El orden social de la libertad

Posted on: septiembre 23rd, 2019 by Periodista dista No Comments

 

 

Soñar no cuesta nada. Pero tenemos el deber moral de visualizar las condiciones en las que podemos garantizar un país mejor. Si, mejor que el fraude populista, la ruina socialista, el autoritarismo comunista y la irresponsabilidad con la que se ha entregado Venezuela a una subasta a favor de un ecosistema criminal que se está jugando a los dados porciones de territorio y de los recursos del país. Si, mucho mejor que esta inestabilidad constante, esta negación perenne de un futuro que no se puede conjugar, porque sin reglas claras, derechos de propiedad vigentes y seguridad ciudadana garantizada todo se traduce en llanto y crujir de dientes. Si, mucho mejor que la factura propositiva de la clase política venezolana, cuyo pedigrí socialista no les permite sino pensar en términos de gobierno extenso, mucho poder en manos de los burócratas y toda la capacidad de maniobra para resguardar al gobierno a pesar de que por esa razón se atropelle al ciudadano. Si, mucho mejor que el lodazal de la complicidad, la corrupción, los malos manejos y el tener que tolerar sin rechistar el enriquecimiento inexplicable de los que deberían ser funcionarios y servidores públicos probos y modestos. Si, mucho mejor que la ruina de las universidades, la desbandada de profesionales, la descapitalización del talento, y el deterioro del salario.

 

 

Pero para tener un país mejor tenemos que intentar rupturas radicales con lo que hasta ahora hemos sido, pero también como hasta ahora hemos concebido el país. John Rawls diría que tendríamos que comenzar a ser racionales y razonables. Se es racional cuando se conciben y se persiguen los bienes particulares sin que medie coerción alguna ni patrón impuesto por otra fuerza o capacidad que la propia. El hombre racional aspira a ser libre y entiende que su libertad no es otra cosa que el intentar realizar el propio proyecto de vida, siempre y cuando ello no signifique desmejorar o afectar a nadie. Se es razonable cuando se tiene un sentido del deber y de la justicia, cuando se ejerce la ciudadanía, se practica la compasión como valor personal y se exige al mandatario que se concentre en la tarea de garantizar a todos el bien común, entendido como (1) el disfrute de las libertades básicas a la vida y a la propiedad, (2) la libertad de trabajo y de movimiento, porque nadie debería verse en condición de esclavitud o confinamiento, (3) el relevo y la alternancia democrática que permitan a todos los que se lo propongan el ejercer cargos de responsabilidad, (4) la garantía social de que cualquiera pueda generar ingresos y riquezas y, (5) una vivencia social que garantice las bases de la dignidad de la persona y el autorrespeto.

 

 

Los buenos proyectos aseguran la libertad. Los malos proyectos arman ingenierías sociales insostenibles, con estados extensos y entrometidos, que al final son tan costosos que terminan allanando las posibilidades de los ciudadanos. Por eso mismo, luego de haber sido esclavizados por el socialismo del siglo XXI, deberíamos pensar en el qué hacer cuando esto pase. Incluso, deberíamos tener a la mano argumentos muy convincentes para exigir una ruptura radical con este estado de cosas. Los que prometen encargarse del país sin romper con el socialismo del siglo XXI nos están ofreciendo cambiarnos unas cadenas oxidadas por otras relucientes. No hay forma alguna de administrar el socialismo en beneficio de los ciudadanos. Los que digan que si pueden que digan cómo con el mismo diseño destruccionista pueden estabilizar la economía, resolver el colapso de los servicios y generar confianza estable para que vengan nuevas inversiones. O cómo pueden recuperar al país del clima de inseguridad, violencia e impunidad que suma cientos de miles de muertos y millones de desplazados. Que traten de convencernos de cómo van a lidiar con una nómina de más de tres millones de empleados públicos y un desempleo en el sector privado que es inconmensurable. O cómo van a convencernos de que un nuevo bolívar puede ser más eficaz que una dolarización que reconozca el derecho de los venezolanos a no dejarse robar el producto de su trabajo y sus esfuerzos para ahorrar algo. Nada de lo que hasta ahora se ha intentado sirve. Hay que desecharlo.

 

 

Recuerden siempre que los buenos gobiernos trabajan con tres prioridades que no son ni siquiera conmutables: Trabajan primero que nada para garantizar la vigencia de la libertad. En segundo lugar, se proponen generar un marco de condiciones que permitan la igualdad de oportunidades, y eso solamente es posible mediante estado de derecho, reglas del juego claras, y la evitación de relaciones clientelares y el establecimiento de privilegios. Reglas claras, pocas reglas, y la preeminencia de la lógica del servicio público por encima de cualquier pretensión de poder. En tercer lugar, para generar nuevas oportunidades a los que tienen menos capacidad de origen para hacerlo por su propia cuenta. Es lo que John Rawls llama el “principio de la diferencia”, que se debe practicar sin afectar ni la libertad ni las reglas del juego institucionales. A ningún gobierno le debería estar permitido juguetear con el populismo, practicar la demagogia, y ofrecer lo que no puede pagar sin violentar el derecho de los demás.

 

 

Estas consideraciones deberían conducirnos a ciertas exigencias concretas. La primera de ellas, un gobierno limitado a lo básico. La segunda, una economía libre de la manipulación monetaria populista, preferiblemente dolarizada. La tercera, un país sin empresas públicas y sin caer en la demagogia barata de que hay unas que son estratégicas y que deben por lo tanto estar en manos del estado. La cuarta, “despatrimonializar” al estado venezolano y dejar de verlo como el dueño exclusivo de los recursos del país. No solamente porque eso aplasta al ciudadano, sino porque esa es la causa raíz de la corrupción y el autoritarismo en el ejercicio del gobierno. La quinta, un país desregulado, derogando toda la legislación del socialismo del siglo XXI. La sexta, un país sin censura, sin adjetivos a la libertad de expresión, sin entidades y agencias reguladoras, y con un gobierno sin la posibilidad de cerrar emisoras, canales de TV o bloquear redes sociales.

 

 

La séptima, una economía de libre mercado con respeto por los derechos de propiedad. Sin proteccionismos inexplicables ni ventajas a empresas nacionales. Ni subsidios ruinosos, ni tarifas o precios controlados. Competencia plena a favor del ciudadano consumidor. La octava, un mercado laboral desregulado, que priorice y favorezca las nuevas inversiones, revitalice el ánimo emprendedor y la generación de nuevos empleos bien remunerados. La novena, nuevas reglas del juego democráticas que respeten la autonomía de los poderes públicos, seleccionen a sus integrantes por probidad y credenciales y no por cupos partidistas, y en donde nunca más haya reelección para los cargos ejecutivos. Descentralicemos el gobierno, apostemos a las instituciones y deroguemos los caudillismos.

 

 

La décima, un mercado político abierto a todas las opciones democráticas, pero restringido para el socialismo autoritario, violador de derechos, saqueador del país y socio principal del ecosistema criminal. Undécimo, un gobierno que practica la subsidiariedad pero que renuncia a ser hegemónico en ningún sector o territorio. Se debe innovar en soluciones eficaces para que todos los ciudadanos acceso a servicios públicos de calidad, tomando en cuenta que solamente las sociedades que producen riqueza y bienestar son capaces de atender bien los requerimientos de sus ciudadanos. Duodécimo, un país que es compasivo con los miembros de la sociedad menos favorecidos, pero cuyo propósito no es hacer demagogia con la pobreza de sus ciudadanos sino producir condiciones para que ejerzan su derecho a ser libres, construir sus proyectos de vida y ser beneficiarios de un país de oportunidades.

 

 

Por eso, cuando se habla del cese de la usurpación, primer paso lógico e inconmutable, se tiene que referir a una ruptura histórica con las bases concretas del socialismo, el caudillismo, el populismo y el patrimonialismo. Un gobierno de transición tiene que enfocarse en medidas de corto plazo para restaurar las libertades perdidas, restituir la justicia, recomponer transitoriamente los poderes públicos, y concentrarse en posibilitar elecciones libres y competitivas. Solamente cuando tengamos un gobierno democrático y legítimo podremos refundar el país y conducirlo por la ruta de la libertad y la prosperidad.

 

 

En el transcurso hay que cuidarse de las viudas del estatismo, y de los nostálgicos del populismo socialista. No hay atajos al replanteamiento radical de nuestras reglas del juego. No solamente porque vamos a recibir un país saqueado, sino porque no merecemos volver a comenzar una etapa de lo mismo que nos ha conducido hasta aquí. El desafío es no volver a endosar a nadie la garantía de nuestras libertades. Nadie es lo suficientemente confiable. Nadie merece tener tanto poder como para hacer con la sociedad lo que se le antoje. Tampoco una mayoría que siempre va a ser circunstancial. Por eso los consensos y los mandatos tienen que ser claros: gobierno limitado y gobernantes por tiempo limitado.  Poder limitado, rendición de cuentas ante poderes públicos independientes, y responsabilidad ante tribunales competentes y probos. Porque el poder es una tentación peligrosa y muy fácil de corromper.

 

 

Lamentablemente estamos lejos del cese de la usurpación. Los mandatarios que elegimos para la tarea (el inefable G4 y su carnal el Frente Amplio) nunca asumieron como propio el proyecto de superar el socialismo. Lo de ellos siempre fue intentar, mediante diálogos, negociación y negociados, intentar una connivencia más amable para todos ellos. No tuvieron el coraje de intentar la ruptura, sino que pretendieron un mero e irrelevante relevo en las posiciones. Se nota con doloroso esplendor en la gestión de CITGO, Monómeros Colombo-Venezolanos, Alunasa, la ansiosa trama alrededor del pago de los bonos, la precoz intentona de refinanciación de la deuda y los malos manejos de los fondos (muchos o pocos) para la ayuda humanitaria. El poder corrompe, por eso lo mejor es conferir poco poder al mandatario y exigirle rendición de cuentas, cosa que inexplicablemente rehúyen nuestros líderes políticos. Esa es, precisamente, la premisa de los totalitarios que dicen ser los heraldos de la libertad, pero que en realidad la extinguen; dicen respetar la propiedad, pero lo que verdaderamente hacen es expoliarnos a todos. Porque su proyecto no es otro que su propio poder ilimitado, a veces disfrazado de “justicia social” que no es tal cosa, que no existe en realidad, porque sin libertad todo lo demás es imposible.

 

 

Pero advierto, el proyecto y el desafío de la libertad no se agota ni se extingue con el fracaso real o aparente de Guaidó. Si fracasa, fracasan él y la plataforma que lo hizo venirse abajo, pero de ninguna manera el país. Los ciudadanos seguiremos intentándolo, tal vez con más heridas y muchas cicatrices, pero con más claridad de propósitos. Si fracasan ellos vendrán otros por la revancha.  Así que adelante porque como lo dijo maravillosamente Jorge Luis Borges “Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos”.

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

 

Tiempos perdidos

Posted on: septiembre 16th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Santo Tomás de Aquino solía decir que “solo es bueno en absoluto el que tiene buena voluntad”, o sea, el que está dispuesto a la acción y pretende hacer el bien. Pero no es suficiente. La sola bondad no garantiza que las decisiones que se tomen sean las adecuadas. Es más, la bondad irreflexiva no sirve en la política. Ya lo decía Maquiavelo: “la bondad no basta”, entre otras cosas porque ética y política son dos planos en constante tensión que no siempre se resuelven a favor de buenas soluciones. Y mientras el primero es el refugio del “deber ser pero que nunca es”, el segundo, la política, se fundamenta en la capacidad para apreciar certeramente la realidad, el cálculo experto de la próxima acción, que debe estar integrada a una estrategia y a la instrumentalidad de medios y fines. La política no es el espacio de los “pajaritos preñados”, pero tampoco es buena para los que se dan por vencidos antes de intentarlo.

 

 

Escribo este artículo cuando simultáneamente el gobierno del presidente Juan Guaidó anuncia formalmente que se agotó el mecanismo de Barbados. ¿No les parece algo tarde?  En el transcurso fueron muchas las voces que advirtieron sobre la tragedia de intentar nuevamente un curso de acción “políticamente correcto”, supuestamente decente y, por supuesto, expresión sublime de la mejor buena voluntad y de una ingenuidad que no tiene parangón desde el caso convertido en fábula, la rana aguijoneada por el alacrán. Jugar a la corrección política con un ecosistema criminal es no haber entendido nada. Nunca leyeron a Maquiavelo ni se interesaron por Sun Tzu. Poca filosofía y excesivo voluntarismo. Pura iniciativa sublime, sicodélica, alucinante y fatalmente errática. Y la verdad sea dicha, un intento de ensamble entre los que piensan y creen las mismas cosas, un intento de aggiornamento entre izquierdosos, un concilio de todos los que se reconocen en ese socialismo silvestre que medra en el sitio donde debería privar la conciencia, y que niega la fatalidad de una ideología que tiene como objeto la servidumbre de los demás.

 

 

 

Pero no fue solamente ingenuidad. A esas advertencias tempranas sobre lo indebido e inútil de una nueva charada de negociación se opusieron de inmediato los intereses del statu quo, que por alguna razón prefieren que nada cambie mientras hacen el aguaje de un proceso que está condenado a hacernos perder el tiempo y las oportunidades. Milton Friedman escribió en 1984 un libro que debería estar en la cabecera de todo político. Lo llamó La Tiranía del Statu Quo, y en él advertía que todo gobernante tiene un período inicial de gran respaldo, que ese tiempo no dura más de nueve meses, y que si no lo aprovecha queda rehén del triángulo de hierro formado por la burocracia que se resiste a los cambios, los grupos de interés (el dinero sucio, los proteccionistas, los contratistas y parte de los partidos que medran en esta situación, entre otros) que buscan defender sus privilegios, y los esquemas clientelares que no quieren desbancar el populismo. Este triangulo de hierro opera como una gigantesca piedra de molino, y explica casi totalmente las supuestas contradicciones que se aprecian tanto en el G4 (grupo de partidos que son el soporte político del presidente Juan Guaidó) como en el Frente Amplio (expresiones de la “sociedad civil” subordinadas al G4 para darle plataforma social a su acción política).

 

 

Porque esa es una de las consecuencias trágicas, la creciente distancia que hay entre su forma de tratar los problemas del país y lo que el país espera realmente de ellos. Hay entre unos y otros una brecha insondable entre dos formas irreconciliables de manejar el tiempo. En ellos una irresponsable pérdida del tiempo en el laberinto de la futilidad y la candidez con la que asumen sus responsabilidades. Y por la otra un ansioso sentido de urgencia frente a condiciones y plazos que no esperan por nadie: la muerte, la enfermedad, el hambre, el empobrecimiento, el éxodo, la soledad, la desolación y el desencanto. Ellos en una especie de procesión sin sentido, en una calistenia que no los conduce a ningún lado mientras el resto del país desespera, se cansa y muere a todo indicio de esperanza. Ellos en Barbados y los ciudadanos en poblaciones sin luz, sin seguridad, sin economía y sin poder avizorar el futuro.

 

 

Porque mientras ellos atendían a los fastos de los diálogos noruegos el país terminaba de hundirse en un abismo económico, político y social. Y el frágil intento de la presidencia interina, trastabillaba nuevamente entre los fiascos, la duda y la inamovilidad. Entre esas grietas los mismos de siempre, los enemigos pertinaces de la libertad susurraron en las orejas apropiadas la posibilidad de una victoria electoral, incluso sin cese de la usurpación. Voces aflautadas no dejaron de argumentar cuan fácil podía ser enterrar la daga electoral en un régimen supuestamente debilitado hasta el punto de querer ceder el poder, eso sí, con orden y concierto, con la debida pompa y circunstancia, sin cederlo todo, en fraterna connivencia, calcando modelos de procesos gatopardianos, bendecidos por los que creen que el mal no existe, y que el bien tampoco, porque todos somos una cosa y la otra, y por lo tanto podríamos alternarnos el poder y también la dirección y beneficios principales del saqueo a los recursos del país. Esos, los de las tres tentaciones en el desierto de la imprudencia más pertinaz, siempre han usado como cortafuegos la trampa de la paz. Todo lo que no sea perder el tiempo en negociaciones espurias es una amenaza a la paz que todos queremos. Son los ideólogos de la falta de coraje y de la ausencia total de imaginación política, que por esa misma razón, lucen su prestigio hecho jirones, porque sin dignidad ni paz posible pasean sus impudores en los espacios públicos y las nuevas ágoras que son las redes sociales.

 

 

 

Nada es más tentador que unas elecciones para los políticos venezolanos. “Candidato no es gente” solía decir un viejo amigo. Es la oportunidad de la siega, la vendimia de nuevos recursos que terminan engordando cuentas bancarias privadas, y permiten la renovación de ciertos activos personales. Odebrecht, que lo sabía cabalmente, sabía que para cada ocasión le tocaba repartir proporcionalmente a las probabilidades de triunfo, que siempre son subjetivas. Las encuestadores, asesores y analistas las sienten como el amanecer con maná, leche y miel. Algunos luego de años de trácalas electorales viven muy bien, compraron chalés en España y desde allá lanzan sus predicciones e insisten en sus recomendaciones. Una tentación que la conoce perfectamente el régimen, y que usa a destajo. El régimen, ese ecosistema criminal, sabe de qué pata cojean sus fraternos interlocutores y juegan duro. Saben que “toda guerra está basada en el engaño” como lo advierte Sun Tzu, por eso “ofrecen al enemigo un cebo para atraerlo” y luego sin ningún problema les parten el espinazo y los dejan lisiados, arrastrándose por allí para que sirvan de lección a los que vienen después.  Si por lo menos los nuestros hubieran leído el Arte de la Guerra y no se hubiesen concentrado tanto en su plan de país, que luce ahora tan lejano como la estrella que ni siquiera vemos.

 

 

 

Ahora, agotado el tiempo, casi al cierre del 2019, con carismas desechos y deslegitimados por la secuencia de fiascos que nadie quiere asumir con responsabilidad y sobre los que nadie quiere rendir cuentas, pretenden seguir como si nada. Pero si han ocurrido cosas, entre otras, un fatídico y monumental derroche de oportunidades y tiempo, una trágica ausencia de firmeza, un vacío estratégico, una práctica insólita de la duda sistemática, un bamboleo entre esto y aquello que los hace ver como poco confiables, un circo de pescuezos irredentos, incapaces de una coreografía cónsona con las ganas que todos tenemos de liberarnos de esta pesadilla. El tiempo perdido es irrecuperable.

 

 

Volvamos al cálido refugio de la filosofía. Porque estamos viviendo la convulsión de la imprudencia, la carencia de discernimiento, la falta de reflexión y como intento fatal de compensación, un exceso de voluntarismo, como si estuviéramos en manos de una pandilla de adolescentes, inflamados de hormonas y empeñados a realizar sus ganas. Pero ya lo dijimos antes, “deseos no empreñan”.

 

 

José Luis López Aranguren arguye al respecto que no se trata de proyectar por proyectar. Que, en esos casos, al igual que con los sueños, el hombre se mueve sin resistencia alguna, pasando por alto que cada deseo es a la vez una cláusula condicional que se gira contra la realidad hasta hacerla irreconocible. El creer, por ejemplo, que un régimen titular de un ecosistema criminal tiene interés en sentarse a conversar para dejar amigablemente el poder, no es otra cosa que un sueño infantil, pero en ningún caso parte de la realidad. El desechar la fuerza y el auxilio exterior para resolver un secuestro, porque llegado el momento todo se va a resolver por las buenas, es un delirio sicodélico, pero en ningún caso una opción factible. Lo mismo pasa por creer que los asociados consuetudinarios con el dinero sucio quieren acabar con el negocio para darle paso a la república, o que se puede hablar de elecciones sin haber extirpado el tumor de ventajismos y trampas que tiene el tamaño de la burocracia, los intereses creados y la servidumbre populista. ¿Y si mejor no encaramos la realidad tal y como es?

 

 

Continuemos con el argumento del filósofo español. “El verdadero proyecto, el posible, se hace con vistas a la realidad y tiene, por tanto, que plegarse a ella, atenerse a ella, apoyarse en las cosas, contar con ellas, recurrir a ellas. Pues bien: este plegamiento a la realidad, este uso concreto y primario de la inteligencia, que, frente a la rigidez propensa a la repetición habitudinal, posee flexibilidad para adaptarse a las nuevas situaciones, es precisamente la prudencia”. A este concepto quería llegar por esta vía. No es suficiente la buena voluntad. Y por lo tanto en nada justifica el discurso del esfuerzo inconsumado, la épica del pellejo dejado en la lucha, la pureza de las intenciones, o el querer evitar daños mayores. Repito, ni dignidad, ni éxito, ni paz se obtiene por la vía de la imprudencia, sino el llanto y crujir de dientes en las afueras del festín, tal y como señala el evangelio al hablar de las vírgenes necias.

 

 

El tiempo perdido es irrecuperable. Alguien tiene que rendir cuentas sobre ese tiempo derrochado, el error sistemático de un curso de acción que se advirtió como inconveniente, la persecución obsesiva a todos los que se opusieron, el montaje de una maquinaria para aplastar la disidencia y la prepotencia abusiva y pertinaz de ese statu quo en el transcurso. Alguien tiene que asumir la responsabilidad por las consecuencias nefastas de este proceder, y permitir el viraje. El país no es de nadie, es de todos los ciudadanos que no han derogado ni entregado su derecho a decidir, y que tiene memoria, el último recurso de la justicia.

 

 

Víctor Maldonado

@vjmc

 

 

 

 

 

 

El socialismo que acecha

Posted on: septiembre 2nd, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Debemos a Kant una sentencia terrible: “Con madera tan torcida como de la que está hecho el hombre no se puede construir nada completamente recto”. La historia del hombre es, por lo tanto, la secuencia de caídas y esfuerzos monumentales para volverse a levantar. Nadie quiere decir con esto que no se reconozcan los aportes maravillosos del progreso tecnológico y las inmensas oportunidades que se han hecho disponibles gracias al capitalismo, o si se quiere, la economía de mercado. Entre otras, la idea de libertad y el derecho de propiedad, la exigencia del poder hacer y también el reclamo de que nos dejen hacer con lo que seamos capaces de producir; en boca de Norberto Bobbio, libertad de obrar y libertad de querer. O como lo plantearía Ayn Rand, el compromiso ético de no ser el siervo de nadie ni de exigir la servidumbre de nadie. Cada ser humano con el potencial para ser su propio protagonista y de escribir su propio guión.

 

 

 

Pero en las cercanías siempre ha estado la tentación. La envidia por las realizaciones de los otros, la reelaboración ideológica de la riqueza como un robo, la insólita idea de que los ricos producen pobres, y el uso mediocre de las estadísticas y los promedios para determinar la desigualdad, como si alguna vez en nuestra historia fuimos más iguales que ahora. Con esto perdemos de vista que solo el hombre es capaz de inventar, innovar, crear, producir y pensar que siempre lo puede hacer mejor, siempre y cuando eso que haga, el esfuerzo que invierta le suponga alguna utilidad o ganancia. Cuando la envidia consiguió juglares e ideólogos, rápidamente se propuso que no debía tolerarse, que era inmoral enriquecerse mientras otros no lo lograban. Se inventó la justicia social, mecanismo redistribuidor que pasó a ser una imposición política, y se dejó de lado la ética de la solidaridad, la caridad y la filantropía. Con el socialismo el buen samaritano pasó a ser un impuesto, se olvidó que el hombre progresa desde la construcción creciente y voluntaria de la virtud, la religión dejó de tener sentido orientador y el estado se propuso como el gran gendarme.

 

 

Hobbes lo planteó como una exigencia de vida o muerte. Peor es no tenerlo, porque el hombre, víctima de sus pasiones y ganas, entraba en guerra y provocaba la extinción de cualquier cosa parecida a la humanidad. De nuevo el fuste torcido, la generalización del mal, la confusión entre libertad y libertinaje, el uso de la fuerza y la ausencia de orden social. Y es que libertad y propiedad corresponden a un orden social donde se respeta la vida, se aprecia los resultados de los otros, se respeta lo ajeno y se tiene un gobierno limitado a eso, a garantizar que nadie prevalido por la fuerza usada ilegítimamente viniera a romper los equilibrios naturales.

 

 

Adam Smith fue en eso preclaro. A pesar de su optimismo, propio de la escuela de filosofía moral escocesa, también advertía en el ser humano esa tendencia a hacer daño, que por lo tanto había que regularlo; de eso se encargaba la sociedad que definía lo aceptable de lo inaceptable, y también la policía, que administraba la justicia como expresión de los sentimientos de venganza de los ciudadanos. ¿A quién se le ocurrió esa espantosa escalada de totalitarismo, capitalismo de estado y tutoría tiránica de los seres humanos? Llamemos al gran culpable como lo hizo Isaiah Berlin: “el pensamiento progresista” que surgió con el racionalismo del siglo XVII, siguió su fatal argumentación con el empirismo del siglo XVIII, se consolidó en el resentimiento con el marxismo del siglo XIX y, por supuesto, tomó el estado y la política mediante el leninismo del siglo XX. Todos ellos provistos de una inmensa prepotencia intelectual, estaban dispuestos a reorganizar racionalmente la sociedad, superar cualquier tipo de confusión o prejuicio, y llevar a la humanidad a una nueva época de luz, donde “el hombre nuevo” no padecería ningún tipo de necesidad porque ellos habían descubierto la forma de satisfacerlas. Y lo iban a hacer a la fuerza y mediante la revolución si eran necesarias.

 

 

Isaiah Berlin nos relata que eso era lo que soñaba el ilustrado Condorcet en su celda de la cárcel en 1794. Decía emocionado que por la vía de la razón iban a ser capaces de “crear el mundo libre, feliz, justo y armonioso que todos deseaban”. ¿Quiénes lo iban a crear y administrar? Obviamente ellos, los progresistas. ¿Cómo lo iban a lograr? Mediante la imposición autoritaria del socialismo que, de suyo implicaba tres cosas: planificación central de la economía, creciente capitalismo de estado, y restricciones progresivas de los derechos de propiedad. Con su natural corolario, la violencia de estado, porque por lo general a la gente no le gusta que la nariceen y mucho menos que le expolien sus activos. Pero ¿qué es eso en términos de costos si a cambio pasas a un nuevo estadio de humanidad donde todos viven felices, liberados de cualquier mezquindad?

 

 

Ya sabemos que todo socialismo real se descompone rápidamente en colapso, represión, violencia y ruina social. Lo que prometen es imposible de lograr porque el hombre es como es, no hay nada semejante al “hombre nuevo” y lo que produce es una escoria que es capaz de cualquier cosa, matar, corromperse o asociarse con cualquier otra expresión del mal, para lograr aferrarse cada vez más precariamente al poder.

 

 

A estas alturas cualquier ciudadano medianamente informado debería sospechar de todos aquellos que vienen con intentos de seducción política mediante un plan. Llámese como quiera, “plan de desarrollo económico y social del socialismo” o el “plan país”que también es socialista. Es la misma pretensión progresista de encargarse de las vidas y suerte de los ciudadanos desde el ejercicio tiránico del poder. Todos llegan diciendo más o menos lo mismo, que son ellos los que saben, que deberíamos agradecer tanto talento prestado al servicio público, que en las carpetas que tienen en los maletines están los cálculos, y que ellos, esa clase esclarecida, tienen el inventario de todos los problemas y también todas las soluciones. Recuerdo ahora la famosa canción de Rubén Blades para comentar que incluso tienen “lentes oscuros pa’ que no sepan qué está mirando, y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando”. Toda una canallada. Porque luego resulta que no pueden con tanta matriz de insumo-producto, ni quieren, ni tienen el tiempo necesario, ni es real tanto talento. Pura soberbia estructural, y parafraseando a Berlin, una insaciable ansia de poder.

 

 

Porque como lo plantea Hayek, la sociedad libre, que existe cuando los individuos tienen libertad y derechos, se organiza de manera espontánea, mediante las decisiones particulares y empresariales que adoptan los individuos sobre parcelas específicas que les preocupan, y que dominan. Los iluminados racionalistas vienen a decir que esas decisiones, que se dan por millones cada minuto, son más imperfectas que su especial talento para recomponer el mundo. Mises dirá al respecto que los que pretenden tamaña hazaña no hacen otra cosa que tantear en la oscuridad, y yo complementaría diciendo, que no hacen otra cosa que sumirnos a todos en la oscuridad y el oscurantismo.

 

 

Volvamos al pecado socialista por excelencia cual es la acumulación obsesiva del poder entendido como control crecientemente totalitario. Su fracaso es tan ominoso que no toleran el éxito privado, por pequeño que resulte. De allí las expropiaciones con el mezquino sentido de la destrucción. Millones de hectáreas que se dejan en barbecho, monopolios manufactureros completos que terminan siendo inservibles, bienes inmuebles que se expolian para transformarlos en monumentos a la desidia. Y la corrupción que deja la traza de obras inconclusas que se deben sumar al colapso de las que heredaron como infraestructura de servicios públicos. Mientras transcurre tanto destruccionismo por diseño, la libertad sufre, aplastada, acechada, comprometida por el hambre, la soledad, la enfermedad incurable, la ausencia de medicinas, el aislamiento porque ya no hay cobertura de telefonía, la ausencia de un servicio de energía eléctrica confiable, la falta de agua, o lo que quieran imaginar, porque el colapso se sufre a la medida de las necesidades insatisfechas de cada uno.

 

 

El socialismo es ese acto de soberbia y prepotencia que termina en crimen de lesa humanidad. Pero también es esas ansias enfermizas de poder que los transforma en tiranías totalitarias que cercenan la libertad y censuran cualquier resquicio de verdad. El fracaso los conduce a la mentira, la mentira los empuja al crimen, y a todos ellos los convierte en secuestradores de cualquier posibilidad de cambio político que pueda ser pactado. El socialismo nunca se va por las buenas.

 

 

Frente al socialismo hay solamente dos opciones: colaboración o ruptura. El problema reside en cuanta cultura socialista hay en la dirigencia política. Cuántos de ellos creen que los que pueden intentar el gran salto hacia la sociedad feliz y planificada son ellos. Cuántos asumen la justicia social, cuántos desprecian el mercado, cuántos no conciben el orden extenso como verdadera posibilidad, y cuántos se ven como usufructuarios del poder entendido como capacidad de disponer sobre la vida y bienes de los demás. La ruptura es mercado, libertad, gobierno limitado, pequeño pero eficaz, y un liderazgo de servicio público, poco estruendoso, incluso poco interesante.

 

 

Por eso el verdadero peligro es que la alianza que sostiene al gobierno interino del presidente Guaidó es socialista, estatista, populista y clientelar. El discurso de todos ellos, sean de AD, PJ, UNT, o VP es el mismo: tomar por asalto el poder para administrar el estado patrimonialista venezolano. Invertir los escaso recursos en tener empresas públicas, mantener la ficción de una empresa petrolera del estado, y reservarse los recursos del país y sus fuentes de riqueza para que sean “administrados” por esa legión de burócratas sin experiencia alguna que se pasean por el país con programas sectoriales bajo el brazo. Ese plan país, he dicho muchas veces, no es el plan del país, pero ellos insisten en imponerlo porque es el consenso de unos centenares de técnicos y cuenta con el aval de las universidades. Se han convertido en expertos de las puestas en escena y de los hechos cumplidos.

 

 

Porque los consensos del país parecen ser otros. No quieren un estado que los aplaste. No están dispuestos a pagar la reposición del saqueo de empresas públicas. No quieren seguir intentando lidiar con una moneda que es manoseada por el populismo y malversada por la demagogia. Están hartos de un estado dadivoso en la miseria, extorsionador a través de sus programas sociales, asqueroso en el uso de la historia, prepotente en la injerencia de su estado docente, y represor brutal de la libertad de hacer y de poder que comentamos al principio. Quieren libertad, seguridad ciudadana y posibilidades. ¿Van a seguir ofreciendo lo mismo? ¿Van a cambiar las cajas CLAP por las que tienen impresa la cara de Leopoldo? ¿Van a seguir trajinando con las necesidades de la gente sin darles una mínima oportunidad de ser libres? ¿Van a seguir con el festín de la corrupción?

 

 

Porque el estado patrimonialista no solamente es delincuente sino corrupto. Y el dinero sucio tiene agenda política, se ceba en el compadrazgo, cultiva las relaciones clientelares, financia políticos y partidos políticos y luego exige favores. Seguir dentro de los márgenes del socialismo garantiza que la corrupción sea la gran ganadora. Y el cinismo, ese que exhiben políticos de vieja y nueva data, que no tienen como explicar su tren de vida, pero retan a que les descubran el cómo. La corrupción y los ilícitos, como hemos visto, tiene sus canales (sus cloacas), sus capilaridades siniestras y clandestinas, y al final, dejan pocas pruebas diferentes a una gran suspicacia, y preguntas sin respuesta: ¿cómo vives así? ¿cómo vives donde vives? ¿si no recibes sueldo alguno, si tu partido no recauda entre sus militantes. ¿Si no hay transparencia en la rendición de cuentas? Porque ahora resulta que, apostando a la memoria corta del venezolano, todos son ricos de cuna, si no ellos, sus suegros, todos tienen “empresas” o negocios. Todo eso es obviamente una pantalla argumental que no termina de explicar nada. El “contratismo” podría explicar muchas de esas vidas inexplicablemente infatuadas. Eso también es socialismo esencial.

 

 

Al final uno no termina de saber si tanto izquierdismo vernáculo, dicho con tanta displicencia, solo demuestra la fatal ignorancia de nuestra clase política, así como la innegable responsabilidad de nuestras instituciones generadoras de cultura y educación en el esfuerzo perverso de replicar el pensamiento socialista, incluso en aquellos que estudiaron en las mejores universidades privadas. Me temo que es también el producto de falta de carácter, o de talante, como lo planteaba José Luis López Aranguren. Porque a estas alturas algo es innegable: el socialismo promete, pero no cumple. Es una mula ideológica, estéril, primitivo y devastador. Decir que se es de izquierda es apostar a montarse en esa mula, o terminar siendo una muy especial versión del minotauro mitológico, mitad mula, mitad progresista.

 

 

Quedemos al menos advertidos sobre lo que podría venir: la ratificación del fracaso que ya vivimos. El socialismo degradado que hemos descrito acecha y pretende desde ya que no hablemos mal de sus nuevas posibilidades. Porque ya empezaron, si no fuera así, ¿cómo podemos explicar la campaña que exige que no se hable mal de Guaidó? ¿cómo podemos explicar que no quieren debate real sobre el plan que ellos llaman plan país, sino que lo presentan como un hecho cumplido, aduciendo que están preparados porque tienen un plan? Precisamente, porque tienen ese plan no están preparados. En todo caso, los consensos básicos son otros, empeñados en la liberación y la exigencia de libertad (incluida la de expresión), así como también los venezolanos estamos en camino de construir nuevos tabúes políticos. El socialismo es uno de ellos.

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

Sistemas Perversos y Elecciones libres

Posted on: agosto 25th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

Venezuela vive de nuevo un episodio de lamentables tentaciones. Se habla ahora de la posibilidad de unas elecciones pactadas entre el régimen usurpador y los negociadores del presidente Guaidó. Una salida por el flanco imposible, lleno de cláusulas condicionales, muy alejado de la calibración estratégica que nos exige evaluar los principios y precedentes que caracterizan al socialismo del siglo XXI, recordar sus trampas, su indisposición a renunciar a la violencia y al ventajismo, sus instituciones espurias, el descontrol totalitario con el que ha sometido al país, el descalabro de toda instancia de gobierno, y la articulación de alianzas y coaliciones con cualquier tipo de empresa del mal que los beneficie, sin importar el daño implícito que por eso mismo ocasionen. Todo esto es comprobable, y sin embargo la tentación allana la razón de los demócratas y coloca al país en la imposibilidad de salir del abismo en el que se encuentra.

 

 

El régimen usurpador no es un gobierno tradicional. Es un sistema perverso cuyos insumos, resultados y funcionamiento tienen su propia racionalidad: el mantener el poder a cualquier costo para continuar el saqueo de los recursos del país. El proceso del cual se sirven no tiene cotas morales, no se ciñen por derechos humanos o garantías constitucionales, no les importa hacer trampa o practicar el engaño, no exhiben un centro de poder sino un equilibrio de intereses donde conviven roles latentes y prácticas manifiestas que son coordinadas por lo único que los mantiene unidos, precisamente el evitar ceder posiciones a cualquier costo. La táctica más sencilla es, por supuesto, ganar tiempo. El mismo tiempo que perdemos nosotros. No se puede entender nada si no se asume que este sistema perverso se mantiene porque realiza un conjunto de actividades complementarias e interdependientes para el logro de su propósito común. Y que esas actividades tienen una fuerte inercia que les impide un quiebre o ruptura, incluso les imposibilita un cambio de ruta o de agenda hacia la corrección de su propia esencia.

 

 

No hay nada que indique que el régimen pueda o quiera hacer unas elecciones libres. El mínimo sentido común así lo indica. Y por eso mismo el Estatuto que rige la transición a la democracia para restablecer la vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en su Artículo 2. definió un itinerario (ruta, camino, trayecto, recorrido) político de democratización y reinstitucionalización “que incluye las siguientes etapas: liberación del régimen autocrático que oprime a Venezuela, conformación de un Gobierno provisional de unidad nacional y celebración de elecciones libres”. En el mismo artículo se afirma que el Estatuto entiende por transición el itinerario de democratización y reinstitucionalización. Dicho de otra forma, la ruta no se puede invertir, no se puede conmutar, no se puede alterar sin dañar el mandato explicito que se le dio al presidente de la Asamblea Nacional: ¡Primero el cese de la usurpación! Lamentablemente el presidente Guaidó y sus asesores creen que eso es posible porque el orden carece de importancia. Picaron el anzuelo al creer que mediante elecciones pueden desmontar un sistema perverso, y no al revés.

 

 

Un sistema es perverso cuando se aleja radicalmente de su misión institucional. En este caso eso ocurrió cuando todos los poderes públicos renegaron la constitución y se fundieron en la revolución. Todos al unísono se llamaron socialistas, chavistas, antimperialistas y, por lo tanto, se divorciaron de la legalidad, se alejaron del ciudadano y se volvieron obsecuentemente sectarios y excluyentes. Tener como consigna que “todo era válido dentro de la revolución” fue un llamado de atención que dejamos pasar con la lenidad que caracteriza a los líderes del flanco democrático. A muchos de ellos, buena parte del llamado G4, en lugar de intentar un límite, ya vimos como el dinero sucio y las componendas los colocaron dentro del flanco del “todo vale”. Por eso hay conductas y agendas inexplicables, que solo son comprensibles cuando se cae en cuenta que ellos son parte incluida de esa revolución amoral y no el intento de ser su alternativa.

 

 

Ellos y buena parte del establishment son los tontos útiles, pero bien remunerados, que hacen que el sistema funcione con las máscaras apropiadas a cada una de las circunstancias. Por eso el régimen es integral y profundamente siniestro. Porque esas componendas tan bien logradas suman perversidad al método que funciona desde el abuso del poder, el compadrazgo cruzado, la presencia de una burocracia que transforma sus ineficiencias en formas de sometimiento y, el uso sistemático de la mentira, la hipocresía y el enmascaramiento eufemístico para devastar la confianza y la esperanza de los ciudadanos.

 

 

La tentación de cohonestar unas votaciones sin que antes ocurra el cese de la usurpación muestra a sus patrocinantes tal y como son, ingenuos y funestos.  Pero continuemos nosotros con el análisis desde el punto de vista de los sistemas sociales. ¿Por qué el cese de la usurpación es una condición indispensable? Porque primero hay que derrumbar un sistema social malévolo, cuyas expresiones institucionales son las siguientes:

 

 

1.           Una Asamblea Nacional Constituyente espuria que funciona como legislativo supraconstitucional y que no se reconoce ningún límite para su actuación. Por cierto, la misma ante la cual los gobernadores de Henry Ramos Allup y los alcaldes por mampuesto de otros partidos políticos, se juramentaron e inclinaron la cerviz. ¿Son posibles unas elecciones libres con la presencia y sobrevivencia de esta instancia?

 

 

2.           Un Tribunal Supremo de Justicia que usurpa el derecho y se coaliga con el resto de los poderes públicos para negar la ley y allanar la legitimidad de la Asamblea Nacional, ¿Con ellos al resguardo de la legalidad, se pueden hacer elecciones libres?

 

 

3.           Una Fiscalía General de la República que expresa y representa la justicia revolucionaria, administra la suerte de los presos políticos y de los que traicionan la revolución. ¿Son posibles unas elecciones libres con la rectoría de esta Fiscalía General de la República?

 

 

4.           Una Contraloría General de la República que inhabilita de oficio a los líderes políticos que les resulten incómodos. De nuevo pregunto, ¿Son posibles unas elecciones libres con la actuación y hechos cumplidos de este poder público?

 

 

5.           Una Defensoría del Pueblo que usa y abusa de ese término abstracto (pueblo) para dejar al ciudadano sin posibilidad alguna de defenderse de las mañas y excesos del poder revolucionario. ¿Son posibles unas elecciones libres con esta modalidad de repudio al ciudadano?

 

 

6.           Una Policía Nacional Bolivariana y unos cuerpos de seguridad especializados en la persecución y represión política, pero que no tiene ningún interés en resguardar las calles y restablecer la seguridad ciudadana, permitiendo los desafueros de los colectivos subordinados al sistema perverso, administradores de la falsa justicia revolucionaria y amedrentadores de oficio. ¿Con ellos “resguardando” garantías y derechos se pueden hacer elecciones libres?

 

 

7.           Una Fuerza Armada chavista, revolucionaria, socialista, cuyo alto mando mantiene una lealtad perruna, al punto de ir contra los suyos, desconocerles sus derechos y violar su dignidad. ¿Con ellos al frente del Plan República, pueden ocurrir elecciones libres?

 

 

8.           Unos gobernadores y alcaldes que también persiguen, funcionando como altavoces regionales de la represión institucionalizada por el sistema perverso, tergiversadores de la realidad y participes de la propaganda, la mentira y el saqueo. ¿De verdad alguien cree que ellos pueden ser parte de unas elecciones libres?

 

 

9.           La presencia de guerrillas, carteles, pranes y encomenderos de la delincuencia, con el control real de porciones del territorio, negadores de facto de la soberanía constitucional, activadores del miedo, ¿Estando ellos actuando con total impunidad, de verdad alguien puede concebir que tengamos elecciones libres?

 

 

10.         El protagonismo del dinero sucio, que tiene agenda política, que compra y transa liderazgos, que no quiere cambios radicales que le dañen el negocio, que tienen en nómina a varios de los que pasan por ser “de los nuestros”, que son dueños de medios de comunicación, ¿Alguien puede creer que ellos van a permitir elecciones libres?

 

 

Porque nos enfrentamos a un sistema perverso, mientras esté vigente, no puede pensarse en elecciones libres. Y por eso mismo, creer que ese sistema perverso puede deponerse por pedazos, peor aún, pensar que el problema es solamente Nicolás Maduro y sus secuaces, pero que el resto del sistema es salvable, incluido el PSUV, no puede ser otra cosa que un nuevo intento de traicionar a los ciudadanos y al país. Eso es lo que se está negociando en Barbados. Nada mas y nada menos que una imposibilidad. ¿O es que alguien cree que puede ser estable una transición democrática en connivencia con las instituciones del chavismo?

 

 

Pero el presidente Guaidó cree que él si puede. Aquí nos topamos con el providencialismo mesiánico que siempre hemos denunciado. Deberían ser tratados como traidores a la patria los que le han vendido que su liderazgo se puede imponer “con unas condiciones mínimas”, una nueva composición del CNE, en la que los partidos del G4 se reparten cargos con el PSUV, al que reconocen como par democrático y no como parte de la usurpación devastadora. Debería denunciarse al coro de encuestólogos, analistas y beatas que gritan que sí es posible, que es factible una nueva etapa de fraternidad totalizante, donde unos y otros se funden en un abrazo, que se trata de pasar la página… para que continúe el sistema perverso vigente y se le niegue de nuevo al ciudadano el derecho a optar entre opciones democráticas, al líder que dirija los destinos del país, por un período limitado.

 

 

Los sistemas perversos no son susceptibles a la contrición. No cambian. No logran desasirse de la inercia destructiva que los caracteriza. Por eso mismo la necesidad de una ruptura que debe hacerse con el coraje debido. Hay que romper, y hacerlo temprano, porque la tentación siempre está allí, el mal siempre querrá permanecer, y siempre esta dispuesto a reclutar nuevos militantes entre los ingenuos bienintencionados y otros que no son tanto, pero que están allí como coadjutores del engaño. Por eso debemos exigir que el presidente Guaidó se ciña a lo previsto en el Estatuto que rige su actuación, con la secuencia prevista, y el sentido de urgencia que tiene una gestión que no tiene tiempo que perder.

 

 

Por: Víctor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

Twitter: @vjmc

2021 el año de la distopia

Posted on: junio 26th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

A David Moran, el amigo

 

A veces nuestra oración no alcanza los oídos de Dios. Los venezolanos estamos inmersos en la terrible circunstancia de no poder alcanzar la salida a una trampa laberíntica, llena de falsas salidas y consignas fraudulentas. La gente tiene razón en sus dudas, porque lleva veinte años de lucha inútil, en los cuales se ha intentado casi todo, y sin embargo, todavía nos resulta imposible desasirnos de esta pesadilla, de este castigo similar al absurdo de hacer sin sentido alguno, tal y como Mercurio decidió castigar a Sísifo, amante de la vida por la vida misma, a quien condenó a llevar una piedra hasta la cima, simplemente para verla caer hasta la llanura. Y esto, una y otra vez.

 

 

 

Los totalitarismos son sistemas institucionalizados de represion. No tiene rostro aprehensible, tiene vocación de omnisciente omnipresencia, supuestamente capaz de estar en todos lados, de saberlo todo, de construir un gran expediente de cada uno, que le permite golpear allí donde duele más. Para ellos su ocupación primordial consiste en practicar el juego del gato con el ratón. Sus garras encajan allí donde se asoma la disidencia. Se trata de reducirlo todo a una incidencia estadística con el fin de reducir al individuo a una categoría superflua, inhabilitado para construir e imaginar proyectos de vida. Los totalitarismos niegan el derecho elemental de soñar, tratando de que nuestra vivencia sea un fatal e indoblegable insomnio.

 

 

 

A diferencia de la tiranía, que se personaliza en el tirano, o de las dictaduras convencionales, con su junta de comandantes y el estamento militar como titular del poder ejercido, el totalitarismo es un intento de copar toda la trama, ser a la vez protagonista, antagonista, y todos los personajes secundarios. No acepta desvío alguno de una narrativa predeterminada. Tampoco tolera improvisaciones en el libreto. Todo, absolutamente esta pautado, incluso esos brotes de rebeldía que al final se disuelven entre la frustración y el desasosiego. Y también las esporádicas huidas.

 

 

 

Hannah Arendt, la creadora del término, señaló preocupada que en las fauces del totalitarismo la política deja de tener su sentido original como “búsqueda afanosa de la libertad del hombre”. Todo lo contrario, en este tipo de regímenes la política se convierte en su antítesis, porque el poder se practica para tratar de esquilmar a los ciudadanos toda posibilidad de actuar como gestores del propio progreso, pero todavia peor, evita por todos los medios que el ser humano pueda compartir una visión del mundo, dinamita los consensos y nos coloca a todos en la infeliz circunstancia de intentar la mera supervivencia, donde el otro se vuelve fatalmente irrelevante.

 

 

 

El totalitarismo nos somete a la agonia politica, al jadeo constante, a la inaccesibilidad del otro, reducidos a lo mismo, la mirada nublada por una oscuridad que se cierne sobre el todo, que pesa y abruma. Se pierde interés por la vida con propósito, que parece un esfuerzo imposible. Se pierde interés en el otro, no hay fuerza suficiente. Nos incapacita para luchar contra la imposición de un paisaje de hambre, enfermedad, violencia, carcel y muerte. Lo vemos y nos parece normal. Nos castra la indignacion y nos transforma en impertérritos espectadores de nuestro propio exterminio. Por eso es obvia la respuesta al por qué muchos se reducen a la servidumbre mas abyecta sin poder resolver a favor el conflicto. Sin dar la pelea.

 

 

 

La gente tiene derecho a sentir esta frustración generalizada. Está permanentemente bombardeada por los sinsentidos y las paradojas que tienen como propósito el horadar el sentido de realidad de la mayoría, que no logra entender la escasez de relaciones causales cuando se trata de buscar fórmulas para intentar la liberación. No entienden por qué nunca se logra salir del laberinto, y cuales son las razones que les tocó en suerte el ser parte de esta devastación. Los totalitarismos transforman a los países en campos de concentración donde la única conducta valiosa es la huida, o el encaramiento de los costos crecientes del colapso.

 

 

Vivimos la verdadera antipolítica, engendro natural de la violencia, que a su vez provoca tantos desencuentros. Porque ellos se encargan de descuartizar la disposicion a la convivencia entre los que son diversos. Porque ellos son los verdaderos inventores del unanimismo impracticable, una versión especular del mismo totalitarismo excluyente que se paga y se da el vuelto, perfectamente pautado para que nada extraordinario ocurra, y siempre el régimen termine siendo el que rige, mientras que los que gravitan a su alrededor deban conformarse con el rol de oposición apaciguada. La antipolitica se mueve dentro de los confines del mal. Benedicto XVI afirma que  “la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad”. Pero hay que pedir su ayuda. ¡No podemos solos!

 

 

Para que el régimen no termine engullido por el final de la historia, se provee a si mismo de una narrativa novelesca donde las cosas ni son ni ocurren como parecen. Pero allí están, con la provisión de estímulos intermitentes, para que sigamos jugando una partida trucada por anticipado. Ellos solo quieren un buen espectáculo. Solo los muy esclarecidos aprecian la trampa y renuncian a seguir jugando.

 

 

Por eso, por su dimensión sistémica y su vocación de control total, no tiene ningún sentido creer que sea posible una negociación para su desalojo ni un esquema de convivencia entre propuestas tan antitéticas. Una significa la total anulación de la otra, tal y como ocurre entre la libertad y la servidumbre. Tampoco se puede esperar que una forma arbitraria de regir tenga la disposición de cumplir sus compromisos. Y finalmente, es imposible que coexistan la lógica del saqueo y la devastación con una que propenda a la reconstrucción productiva y del sistema de mercado. Dicho de manera más clara. Una rotación del presidente del ejecutivo, dejando indemne el resto del sistema, no perturba el carácter totalitario de lo que vivimos. No tenerlo claro nos hace perdedores perpetuos. Ya llevamos veinte años.

 

 

Entonces, ¿Cómo nosotros logramos combatir la desolación generalizada?

 

 

Si al régimen le conviene la desolación, a nosotros nos debería convenir la moralización del país. Solamente un país devastado en su autoestima se conforma con la escasez de resultados genuinos y la falta de impacto político para lograr su liberación. Tener la moral en alto significa mantener el sentido de realidad para hacer lo que se deba hacer con el fin de destruir un sistema perverso y sustituirlo por otro que garantice derechos y libertades.

 

 

 

Necesitamos tener una versión de lo que significa liberar al país. Que no es solamente cambiar al presidente sino derrotar un sistema de opresión y servidumbre que se ha instaurado desde el poder arbitrario y que niega garantías, derechos, seguridad y justicia. Liberar al país significa entonces instaurar una república civil que resguarde al ciudadano y le permita vivir y progresar en libertad, sin miedo a la violencia, y sin temor al regreso del totalitarismo.

 

 

 

Necesitamos un discurso de ruptura. No podemos seguir cohonestando un juego perverso que nos condena a la servidumbre mientras vemos como saquean al país y lo convierten en tierra agreste y violenta. No podemos seguir participando en una relación arbitraria que nos quiere reducir a ser las fichas desechables de un actor que presume de ser todopoderoso. No podemos seguir sosteniendo, ni siquiera con nuestra indiferencia, un orden social y político que nos condena al exterminio. No podemos jugar a ser los sumisos miembros de un campo de concentración, pero tampoco aspirar a seguir siendo los que colaboran con el régimen que nos tiene en condición de reclusos.

 

 

 

Necesitamos comunicar mejor que si es posible la liberación del país. Y que por lo tanto es irrelevante pensar en una imposible connivencia con un régimen que no puede sobrevivir con injertos de democracia. Los sistemas totalitarios se especializan en comunicar sus mentiras. Son expertos en propaganda, y en comprar voceros formalmente independientes que amplifican y le dan credibilidad a lo que ellos quieren “informar”.

 

 

 

Necesitamos mantener el foco en la realidad. Un país que ha visto arruinar sus empresas públicas, que vive las consecuencias del saqueo más brutal y que ha sido sometido a la devastación de su economía no puede creer en la eficacia de un régimen tan incapaz. Ellos viven la crisis de los rendimientos decrecientes. Ellos han quebrado su sistema simbólico. Nosotros no podemos mantenerlo vigente, ni con el beneficio de la duda, ni con esa práctica de la evasión que se niega a tratar el presente tal y como es.

 

 

 

Necesitamos articular medios y fines. El cómo es importante. Implica calibrar las fuerzas y pedir ayuda de ser necesario. Lo hemos dicho anteriormente, pero vale la pena repetirlo. Si encaramos un régimen totalitario, solos nunca vamos a poder, por nuestra condición de víctimas civiles, que no pueden enfrentar con éxito un régimen armado y sin pudor a la hora de usar la fuerza pura y dura. Necesitamos pedir ayuda hasta que consigamos los mejores medios para nuestro rescate. Y concentrarnos en ese curso estratégico sin caer en la tentación de volver a desempeñar el rol de actores de reparto en el guión totalitario.

 

 

 

Necesitamos transformar el enfado y el desinterés fatalista en capacidad para actuar a favor de la liberación del país. Implica arrebatar al régimen totalitario el resentimiento y el odio funcional y volverlo contra ellos. Eso solo es posible mediante contraste radical, sin concesiones, sin la impostura de la falsa compasión politica. Mientras la gente considere que no hay cambio real entre las alternativas disponibles, no será posible el cese de la usurpación. Hay que habilitar los significantes de integridad versus corrupción, libertad versus represion, mercado versus estatismo, propiedad versus colectivismo, estado de derecho versus arbitrariedad, soberanía del ciudadano versus autoritarismo del funcionario, sobriedad republicana versus prepotencia caudillista, visión de libre desarrollo versus servidumbre totalitaria. Hay que vivir y difundir el contraste. No se puede vivir como corrupto y proponer honestidad.

 

 

Necesitamos desmontar el engranaje totalitario que acumula poder sin otro fin que concentrar todo el poder. Ese esfuerzo está íntimamente relacionado con la trampa, el ventajismo, la corrupción y el saqueo. No se puede negociar la liberación del pais teniendo como socios a los que han condenado al pais a un proceso tan brutal de devastación. La politica alternativa debe comprometerse a un proceso radical de multiplicación de los poderes a través de esquemas de delegación, descentralización y ampliación de los procesos genuinos y autónomos de participación, para garantizar diversidad, pluralidad y respeto. Este es el objetivo de la libertad.

 

 

 

Si el régimen sobrevive aún es porque su narrativa y sus procesos de comunicación y retroalimentación están intactos. Y lo están porque la oposición es funcional, piensa de la misma manera y tiene los mismos fines. Esa relación simbiótica no está concebida para liberar al país sino para sobrevivir, independientemente de las condiciones ecológicas. De mantenerse, el 2021 será nuestro 1984, porque tal y como lo decía Orwell, los que desean libertad “hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse revelado, no serán conscientes. Ese es el problema”.

 

 

 

No olvidemos que por todas estas razones, la liberación del pueblo venezolano es una cruzada espiritual. Hemos sufrido los embates del mal. Necesitamos restaurar el bien. A veces nuestra oración no parece ser escuchada. Por eso la desolación de sentirnos abandonados. Ojalá podamos decir con Benedicto XVI que, llegado el momento  “ell Señor acudió en nuestra ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza”. Que así sea.

 

 

Por: Victor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

Twitter: @vjmc

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que es bueno y lo que es malo

Posted on: junio 14th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El mal existe y define el curso de nuestras vidas. O lo encaramos, o terminamos siendo sus víctimas. En su libro “Memoria e Identidad” Juan Pablo II afirmó al respecto que “el hombre tiene a veces la impresión de que el mal es omnipotente y domina este mundo de manera absoluta”. Sin embargo, ninguna experiencia del mal moderno ha terminado por aplastar al bien de manera definitiva. Siempre hay en el ser humano esa indomable persistencia que se resiste una y otra vez, que no se deja arrebatar sus espacios de libertad, por lo menos no lo permite sin antes haber dado la batalla, a la manera de cada uno, para sobrevivir a la terrible experiencia, tener la oportunidad de reivindicarse en su dignidad y sacar de la historia algunas lecciones valiosas. Los venezolanos no somos la excepción.

 

 

 

El hombre siempre se ha debatido entre caer en la tentación o librarse del mal. De eso se trata la forja del carácter como tarea siempre inacabada. Es la actividad permanentemente inconclusa de determinar qué es lo bueno y de qué nos debemos alejar. El problema está en las especificaciones, en los compromisos, emociones, ofuscaciones y conjeturas del día a día. Y en la sensacion abrumadora de una tragedia que nos pesa demasiado y que nos ha desgastado por tanto tiempo.

 

 

Demasiadas veces hemos estado a punto de vencer y también demasiadas veces hemos visto alejarse esa oportunidad. Llegado el momento conclusivo somos victimas de triquiñuelas, falsas rendiciones, banderas blancas fraudulentas, y procesos de diálogo, negociación que siempre se acompañan de un arrebato de violencia y persecución política que termina por echarnos tierra en los ojos. No en balde el dicho popular sentencia que “el diablo está en los detalles”. Dicho de otra forma, el mal se hace representar muy bien en los medios que usamos para tratar de conseguir nuestras metas. Y hay que decirlo, nunca ha dejado de tener sus representantes entre aquellos que se han sentado a negociar nuestro futuro.

 

 

Frente a cada episodio de nuestra lucha cada uno tiene el derecho a aferrarse a la más mínima y endeble señal de esperanza. Es humano, corresponde a nuestra fragilidad el tratar de superar los momentos de desolación de cualquier manera, a veces cometiendo el error de seguir por el desierto tras el rastro alucinante de becerros de oro transformados en ídolos.

 

 

Y los venezolanos, hay que reconocerlo, persistimos en el error de confiar demasiado temprano y con pocas o ninguna evidencia. Somos idólatras de falsos dioses, porque compramos por anticipado todo el paquete y luego pagamos altas tasas de interés en términos de decepción y frustración. Celebramos en las vísperas, y llegado el día nos conseguimos con que alguien no cumplió lo prometido. los milagros políticos no existen, y los deseos no empreñan.  Ya son veinte años, suficientes como para haber aprobado esa materia. Los niños de aquella época ya son jóvenes, los jóvenes se han transformado en adultos, algunos con demasiado kilometraje, con todo lo que eso concierne para bien o para mal, y otros que lamentablemente pintamos canas, hemos visto pasar nuestros mejores años tratando de comprender, convencer y luchar contra un sistema que ha engranado todas las formas concebibles del mal.

 

 

Por eso debemos intentar ser al menos compasivos. Los ciudadanos no saben qué hacer. Viven una época de sentimientos extremos, una especie de montaña rusa que nos eleva hasta el nirvana para luego arrojarnos al último infierno. A veces la vemos cerquita y de repente nos percatamos de que es otra alucinación. Por eso responder a ciertos interrogantes nos dejan exhaustos y ansiosos. Por ejemplo dilucidar ¿cual es el camino correcto para salir de esta desgracia? Es una pregunta difícil de responder, porque al fin y al cabo la realidad es confusa, los mensajes son ambiguos y, como lo advierte el apóstol en su segunda carta a los Corintios, la lucha está contaminada de falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como emblemas de la verdad cuando no son otra cosa que parte de una maquinaria de decepciones y engaños.

 

 

Llevamos veinte años confundidos y tratando de descifrar quién es bueno y quién es malo en toda esta trama. Quién dice la verdad y quién miente. Quién tiene la verdadera hoja de ruta y quién está cometiendo fraude. Tarea nada fácil, porque se ven caras y se escuchan discursos, pero no accedemos a los corazones. No tendríamos por que impresionarnos o sorprendernos, en eso consiste la historia del hombre desde aquel momento en el que el primero de nosotros fue víctima de su ambición y de la ingenuidad de creer en los susurros de la culebra. Porque el mismo Satanás se disfraza muchas veces como ángel de luz e ilumina el sendero de la perdición, allí donde tantas veces nos hemos extraviado, porque lo hace pasar por la solución a todas nuestras tribulaciones. El mal es sobre todas las cosas una compleja trama de engaños.

 

 

No es extraño que seamos recurrentes ángeles caídos, porque el mal se hace presente sobre todo mediante ardides arteros. El diablo nunca muestra su peor cara. Así como el socialismo nunca va a confesar que solo provoca ruina, represión y saqueo. No se trata de decir la verdad, sino de seducir y persuadir de que vivir bajo su yugo es la verdadera y única experiencia de prosperidad. Lo de ellos es un discurso de máxima felicidad y ostentosa justicia. Aunque la realidad sea otra muy diferente.

 

 

Por eso es tan difícil no caer en la tentación, porque el mal se ceba en la confusión y crece en los espacios de la ambigüedad, donde a veces lo malo parece demasiado bueno, y lo bueno demasiado duro y difícil. ¿Cuántas veces hemos alucinado con lo que a primera vista parece tan confiable y atractivo? ¿Cuántas veces hemos dicho que “ahora si” vamos a resolver toda nuestra tragedia? ¿Cuántas veces hemos sido victimas de ese engaño de filigrana, que nos vende el “fácil y recto” camino de la paz pactada, para que unas elecciones resuelvan, sin traumas y sin costos, una componenda de maldad, odio, exclusión, saqueo y muerte que se ha enquistado en nuestro país por tantos años? ¿Cuántas veces nos hemos repetido que no puede ser otra cosa que la verdad aquello que nos dice el lider en quien confiamos? ¿Cuántas veces nos hemos avergonzado de nuestra propia simpleza?

 

 

El episodio evangélico que relata las tentaciones en el desierto muestra cuan atractiva puede ser la oferta: Poder sin limites al costo de la sumisión. Bienestar sin tener que esforzarse. Dominio total. Los términos de la transacción siempre ha sido los mismos desde la primera caída: “Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. La primera ofuscación da paso a una realidad más brutal. Una y otra vez somos los que expulsan del paraíso. Porque al abrigo del mal no hay ganancia posible.

 

 

El mal siempre ofrece la opción de compartir su imperio con aquellos que se le someten. Es la esencia del mismo fraude que por milenios ha perseguido saquear al hombre: dialoga con el mal, que no es tan malo, ni tan perverso, porque el mal está interesado en la prevalencia del bien. En épocas oscuras como las que estamos viviendo son muchos los que no atinan a ver la contradicción intrínseca: del mal nunca nacerá algo bueno.

 

 

Nos ocurre una y otra vez, pareciendo que en estos tiempos lo único que nos corresponde acumular es decepcion serial. Esto pasa porque olvidamos que el mal es exitoso precisamente porque es serpentino y sinuoso, y porque los ministros del mal se presentan como si fueran los heraldos de la justicia, en los cuales no queda otra opción que confiar ciegamente. Nos dejamos llevar hasta el abismo. Nos prestamos para que desde allí nos lancen al vacío sin fondo de una crisis que no cesa. Para contrarrestar este peligro no contamos con otro recurso ni otra apelación que aferrarnos a los datos duros de la realidad, donde se ciernen todos los resultados, porque como también dice el Evangelio, a los hombres “por sus obras los conoceréis”, aunque a veces ese conocimiento llegue demasiado tarde, y en forma de frustración. La realidad es el baremo de si vamos bien, o vamos mal. Lo que si debe quedarnos claro de una buena vez es que no nos puede ir bien si vamos mal. Son, como se intuye, direcciones opuestas.

 

 

Hay una frase que utilizan los autores bíblicos para describir el extravío de los hombres en la intrincada selva de los medios y los fines. Se refiere al corazón endurecido. Cada vez que el hombre se aleja del sendero del bien, cuando la soberbia hace estragos en el buen juicio, luce la humanidad abandonada a sus pasiones capitales. El líder y sus colaboradores deben tener cuidado, y saber calibrar las diferencias entre lo que eran inicialmente y lo que van siendo en el transcurso de experimentar poder y gloria.

 

 

En algún momento puede ocurrir un quiebre que nos aleja de lo correcto. Eso pasa cuando el deseo desordenado por el placer y por los bienes materiales se combinan con la falta de diligencia y la flojera de la imaginación; cuando el amor propio asumido en exceso se articula con la falta de moderación, la intolerancia y la mezquindad. Por esas sinrazones el corazón endurecido deja de escuchar el clamor de la gente y de muchas maneras se aleja del sendero del bien. San Agustin aludía a este proceso como el original pecado del amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios. Y quien desprecia a Dios, desprecia a sus prójimos.

 

 

Pero volvamos a Juan Pablo II. Con el mal no deberíamos mezclarnos. Todo lo contrario, debemos diferenciarnos del mal porque si no somos capaces de señalarlo, de designarlo con precisión, es imposible vencerlo. De allí que esa soberbia bonapartista de aquellos que creen poder vencerlo a solas, sin pedir ayuda, sin confiar en los otros que están en el bando del bien, lo único que aseguran es la preeminencia del imperio del mal y su caída en los espacios vacíos de la irrelevancia.

 

 

Benedicto XVI advierte sobre lo mismo “una tolerancia que no supiese distinguir el bien del mal sería caótica y autodestructiva». La lucha contra el mal exige determinación y toma de partido. No es para los tibios que creen posible una reconciliación entre lo bueno y lo malo, porque ellos, de acuerdo con su propia naturaleza, ni aceptan el bien ni creen en la existencia del mal, porque todo es relativo y depende de como se narren los hechos o de cómo procede el olvido. Al mal le gusta la desmemoria, además de solazarse en la mentira.

 

 

Pero el mal existe y se hace presente en nuestras vidas. La reflexión teológica de Ratzinger termina por darnos un inventario que nos sirve para identificar el sufrimiento y la corrupcion que le dan contenido histórico al mal. “Pongámonos frente a la increíble cantidad de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y arruinan el mundo entero… esta masa de mal no puede ser simplemente declarada inexistente”. Con el mal siempre se hacen malos negocios. Pero algunos insisten en arriesgar 30 millones de vidas ajenas en un juego de manos que, sabemos por anticipado, van a perder.

 

 

El socialismo del siglo XXI es un compendio bien completo del mal contemporáneo. La ruta del coraje busca vencerlo. Las otras rutas buscan preservarlo, al anular y desprestigiar la ruta del coraje. Hay un abismo ético entre una y otra posición. El mal juega a la tergiversación y muchas veces los ciudadanos caen en sus redes. Por eso es crucial que podamos deslindar lo que es bueno de lo que es malo, y que podamos dar claves precisas sobre lo que es bueno:

 

 

1.           Luchar por la liberación del país no solo para conseguirlo cuanto antes, sino para conservarla mediante la institucionalización de un orden de derecho y de justicia. Luchar sin traicionar y sin concederle espacios a un sistema que solo consigue sentido en nuestra servidumbre.

 

 

2.           Luchar por la libertad de los ciudadanos, para que sin presiones indebidas puedan volver a reconstituir sus proyectos de vida, contando para ello con un pais estable y seguro. No podemos seguir postergando el momento. No podemos seguir negociando los tiempos de la gente que ve cómo transcurre su vida entre la miseria atroz y la violencia más aterradora.

 

 

3.           Vencer la violencia del todos contra todos, abatir la impunidad, eliminar la persecución y garantizar un amplio mercado de opciones políticas comprometidas con la democracia y la libertad.

 

 

4.           Vencer la corrupción. Hay que recuperar la gobernabilidad del país sin hacer concesiones indebidas al sistema de ilícitos y a la rectoría del dinero sucio que saquea, compra conciencias y distorsiona la agenda de los que se han comprometido con la libertad. Nadie puede creer que la corrupción pueda ser vencida por los que se han lucrado de la corrupción.

 

 

5.           Denunciar la mentira, impugnar la perversidad política, combatir la propaganda apologética del mal y la confusión. Vivir y difundir la verdad con la parsimonia del que lo hace con claridad y firmeza. No usar eufemismos. Tampoco caer en la verdad subordinada al familismo amoral que nos hace justificar cualquier cosa de los propios y ser extremadamente severos con los ajenos. Lo bueno no es malo si lo practica el adversario. Pero lo malo no se convierte en bueno porque lo hacen nuestros aliados.

 

 

6.           Combatir el odio y la intolerancia ejercidos desde el poder y la hegemonía de la propaganda sectaria sin pretender tolerarlos o contenerlos.

 

 

7.           Desafiar la soberbia con la que los falsos líderes permiten la preeminencia del mal y restan oportunidades a la liberación del país. Conjurar la prepotencia con la que se niegan a buscar por todas las vías y por todos los medios la libertad de los ciudadanos y la liberación del país. La soberbia, recordemos, es ese ensimismamiento que desaloja al resto, incluso a Dios, de la conciencia y de las decisiones.

 

 

8.           Incorporar el sentido de urgencia a la lucha por la liberación del pais. Todo curso de acción que, por errático y laberíntico, haga perder tiempo es malo, cruel con los ciudadanos y convalidador de la indiferencia con la que el régimen juega con la vida de los venezolanos. Un líder tiene como encomienda el enfocarse en ese “cuanto antes” que es una súplica colectiva de los que sufren y ven como los menos desfavorecidos mueren. Frente a eso, es temerario dudar, divagar y dilatar todo esfuerzo que se deba hacer.

 

 

9.           Sortear de cualquier manera las tentaciones y trampas de la falsa paz. Nadie quiere una “paz” que sea producto de la sumisión totalitaria y el silencio impuesto por la fuerza. Nadie quiere una paz de perdedores, ni capitulaciones indignas, ni negociaciones que tengan como moneda de cambio la suerte de vidas y proyectos de la gente. Las trampas de la falsa paz trafican con nuestros grados de libertad y nos encadenan a malos acuerdos. Los heraldos de la falsa paz son los emisarios del mal disfrazados de ángeles de luz.

 

 

10.         El bien evita la servidumbre, el sufrimiento, la corrupción y sus perversidades, la prevalencia del odio y la muerte. El bien practica la verdad y la sensatez. Y no renuncia al esfuerzo que requiere lograr lo valioso. En eso consiste el coraje. No es débil, no es flácido, no concede.

 

 

¿Acaso nuestra lucha no es contra el mal? ¿Tiene sentido pasar por alto que la esencia de nuestro sufrimiento es el imperio del mal que nos aplasta? El bien tiene adalides. El mal tiene agentes. A veces el mal tiene rostros más atractivos, discursos más sensuales, argumentaciones más seductoras. Frente a esta tentación de ceder, preguntemos simplemente si esa oferta pone en peligro nuestro esfuerzo de liberación y de libertad. Si no tiene sentido de urgencia que nos convoca a no perder el tiempo de los que sufren, desesperan y mueren. Si nos va a ahorrar dolor, sufrimiento y pesar. O si la corrupción va a ser combatida. Tenemos derecho a discernir al respecto para no seguir cayendo en las redes de “demonios disfrazados de ángeles de luz”, que se hacen pasar por políticos, pacifistas, encuestadores, influencers y sesudos analistas.

 

 

Juan Pablo II recordaba en una de sus obras la exhortación de San Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien porque, en definitiva, tras la experiencia punzante del mal, se llega a practicar un bien más grande”. Ya sabemos qué es lo bueno y qué es lo malo. Ojalá sea ese nuestro destino.

 

 

 

 

Por: Victor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

 @vjmc

 

El sexto elemento

Posted on: enero 7th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

Creo que debemos a Giovanni Sartori la formulación de una pregunta crucial: ¿Cómo luchar en democracia, por la libertad y contra la corrupción? La respuesta apropiada es todo un desafío, sobre todo porque en el camino se puede perder la democracia, y con ella, toda ilusión y capacidad. Ha sido, obviamente, el caso venezolano. La democracia se derrumbó y cayó víctima del atroz populismo, de la fatal ignorancia de sus élites, del caudillo arquetipal y de un inconsciente colectivo que nos escora hacia un socialismo silvestre, un sistema errado de presupuestos y convicciones que operan como puerta franca a los autoritarismos, y en el caso que nos atañe, al totalitarismo más perverso.

 

 

 

Nuestro totalitarismo es híbrido. Es una mezcla caótica de ideología marxista, con sus aplicaciones castristas, y el peor de los pragmatismos imaginable, porque se reduce a hacer todos lo posible para sobrevivir en el poder, sin importar costos sociales o cualquier tipo de violación a los derechos y libertades. Además, debido a ese mismo pragmatismo, totalmente abierto a constituir las alianzas más espeluznantes, bien sea con carteles de la delincuencia organizada, o con grupos terroristas que terminan apoderándose indebidamente, pero con cierta complacencia oficial, de porciones de territorio sobre el cual ejercen potestad e incluso soberanía. Parece inaudito, pero la única lógica que sobrevive dentro de un experimento socialista es que “todo vale” para mantenerse en el poder.

 

 

Por eso mismo esta descripción taxonómica queda muy incompleta si no describimos su funcionamiento, y calibramos las consecuencias de su permanencia. Debe quedarnos claro que este tipo de regímenes solo tiene como interés el retener el poder, porque sus objetivos se concentran en el saqueo sistemático de los recursos, y en combatir a sus enemigos de clase: el mundo libre, el mercado y la propiedad. Son sus enemigos porque no toleran nada que les haga sombra a sus propias tinieblas. Cualquier contraste los derrumba. Ellos, para sobrevivir necesitan ser el único argumento, la narrativa absoluta y la única versión imaginable, sin que haya posibilidad de contrastes. De allí el encierro, la censura, y la propensión a sustituir el conocimiento y el sentido común por teorías “conspiparanoicas” donde las consecuencias se cercenan de las causas, y el sentido común naufraga en el mar tempestuoso de una avasallante propaganda oficial. Todo este esfuerzo necesita afanosamente simplificar al individuo, despojarlo de criterio, obligarlo a pensar de acuerdo con la conveniencia del régimen. Requiere de la degradación del ciudadano hasta el sujeto idiotizado, elemental, conforme, dependiente y servil que no es capaz de imaginar la libertad.

 

 

 

No ocuparse del país los muestra a los ojos de los incautos como sumamente ineficientes. Pero es otra cosa, no es solo que no saben hacer, es que además no les importa. Lo de ellos no es atender las demandas ciudadanas, prestar el servicio eléctrico, garantizar el agua potable, suministrar alimentos o hacer viable el sistema de salud. Para ellos gobernar es solo la excusa para instrumentar sistemas sofisticados de saqueo de las finanzas públicas. Y lo hacen aun a costa de destruir la moneda, vaciar las reservas internacionales, arruinar la empresa petrolera estatal y devastar los recursos del país. Ellos, los supuestos constructores de un futuro perfecto, son la única causa de que no haya posibilidad de futuro alguno.

 

 

La perversidad, la mentira, las operaciones psicológicas y la propaganda son también parte de su saber hacer. Todo el aparato estatal se va especializando en la simulación. Necesitan garantizar la preeminencia de una ficción, la alienación a una falsa realidad, sembrar las dudas sobre lo que la gente realmente padece, jugar a la lotería social, hacerles ver incluso que algunos de ellos, los más fieles y leales, pueden llegar a ser partícipes de ese mágico milagro de estar “donde hayga”. Para ellos el saqueo del país es un privilegio reservado a “sus mejores”.

 

 

Pero para que toda esta trama funcione adecuadamente tiene que ir adornada de una lucha constante a favor de “nuevos derechos para las minorías”, mostrándose como puerta franca a cualquier exacerbación progresista. Los socialismos son, en ese sentido, paradójicos. Sus ciudadanos están muertos de hambre, pero muy orgullosos de los “derechos” que tienen “garantizadas” las minorías que ellos inventan y luego exacerban. No hay derechos humanos, pero dicen respetar a las minorías. El “lenguaje inclusivo” opera como una trampa adicional: destruye el lenguaje, perturba los significados, y aplasta la verdad debajo de los nuevos convencionalismos. La realidad, ahora carente de la posibilidad de ser narrada con limpieza y claridad, termina siendo partícipe de ese caos que solo conviene al saqueo. La perversidad consiste en sembrar la confusión, evitar la reflexión unívoca, alejar la situación concreta, y colocar a la gente en una nebulosa montada a propósito para evitar la objetividad que necesita la disidencia para plantear el proceso de diferenciación.

 

 

El régimen juega a eso, a la paradoja constante, a remover las entrañas, extirpando lo poco o mucho de raigambre moral que le quede a un venezolano que tiene razones para estar amargado, que además está hambreado y sofocado por las terribles circunstancias que le ha tocado vivir. El ciudadano, expuesto a un circo psicodélico, no tiene demasiado claras sus opciones, porque el socialismo los somete a un bombardeo psíquico que los obliga a desconocer su propia condición humana para terminar siendo una comparsa. El régimen se ufana de un control eficaz de la población, pero se niega a cuantificar los costos. Esa receta es cubana. El poder defendido desde una trinchera. El poder transformado en su propia finalidad. No es control legítimo sino los resultados de vivir sin derechos, diezmada la esperanza, víctimas de las embestidas del régimen y de la desbandada de los que no soportan.

 

 

 

Lo cierto es que hay mucha impudicia al exhibir tanta destrucción. Pasearse por las calles del país es apreciar con dolor tanto tiempo perdido para el ciudadano. El estado en sus términos convencionales, tolerado porque está diseñado para proteger la vida, la propiedad y la soberanía, cuando se le confiere demasiado poder, comete traición y se convierte en un fin en si mismo. En los socialismos es todavía peor, porque se transforma en un depredador que también practica una indiferencia atroz. El ciudadano luce desvalido. Todo ha quedado de su mano. Las carreteras quedan abandonadas a su suerte, monumentos y estructuras lucen derruidos. La oscuridad es la única compañera de las noches en cualquiera de nuestras ciudades. Empresas cerradas dan cuenta de la imposibilidad de convivir con el destruccionismo por diseño. Las empresas públicas corrieron la única suerte que podían tener, el saqueo de su talento y de sus capacidades productivas. Hospitales y centros de salud dejan de funcionar. La moneda pierde su sentido. La economía estalla y ya no envía las señales pertinentes para poder hacer el cálculo económico. Una tormenta perfecta.

 

 

El socialismo, que se atribuye el remoquete de “científico”, reniega de la razón y el sentido común. Desvalija el sistema de mercado para colocar en su sustitución el régimen de controles, como si fuera posible manejar la sociedad a través de un sistema de planificación centralizada. Confunde soberbia con conocimiento. No es capaz de discernir entre capacidad y posibilidad. Abjura de la herencia civilizacional para reemplazarla por un misticismo ideológico y un odio sistemático, donde ellos operan como chamanes confabulados con la fuerza bruta del que ejerce la tiranía. El resentimiento los coloca en posición de devastar el régimen de propiedad y creer que lo pueden sustituir por el voluntarismo estatista. Los resultados están a la vista: La gente se está muriendo de hambre.

 

 

En el transcurso ocurre un desmontaje atroz de la empresa privada. El fidelismo la estatizó completamente. La versión remozada de la vieja receta castrista abrió un dossier de posibilidades: estatización forzada, intervención de la autonomía de las empresas a través de controles, y “el modo Putin” de control económico: sofocar a los empresarios indóciles hasta obligarlos a la venta de sus empresas, que quedan así en manos de los amigos del régimen, los “enchufados”. Otra versión de la misma estrategia es la que permite el acceso preferido a privilegios cambiarios y de cualquier otro tipo a una cofradía limitada de empresarios que se dejan manosear a cambio de ser los testigos de “una economía sana”, llena de oportunidades, donde se pueden hacer alianzas con el gobierno, que resultan “favorables” para el país, que no aprecian la necesidad de mantener una visión holística del momento, y que por lo tanto dicen que es posible aislar la economía de cualquier cosa que ocurra en la política. Toda experiencia socialista tiene sus espacios para el ejercicio del cinismo. Por eso la justificación suele ser dramática y con tintes supuestamente heroicos. Los que se acercan a las vetas de la corrupción y se benefician de ellas dicen que ese resulta ser el precio que deben pagar para mantener la empresa abierta y los empleos asegurados. Una muy conveniente ceguera que llena sus bolsillos, al costo social de mantener la ilusión de un sector “privado” relativamente autónomo, alejado de la diatriba partidista, militante de las negociaciones y el diálogo, que “practica” un falso pluralismo y que propone una versión de la realidad donde la democracia está “ligeramente tutelada” por la ideología oficial. ¿Los identifica?

 

 

 

El poder totalitario se corrompe tanto como mantiene una obstinada vocación para corromperlo todo. Dicho de otra manera, el análisis no solamente tiene que considerar la descomposición progresiva del orden totalitario, sino sus efectos en el resto de la sociedad cuando se somete a la terrible circunstancia de vivir en la ilegalidad para poder sobrevivir. La sobrevivencia produce otra mirada, más complaciente, más resignada, o tal vez más ansiosa o alucinada. La consecuencia es que reduce a la desolación y a la servidumbre, como si de un remolino se tratara.

 

 

Pero lo más grave no es la desolación que provoca un régimen corrupto. Es la capacidad tremendamente astringente para disolver la integridad de quienes estarían llamados a confrontarlo. El sexto elemento es ese, la corrupción como operadora política de alto nivel, la práctica del cinismo como cultura predominante y excusa perfecta, el abandono de los valores como referentes, la extraña liberalidad con la que se asume la vivencia del totalitarismo, y esa sospechosa forma como asumen los tiempos de resolución, sin apuro, con pausas, lleno de emboscadas, con infatuaciones coreográficas, dejando indemne al régimen que dicen combatir. Y de nuevo, fomentando la desolación de una ciudadanía que no puede o no quiere comprender.

 

 

¿Qué es lo que el ciudadano no quiere comprender? Que el régimen tiene muchas formas de preservarse en el poder. Pero entre las más clásicas está el estímulo de la corrupción como forma de practicar el chantaje, ablandar progresivamente las conciencias y bloquear cualquier estrategia de coraje. Eso es mucho más masivo y más económico que la represión pura y dura, reservada para los más irreductibles. El escándalo continental provocado por Odebrecht da cuenta de cómo operó el buque insignia de la política socialista de apaciguamiento y domesticación. Miles de millones de dólares repartidos entre comisionados y comisionistas para salvaguardar las bases de los socialismos reinantes. Grandes, pequeñas y medianas prebendas repartidas generosamente para aquietar los ánimos y hacerlos poco menos que comparsas negadoras de lo que verdaderamente está ocurriendo.

 

 

La lucha política está contaminada por quienes no asumen que el cambio es posible porque el statu quo les resulta el máximo conveniente de sus posibilidades políticas, bien sea porque solamente sobreviven en ausencia de competencia abierta, o porque han aprendido a vivir muy bien del rol que los ubica como eternos partidos de oposición light. Sobreviven porque son parte del decorado totalitario. Y lo peor, saben que no sobrevivirían ni un minuto a un proceso de transición democrática.

 

 

El totalitarismo del siglo XXI ha usado la corrupción como herramienta útil de sometimiento. Ha envilecido los “deberes posicionales” (Garzón Valdés, 2004), aquellos deberes que se adquieren a través de algún acto voluntario en virtud del cual alguien acepta asumir un papel dentro de un sistema normativo. Esos deberes se han convertido en privilegios. Le han dado la espalda al sentido republicano del ejercicio del poder. La corrupción es no cumplir con esa obligación que viene con el liderazgo y el poder, es la traición a la confianza social otorgada, es la falta de cooperación con las expectativas sociales.

 

 

Te dan un cargo, ofreces con altisonancia y luego aflojas al momento de las acciones. La corrupción se aprecia entre la contradicción brutal entre el discurso y la práctica. Opera a través de la participación en un grupo que intenta influenciar en el comportamiento de los otros a través de promesas, amenazas o prestaciones prohibidas por el sistema normativo relevante, para obtener algún beneficio o ganancia indebidas. Esta trama grupal, mafiosa, subterránea, nunca la vemos, pero la percibimos en la decepción que generan esos operadores institucionales.

La corrupción es una inmensa y extensa telaraña, que no puede dejar de presumirse. Lo trágico es que, en el socialismo del siglo XXI, es además el mismo sistema normativo que favorece, enaltece y propicia la impunidad y la corrupción, porque ellos proponen y ofrecen que “dentro de la revolución ¡todo es posible!”. Vivimos un sistema normativo de complicidades y de corrupción abierta. Ese sistema y sus pueriles expectativas es lo que se tiene que abolir, porque el sexto elemento sostiene al socialismo del siglo XXI a pesar de sus muy malos resultados.

 

 

 

Debo finalizar advirtiendo con las palabras de Santo Tomas Moro, patrono de la política, que esa telaraña de la corrupción es una trampa que no podemos seguir ignorando. Está más cerca de lo que imaginamos, no podemos seguir suponiendo que afecta a los otros, a los malos, solamente al régimen, porque “si los males y desgracias de aquellos que están lejos no nos llegaran a conmover y preocupar, muévanos, al menos, nuestro propio peligro. Pues razón de sobra tenemos para temer que la maldad destructora (la corrupción) no tardará en acercarse a donde estamos, de la misma manera que sabemos por experiencia cuán grande e impetuosa es la fuerza devastadora de un incendio, o cuán terrible el contagio de una peste al extenderse. Sin la ayuda de Dios para que desvíe el mal, inútil es todo refugio humano”. Hoy más que nunca es imprescindible la restauración moral de la república, que solamente se logrará con cualquier modalidad de ayuda que restaure el bien y destierre el mal.

 

 

Víctor Maldonado C

@vjmc

María Corina y el quiebre

Posted on: noviembre 7th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

 

No hay lucha política que pueda tener éxito en ausencia de convicción. La desmoralización es fatal para cualquier proyecto de envergadura. Por eso el principal campo de batalla se da en el esfuerzo de cada uno de los bandos para domesticar al otro. Que el adversario se de por vencido, huya en desbandada y asuma la preponderancia del que lo oprime. Gana el que derrumba la esperanza de su adversario. Las batallas políticas son sobre todo narrativas mutuamente contradictorias que se confrontan en la psique y el corazón de los ciudadanos. Esa es la razón por la que Sun Tzu planteaba que la verdadera victoria es someter al adversario antes de la confrontación. En nuestro caso el régimen administra una mezcla de amenazas, hechos cumplidos y callejones que solo conducen a su permanencia en el poder.

 

 

Hambre, violencia, colapso de los servicios, ruina económica son hechos. Las amenazas tienen que ver con represión y denegación de derechos como efecto demostración. Seleccionan bien sus víctimas, para que los ciudadanos no tengan una sola respuesta apropiada sobre las causas ni el alcance de las consecuencias. Y el callejón, la promesa dilatante, dirigida a la domesticación de las ganas, la capitulación anticipada, es tan vieja como el diablo: “negociar a través de un diálogo una transición hacia ningún lado, que les permite ganar tiempo, los deja en el poder, cristaliza sus instituciones, y devasta la reputación de las oposiciones que se atreven a caer en la tentación”. Algunos se solazan en caer, una y otra vez, en la misma trampa.

 

 

 

Por eso el líder democrático, el verdadero, mantiene un estricto compromiso con la verdad, aunque ella sea dura, aunque no convenga, aunque nadie la quiera oír porque rompe con las expectativas de la paz sin costo que algunos ansían, o porque se sale de los linderos de lo “políticamente correcto”. El verdadero líder denuncia los sepulcros blanqueados de los que proyectan su cobardía como un manual de buenas prácticas de la política. El líder democrático que necesitamos proclama la verdad Incluso cuando invocarla suponga una ruptura con los otros que dicen experimentar lo mismo, pero que no se sienten capaces de traducir esa sensación en salidas apropiadas, y por eso mismo se conforman en promover nuevos saltos al precipicio.

 

 

 

El abismo que todos tememos está lleno de diálogos usurpados y negociaciones simuladas que intentan apoderarse una y otra vez de nuestra escasa capacidad para recordar el fiasco serial del que hemos sido víctimas. ¿Acaso esta metodología de apaciguamiento no comenzó temprano, en el 2002, con supervisión de la OEA y el Centro Carter? ¿Tienen presente que Chávez activó la primera comisión presidencial para el diálogo nacional precisamente en medio de una turbulencia política insoportable? ¿No recuerdan cómo concluyó esa etapa de civilización aparente y corrección política intachable? ¿Va a ser diferente la próxima vez, cuando en todas las ocasiones anteriores resultó ser el mejor camino a disposición del régimen para mantenerse al frente, al menor costo posible para ellos? ¿Cuántos de los compromisos fueron honrados? Sin embargo, cada vez que se plantea el método, algunos lanzan alaridos contra todos los que previenen sobre sus resultados. ¿Vamos a seguir confiando en esos consuetudinarios flautistas del totalitarismo, que tocan el ritmo de la desmemoria y la dominación?

 

 

Pocos han sido capaces de encarar esa ola perfectamente organizada para apoyar la ruta planteada por el régimen. Entre todos ellos, no me cabe ninguna duda que María Corina Machado ha sido la que mejor ha expresado ese repudio a las trampas almibaradas que sistemáticamente coloca el régimen. No ha sido la única, pero sí de las más consistentes. En esa ruta se han mantenido con similar firmeza Antonio Ledezma. Ambos han pagado caro la incomprensión del resto, y el bombardeo inmisericorde del establishment, que no solo los ha descalificado, sino que los ha censurado brutalmente. Por cierto, un establishment que cada día está menos en Venezuela, disfrutando de una apropiada distancia que simulan con descaro. Al parecer, cuesta un montón la transparencia y la verdad.

 

 

 

María Corina es de las pocas líderes que, asumiendo ese riesgo, se ha mantenido invicta, aferrada a un diagnóstico certero, comprometida con la verdad, y encarando por todos nosotros, a veces con mucha soledad, las multiformes versiones de la misma tentación que nos quiere someter irrevocablemente a la servidumbre. Otros no se resisten al coqueteo con lo que no es otra cosa que una imposibilidad.

 

 

 

Hasta esta situación no hemos llegado sin la compañía de una maquinaria especializada en hacer pasar por oposición lo que siempre ha sido cooperación. Sin eso hubiera sido imposible tantos años de inestabilidad a punto de colapso. Pero la gente se acostumbra a casi todo, y como hemos visto aquí, a cualquier calidad de dirección y liderazgo. No es nuevo. Pero en algún momento hay que hacer el deslinde necesario, porque mientras tanto esa oposición usurpa el mandato ciudadano, adormece al parlamento y están dispuestos para la próxima foto. ¿Hasta cuando van a estar allí, con nuestra silenciosa anuencia, representando un papel que les excede cualquier actitud o disposición? Esa también es una consecuencia del totalitarismo que vivimos: una dirección vencida, que ya no representa a nadie, que incluso ha dado la espalda al mandato que recibieron, pero que se comporta como una mayoría vigente, legítima incluso. En el transcurso, y debido a tantos errores, se han vaciado de respaldo y significado, aunque sigan allí, administrando cargos y respaldos, sin darse cuenta de la reacción adversa que reciben en las redes sociales.

 

 

Sólo para recordar, aludamos al triste caso de Simón, el mago de Samaría. Dos o tres juegos de mano le permitieron parecer lo que nunca fue. Porque no era Dios ni uno de sus enviados. Poco le duró el precario prestigio al confrontar la fuerza telúrica que llevaban consigo Pedro y Juan. Al ver que se le venía una competencia que lo iba a desenmascarar intentó ofrecerles dinero. En ese momento comprendió que algunas cosas no se pueden comprar, la credibilidad es una de ellas. Algunos hoy creen que la disposición de recursos hace la diferencia. No es cierto. El gobierno es un desmentido brutal a esa pretensión. Algunas imposturas opositoras ratifican la falsedad de esa expectativa. Hay algo que se llama probidad que no tiene precio en el mercado de la política. Y ese es el principal capital que exhibe María Corina.

 

 

 

Mientras ella gana adhesiones, prestigio y respaldo popular, en los demás ocurre un trágico colapso. Uno tras otro ha venido cayendo la lista de los falsos magos de nuestra política vernácula. Los gurús, analistas, encuestólogos, especialistas, estrategas, articulistas, editores y políticos no son ni el remedo de la hegemonía que hasta hace poco practicaban con impudicia. Ese castillo de naipes se está derrumbando fatalmente. La gente se amarga -algunos- porque se quedaron sin referentes, porque están cayendo en cuenta que sus viejos santos no hacen milagros.

 

 

 

Pero hay que estar alertas, porque pueblos ansiosos de milagros están disponibles para cualquier espectáculo, por malo que sea. Ese es el principal peligro de los tiempos complicados. Compiten demasiados espejismos que dicen poder salvar, a bajo costo, tantos cuerpos y mentes agotados por el largo peregrinar a través de los senderos oscuros de la tiranía. ¿Se hubiese podido abreviar el camino? Esa pregunta pesa sobre millones de hombros defraudados. Empero, la respuesta, si llega, lo hará demasiado tarde.

 

 

El camino ha sido tan largo como nuestra insistencia en dejarnos guiar por falsos profetas, que ni se comprometieron con la verdad ni honraron sus promesas milagrosas. Porque solo un milagro desalojaría a este tipo de expresiones totalitarias, híbridas en su composición, indebidas hasta el extremo en su actuar, mediante un acuerdo ordenado, pacífico y ajustado a derecho. Como si fuese reversible el daño institucional. O fácil el desmantelamiento de la violencia. O la entrega de porciones de territorio y recursos a un sinnúmero de versiones de la peor delincuencia. La magia que algunos pretenden es la del “borrón y cuenta nueva”. Esa magia no existe. El camino desde aquí a la transición requiere firmeza, integridad, claridad en los consensos y mucho coraje. Los que vendan un espectáculo de abrazos y manitos agarradas son farsantes habituales. Son los Simón El Mago del socialismo del siglo XXI.

 

 

 

A veces cansa hablar de la misma farsa y de los mismos farsantes. Antes era más difícil identificarlos, pero ahora, pasado el tiempo, habiendo sufrido todas las decepciones posibles, conociendo con más precisión el talante del opresor, resulta mucho más sencillo saber quién es quién en esta parodia. Los habituales auspiciadores del tiempo perdido siguen resignados a ser los “Jolly Chimp” del socialismo del siglo XXI. Se han reducido a ser ese juguete anacrónico que, cuando le das cuerda comienza el mono a sonar los platillos, mientras exhibe su inexorable sonrisa burlona. Nuestros monos de cuerda cada cierto tiempo son sacados de sus viejas cajas para que aturdan de nuevo el oscuro y taciturno laberinto totalitario. El régimen los activa para que el jolgorio y el ruido distraigan a todos los demás de lo que parece ser su temido colapso, que luce mucho más brutal cuando nada interrumpe su gélido silencio. El régimen, porque está débil, invoca la negociación.

 

 

¿Zapatero no es acaso un farsante? ¿La cofradía que le confiere algún poder o reconocimiento no lo son también? Hablemos claro. ¡Lo son! Algo muy malo debe estar pasándonos que a pesar de saberlo le damos cuerda. Pero no hay arrestos suficientes para declararlo no grato desde el parlamento. Allí se puede apreciar, incluso con obscenidad, el hilo de la trama que mantiene al régimen en su sitio. Los que aplauden cualquier anuncio de diálogo y negociación, ¿acaso no se parecen a los tristes sacerdotes de Tlaxcallan, ávidos de la sangre de otros, inermes ante el sacrificio inútil? ¿No son todas esas imposturas de parecer sin realmente ser como el desafiante escándalo que provoca cada grano de arena del reloj que mide nuestras miserias en esta época de servidumbre? Habría que reconocer que Zapatero solamente es el más visible de todos los embaucadores que nos han tocado en suerte. Porque el coro que le canta loas, le hace la corte, le facilita su actuación, son tan culpables como el Tartufo principal. Hay algunos que creen que pueden negociar con el mal absoluto. Eso no es posible. Los que lo intentan se transforman en sus más conspicuos colaboradores, y terminan ahogados en un mar oscuro de intereses y contradicciones.

 

 

 

La verdad es otra: No existen posiciones intermedias en un conflicto tan agonal. En el medio solo ocurre una exasperante estupidez, que al final entrega las banderas de la libertad y la justicia. María Corina ha insistido en ubicarse en una posición de fuerza. “Fuerza es fuerza” ha repetido por todos los rincones del país. Desde el otro lado pitan y se burlan. Pero ella tiene razón. Como no hay plausibilidad entre un extremo y otro, porque el otro es el mal absoluto, lo único factible y debido es acumular fuerza: legitimidad, credibilidad, confianza, esperanza, y capacidad para reaccionar. Cuando habla de fuerza, no es recurrir a la violencia, como imaginan los entregados. Es mantenerse firmes en la estrategia de dejar sin piso político y social al régimen. Es ir construyendo una nueva coalición desde abajo, con nuevos consensos. Es mantener vigente la convicción de que hay una alternativa que puede dirigir la transición, bajo el supuesto de un gobierno de amplio respaldo, y que por lo tanto no es cierto que aquí no haya quien se pueda encargar del proceso. Y, por último, que la unidad es social, es ciudadana, que ya escogió al líder que debe dirigirlos en esta etapa. Esos arreglos cupulares entre quienes ya no significan nada, son una pérdida de tiempo, y otra forma de darle al régimen una bocanada de oxígeno. O por lo menos, jugarretas de tono menor, de un grupo de poder agonizante, pero con recursos que debe gastar y luego justificar. No estamos para eso.

 

 

 

Profeta es quien dice la verdad sin importar el costo. Es el que tiene el coraje de asomarse al caos y comprender las trazas de esas nuevas configuraciones. Es el que se atreve a desandar el laberinto hasta conseguirle sentido y no perdición. Ya ustedes saben quien calza apropiadamente en el concepto. La verdad, dicha con coraje, es el baremo. Porque el quiebre no es otra cosa que una ruptura irrevocable con lo que hasta ahora nos ha venido sometiendo. ¿Estamos listos?

 

 

Víctor Maldonado C

@vjmc

 

  La niña abandonada

Posted on: octubre 14th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

Las redes sociales difunden que una niña recién nacida fue abandonada en la 4ta transversal de los Palos Grandes, municipio Chacao. Quién sabe con qué nombre nació, o si a la madre, desesperada tal vez, o desolada por la imposibilidad de mantenerla, decidió no pensar en ninguna iniciativa que la transformara en un hecho singular. Para ella quedaría en su memoria como una niña, sin el molesto complemento del nombre, nada que le recordara la incómoda situación en la que tuvo que abandonarla. Las redes asumieron que una niña sin nombre conocido fue abandonada en las calles de Caracas, el mismo día y tal vez a la misma hora en que moría un ciudadano a causa de un incendio imposible de reducir porque en El Cafetal -urbanización donde ocurrió el siniestro- no había agua, ni los bomberos de la ciudad contaban con los equipos apropiados para combatirlo eficazmente. Intenté buscar más datos de la víctima, dicen que murió con su mascota, pero fue imposible conseguir más precisiones.

 

 

 

La cotidianidad está llena de tragedias. Nadie puede imaginar cuanto dolor o cuanta deshumanización pueden cargar encima los que deciden abandonar a un niño recién nacido, luego de haberlo llevado en el vientre nueve meses. Tampoco podemos saber qué fue lo que pensó en el último instante de cordura aquel que se vio entrampado en una casa llena de rejas en el instante en que una bocanada de humo lo desmayó para luego ser sometido al fuego hasta volverlo cenizas. Él y su mascota, tal vez espectadores mutuos de la insensatez de un país que no da para mucho más. Si no te enrejas eres víctima de la inseguridad. Si lo haces, eres víctima de la fatalidad de un incendio que nadie puede apagar. Eso sin sumarle al día el intenso abrazo de los que se despiden para siempre, o del que sabe que es inútil, que la batalla contra la escasez o la inflación la tiene perdida por anticipado. O la extrema perplejidad con la que se rechazan excusas oficiales tan absurdas, y en esa misma medida tan obscenas como la guerra económica, la conspiración planetaria, las sucesivas conjuras para explicar lo inexplicable, o simplemente para encubrir los resultados nefastos de una maquinaria política que se ha ensañado contra el país, que ha dejado a los ciudadanos a la buena de Dios y que se resiste a rectificar.

 

 

 

¿Cómo es posible que millones de personas se vean sometidas al hambre y a la muerte por un régimen impopular que se tiene que imponer por la fuerza pura y dura? Esta pregunta no es menor. Alude a la responsabilidad política de un amplio sistema de cooperación que, sin embargo, no cae en cuenta que sus aportes se transforman en millones de pequeñas, medianas y grandes tragedias personales que en su conjunto han transformado a Venezuela en una condición insoportable.

 

 

 

El país está sometido por una burocracia indolente. Los registros oficiales afirman que más de dos millones de venezolanos están trabajando en el sector público y, por lo tanto, son parte activa de esta calamidad de la que ni ellos mismos se pueden salvar. Ellos tienen que saber a lo que contribuyen y cuál es la matriz de ganancias y costos que le aplican a su propia vida para seguir participando o llegado el momento, renunciar.  Algunas veces nos sorprende, por ejemplo, que los que hasta hace muy poco eran jueces parciales y cínicos, ahora están pidiendo asilo en algún país que les garantice lo que aquí ya no tienen, pero sobre todo lo que nunca concedieron a sus víctimas procesales. Lo mismo ocurre con policías, efectivos militares, represores profesionales, aquellos que han perseguido a la disidencia e incluso han torturado y violado derechos. Se van porque no soportan, pero ¿tendrán conciencia de lo que han posibilitado a través de su participación hasta el momento mismo en que dejaron de hacerlo? Los que todavía no se han ido, ¿tienen claridad sobre lo que su aporte al engranaje totalitario posibilita en términos de penurias, dolor y muerte? No vengan a decir después que ellos no hacían otra cosa que su trabajo, y que por lo demás nunca se imaginaron que su participación era determinante en la suerte del país. Que nunca repararon que organizar y repartir cajas del CLAP los hacía partícipes de un sistema deliberado de exclusión y de domesticación por hambre. No cabe luego argumentar que ellos eran militares, policías o funcionarios de inmigración cuya labor no tenía como incidir en la violación de derechos. Y que no tienen nada que ver con aquel que asesinó o simplemente se excedió. No vale el argumento cuando cada uno decide ser parte de esa masa agresiva que se pasea por las calles para amedrentar y asfixiar la protesta. No es así como funciona.

 

 

 

Hannah Arendt reflexionó sobre el mal toda su vida. Al final llegó a conclusiones determinantes: “El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa”. Para ella siempre estuvo claro que, llegado el momento, solo hay dos flancos extremos sin espacios grises. O te colocas del lado de la humanidad, o te conviertes en criminal. Porque se trata de eso, de decidir qué se apoya y qué no. De plantearse hasta donde se respalda y complemente una política decidida por una cúpula atroz que se tomó el derecho de decidir unilateralmente, y prevalida de la fuerza, quien vale y quien no vale. Quién tiene la razón y quién no. Quién vale la pena y quién no. Quién es el enemigo, y quién no.

 

 

 

 

Porque el régimen, que son todos los que colaboran con el mantenimiento de esta situación, ahora ha lanzado una nueva ofensiva. Quiere controlar cada calle, determinar lo que piensa, dice y hace cada persona, para garantizarse su propia supervivencia. Esa gente que está en las bases de la política de exclusión y persecución debe saber que con lo que haga al respecto se está transformando en la esencia de la violencia ejercida contra mayoría indefensa. Luego no digan que no sabían, que no creyeron nunca en el alcance desalmado de sus pequeñas acciones. En la constitución del totalitarismo nada es poca cosa. Todas ellas cooperan en la constitución de crímenes contra la condición humana, irreversibles como el abandono de un niño, la muerte de un anciano, el hambre acumulada que nubla la mente de un escolar, o el sufrimiento insólito de la madre de un preso político. ¿Tienes hombros para resistir tanta culpa?

 

 

 

Hannah Arendt reflexiona contra la gratuita brutalidad. Advierte contra los excesos gratuitos. Contra la infamia aplicada sin medida. Por ejemplo, el que sostenía la cámara que registró el video del diputado Requesens, obviamente drogado y violado en sus garantías ciudadanas. El que raciona la comida que los familiares llevan a sus presos. El que cuida la puerta de la sala de torturas. El que resguarda los secretos. El que suple los materiales a esos centros de represión. Todos forman parte de la misma maraña de ferocidad, porque la mano del que tortura no solo recibe órdenes. También recibe el respaldo de todos aquellos que le hacen vivible la vida cotidiana. ¿Tendrá el centro de torturas el recuadro donde se coloca al empleado del mes? ¿Celebrarán cumpleaños con la torta de ocasión? Hay demasiadas cercanías cómplices para que opere un totalitarismo salvaje como el que nosotros sufrimos. Los excesos solo agravan la culpa.

 

 

 

Porque si algo es conspicuo a todo gobierno totalitario es que para permanecer debe contar con una organización de funcionarios cuya obediencia se espera. Pero la obediencia es, en si misma, un acto intensamente moral. Se obedece porque se acata. Y se acata porque se está de acuerdo. Y si bien es cierto que toda burocracia intenta deshumanizar a los hombres hasta reducirlos a asiduos funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, nadie puede negar que más allá del rol y de la obediencia prometida hay un individuo provisto de cualidades morales suficientes para entender a qué objetivos está sirviendo. No hay excusas. Arendt no concibe como válida la pueril justificación del burócrata. “En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad”. Cada uno sabe su aporte. No tiene derecho a decir que solo hacía su trabajo.

 

 

 

No hay excusas para la ruina petrolera. Allí cada trabajador puso su aporte de silencio, tolerancia y malos manejos. Igual para el resto de las empresas. Lo mismo para cada rincón de la extensa burocracia socialista. El niño abandonado, la falta de agua en Caracas, el incendio mal atendido por bomberos desprovistos, todas esas tragedias y millones más, han sido deliberadamente producidas por un régimen ampliado de colaboración en la que todos han puesto su granito de arena. Cada vez que se replicó una mentira. Cada aplauso. Cada una de las miradas complacientes. La mano que maneja la cámara. El conductor de los equipos de represión. Los que toleran un falso medico comunitario. Los que invocan falsas consignas y oyen falsas canciones. Todo aporta a un resultado tan desolador como la decisión de una madre que abandona a su hijo. Son tiempos extremos. O estas del lado que reprime, o del lado del reprimido. La desafinada desarmonía totalitaria se vale de todos. Y cuando todo esto pase, no vale invocar la excusa de la ignorancia o la insignificancia. Nadie puede dejar de saber. Ninguno es demasiada poca cosa para no aportar de un lado o del otro.

 

 

 

Victor Maldonado C

@vjmc

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El paraíso criminal y sus muñecas

Posted on: septiembre 10th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

 

 

Acabo de leer el último libro publicado por Ibéyise Pacheco. “Las muñecas de la corona” -así se llama- es una descripción novelada de la concupiscencia que viene como consecuencia de la fatal corrupción. El poder, practicado para el propio beneficio, alejado de las promesas y compromisos con el país, convertido en una vivencia de descomposición social y tramas que se entrecruzan, aprovechando para ello el telón de silencio, complicidades y represión que caracteriza a los regímenes totalitarios, sobre todo aquellos con trazas caribeñas, que han asumido la fórmula que garantiza el secretismo, proporcionado por la receta cubana. Ellos viven un mundo paralelo. Nosotros sufrimos la realidad que ellos provocan. Y esa realidad es mala y precaria, entre otras cosas, porque el mal es lo que ellos practican, y del mal no puede obtenerse algo bueno.

 

¿A qué se dedican ellos cuando no hay cadenas nacionales? Esa pregunta siempre me ha intrigado. Porque obviamente no es a gobernar, si por gobernar se entiende administrar los recursos del país para garantizar abundancia institucional y toda la libertad posible para que los ciudadanos puedan emprender fructuosamente sus proyectos de vida. Las respuestas son obvias, y los datos de la realidad son explícitos. Aun así, resulta difícil imaginar que seamos víctimas de un mal tan intenso.

Sin ahorrarnos el mal trago del darnos cuenta en qué tipo de abismo nos encontramos, la autora Ibéyise Pacheco nos va desentrañando la respuesta. Porque ser los ductores de un paraíso criminal, poder sobrevivir a las diversas expresiones de una coalición cuya única ligazón es saquear todo el tiempo que sea posible, con toda la impunidad que consigan, requiere de una dedicación a tiempo completo que, sin embargo, les deja tiempo para hacer realidad cuanto capricho les pase por la cabeza, sobre todo si se asume que el placer es parte irreductible del negocio.

 

 

 

No nos llamemos a engaños. A estas alturas todos deberíamos saber que somos el resultado de una practica tenebrosa del poder, cuyo único objetivo es el lucro, lejos, muy lejos de cualquier objetivo que se plantee un gobierno decente. El pudor republicano hace mucho tiempo dejó de estar entre las premisas del régimen, entrampado en su propia racionalidad, reducidos a mantener el poder, porque es la única forma de seguir saqueando, y mientras tanto, de seguir disfrutando de un paraíso hecho a su medida, con sus propias reglas, sus peculiares reparticiones, y esos pequeños placeres que terminan siendo parte de un sistema de suministros fundados en organizaciones delictivas, y denigradoras de la dignidad de las personas. La autora nos muestra esta vez la descomposición moral a la que puede llegarse cuando se deja de lado cualquier límite ético y se vive bajo la consigna de que “todo vale si se puede pagar”.

 

 

 

Hay dos preguntas éticas que nos pueden resultar crucial a los efectos de entender lo que nos está pasando y los alcances del daño que estamos sufriendo. ¿Son las relaciones de poder las que determinan lo bueno y lo malo? ¿Qué sabemos de nosotros mismos? No siempre resulta grato el encuentro con nosotros mismos. No siempre es cierto que haya un deslinde absoluto entre ellos y nosotros. El régimen se alimenta de muchas maneras en las riberas de los que se les oponen. Me refiero a esas sombras que nos hacen ser permisivos y transigentes. Lo que nos permite ser tan dúctiles y comprensivos con la falta de integridad, las dobles agendas de la perversidad, la escasez de lealtad, el escaso apego a proyectos compartidos, el ego excesivo que, de repente, se transforma en un demoníaco narciso, la confusión de los ingenuos y las tramas telenovelescas que pretenden finales felices, todos unidos, los buenos reafirmados por los malos arrepentidos a última hora, lo bello asociado a la virtud y lo feo vinculado al pecado, sin que se crucen esas líneas frágiles entre la ética y la estética. La realidad es más confusa. Muchas veces los venezolanos están más que dispuestos a comprar las reglas del juego que les plantea el poderoso de turno. Lo bueno, es lo que así le parezca al caudillo. Lo malo es lo que le repugne. Lo bueno es lo que nos permita pegarnos a la teta del saqueo distributivo. Lo malo es lo que me execra de esa posibilidad. Lo bueno está asociado a lo que hacen mis amigos, aunque sea malo. Lo malo es lo que hacen mis adversarios, aunque sea bueno. Los venezolanos tienen una fatal propensión a juzgar las acciones y los resultados en relación con la afinidad que tengan con los actores. Somos fanáticos del clan, y eso muchas veces nos coloca en la situación de elegir mal y vivir las consecuencias, que a veces son tan fatales como la muerte.

 

 

 

 

Lo cierto es que Ibéyise Pacheco va desgranando en su novela el efecto dominó que va descalabrando instituciones para nivelarlas al paraíso criminal donde buenos y malos apellidos, mejores y peores familias, negocios productivos y otros creados en el camino, se confabularon para apropiarse de los recursos del país y de sus riquezas, bajo la conducción de un líder negativo, su corte de bufones y falsos sacerdotes, teniendo como supuesto que cualquiera de sus caprichos solo podía significar una oportunidad para hacer ese negocito que faltaba, cobrar la comisión correspondiente y repartir al país como si fuera un despojo.

 

 

 

 

El caudillo populista cumplió el guión perfectamente. Es que no se puede esperar otra cosa del ejercicio del poder absoluto que esa descomposición total que significó su tiempo al frente del poder. Repartición irresponsable fundada en un gasto público caótico, compras que eran hechas solamente para cobrar la comisión, y por supuesto el financiamiento de esos delirios de gran líder mundial y país potencia que todos acataban simplemente porque también les tocaba lo suyo. Pero lo más sórdido fue llegar a saber que todo esto operaba como el antiguo régimen francés: las favoritas, las cercanas al lecho, eran de hecho las dueñas de la situación.

 

 

 

 

Por eso la segunda pregunta crucial es esta: ¿Qué sabemos de nosotros mismos? Porque si se es capaz de ver la propia sombra y de soportar el conocimiento de ella, estaría resuelta una pequeña parte de la tarea. Así lo dice Jung. Y en este sentido la autora del libro propone una terapia descarnada donde no se aprecia inocencia sino una gran calamidad en ese “todo vale” que a la hora de las chiquitas nos caracteriza. ¿Somos una sociedad de trasgresores? En ese mercado de compra- venta de cualquier cosa, ¿cuál es el precio que nosotros tenemos? ¿Cuál es nuestra valoración de la corrupción? ¿Son aceptables “nuestros” corruptos y detestables los “otros”? ¿Las putas son “las otras”? ¿Son buenos porque son los nuestros, o porque tienen integridad, virtud y coraje? ¿Qué papel juegan los que están en la cuerda floja? Y finalmente, en esta circunstancia llena de tantas ambigüedades ¿tiene sentido ese llamado universal a la unidad de todos? ¿Todos? ¿También los marcados por la corrupción?

 

 

 

 

Toda relación de poder es problemática. En el segundo libro de Samuel, capítulo 11, se narra la infeliz circunstancia de un rey poderoso, envanecido y arbitrario que, olvidándose de Dios, decidió apropiarse de la mujer de uno de sus más valiosos generales. David llamó a sus aposentos a Betsabé, aun conociendo que era de otro. Los acontecimientos se van desencadenando para mal. La mujer queda encinta, David no tiene cómo justificar, y Urías, así se llamaba el esposo cornudo, no dejaba ni un momento de ser fiel a su juramento como soldado. David lo mandó a matar, al ordenar que lo dejaran solo en el momento más duro de la batalla. El poder da para eso y para más si no se atiene a ciertos rangos de virtud, por demás muy difíciles de sostener. David era culpable, y así lo juzgó Dios. Pero Betsabé se prestó al juego. Lo digo porque en esta trama que tan bien describe Ibéyise Pacheco en “Las muñecas de la corona” no hay otra víctima que un país devastado en sus principios, víctima de sus propios mitos, débil frente a los estragos del poder, que una y otra vez cae víctima de espejismos de dominación, control, riqueza y placer, al final tan costosos y difíciles de contener como la arena del desierto en las manos. Por eso no queda otra alternativa que prevenirnos una vez más contra el poder absoluto, el carisma fatal del caudillo, los gobiernos extensos y los populismos irresponsables. Otro país, el otro país que ha sufrido el vértigo de este paraíso criminal, merece aprender la lección y no repetir el ciclo infernal donde al parecer ninguna trasgresión se ha ahorrado. En muchos sentidos hemos tocado fondo. El fondo moral de la absoluta confusión, de la total inversión ética, un infierno sin reglas claras, donde todo parece perdido. Tocará edificar sobre nuevas bases. ¡Lo haremos!

 

 

 

 Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

 @vjmc