, algo que también podría suceder en Francia, y en España – está por verse – por partidos regionales al estilo de Más Madrid.

 

 

Ciudadanos, si es que no hubiese provocado su propia muerte gracias a la absurda política que intentó imprimir Albert Rivera, la de perfilar al partido como una tercera derecha, estaba llamado a liderar el proceso político español. Todo indicaba que iba a ser así. Anti-secesionista y a la vez regional, europeísta y a la vez muy español, logró concitar el apoyo de gran parte de los profesionales e intelectuales del país. Cierto es que Sánchez, a fin de conseguir su alianza con Unidas Podemos, se empeñó en destruir el centro político ocupado por Ciudadanos, pero no menos cierto es que Rivera y los suyos se dejaron destruir. Los ademanes conciliadores del candidato Edmundo Bal no bastaron para imprimir un cambio de rumbo. Lo cierto es que después de Ciudadanos, a la España de hoy le llora un centro político. Pocas veces un partido ha sido notado tanto por su ausencia como Ciudadanos en las elecciones del 04.05 en Madrid.

 

Quienes no estuvieron ausentes fueron los electores. En contra de los pronósticos, ese 83,73% que bajo condiciones pandémicas acudió a las urnas, muestra cabalmente como hoy la política española está más viva que nunca. Una que no quiere morir, sino vivir en Madrid. Sin alardes pasionarios, los electores madrileños impusieron un claro “no pasarán” a ambos extremos, detuvieron al pasadismo reaccionario de Vox y al aventurerismo de Unidas Podemos y de su narcisista líder, quien si de verdad es de “mala índole” -como lo catalogó Javier Marías- se las arreglará para volver alguna vez.

 

 

Con sabiduría los madrileños eligieron a Isabel Díaz Ayuso. Fue, eso sí, un voto sin amor y, en cierto modo, muy condicionado. Como debe ser.

 

 

 
Fernando Mires

Ese símbolo llamado Navalny

Posted on: abril 24th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Cuando comienzo a escribir estas líneas, Rusia es conmovida por grandes demostraciones exigiendo, como punto mínimo, que el preso político número 1 del régimen, Alexei Navalny, sea tratado de forma humanitaria. Según todas las informaciones, Navalny está recluido en un campo de concentración, el tétrico IKZ, en el oeste de Rusia. Su salud está muy debilitada, no puede ser asistido por un cardiólogo que no sea del régimen. El mismo Navalny, al lograr comunicarse con Instagram, ha señalado: “soy un esqueleto”.

 

 

A diferencias de otras demostraciones, las que en estos días tienen lugar a favor de Navalny no comenzaron en las grandes urbes. Fueron iniciadas en Siberia, en ciudades como Kémerovo, Irkutsk, Tomsk. Después avanzaron hacia Nobisibirsk para estallar finalmente en San Petersburgo y Moscú. Hecho que muestra tres aspectos. Primero, el muy alto grado de organización de las protestas. Segundo, sus dimensiones nacionales, incluyendo la “Rusia profunda” y sus bastiones putinistas. Tercero, la inmensa resonancia internacional.

 

 

Un plan coordinado en contra de Rusia, aduce el inefable ministro del exterior, Sergei Lavrov. Efectivamente, es un proyecto que sigue una línea planificada, pero no en contra de Rusia, ni siquiera en contra de Putin, sino a favor de las libertades democráticas avasalladas en el inmenso país. Un intento para poner límites al proyecto putinista, uno que va mucho más allá de Rusia, uno que obedece a la línea demarcatoria que estableció desde un comienzo el presidente Biden cuando señaló al primer ministro de Japón: “la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre las democracias y las autocracias”.

 

 

Y bien, la capital de todas las autocracias y de los movimientos nacional-populistas del mundo entero, es la Rusia de Putin. Prácticamente no existe gobierno anti-democrático en esta tierra que no mantenga fuertes vínculos con Rusia.

 

 

Al fin, después de contemplar pasivamente la expansión territorial de Rusia en sus aledaños, sus permanentes amenazas a Ucrania, sus intentos de penetración política en la Europa democrática, sus alianzas con gobiernos criminales como el de Siria, su apoyo irrestricto a la dictadura persa y a la autocracia turca, la popularidad que goza entre partidos de ultraizquierda y de ultraderecha, y no por último, los intentos para distorsionar la propia democracia norteamericana durante la era del pro-ruso Trump, son acciones que, para los gobiernos democráticos de Europa, han colmado todos los vasos de agua. Y bien, en contra de todo eso, ha prestado su cuerpo Alexei Navalny. Acto inmolatorio. Pero, para Navalny, inevitable. La otra posibilidad era el exilio en un país extranjero y así seguir el destino triste de tantos políticos perseguidos por tiranías.

 

 

La opción de Navalny, vista desde su perspectiva, aunque parezca cruel decirlo, es realista. Cierto, decidió arriesgar el todo por el todo: su propia vida. Pero al fin y al cabo, después de haber sido envenenado por los esbirros de Putin, Navalny ya conocía los ojos de la muerte. Él mismo, probablemente, se considera a sí mismo como un resucitado.  Putin enfrenta a un político que ha perdido el miedo y eso, evidentemente, lo desconcierta. Por eso se muestra muy nervioso. Los dos segundos de Navalny, Kira Yarmish y Libvov Sóbol, se encuentran detenidos. Durante las noches, hay continuos allanamientos. Putin, poco a poco, comienza a cruzar la delgada línea que separa a una autocracia de una vulgar dictadura.

 

 

Angela Merkel, una persona a la que no podemos considerar admiradora de sacrificios inútiles, entendió el sentido de la lucha que simboliza Navalny. El día martes 21 de abril, pronunció ante el Consejo Europeo, en Strasburgo, las siguientes palabras: “Los ciudadanos no pueden ser (propiedad) del estado” (…..) “los derechos humanos son el núcleo fundamental de la constitución en los estados democráticos”. Palabras dichas con acostumbrada tranquilidad, pero lo suficientemente claras para contrariar a los eternos tacticistas que imaginan que con los valores políticos se puede jugar póquer, a los que creen solucionar todos los problemas con reuniones secretas, o por medio de negocios suculentos, a los que piensan que hay que tolerar, nada menos que en las cercanías de Europa, a autócratas y dictadores.

 

 

La Europa unida, en la visión de Merkel, no puede ser solo una unión aduanera. Antes que nada debe ser una confederación política y democrática. Por eso sus palabras también fueron dirigidas a los políticos de su país. Pues no solo en su partido hay quienes comparten con el nacional-populismo de AfD el ideal trumpista de que cada nación debe preocuparse solo de sus intereses. Para la Linke, el enemigo es Erdogan, pero Putin es poco menos que un demócrata. Los liberales solo se preocupan de la economía y, en el caso de Rusia, del gas. Los socialdemócratas, desde los tiempos de Gerhard Schröder – premiado por Putin con un suculento puesto en la petrolera rusa Rosneft – nunca levantan la voz por los derechos humanos violados desde y por el Kremlin. Y entre los Verdes, su futura candidata presidencial, Annalena Baerbock, jamás ha pronunciado una sola palabra sobre política internacional.

 

 

Navalny es un foco democrático, escribió la columnista Simone Brunner, desde el periódico “Die Zeit”. Mejor habría sido decir, un símbolo. Pues si hay un nombre que comienza a unir a todas las luchas democráticas de Europa, ese nombre es Alexei Navalny. Esa es la razón por la cual políticos a los que nadie puede acusar de soñadores y románticos – además de Merkel y Biden, Macron y Borrel, y gracias a ellos, la mayoría de los gobiernos de Europa (los de América Latina están como siempre en el limbo) – cierran filas alrededor de ese símbolo llamado Navalny.

 

 

Navalny no solo es un símbolo moral, aunque también lo es. Estamos en este caso frente a un ejemplo que comprueba la afirmación de Kant relativa a la no separación entre política y moral. Kant, es cierto, vio siempre a los moralistas, vale decir, a los que intentan subordinar la acción política a reglas morales, como un peligro para la política. Pero a la vez estimaba que la moral no podía abandonar a la política, hecho que solo se notaba, lo dijo sutilmente, cuando la moral y la política eran separadas. Este es precisamente el caso de Putin. Pese a todos sus acercamientos a la ultraconservadora iglesia ortodoxa de su país, no puede quitarse de encima el estigma de ser uno de los gobernantes más inmorales del mundo. Un asesino, dicho en las poco diplomáticas palabras de Biden. Un asesino corrupto, además.

 

 

Quizás fue el instinto político de Navalny el que lo llevó a fundar un partido orientado a la lucha en contra de la corrupción. Como buen autócrata, Putin paga muy bien a sus esbirros. El problema es que lo hace a costa del erario nacional. El enjambre de mafias que rodea a su administración es grande y complejo.

 

 

Navalny descubrió que la corrupción y, en consecuencia, su denuncia, apunta hacia uno de lo talones de Aquiles del régimen. Pero también hacia un segundo talón de Aquiles y ese es, sin duda, el que más causa irritación a Putin. Ese talón es la lucha electoral.

 

 

El poder de Putin, como el de todo autócrata, no solo reposa sobre las armas. La suya es una autocracia política. Por lo tanto requiere no solo de la obediencia sino también de la aceptación política de la gran mayoría ciudadana de su país. En otras palabras, para convertirse en un líder de significación internacional, Putin necesita tener resuelto el frente político interno. De más está decir que Navalny y su partido amenazan a este último bastión.

 

 

Si pudiera, Putin mandaría a matar inmediatamente a Navalny. En cualquier caso, antes de las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en septiembre del 2021. Pero el asesinato a Navalny no aumentaría su caudal electoral y, mucho menos, su áurea política externa. Por el momento Putin ha optado por una imposible vía intermedia, la de mantener a Navalny vivo y muerto a la vez, o dicho brutalmente: en condición agonizante. No obstante, esa vía tampoco parece dar resultados inmediatos. El partido de Putin, Rusia Unida, baja rápidamente en las encuestas y la táctica de Navalny, la del “voto inteligente”, la de apoyar a cualquier candidato que no sea putinista, puede dar resultados muy desfavorables para el presidente ruso.

 

 

Así se prueba una vez más que cuando la ciudadanía democrática elige consecuentemente la vía electoral, las autocracias tiemblan. Navalny no es ni será candidato. Pero vivo o muerto será el símbolo que unirá a todos los candidatos de la oposición rusa.

 

 

Con toda seguridad los políticos democráticos de Occidente no se hacen demasiadas esperanzas. Saben que un personaje como Putin está dispuesto a renunciar a todo, menos al poder. Pero el intento por reducir o limitar su poder no deja de ser importante. Para cualquier presidente, un hecho no muy grave. Sin embargo, para uno como Putin, cuya aspiración es comandar a un imperio mundial, es un hecho gravísimo.

 

 

 

 
Fernando Mires

Más allá de la fe

Posted on: marzo 27th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Puede ser que Catedrales no sea la mejor novela de las ya tantas escritas por Claudia Piñeiro. Pero es la más inquietante. En cierto modo, la más dolorosa. Su trama rodea, como en todo thriller, una muerte, un asesinato. Uno que no fue directamente un asesinato pues falta el elemento constitutivo a cada asesinato: la intención de matar. Y sin embargo Ana, niña de 17 años, fue víctima de quienes la impulsaron a la muerte y la descuartizaron y quemaron después de muerta. Un asesinato post-mortem, si se quiere. Una muerte que no fue el producto de una acción directa, sino de un complejo de interacciones que terminaron matándola y, objetivamente, asesinándola.

 

 

Ana fue víctima de una cultura, de tradiciones mal entendidas, de una creencia mal llevada y de una maldad escondida bajo los preceptos de una religión altamente ritualizada, codificada y des-espiritualizada, como ha llegado a ser en muchos lugares el cristianismo, en todas sus versiones confesionales ¿Pero no es un thriller? Sí, claro que lo es, pero es un thriller como son la mayoría de los escritos por la ya eximia Claudia Piñeiro. No es, para que se entienda, un thriller clásico a lo Arthur Conan Doyle ni a lo Agatha Christie, cuyos intrincados puzzles avivan el suspenso que llevará al descubrimiento final del asesino.

 

 

Claudia Piñeiro pertenece a la generación de escritores de “novelas negras” como Jo Nesbo, Camilla Berger o Leonardo Padura, y tantos otros, todos diferentes entre sí, pero unidos por un vínculo común: el de poner la lógica del thriller al servicio de una intención que va más allá del thriller. Intención que puede ser diversa, dependiendo de cada autor.

 

 

Para unos el objetivo del thriller es la crítica social, para otros es la crítica cultural, pero en casi todos prima la intención de develar las complejidades de una naturaleza humana cuya marca de fábrica, la inteligencia, puede ser puesta al servicio, tanto de los fines más nobles como de los más abyectos. Inteligencia que puede ser creativa pero también destructiva. Atributo que nos dota con la dudosa virtud de saber engañar no solo al otro sino a nosotros, como advirtiera el Sócrates de Platón.

 

 

La novela Catedrales es un claro ejemplo: dos personas devotas se sirven de la religión para sublimar impulsos criminales, convencidos en sí mismos de que lo hacen solo para cumplir con la voluntad de Dios. Nada menos.

 

 

Podríamos diferenciar en efecto a tres tipos de asesinos. Los materialistas, los pasionales y los sublimes. Los primeros no matan ni por odio ni amor, solo por lucro. Los segundos matan por odio o por amor. Los terceros matan “en nombre de”. Ese “en nombre de” puede variar: la patria, la nación, el honor, la “sociedad superior” y, por supuesto, Dios. Pobrecito Dios: nadie sabe cuántos crímenes han sido cometidos en tu nombre.

 

 

Es una buena novela, Catedrales. Pero no de las que fijan a uno en la trama y es imposible dejar de leer hasta el final, sino de esas otras que, por asociaciones, hacen vincular personajes ficticios con personas de la vida real. ¿Quién no ha conocido a los que viven su religión como un compendio de rituales petrificados, sin conexión con su sentido originario? ¿O a los que recitan de memoria los catecismos, repitiendo padrenuestros y avemarías como si fueran papagayos? A esa especie pertenecía el matrimonio formado por los aparentemente piadosos Carmen y Julián.

 

 

Y bien, contra ese cristianismo formalizado se rebelan las dos hermanas de Carmen Sardá, Ana y Lía: la una con la sexualidad juvenil de su cuerpo, la otra con una precoz decisión intelectual: adherir al más radical ateísmo. Piñeiro a su vez parece también tomar partido por el ateísmo de Lía, nacido del horror que le inspira su cristianísima hermana. Al darme cuenta de eso dejé por un momento el libro a un lado y decidí pensar por mi cuenta:

 

 

¿No es el ateísmo una religiosidad invertida? Los ateos, por lo menos los que he conocido, no se contentan con negar la existencia de Dios. Además suelen hacer ostentación de la fe en su no existencia. En muchos casos son tan devotos y militantes como los seguidores de una religión. E igual, viven fijados al dogma, pero con un categórico «no». Sucede lo mismo con respecto a los enemigos de determinadas ideologías. ¿No son acaso los anticomunistas la moneda invertida de los comunistas?

 

 

El anticomunista vive fijado a los comunistas. Así se explica por qué la historia del siglo XX está plagada de horrendos crímenes masivos cometidos por ambos: comunistas y anticomunistas. Lo mismo sucede muchas veces con la relación que se da entre los fanáticos religiosos y los fanáticos ateos. Y lo mismo sucedía con las hermanas Sardá, Carmen y Lía, independientemente a las muestras de simpatía que parece sentir Claudia Piñeiro por la segunda.

 

 

Los dos ateos de la novela, Lía y Mateo, hijo del matrimonio hipercatólico de Carmen y Julian, siguen un ateísmo también formalizado. Sus fundamentos son autores como Dawkins y Freud. Para ellos la religión es signo de una neurosis colectiva, un atentado a la inteligencia y a la razón. Y efectivamente, en muchos casos lo es.

 

 

Las religiones, así como los sistemas de ideas, suelen convertirse en prácticas doctrinarias altamente ritualizadas, sin conexión con la vida externa a ellas. Sin relación con la vida, logran imponerse en su seno, principios tanáticos. Sucedió ayer en los conventos religiosos del medioevo, sucede hoy en las mezquitas de los islamistas fanáticos, algunas convertidas en nidos de conspiración para realizar atentados a la vida en nombre de esa figura cruel a la que ellos llaman «su dios». Llegado el momento de elegir entre el rito y la fe, eligen el rito. Mas todavía: para ellos el rito es la fe. Como dijo Joseph Ratzinger: “hay patologías de la política pero también hay patologías de la religión”. La vivida por Carmen era una religión patológica, sin espíritu ni fe.

 

 

Estaba por creer, desilusionado, que Catedrales encerraba una apología al ateísmo. Afortunadamente Claudia Piñeiro hizo intervenir a tiempo, y con mucha intensidad, a otro personaje: Alfredo Sardá, padre de las tres hermanas. Ese personaje, lejos de ser anti-religioso, vive su catolicismo de un modo flexible, sin someterse a cada prescripción. Como él mismo confiesa a su nieto “El bien y el mal son criterios relativos y la religión no te da permiso para pensar por tu propio criterio, dónde está lo uno y lo otro”. En otras palabras, sigue a su religión pero no al precio de perder la fe.

 

 

Sí, sostengo que así como hay religiones sin fe, hay fe sin religión. En muchos casos – le sucedió al mismo Jesús – algunos se ven obligados a elegir entre la religión y la fe. Jesús – el ejemplo es en estos días muy oportuno- sin negar los preceptos ritualizados de los fariseos, puso a la fe (o el amor) por sobre la Ley. Pero para poner a la fe por sobre la Ley  – eso es lo que no han advertido muchos teólogos– es necesaria la Ley. Jesús, en ese punto, nunca rompió con los fariseos. Nuca se pronunció en contra de la Ley, solo fue más allá de la Ley. En cierto modo, hijo de madre y padre fariseos, llevó la palabra farisea más allá de los libros, hacia ese lugar donde habita el amor y la fe. Fue ese el mismo camino que siguió Alfredo: sin negar a su religión, avanzó más allá de ella, en busca de la verdad de la muerte de su hija. Una verdad que estaba incluso más allá de la fe.

 

 

¿Hay acaso diferencias entre la fe y la verdad? Sí, las hay, y en cierto modo, tal vez sin proponérselo, Claudia Piñeiro lo demuestra. La diferencia es la siguiente: la fe es la creencia en la verdad. La verdad es la búsqueda de la verdad. Una verdad que nadie podrá encontrar porque esa verdad es su búsqueda. En la novela los personajes religiosos tenían su verdad y por lo mismo no la buscaban. Con los personajes ateos, sucedía lo mismo: su verdad, la inexistencia de Dios, ya la tenían, y tampoco la buscaban.

 

 

No sé si esa sería una deducción de Claudia Piñeiro. Pero es la mía: Para buscar la verdad, llámese Dios, o los motivos que llevan a la muerte de una niña, hay que ir más allá de la religión que proclama su verdad, más allá aún de la fe que la da por dada, e iniciar el camino de su casi siempre infructuosa búsqueda. Pero a la vez, la búsqueda solo puede ser posible gracias a la duda en la verdad. La fe es condición de la búsqueda de la verdad y la duda conduce a buscarla.

 

 

Quien no duda no busca. Solo la duda lleva a la búsqueda. Y solo la búsqueda lleva, si no a la verdad, a no vivir en la mentira. Seamos religiosos o no.

 

 

Fernando Mires