4F de 1992: los demonios siguen sueltos

Posted on: febrero 12th, 2023 by Super Confirmado No Comments

Ya lo he contado otras veces. Pero me he propuesto volverlo a hacer, año a año, para que los más jóvenes escuchen. Unos días después del fallido intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, un grupo de universitarios que acudíamos con regularidad al Palacio Federal, sede del parlamento venezolano, a conversar con el senador Ramón J. Velásquez, volvimos a su despacho para escucharle.

 

 

Estábamos perturbados por las imágenes de los tanques intentado entrar a cañonazos al Palacio de Miraflores y por las fotografías de los cadáveres de jóvenes soldados tirados sobre charcos de sangre en el pavimento. Esperábamos con cierta inquietud la entrada de aquel hombre que había sido reportero, director del diario El Nacional, escritor, historiador, secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt, varias veces ministro, parlamentario, y unos meses más tarde de aquel encuentro, por razones del azar, tendría que hacer de presidente interino de la república una vez que Carlos Andrés Pérez fue desalojado de la presidencia gracias a un complot en el que participaron jefes de su propio partido.

 

 

Así que apenas el futuro presidente entró a la sala y se sentó, sin muchos preámbulos, le pregunté: “Doctor Velásquez, desde su perspectiva ¿qué significado tiene la asonada militar que acaba de ocurrir?”

 

 

Entonces, nuestro maestro, que solía tomarse su tiempo para responder, tardó un poco más de lo normal, subió el dedo índice, tomo aire como buscando las ideas en los pulmones y, con su parsimonia de siempre, nos dijo:

 

–Miren, se los voy a resumir de este modo: Alguien levantó la tapa del infierno en donde a fuerza de padecer asesinatos, torturas, carcelazos, exilios y otras persecuciones, varias generaciones de venezolanos demócratas habíamos logrado encerrar los demonios del militarismo. ¡Ahora los demonios andan sueltos otra vez!”.

 

 

Se detuvo. Pasó la vista sobre nosotros. Creo que éramos dos historiadores, un politólogo y un sociólogo.  El mayor tendría, máximo, cuarenta años, nuestras cabelleras bien pobladas, y al lado del doctor Velásquez quien caminaba hacia los ochenta, resultábamos jóvenes.

 

 

Entonces, el senador que era un hombre fuerte y memorioso tomó aire de nuevo, y mirándonos con la piedad de un médico que ofrece un diagnóstico comprometido, se preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a  encerrar?”.

 

 

La sala se quedó en silencio. La frase, para decir lo menos, me produjo un cierto escalofrío. Era otra manera de evaluar lo sucedido. Y como quien hablaba tenía la auctoritas de haber sido protagonista de la historia política del siglo XX –desde la dictadura de Juan Vicente Gómez, hasta los cuarenta años de democracia– nos tomarnos en serio la premonición.

 

 

Ramón J.,  como se le conocía en el mundillo político,  era un profundo conocedor del estamento militar, había publicado un exitoso libro  –Conversaciones imaginarias con Juan Vicente Gómez– en el que hurgaba en la sique del caudillo militar que había metido en cintura al país durante 28 años. Y como secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt había recibido la tarea de cuidar las relaciones con los uniformados. Porque, como solía afirmar, todas las semanas –todas– en la oscuridad de los cuarteles algún grupo o logia estaba tramando un golpe de estado.

 

 

Eso lo sabía muy bien Rómulo Betancourt. El primer presidente electo que logro terminar su gobierno, entre 1959 y 1963, sin que otro golpe de Estado lo sacara de juego como a Gallegos. Lo hizo a fuerza de derrotar en duras batallas, con el apoyo de los militares constitucionales, una decena de ataques armados. Unos, como El Carupanazo y El Porteñazo, 1962, manejados desde Cuba con el apoyo de la izquierda marxista que ya se preparaba para la guerrilla. Otros, como el intento de magnicidio en el Paseo Los Próceres, desde República Dominicana, con el apoyo de la Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de derecha, que encontraba en Betancourt una amenaza por su doctrina de condena a todo tipo de dictadura.

 

 

Ya caída la noche, de regreso a casa, la frase repicaba en mi cabeza como un eco persecutorio: “¿Cuántas décadas les costará a ustedes volverlos a encerrar?”: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Sin embargo, quizás para dormir bien, esa noche me dije a mí mismo que probablemente esta vez el doctor Velásquez se equivocaba. Que los militares que volvían a intentar tomar el poder por las armas, no por los votos, habían sido derrotados e irían a la cárcel. Que,  tal vez pronto, todo volvería a la normalidad democrática.

 

 

Pero, obviamente, el equivocado era yo, no él. Por estos días de febrero se están  cumpliendo 31 años del golpe del 4F y de la pregunta por el destino de los “demonios del militarismo”, como acertadamente los llamó. Han pasado un poco más de tres décadas, los aún no cuarentones que escuchábamos aquella tarde de 1992 transitamos, ahora, el trecho de los sesenta a los setenta años de edad. Algunos tenemos canas. Varios estamos en el destierro. Unos como emigrantes. Otros, como exiliados políticos.

 

 

Y –aunque igual sufrido exilios, cárceles, torturas y asesinatos–, los demócratas venezolanos del presente no hemos logrado encerrarlos de nuevo. Los demonios siguen sueltos. Danzan, como los de Yare,  gozosos en el espacio público. Los militares golpistas y sus sucesores, son otra vez —como en el perezjimenismo o el gomecismo—, dueños y jefes del país. Pero ahora de manera más delictiva. Tanto en el imaginario como en los hechos verificables, tienen mansiones, casinos, bodegones, carteles del narcotráfico, minas de oro, muchos están presos en calabozos de Estados Unidos o perseguidos por la DEA, uno que otro investigado por crímenes de lesa humanidad.

 

 

Ramón J. Velásquez sabía más por viejo que por diablo. Esa tarde de febrero tampoco se equivocó.

 

 Tulio Hernández 

Padura, Cuba y Venezuela: desilusión y cansancio histórico

Posted on: febrero 5th, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

Leonardo Padura es, sin duda alguna, uno de los grandes escritores cubanos del presente. Irrumpió en el escenario internacional en el año 2009 sorprendiendo a los lectores con El hombre que amaba los perros. Una novela que de inmediato se convirtió en internacional y arrollador éxito editorial.

 

 

La novela, que tiene como eje narrativo la acontecida historia del asesinato en México de León Trotsky a manos de Ramón Mercader, un militante comunista catalán, es en el fondo una radiografía de las miserias morales y las perversiones éticas de los regímenes comunistas y sus aparatos y métodos de represión.

 

 

Al mismo tiempo, se trata de un paseo, hecho con cierta naturalidad colateral, por las privaciones de la vida cubana en los años contemporáneos a la escritura de la novela. Una obra demoledora. Si algún lector guarda todavía alguna simpatía con las utopías comunistas, esta lectura se las pulveriza para siempre.

 

 

Padura, quien además de numerosas novelas ha escrito un excelente libro de ensayos sobre el fenómeno de la salsa –Los rostros de la salsa, se titula–, ha estado presente por estos días en el Hay Festival de Cartagena, un evento literario que año a año reúne grandes escritores de éxito internacional.

 

 

En medio del evento, la periodista Paula Rosas le ha hecho una entrevista publicada el pasado 27 de enero en  el portal de la BBC News en español. La leí con mucha atención. No solo porque desde que apareció El hombre que amaba los perros, trato de seguirle la pista como autor. También porque Padura es uno de esos casos particulares de escritores que, aun siendo críticos con el régimen, tanto en sus obras como en sus declaraciones, siguen viviendo, sin embargo, en Cuba, entran y salen con frecuencia, pero son “cuidadosos” con el tono y contenido de sus opiniones.

 

 

La entrevista contiene entre líneas ricas ideas que vale la pena resaltar porque de alguna manera iluminan zonas muy oscuras de lo que ocurre en la sociedad cubana que —por conocidas— algunas veces olvidamos y, ahora, leídas por un venezolano, nos ayudan también a comprender el agotamiento anímico que en el presente pareciera acelerar la resignación política en nuestro país.

 

 

Resalto tres. Primera: la relación oscilante entre pesimismo y optimismo. En una frase que recuerda los jugueteos verbales de su coterráneo Guillermo Cabrera Infante, Padura ante una pregunta de la periodista declara: “Yo, los lunes, los miércoles y los viernes, soy optimista. Los martes, los jueves y los sábados, soy pesimista. Y los domingos descanso. ¡Hay días en que creo que es posible y días que siento que es imposible!”. Al cambio político, obviamente, se refiere.

 

 

Y, allí, entra la segunda idea que quiero resaltar, la del control social. “En los sistemas socialistas, el control es una realidad, una práctica sistémica”, advierte. El control social de alguna manera marca el ritmo optimismo-pesimismo. Para ilustrar el optimismo, recuerda las protestas del 11 de julio de 2021, que llenaron de esperanzas a los cubanos ante un posible cambio —una apertura democrática— del régimen. Y paso seguido advierte el pesimismo que se ha generado luego de que las protestas fueron controladas, muchos participantes detenidos, procesados y condenados con penas descomunales que sintetizan la advertencia: “Si esto vuelve a ocurrir, mira lo que le pasó a los que ya lo hicieron”.

 

 

Entonces, continúa Padura, sobrevino una ola de desencanto y de pesimismo que ha generado la más grande crisis migratoria ocurrida después de la revolución. Ya han salido de la isla un cuarto de millón de cubanos. “Es una sangría que no para, porque la gente ya no confía en que las cosas pueden mejorar en un sentido social, en un sentido general, y están buscando soluciones individuales para sus necesidades”, agrega el entrevistado.

 

 

Y allí llegamos a la idea, la tercera en mi subrayado, del “cansancio histórico”, manejada por su personaje recurrente Miguel Conde en La neblina de ayer. El cansancio de “vivir en la historia” y la necesidad de vivir en la normalidad. Es decir, pasar de vivir en medio de movimientos supuestamente trascendentales —revoluciones, contrarrevoluciones, invasiones, exilios, migraciones, resistencias, represiones— a vivir con un mínimo de sosiego interior y exterior.

 

 

Y esa necesidad de normalidad tiene diversas expresiones, es mi interpretación de lector.

 

 

En un extremo, la práctica resignada de la autocensura para no complicarse la vida personal. “Uno de los procesos intelectuales más lamentables a las que se puede ver sometido un artista, porque asumes el papel de los verdugos”, señala Padura. Proceso que explica por qué “cuando el escritor tiene que realizar su obra a través de una institución cubana, no le queda otra que asumir, por lo general, una actitud de autocensura”.

 

 

En el otro extremo está la catarsis, la evidencia de que la gente en Cuba “haga tantas fiestas, consuma tanta música y, si pueden, traten de beber al menos un día todo el ron o la cerveza o cualquier cosa que aparezca”. Fenómeno que explica con una frase que me parece reveladora, “es que la gente necesita estar un ratito en estado de la felicidad”.

 

 

Los venezolanos sabemos exactamente qué significa el “cansancio histórico”. El drama que padecemos, ya casi por un cuarto de siglo, corresponde a un guion escrito a varias manos bajo la dirección de un dramaturgo cubano rojo. Conocemos en carne propia las ansias de normalidad, hoy vivimos la huida hacia las salidas individuales porque añoramos la necesidad de estar “aunque sea un ratito” en la felicidad. Y, algunos, seguimos atentamente las explicaciones de los cubanos lúcidos, porque —aunque no estamos en un modelo comunista— mientras ellos vienen, nosotros vamos. Ellos comenzaron en 1959. Nosotros en 1999. Solo nos faltan cuarenta años para alcanzarlos.

 

 

Pero quizás, para no perder la esperanza, debemos entender que la mejor explicación de Padura es que los cubanos han vivido tanto –tanto, tanto– en la historia, que ya necesitan, dice,  “salir de la historia y entrar en una coherencia que no hemos logrado tener”. Los venezolanos, también.

 

 

La entrevista a Leonardo Padura nos deja al final el amargo sabor de lo que ya estamos viviendo en Venezuela: una sociedad que vive rumiando amargura pero tiene que refugiarse en las pequeñas felicidades personales. No es para menos. El escritor que arriba a la edad de  sesenta y ocho años desde los cuatro ha vivido en medio del “castro comunismo”.

 

 

Sin embargo, en un arrebato de esperanza, Padura cobra aliento y concluye: “Creo que habría que tener una actitud mucho más agresiva y, aunque la palabra esté bastante manida, utilizada y hasta devaluada, habría que tener una actitud revolucionaria, porque la revolución puede darle una vuelta a las cosas”.

 

 

Artículo publicado en el diario Frontera Viva

¿Dios es redondo; los derechos humanos, cuadrados?

Posted on: noviembre 27th, 2022 by Super Confirmado No Comments

 

 

Cualquiera que sea nuestra posición personal frente a los derechos humanos, la mayoría de los habitantes del planeta seguiremos el Mundial de Fútbol. Según los datos oficiales, 5.000 millones de los 8.000 millones que ya somos en los 5 continentes, nos sentaremos frente a la pantalla y una vez que el árbitro principal suene el silbato en Qatar la emoción que despierta este deporte –el más globalizado, mediático y deseado del planeta– se habrá desatado sin contención.

 

 

Muchos, como ya lo hemos visto en las canchas, a la usanza de la selección alemana, persistirán en la denuncia a las discriminaciones del régimen qatarí a la comunidad LGTB, en el número de muertes de inmigrantes sobre los que se edificaron los grandes estadios, y seguramente en la ausencia de democracia. Otros, como el seleccionado iraní, se habrán negado a cantar el Himno Nacional en solidaridad con las protestas que sacuden ese país teocrático. Pero como en aquella famosa película de Bob Fosse, el show debe continuar. Y el del fútbol aún más.

 

 

Los datos hablan claramente de las fuerzas que movilizan los Mundiales de Fútbol. No solo en número de visitantes y espectadores. También en los 2.640 millones de dólares que le dejará de ganancias a la FIFA, y los 20.000 millones al país organizador. A lo que debemos añadir los grandes intereses políticos y geopolíticos que se mueven a su alrededor. Pero, también, cuando son realizados en medio de dictaduras y países autoritarios, en la propagación de la crítica y actos simbólicos de protesta.

 

 

Para la política nada humano le es ajeno y en el deporte, que ha tratado muchas veces de pasar como neutral, los campos de juego son también un territorio de batalla. El cine lo ha documentado con precisión.  En El héroe de Berlín, en inglés Race, Stephen Hopkin recrea el proceso mediante el cual Jesse Owens, luego de que Estados Unidos decide competir en los Juego Olímpicos de 1936, que tienen lugar en la Alemania sometida por los nazis, hace trizas con la tesis de la supremacía racial aria, obteniendo cuatro medallas de oro. Una proeza que no solo realizaba un estadounidense sino un afroamericano. Doble humillación para el Führer y el racismo nazi fascista.

 

 

La primera Copa del Mundo que obtuvo Argentina, en el Mundial de 1978, quedó manchada para siempre por el hecho de que fue ganada bajo una de las peores dictaduras que se haya conocido en el Cono Sur. Detrás del trofeo y los goles de Mario Alberto Kempes, el héroe de entonces, se ocultaban –todos los sabían– asesinatos, desapariciones, torturas, crímenes de lesa humanidad. Los 30.000 desaparecidos, denunciado luego por la Comisión de la Verdad que dirigió Ernesto Sábato, estuvieron por esos días más desaparecidos que nunca.

 

 

Pero, siempre, no importa el contexto político, el espectáculo termina por imponerse. Los visitantes por ir a lo suyo: a disfrutar de lo que ocurre en las calles y en las ciudades anfitrionas. Los equipos a tratar de ganarse el premio mayor. Las empresas tanto las televisivas como las especializadas en materiales deportivos, a tratar de hacer las mayores ganancias posibles. Y los escritores y periodistas a hacer las mejores crónicas o narraciones posibles.

 

 

Porque ese es otro de los rasgos del fútbol: los relatos épicos que genera. Y no solamente los de los locutores que, desde la era de la radio hasta el presente, han creado unas formas verbales híbridas entre la gran literatura, el amarillismo, la teatralidad extrema y las descripciones taxonómicas. Grandes escritores de literatura de ficción, como Juan Villoro son también conocidos por su capacidad para hacer del fútbol materia prima de la escritura. El nombre de uno de sus libros, Dios es redondo, es una potente metáfora, que sintetiza el poder deslumbrante de este deporte que cada cuatro años logra paralizar el planeta por unas cuantas semanas.

 

 

Juan Nuño, un filósofo venezolano de origen español, sostenía que la gran emocionalidad que el fútbol suscita deviene del hecho de que el tiempo de lo que ocurre en la cancha es el mismo tiempo de la realidad. Del que ocurre en la calle. El final del juego es la muerte.

 

 

A diferencia del beisbol, por ejemplo, en donde nadie sabe cuánto va a durar un juego y el tiempo es creado como por arte de magia cuando el pitcher pisa el box –el tiempo se alarga y se encoge como una goma elástica–, el del fútbol, salvo uno que otro descuento, es como el de la vida misma, cuando se acaba ya está.

 

 

Igual allí queda el dilema. Recordaremos que Rod Stewart rechazó 10 millones de dólares para no hacerse cómplices del autoritarismo que marca a Qatar. Pero allí estaba Maluma para sustituirlo. Que los jugadores europeos amenazaron con usar un brazalete de protesta, pero allí estaba la FIFA cual gendarme oneroso para impedirlo. Que muchos países ya están pensando seriamente en abandonar una organización, la FIFA, no solo famosa por corrupta sino ahora por represiva. Y que hasta un ministro alemán sostuvo que una imbecilidad humana haber elegido Qatar como sede.

 

 

Al final en el mundo los derechos humanos están marcados por avances y retrocesos. Por quienes solo creen en ellos de acuerdo con sus conveniencias y quienes los consideran base fundamental para el desarrollo humano. La hipocresía, los intereses geopolíticos y el relativismo los asedian. Los sabemos los venezolanos que hemos presenciado como líderes y países que presumen de demócratas -AMLO en México, Morales en Bolivia, la izquierda uruguaya– han terminado apoyando los gobiernos criminales de Nicolás Maduro y Daniel Ortega, sin necesidad de acudir a la FIFA.

 

 

Quizás Dios es redondo y los derechos humanos cuadrados. Por eso ruedan menos.

 

 

Artículo publicado en el diario Frontera Viva

 

 Tulio Hernández

Lecciones y advertencias de las elecciones presidenciales brasileñas

Posted on: octubre 16th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

Primera: ningún candidato es aprobado ni siquiera por la mayoría simple. Se repitió el domingo en Brasil un patrón de conducta colectiva de las últimas cinco elecciones presidenciales realizadas en América del Sur: Ecuador, Perú y Chile (2021), Colombia y ahora Brasil (2022). En las cinco, todos los nuevos presidentes han sido electos en una segunda vuelta, luego de un forcejeo, casi un empate técnico en la primera, con su adversario principal. Es decir, los nuevos gobernantes de estas repúblicas latinoamericanas, son de alguna manera presidentes carenciales, deficitarios, que no logran concitar apoyos contundentes y mayoritarios, ni siquiera de la mitad más uno de la población.

 

 

Segunda: los resultados ratifican que estamos en sociedades drásticamente polarizadas en extremos radicales. Los dos candidatos brasileños, ambos expresidentes, no solo representan a bloques inmensos de ciudadanos —57 millones Lula, 51 Bolsonaro— sino concepciones del poder, la política y la moral absolutamente opuestas.

 

 

No hay puntos medios. Lula, socialista, activista político, desde muy joven, formado en el sindicalismo, con gran raigambre urbana, afiliado al Partido de los Trabajadores (PT) y, aunque muy diferente a Ortega y Maduro en sus convicciones democráticas, a su vez miembro fundador de la Internacional de izquierdas electorales, pero pro cubanas, que fue conocida a comienzos del presente siglo como “marea rosada”.

 

 

Bolsonaro, exmilitar, formado en el orden prusiano de los cuarteles, incorporado a la política ya con cierta edad, militarista, de derecha radical, conservador, con fuerte apoyo rural y de las iglesias evangélicas, opositor radical de las ideas progresistas en diversidad sexual, respeto a las minorías étnicas y la conservación ecológica del ambiente.

 

 

Más o menos como en Colombia en donde un candidato, Gustavo Petro, exguerrillero del M-19, socialista, admirador de Hugo Chávez y enemigo abierto de Uribe, promotor del proceso de paz a cualquier precio y de una reforma agraria profunda, una reforma tributaria implacable, y el respeto a los derechos de las minorías étnicas y la conservación del ambiente,  terminó también casi cabeza a cabeza, con un outsider, Rodolfo Hernández, representante ambiguo de la tradición derechista, con gran peso del caudillismo rural, apoyado a última hora por las familias tradicionales que desde hace décadas gobiernan su país, que en el fondo representaba más que un proyecto de derecha, el rechazo y el miedo a la aureola castro-chavista del candidato de la izquierda. El aceite y el agua. Los carnívoros y los veganos.

 

 

Tercera: no hay (aún) espacio para los moderados ni para considerar los proyectos políticos. El hecho de que prácticamente la misma población que votó al PT para gobernar Brasil por trece años consecutivos haya llevado luego con similar profundo entusiasmo a su opositor Bolsonaro a la presidencia, y ahora un porcentaje nada despreciable siga creyendo en él, muestra que los ciudadanos se mueven entre extremos coyunturales y no entre proyectos políticos, ideas de gobierno claras e identidades políticas estables. Que votan “en contra”, no “a favor”, por el candidato que menos miedos les produce. Como en Perú, donde un chiste cruel decía que optar entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori era como hacerlo entre el cáncer con sombrero y el cáncer sin sombrero.

 

 

Porque, además, no surgen, y cuando surgen no convencen, candidatos o movimientos moderados, socialdemócratas, demócratacristianos, lo que en algunos lugares se llama “el centro”: intelectuales de formación sólida y estadistas de altura, como en otros tiempos lo representaron Fernando Henrique Cardoso en Brasil, Ricardo Lagos en Chile, Rómulo Betancourt en Venezuela, Felipe González en España y los mismos Julio María Sanguinetti y José Mujica en Uruguay.

 

 

Los nuevos liderazgos están marcados por la emocionalidad redentora a lo Chávez, émulo de Evita Perón; el histrionismo contagiosamente histérico, a la manera de Cristina Kirchner o Rafael Correa; la vocación exultantemente juvenil, antisistema, pero con pies de barro, de figuras como Gabriel Boric; el carisma personalista —mitad gerencial millennial, mitad policial implacable modelo Rambo— cual Nayib Bukele, o la restauración con pistola en el cinto de “la moral y el orden”, a lo macho revanchista, como Bolsonaro.

 

 

Cuarta: el fracaso y la corrupción como lugar común. Es el telón de fondo de todo este cuento. En la historia reciente suramericana no hay un solo presidente que haya salido triunfante del ejercicio del poder. Por eso la batalla electoral en Brasil es entre dos grandes fracasos. El PT salió del poder cuestionado por las mayorías. Lula de la presidencia a un calabozo donde estuvo encerrado 19 meses acusado de corrupción. Y Bolsonaro, a pesar de tener todo el aparato de Estado en sus ventajistas manos, lo ha hecho tan mal que tampoco logró la mayoría.

 

 

Piñera terminó con las tablas en la cabeza flotando en el Pacífico gracias al salvavidas de una Constituyente. Cristina Kirchner vive con la espada de Damocles de la justicia argentina pendiendo sobre su siempre bien cuidada cabellera. Correa es un correcaminos que anda por el mundo huyendo de la justicia ecuatoriana. En Perú cambian de presidente con tanta frecuencia como de camisas: la mayoría, como Fujimori, terminan en la cárcel. Salvo en Venezuela y Nicaragua, donde sus presidentes, gracias a sus aparatos de terror, esperan entregar el poder —como se lee en las ceremonias maritales— “solo cuando la muerte los separe”, los electores acusan en sus decisiones la desilusión que les producen gobernantes y gobiernos incapaces de escucharlos y resolver sus mínimos problemas. La política aguarda por un cambio profundo que no produzca más pobreza ni ahuyente a la población, como los de Maduro y Ortega, pero ni la derecha ni la izquierda, términos cada vez menos útiles y diferenciadores, se lo ofrecen.

 

 

Y, quinta: por lo menos se salvan los sistemas electorales. La confianza que transmitió el tribunal electoral brasileño fue impecable. Tanto como la celeridad en la presentación de los datos en un país de más de 200 millones de ciudadanos. Ninguno de los candidatos puso en cuestión los resultados.

 

 

Y ese es otro rasgo común de las elecciones recientes en los países suramericanos. La confianza en el árbitro electoral. Confianza que quedó confirmada en Colombia, donde todos, a pesar del factor sorpresa de última hora en el segundo lugar, aceptaron sin quejas los resultados. Más aún en Chile, donde Piñera felicitó al nuevo presidente incluso antes de que se le declarara jefe de gobierno electo oficialmente. Y, pocos meses después, el mismo árbitro electoral ratificaba la derrota aplastante de la opción Apruebo, es decir, la derrota de Boric, en el plebiscito para aprobar o no la nueva Constitución.

 

 

Salvo, de nuevo, Nicaragua y Venezuela, territorios de la barbarie militarista premoderna, al menos en los demás países latinoamericanos tenemos como ganancia unos sistemas electorales que nos ayudan a prevenir golpes de Estado y abren la posibilidad, como en Chile, de que la sociedad se exprese y resuelva pacíficamente sus conflictos. Al menos una teníamos que ganar.

 

 

Tulio Hernández

 

Artículo publicado en Frontera Viva

Además del terrorismo, ¿qué une al chavismo con Irán?

Posted on: septiembre 6th, 2022 by Maria Andrea No Comments

La pregunta viene al caso porque cultural y geopolíticamente hablando Venezuela nada o muy poco tiene que ver con Irán como pueblo y cultura. Ni política ni religiosamente con la República Islámica de Irán. Todo lo contrario. Nada más lejano, extraño y hasta opuesto, a los valores bolivarianos que supuestamente animan al proyecto del “socialismo del siglo XXI” —valores occidentales, sustentados en la ética cristiana, y los principios de la ilustración y la Revolución francesa— que los dogmas de los ayatolás iraníes.

 

 

Y, sin embargo, prácticamente desde el mismo momento en que Hugo Chávez inició el primero de sus cuatro períodos consecutivos de gobierno, junto a Cuba y Rusia, uno de los países que mayor injerencia ha tenido y mayor provecho ha sacado de Venezuela es, sin duda alguna, la República Islámica de Irán.

 

 

Y el jefe de Estado que durante más tiempo consecutivo ha permanecido en Caracas asesorando al gobierno venezolano no ha sido Fidel Castro, como podríamos suponerlo, sino Mahmud Ahmadineyad, quien manejaba personalmente los intereses de Irán en Venezuela. Como mi oficina, antes de salir al exilio, estaba por un tiempo en la avenida Casanova, recuerdo haberlo visto pasar con frecuencia saliendo del Hotel Meliá Caracas, en cuya suite presidencial residía, a bordo de una camioneta descapotable desde la que se exhibía impúdicamente como un Rey Momo en Carnaval.

 

 

Las relaciones con Irán siempre han estado arropadas, desde el comienzo, por un manto de misterio. Aunque también por muchas evidencias inocultables. Cuando aún quedaban resquicios de prensa libre en Venezuela, se reseñaba con insistencia la realización de un vuelo diario Teherán-Caracas que arribaba a Maiquetía prácticamente sin pasajeros, o con muy pocos, que no entraban al país por las aduanas normales, sino por accesos privados especialmente habilitados para ellos.

 

 

La prensa reseñaba también contratos estrambóticos como el de la construcción de 50.000 viviendas con tecnología iraní, anunciada con bombos y platillos, en una visita realizada en el año 2010, por Hugo Chávez, en conjunto con Ali Nikzad, ministro de Vivienda de la teocracia, para resolver “de una vez por todas” el déficit de viviendas en Venezuela. Que obviamente no se resolvió.

 

 

También ha llamado poderosamente la atención el interés excesivo de Maduro y su gobierno por expresar apoyo público a Bashar al-Assad en una guerra civil tan distante, cruenta y ajena a nuestra geopolítica como la que viene ocurriendo en Siria. Igual que las relaciones de apoyo mutuo con los grupos terroristas Al Qaeda y Hezbolá.

 

 

Pero apenas los especialistas comienzan a buscar explicaciones, aparece de nuevo, como telón de fondo, la teocracia iraní. Para muestra un botón, dicen. Hezbolá, o Hezbollah, en su expresión menos castellanizada, que significa “Partido de Dios” ­—un movimiento terrorista que ha alcanzado fama planetaria por el uso de carros bomba, secuestro de personas y aviones de pasajeros, asesinatos de secuestrados y colocación de explosivos en lugares públicos— es una organización musulmana chií, la mayoría religiosa del Líbano, fundada en 1982, como respuesta a la intervención israelí de ese momento.

 

 

Sus miembros fueron a su vez entrenados, organizados y dirigidos por agentes de la Guardia Revolucionaria iraní, organismo del cual, para que hilemos fino, fue jefe principal Ahmadineyad. Hezbolá, para nadie es un secreto, efectivamente aún recibe armas, capacitación y apoyo financiero de Irán​. Y una vez que terminó la Guerra Civil Libanesa, comenzó a recibir apoyo sirio. De hecho, ​el apoyo militar de Irán al presidente Bashar al-Assad en la Guerra Civil siria ha sido mediante el envío de milicianos de Hezbolá que combaten junto a los soldados sirios.

 

 

No hay misterio: la razón por la que Maduro apoya a Hezbolá, y ambos —Maduro y Hezbolá— apoyan a Bashar al-Assad en su guerra civil, una guerra que ya ha consumido más de 250.000 vidas, está absolutamente explicada porque ambas cúpulas políticas, la venezolana y la libanesa, dependen en grande del apoyo iraní.

 

 

La relación de Hezbolá con el gobierno de Maduro se hizo notoria y pública el 25 de enero del año 2019, cuando, después de la juramentación del presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como presidente interino de Venezuela, una delegación de terroristas miembros de la organización visitó la sede de la Embajada de Venezuela en Beirut para ratificar su apoyo a Maduro, el presidente usurpador. Como si de un gobierno autorizado se tratara, condenaron el supuesto intento de magnicidio con drones que el presidente espurio venezolano y su equipo de comunicaciones había convertido en un espectáculo mediático y ofrecieron su apoyo militar si fuese necesario.

 

 

A propósito de este negocio, la revista colombiana Semana, en su edición del 21.10.2010, reseñaba: “Con la llegada del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, a la jefatura del gobierno en 2005, esta relación se ha estrechado, tanto ideológicamente como en el sector económico, con cerca de US$5.000 millones de intercambio comercial”. A favor de Irán, por supuesto.

 

 

No por casualidad una voz respetable y de alta credibilidad como la de monseñor Mario Moronta, obispo de la Diócesis de San Cristóbal, viene alertando que “Irán convierte a Venezuela en base de operaciones sin resistencia alguna” y, de modo más preciso, en declaraciones ofrecidas al portal Infobae, el 19 de noviembre de 2020, concluye que “a los iraníes no les interesa tanto como a otras naciones los recursos venezolanos, sino fijar una base estratégica de carácter geopolítico”. Más claro, ni el canto de un gallo.

 

 

 Tulio Hernández

 

Artículo publicado en Frontera Viva

¿Un enclave islámico dentro del territorio nacional?

Posted on: agosto 28th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

 

La ausencia de transparencia ha sido uno de los rasgos decisivos del régimen autodenominado “Socialismo del siglo XXI”.  El ocultamiento –ya sea de las cifras reales de la economía, el número de homicidios por cada 100.000 habitantes, los asesinatos cometidos por las fuerzas de seguridad, el envío de dinero a partidos aliados en el extranjero para sus campañas electorales o, simplemente, de los datos de la corrupción– ha sido una constante en abierta violación a lo que la Constitución y las leyes establecen como deber de rendición de cuentas de los gobernantes. Práctica esta, el ocultamiento, que ha sido denunciado por diversas ONG y organismos internacionales que han tenido que ocuparse de buscar datos e informaciones que el gobierno enmascara o simplemente omite de manera sistemática.

 

 

Incluso la enfermedad terminal de Hugo Chávez, a partir de 2011, fue objeto de un largo melodrama que la mantuvo oculta, la negó, persiguieron a médicos y periodistas que la informaban y hasta el propio enfermo llegó a reportar oficialmente la supuesta curación definitiva que la realidad, casi de inmediato, se encargó de desmentir.

 

 

Cada cierto tiempo surge un nuevo escándalo o noticia que el gobierno, primero, ignora o niega, para después aceptarla y reconocerla. La más reciente es el negocio, de nuevo hecho de espaldas a los ciudadanos, que representaría la entrega de vastas áreas del país a la República Islámica de Irán. Una operación que es, primero, oscura, peligrosa y una grave amenaza para la seguridad y la soberanía nacional que, de partida, no hay que ser especialista para saberlo, viola el artículo 13 de la Constitución, que establece con claridad meridiana que “el territorio no podrá ser jamás cedido, traspasado, arrendado ni, en forma alguna, enajenado, ni aun temporal o parcialmente, a Estados extranjeros u otros sujetos de derecho internacional”.

 

 

Ya solo este artículo descalifica la operación y la pone al borde de la ley. Pero como bien lo explica el internacionalista y profesor de la UCAB Adolfo Salgueiro, en una columna publicada en El Nacional con el título “Negocio con Irán viola el derecho ciudadano a la transparencia”, hay un segundo elemento que oscurece la operación: el silencio. Aunque la noticia tiene varias semanas corriendo, el gobierno no se ha detenido a informar ni siquiera las condiciones generales de un tema tan delicado. Se viola de ese modo otro artículo, el 141 de la Constitución, que dispone que “la administración pública está al servicio de los ciudadanos y ciudadanas, y se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad…”.

 

 

Muchas otras sospechas suscita entre los expertos en geopolítica internacional esta nueva injerencia de un país del bloque Eurasia y que se esté cediendo territorio sin tener garantías de que en él se van a desarrollar actividades pacíficas y de interés. Y, conociendo la tradición belicista y la condición de Estado teocrático de la República Islámica de Irán, junto a la experiencia autoritaria de gobernantes terroristas como Ahmadinejad, que tanto influyeron sobre Hugo Chávez y han sido base de apoyo de Maduro, hay razones para pensar que nada bueno puede haber detrás de esa negociación.

 

 

Venezuela, en el afán de sus gobernantes de mantenerse por la fuerza en el poder, se va convirtiendo cada vez más en una pieza del nuevo ajedrez político internacional en el que juegan gobiernos genocidas como el de Putin en Rusia y armamentista como el de los ayatolás en Irán. Lo de Miraflores es una provocación profunda, impúdica, a las democracias occidentales y una punta de lanza para gobiernos atrasados, premodernos y nada democráticos.

 

 

Como dice Salgueiro, los ciudadanos tenemos derecho a solicitar que se nos informe cuál es la ubicación de los terrenos objeto de la negociación, que se aclare quiénes son sus propietarios o si son tierras fiscales; y, de ser propiedad privada, habrá que saber si se cuenta con la anuencia de los dueños o si se iniciará un procedimiento de expropiación. Nada de lo anterior ha sido explicado. Como tampoco ha sido explicado lo del avión iraní, de matrícula venezolana, detenido en Argentina junto con tripulantes de ambos países.

 

 

 Tulio Hernández

Artículo publicado en el diario Frontera Viva

La espada que se arrastra por América Latina

Posted on: agosto 14th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

Durante mucho tiempo, podríamos decir que, durante casi dos siglos, la espada de Simón Bolívar había sido un objeto casi sagrado que resumía la veneración cívica por el prócer de la Independencia. La entrega de su réplica era uno de los mayores honores que podían ofrecer en la República.

 

 

Hasta que llegó Hugo Chávez a la presidencia de la República con su estilo populista, y su propensión de jeque saudita, a regalar las riquezas patrias. La espada –o por lo menos sus réplicas– ha sido convertida en una baratija tan fácil de obtener como las la de Luke Skywalker, el brillante guerrero de La guerra de las galaxias o la del Zorro, el enmascarado justiciero del sur de Nuevo México.

 

 

De seguir así, las réplicas de la espada de Bolívar –la que recibió como regalo luego de la Independencia del Perú, hecha de una vaina de oro macizo de 18 kilates, que lleva en la empuñadura diamantes, rubíes y esmeraldas–, pronto se podrá adquirir en Amazon, o en las tiendas de disfraces para el Carnaval, y los jerarcas chavistas cobrarán los royalties correspondientes.

 

 

Es cierto que la tradición de otorgar réplicas de la espada de Bolívar a estadistas y otros personajes destacados que visitaban a Venezuela comenzó antes. Pero desde que Chávez inició su gestión de gobierno, el dislate de regalarle a cualquiera una réplica de la espada le ha arrebatado su valor simbólico de reconocimiento excelso a un buen amigo de Venezuela o a alguien que ha realizado una labor extraordinaria por la democracia y la libertad.

 

 

No solo ha entregado muchas réplicas. Sino que, en abierta negación a la gesta libertaria de Bolívar, se la ha entregado a maestros de la tiranía y del terrorismo internacional como Muamar Gadafi, quien desgraciadamente murió asesinado con su propia medicina. A presidentes de naturaleza obviamente tiránica y antidemocrática como Vladimir Putin y Raúl Castro. A tiranos sangrientos y crueles como Daniel Ortega. Igual a Robert Mugabe, el hombre que sometió durante treinta años a Zimbabue. Y a Bashar al-Ásad, el jefe militar que desde hace largos años desangra a Siria en una guerra civil que pudo haberse contenido.

 

 

Por supuesto que todo el grupo de presidentes que formaron su combo de alabanzas durante la llamada “marea rosada” recibió el souvenir: Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Lula Da Silva, Leonel Fernández.

 

 

Pero, es justo recordar que la prostitución de la espada de Bolívar, convertida en fetiche histórico, la habían iniciado años antes las fuerzas guerrilleras del M-19 cuando se robaron otro ejemplar, distinto al de Caracas, que reposaba en la apacible Casa de Bolívar ubicada en el centro de Bogotá.

 

 

La espada fue recuperada en 1999, pero el M-19 nunca se hizo responsable por la vaina, ni por los espolines del Libertador que aún hoy se hallan desaparecidos. Y desde entonces la espada reposa fuertemente custodiada en las bóvedas del Banco de la República en Bogotá.

 

 

Lo chistoso, como dicen los colombianos de este robo, es que Sebastían Marroquín, como se conoce al primógenito de Pablo Escobar, ha mostrado en Instagram una foto de su infancia en la que se le ve posando con la espada original que, se supone, el M-19 le había llevado a su padre, el capo terrorista, quien soñaba con la grandeza eterna de tenerla en sus manos.

 

 

Hugo Chávez, hombre de poder y alucinaciones como Escobar, tampoco cedió al hechizo fetichista de la espada libertadora. El periodista colombiano Nelson Freddy Padilla cuenta en una crónica publicada en El Espectador, el 13 de febrero de 2010, cómo durante una entrevista que le hizo a Chávez, entonces candidato presidencial, este se puso de pie e improvisó un discurso de media hora, frente a un óleo donde Simón Bolívar luce el arma, en el que aseguró que empuñaría esa espada –entonces en manos del Banco Central de Venezuela– para “liberar a Venezuela de la oligarquía”.

 

 

Lo peor, dice el periodista, es que lo cumplió. En febrero de ese año exhibió en público la espada, admitió que la hizo sacar de la bóveda porque no soportaba más la tentación de tenerla consigo, y en un acto público la levantó para tomarles juramento a 2.400 jóvenes reunidos para condenar las crecientes marchas estudiantiles de entonces en su contra. Levantó la espada y exclamó: “Si nos buscan por el camino de las armas, aquí estamos con la espada de Bolívar dispuestos a abrirnos por la revolución”.

 

 

El manoseo proselitista de la espada pone en el mismo nivel la represión a unas manifestaciones de protestas estudiantiles con las batallas de Carabobo o Pichincha, fue el inicio de la degradación total del símbolo. La espada le fue otorgada a un grupo de trabajadores de Corpoelec que, según el gobierno, había dado una gran batalla contra el sabotaje de la red eléctrica. También la recibieron decenas de funcionarios que habían sido sancionados por Estados Unidos. Héroes en la guerra contra el imperialismo, fueron declarados.

 

 

Tarek William Saab, en ese entonces defensor del pueblo y ahora fiscal designado por la Asamblea Nacional Constituyente; Elías Jaua, exministro de Relaciones Exteriores; Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral; y Néstor Reverol, ministro de Interior, entre otros funcionarios prófugos de la justicia internacional recibieron el mismo tratamiento, la misma distinción, que Nelson Mandela.

 

 

Pero la degradación mayor, el arribo al grado cero del valor histórico de un símbolo, ya ni siquiera lo entrega el presidente de la República. El pasado 23 de febrero, en San Antonio del Táchira, ciudad frontera con Colombia, Freddy Bernal le entregó otra réplica más de la espada prostituida al presidente de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), Diosdado Cabello, como reconocimiento, perdónenme una carcajada, a su conducta heroica al dirigir el bloqueo de la entrada de la ayuda humanitaria a Venezuela, el pasado 23 de enero de 2019.

 

 

No parecía un acto oficial. Semejaba una ópera bufa. Un sketch de aficionados. Ya nadie grita, con ritmo de consigna: “Alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”. Ahora la pobre espada, devaluada, prostituida, manoseada, ya no camina. Se arrastra por América Latina.

 

Tulio Hernández

Este artículo fue publicado por primera vez el 4 de marzo de 2020 en Frontera Viva

Los embajadores rusos sí tienen quien los pinte

Posted on: mayo 26th, 2022 by Laura Espinoza No Comments

 

 

La imagen de Sergey Andreev , el embajador ruso en Polonia, con los ojos cerrados como si estuviese llorando y el rostro absolutamente embadurnado de pintura roja, con la que abrió en primera plana, el martes pasado, El Tiempo de Bogotá, y otros diarios del mundo, será recordada, estoy casi seguro, como uno de los símbolos más contundentes del descontento, o la perturbación,  mundial que ha generado la invasión genocida  de Putin y su ejército a la República ucraniana. Algo muy parecido a lo que generó en los años 1960 el movimiento pacifista en contra de la invasión estadounidense a Vietnam.

 

 

El ministro de Exteriores polaco, Zbigniew Rau, calificó el incidente como “muy deplorable“, es lo que recoge la prensa.  Y le ha recordado a los polacos que los diplomáticos gozan de una protección especial “sin importar las políticas buscadas por los gobiernos a los que representan”.

 

 

Pero ya era tarde. El incidente, extremadamente violento, ocurrió en un cementerio adonde el embajador ruso y su comitiva  habían acudido a celebrar el “Dia de la Victoria” depositando flores en el cementerio de Varsovia, donde reposan los restos de soldados del ejército soviético que hace exactamente 77 años, en la Segunda Guerra Mundial, lucharon para derrotar el ejército nazi.

 

 

Para entender lo que el lugar significa para los rusos hay que recordar que el cementerio-mausoleo de los soldados soviéticos ocupa 19 hectáreas de Varsovia y se estableció poco después del final de la Segunda Guerra Mundial para albergar los restos de más de 20.000 soldados del Ejército Rojo muertos entre 1944 y 1945.

 

 

Pero todo cambió. De ejército libertario, el soviético, es visto ahora por una buena parte de los polacos como un ejército asesino y la rusofobia ha ido en aumento. Tal como lo cuenta El Tiempo, frente a las representaciones diplomáticas de Varsovia y Cracovia, donde hay un Consulado ruso, son cada vez más frecuente los grafitis  contra la invasión de Ucrania, y las pancartas y carteles que representan a Vladimir Putin como un engendro o una clonación de Hitler.

 

 

El odio va in crescendo. Los manifestantes no solo bañaron de pintura al embajador Andreev sino que le arrebataron la corona de flores que iba a depositar en el Mausoleo  y la pisotearon hasta hacerla trizas.

 

 

Las imágenes son muy fuertes. Primero,  porque no se trata de azul cielo, ni de verde aguamarina, la pintura que le lanzaron a la cara al embajador es roja, recordando el origen comunista de Vladimir Putin que se entrenó en su capacidad de matarife como agente de la KGB.

 

 

Segundo, porque el baño de pintura roja es también un recuerdo del desangre que Putin y los suyos han perpetrado contra la población civil ucraniana. El rojo en el rostro de Andreev es a un mismo tiempo el del comunismo y el de la sangre de civiles derramada en Donetsk, Lugansk, Zaporiyia  o Jersón.

 

 

Obviamente, la invasión de Rusia a Ucrania es un termómetro ideológico sin igual. Dime a quién apoyas y te diré quién eres. Mientras la guerra unifica a Occidente, y ahora hasta Finlandia y Suecia, tradicionalmente neutrales, quieren ingresar a la OTAN, los regímenes  más  antioccidentales y tiránicos de América Latina, como los dictadores de Venezuela, Nicaragua y Cuba, y los intelectuales hijos de Las venas abiertas de América Latina, por supuesto que le echan la culpa a Ucrania y a Volodímir Oleksándrovich Zelenski​, por haber provocado a Putin tratando de acercarse a la OTAN. Pecado original.

 

 

Los que acusan a Ucrania de haber provocado la invasión ­–y en Venezuela hay varios opinadores asalariados que lo hacen– actúan como aquellos jueces de los pueblos atrasados del sur de Estados Unidos que en casos de violaciones tratan de demostrar que la niña violada usaba faldas muy cortas, se pintaba los labios con excesos y caminaba moviendo las caderas. ¿Cómo no la iban a violar?

 

 

Las cifras de personas asesinadas en Ucrania, de ucranianos que han tenido que emigrar a países como Polonia, de civiles –niños, mujeres, ancianos– masacrados por el efecto de las bombas, las mujeres violadas, los edificios patrimoniales destruidos, las ciudades derruidas, las amenazas de centrales nucleares a punto de estallar, el cinismo de Putin contando historias falsas sobre el número de sus tropas que ha perdido la vida, dan cuenta de una tradición expansionista, criminal, genocida, que no ha cesado en la secuencia zarismo, estalinismo y, ahora, putismo.

 

 

Hay dos guerras paralelas. La que curre con tanques, metrallas y misiles y la de la información. Mientras la OTAN, el presidente Zelenski y los voceros de Estados Unidos sostienen que 1.230 de soldados ucranianos han muerto y 24.700 rusos han sido eliminados, los voceros de Putin aseguran que solo de su lado han muerto 1.352, pero de los ucranianos ya se fueron al más allá 14.000. Las cifras son estrepitosamente confusas.

 

 

Es parte del nuevo ecosistema de un mundo donde ya la prensa creíble no existe. Donde las redes sociales como un ágora enloquecida presentan escenarios absolutamente incongruentes. Pero todavía quedan imágenes contundentes. El rostro en primera plana del embajador de la Federación Rusa en Polonia es, con la modestia del caso, el equivalente al Guernica de Picasso. Tal vez el autor del action painting no sea un artista plástico.

 

 

Quizás no sea un creador del tamaño de Jackson Pollock. Pero ese retrato de Sergey Andreev, con el rostro manchado de sangre, mientras hipócritamente deposita flores a los soldados rusos muertos en la Segunda Guerra Mundial, en el cementerio de Varsovia, en el 77 aniversario de aquel conflicto militar internacional, es políticamente incorrecto pero también es una poética de la defensa de la paz, los derechos humanos y la convivencia pacífica que este alucinado llamado Vladimir Putin viola flagrantemente. El arte es una liberación, incluso cuando ocurre sin nombrarlo.

 

 

Tulio Hernández

La deformación militarista

Posted on: marzo 24th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

No se puede entender nada de lo que hoy ocurre en nuestro país si no se coloca como variable principal el hecho de que en la historia de Venezuela como república independiente, desde 1930, primer gobierno de Páez, hasta 1999, llegada de Hugo Chávez al poder, 126 años han sido de gobiernos militares y solo 44 de gobiernos presididos por civiles; de los cuales 2, el de José María Vargas y el de Rómulo Gallegos, no pudieron culminar precisamente a causa de asonadas militares que los derrocaron.

 

A lo que habría que agregarle que estamos colocando dentro de los gobiernos presididos por civiles los tres años de Rómulo Betancourt, entre 1945 y 1948, período conocido por los historiadores como el Trienio, pero no podemos olvidar que Betancourt había llegado a la presidencia no por elecciones, sino en hombros de otra asonada militar conducida por los mismos oficiales, Marcos Pérez Jiménez entre ellos, que años después, en 1948, le asestarían un golpe de Estado fulminante a Rómulo Gallegos, el primer presidente electo democráticamente por votación directa y universal.

 

 

La llegada de Chávez al poder, a pesar de que lo hace por vía electoral, luego del fallido intento de golpe de Estado de 1992, a partir de la Constitución de 1999 representa el regreso de los militares al poder, por lo que al momento de su muerte la cifra suma 139 años de gobiernos presididos por militares y 44 años por civiles. Lo que significa que, aproximadamente, por cada 4 años de historia republicana transcurrida, 3 son de gobiernos militares y solo 1 de civiles.

 

 

 

Pero no basta con esta cifra a secas. Para entender el peso de la tradición militarista en Venezuela, hay que recordar el hecho de que la naciente democracia de 1958, recién salida de la bota militar tuvo que sobrevivir, uno tras otro, a tres intentos de golpe de Estado. El primero conducido por el general Pedro Estrada, en 1958, tratando de reponer al dictador recién depuesto. El segundo, por militares de filiación comunista, el Porteñazo. Uno de los más sangrientos de nuestra historia. Y, el tercero, igual asociado a la insurrección de izquierda marxista, conocido como el Carupanazo.

 

 

 

Es cierto que para este momento comenzaba a perfilarse un nuevo tipo de militar, más apegado al respeto a la Constitución, pero la sola ocurrencia de estos golpes delataba un comportamiento, vamos a llamarlo estructural, una continuidad de la sedición sólidamente instalada en la cultura política de los militares que va a tener consecuencias y continuidad directa en el golpe de Estado y el proyecto político militarista que conduciría años después Hugo Chávez.

 

 

Los que parece inocultable, y es la tesis que desarrolla magistralmente Thays Peñalver en su libro La conspiración de los 12 golpes, es que desde que murió Gómez, y con él los viejos caudillos militares que habían azotado a Venezuela desde el siglo XIX, cuando se creó un aparato militar profesionalizado y con formación académica, en apariencia moderno, en las Fuerzas Armadas venezolanas se fue tejiendo una red secuencial de logias conspiradoras cuya actividad se fue concatenando una tras otra, en la planificación de sucesivos golpes de Estado, en su mayoría derrotados, que concluyeron al final con éxito con la entrada de Chávez al poder.

 

 

Peñalver, desarrolla en su libro, que ahora es más valioso aún, un enjundioso esfuerzo de investigación para demostrar que desde los años 1940 cuando se intenta un golpe contra el gobierno del general López Contreras, hasta 1992, cuando ocurren las asonadas febrero y noviembre, y aparece en escena Hugo Chávez y se da inicio al fenómeno conocido como chavismo, se fraguaron por los menos doce intentos de golpes de Estado, en su mayoría o en casi su totalidad conducidos por militares afines a la ideología comunista.

 

 

Y ese, el militarismo, la idea siempre presente en nuestra cultura política, compartida a lo largo de la historia por amplios sectores militares y su equivalente de civiles, de que los militares tienen no solo el derecho sino el deber de gobernar la nación sin pasar por elecciones, de que entre sus responsabilidades está salvaguardar el orden que los civiles no somos capaces de mantener, es, ha sido y será, si no logramos los antídotos para hacerla desaparecer, no el único pero sí el gran obstáculo para la construcción de la democracia.

 

 

Aquí estamos de nuevo, en este largo calvario, en esta nueva confrontación desgastadora, trágica y dolorosa entre democracia y barbarie, dependiendo no de la voluntad popular a través del voto, sino del momento en que los políticos armados, el alto mando militar, decida si nos ametrallan las esperanzas de una vez por todas o bajan las armas y le dan paso a las elecciones libres.

 

 

No toda la institución militar es militarista. Pero la deformación militarista en Venezuela siempre termina decidiendo nuestro destino.

 

 

Tulio Hernández

@tulioehernandez

  La pasión hecha Pablo

Posted on: febrero 10th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

 

 

Pocos venezolanos han emprendido tantos, tan diversos y originales proyectos periodísticos exitosos e innovadores como Pablo Antillano. Todavía muy joven, a comienzos de los años setenta del siglo XX, regresando del intento de revolución democrática de Allende en Santiago de Chile, participó de la creación de Reventón. Un semanario de irreverencia política que vino a renovar la estética y los lenguajes del ya para entonces anquilosado periodismo de la izquierda comunista y a abrir caminos para los aires de renovación que traería consigo el MAS.

 

 

Años después, en la segunda mitad de misma la década, fundó y dirigió Escena, una revista auspiciada por el Conac que cambió todos los esquemas de lo que se conocía como periodismo cultural, introdujo un nuevo lenguaje gráfico y convirtió la fotografía en protagonista y no en mera ilustración. De sus páginas recuerdo mis primeros encuentros con la obra de Luis Brito, el Gusano, quien con el paso de los años se convertiría en maestro del arte fotográfico y ahora tampoco está con nosotros.

 

 

Luego vino Buen Vivir, como su nombre lo indica, un semanario dedicado a los placeres de la gastronomía, el espectáculo y el turismo que daba cuenta de un momento esplendoroso cuando Venezuela era destino obligados de los grandes músicos y artistas plásticos de todo el mundo, y Caracas se había convertido en centro de la excelencia gastronómica de la región latinoamericana.

 

 

 

El último producto que dirigió, y del que tuve la felicidad de formar parte, fue Lectores, semanario encartado en El Diario de Caracas dedicado única y exclusivamente a la reseña y crítica de libros, la mayoría de ellos editados en el país, y al debate de autores y temas relacionados con la escritura y la actividad editorial.

 

 

 

Creo que no ha existido en la historia editorial de nuestro país nada semejante. Porque no se trataba de una publicación para lectores especializados, sino un suplemento de circulación masiva que les daba a nuestros autores y editoriales una visibilidad, y una importancia, como nunca antes habían tenido salvo en los suplementos literarios que, especialmente en El Nacional y Últimas Noticias, enriquecían su edición dominical.

 

 

 

La última vez que tuve la oportunidad de trabajar editorialmente con Pablo Antillano fue en el diseño del semanario Siete Días, en un momento de renovación del diario El Nacional, en un comité que constituía junto con Miguel Henrique Otero, Nelson Rivera y quien ya era su director, Sergio Dahbar. Escuchar los análisis de Pablo sobre los lectores, el papel de los dominicales, los ejemplos de Argentina, Nueva York o Madrid; era como asistir a una lección académica, solo que se trataba de reuniones cordiales, realizadas fueras de las oficinas del periódicos, matizadas con un buen escocés.

 

 

Podría llevarme muchas páginas más enumerando la actividad cultural, comunicacional y periodística de Pablo. Su papel como fundador de la Asociación Venezolana de Críticos de Cine; sus exitosas incursiones en la comunicación corporativa como presidente de la empresa Voz y Visión de Venezuela; la gestión como director general en uno de los grandes momentos de Fundarte; su brillante papel como jefe de las páginas culturales de El Nacional bajo la dirección de Ramón J. Velásquez, o la delicia de sus crónicas dominicales durante largos años publicadas en la revista Feriado. Pero el espacio se agota.

 

 

Así que termino afirmando que el mejor Antillano, el imbatible, el inolvidable, el que mayor felicidad nos regalaba a los amigos, era el Pablo que reinaba gentilmente en las barras y las mesas de las tascas de los barrios bohemios de Caracas, La Candelaria y el casco viejo de Chacao, y en los restaurantes de la buena y sofisticada época de Las Mercedes y de los últimos bastiones de resistencia del buen vivir caraqueño en Altamira y Los Palos Grandes.

 

 

 

Nunca fue tan grande la amistad, ni tan lúcidas las tertulias, ni tanta alegría desbordó una mesa, como cuando Pablo Antillano, una de las mentes más lúcidas que haya conocido y de las mejores amistades que he disfrutado, reunía a sus amigos alrededor del pan y el vino. Era un maestro de la conversación y un delicado anfitrión, algunas veces duro polemizando, que, sin embargo, urdía una red invisible de afectos, sentaba en la misma mesa a quienes sin él de por medio no lo hubiesen hecho, tejía como un artesano diestro los hilos invisibles de la vida urbana.

 

 

 

Desde mi exilio en Bogotá lo extraño, lo lloro y lo celebro. Vivió sin frenos con pasión laboriosa. En silencio me pregunto: ¿Qué hubiese sido de la vida de muchos de nosotros si no hubiese existido Pablo Antillano?

 

 

Tulio Hernández

@tulioehernandez