Herman Sifontes tiene una curiosa característica. Cuando uno le hace una pregunta, él escucha atentamente y, hacia el final de la interrogante, ya tiene esa cara, de interés y expectativa, como si fuera él quien la hubiera formulado. Todo lo que escucha –o buena parte- parece suscitarle más preguntas que certezas. Atiende a lo que se le inquiere y hace una pausa en que el interlocutor se siente interrogado.
Es como si fuera a decir: y tú, ¿qué piensas de eso que acabas de plantear?, que es la manera en que muchas personas tantean el punto de vista de su contertulio antes de aventurarse a emitir sus propios juicios. Pero no éste el caso. Lo que ocurre, cabe pensar, es que Herman Sifontes es coleccionista, y cada pieza admitida en el conjunto que atesora está relacionada con algún momento de su vida, con sus preocupaciones más hondas y con sus figuraciones de futuro.
Por eso, al someterlo a un cuestionario acerca del carácter y motivaciones de la colección que auspicia, desde la Fundación para la Cultura Urbana, se ve emplazado a hablar de sí mismo, de sus fantasías infantiles, de su apego a los relatos y del país que aspira. Y esto no siempre es fácil.
Ese instante de atenuada sorpresa que asoma a su rostro al escuchar las preguntas debe atribuirse, pues, a que todas ellas apelan a su biografía, a su propia memoria, a su iniciación en los misterios de la vida, de las mujeres (su abuela será tempranamente vector de emociones, revelaciones y secretos), de su noción de la impronta de lo público en los vericuetos más hondos de lo privado, de sus sobresaltos y sus aspiraciones.
Ya se verá, al leer el resultado de la entrevista, que la colección de la Fundación para la Cultura Urbana tiene su génesis en la intención de un grupo de jóvenes empresarios de ejercer la parte del liderazgo social que admiten. Pero esta decisión corporativa corre por un cauce previamente tallado en la subjetividad de Sifontes, que tiene que ver con su historia y sus afectos. La colección a la que nos referimos recoge, desde luego, la memoria de la urbe, que es como decir las historias de quienes la habitan y la habitaron en el pasado.
Pero cada imagen y cada documento se han incorporado a ella por la pasión de un hombre. De Herman Sifontes. Por su deseo -que puede presumirse, nunca se verá saciado- de atisbar en un arcón donde estaban –todavía están- las ocultaciones más maravillosas.
El anhelo de ese baúl, que ya es una caja imaginaria donde caben millones de cosas, lo mantiene en vilo. Y con esa cara de súbita perplejidad.
–Desde mi infancia he tenido una gran afición por la imagen –dice Herman Sifontes cuando se le pregunta cómo se inició la colección de la Fundación para la Cultura Urbana-. Mi abuela, Celeste Silva de Tovar, acumulaba documentos de la resistencia en los años más duros de la dictadura de Pérez Jiménez y entre esos legajos había muchas fotografías.
Los tenía en una especie de baúl, muy cerrado, al que en contadas ocasiones tuve acceso. Ella no dejaba que nadie se metiera con sus papeles, pero, por esa manía de los niños, de estar hurgando donde no deben, a muy temprana edad avizoré esos documentos, que me vincularon no solamente con la fotografía sino también con la necesidad de conocer los vínculos de mi familia con ese proceso histórico.
–Usted nace después de la dictadura. Significa que cuando tiene acceso a esos documentos, ya estaban “desclasificados”.
Ya no tenían ninguna peligrosidad. ¿Por qué, sin embargo, esos documentos eran de difícil de acceso? ¿Por qué se imponía sobre ellos el ritual de la prohibición, de cosa guardada, de cosa más o menos secreta?
–Entiendo que tenía que ver con esa estricta discreción de todo lo relacionado con la dictadura, con la represión, que normalmente dejan una secuela en la memoria personal y colectiva; y, de allí, esa necesidad de resguardar algunos secretos familiares. Mi abuelo era primo hermano de Rómulo Betancourt y era un empresario muy importante, ligado al sector farmacéutico.
Tuvo que mantener dos vidas paralelas: la de atender sus responsabilidades de empresario y, a la vez, ayudar a su primo en la construcción de un partido y de una idea que venía cuajándose desde hacía mucho tiempo. Yo siento que ese afán de mantener las actividades políticas en secreto tiene que ver con esa condición de clandestinidad y temor, que se mantuvo muy presente en el siglo XX venezolano, signado por la dictadura.
–¿Qué había en el baúl de su abuela?
–Documentos escritos y fotografías.
Yo recuerdo que, siendo muy niño, me tropecé con una correspondencia de Alberto Carnevali [1916 – 1953, dirigente político adeco desde su fundación]. Se trataba de cartas que aludían a una etapa muy crítica, que obligaba a mantener una comunicación muy subterránea, con códigos. Esto para mí tenía la emoción de un descubrimiento detectivesco.
Yo tenía unos ocho años. Y esas historias familiares vinculadas a la resistencia, las que me contaba mi abuela y su archivo, me despertaron el deseo de comenzar a acumular, a mi vez, fotografías y textos relacionados con esa etapa de la vida venezolana.
La relación familiar de mi abuelo con Rómulo Betancourt signó a la familia. Ellos nacieron en Guatire. Mi abuelo, junto con su hermano, montó una pequeña bodega en La Pastora. Era un negocio familiar, muy pequeño, pero parte del excedente lo destinaba a ayudar a Rómulo y a mucha gente que se encontraba al margen de la ley porque estaba haciendo política, en la clandestinidad. Y eso condicionó el negocio y nuestra historia familiar.
Muchas de las historias que mi abuela me contaba de niño tenían ese escenario. Y eso me despertó muy tempranamente un gran interés y curiosidad por la historia de un partido y por el recuento de un momento histórico que estaba vivo en ese baúl que mi abuela guarda todavía con mucho celo.
–¿En qué momento le hacía ella esos relatos?
–El hábito de conversar conmigo y contarme historias era parte de la cotidianidad. No había un momento particular. Yo tenía la costumbre de pasarme los fines de semana en su casa y esto daba ocasión a un diálogo sostenido. Ella ha debido advertir que a mí me apasionaban esos cuentos. Y me imagino que desde entonces me enganché con el anecdotario de lo que fue la construcción de la democracia en Venezuela.
Podría ubicar el inicio de esa fascinación cuando yo tenía ocho años. Yo nací en el 63, de manera que estamos hablando del 1971, cuando Venezuela vivía un esplendor económico y unas condiciones políticas muy favorables.
Las historias de mi abuela, aún sabiendo yo que eran reales, tenían mucho de fantástico porque yo pertenecía a otro momento histórico; y esas situaciones, en las que alguien podía verse preso o perseguido por expresarse o porque no pensaba como los que tenían el poder, donde había gente que estaba luchando por construir una Venezuela mejor que lo que mi abuela me decía que había existido antes, a mí me apasionaban. Sentía que eran una historia de otro mundo, porque yo vivía y pertenecía a otro espacio.
–¿Se interrumpieron esos diálogos con su abuela cuando usted se hizo adolescente?
–No, nunca ha habido una interrupción. Cuando yo crecí, el diálogo se hizo más complejo. Yo fui madurando y mi abuela fue envejeciendo y se fue apegando más a los recuerdos y a su memoria. El baúl donde guardaba los documentos representaba para ella el pasado, pero para mí era el futuro, en el sentido de lo que éste no debía ser. El baúl y los relatos mantuvieron siempre para mí su poder de fascinación y, a la vez, la advertencia de lo que nunca debía repetirse.
Desde luego, yo estoy profundamente marcado por la experiencia democrática en la que nací y me formé. Pero como siempre estuve expuesto a la historia que me había precedido, he mantenido la conciencia de que la dictadura y la opresión son amenazas que están allí siempre, que pueden volver, como los ciclos de la naturaleza.
Y aprendí que la democracia y la prosperidad son parte de la construcción que tenemos que ir haciendo todos los días, incluso en términos de resarcir lo que en nuestro espacio histórico han sido los momentos más estelares de la nación. Yo creo que ese espacio que se abrió a partir del 58, que duró 20 ó 30 años, fue el periodo más importante, el de mayor libertad que ha vivido el país. Porque fueron los años donde floreció la política como sistema de convivencia y con una clara aspiración de modernidad.
–Entiendo que estos documentos no están en la colección de la Fundación para la Cultura Urbana. Los documentos de su abuela siguen guardados en el baúl y no se han hecho públicos. Entonces, usted está conformando su propio baúl.
–Ese baúl mi abuela todavía lo conserva muy celosamente y yo, aún hoy, no puedo tener acceso a él. Pero, es cierto, yo he tratado de construir mi propio baúl. Y parece una cosa signada por los dioses, por decirlo de alguna manera, porque me he tropezado con una serie de documentos importantes que he logrado reunir en una colección que sí será pública. A veces me pregunto qué habrá en el baúl de mi abuela… confieso que he llegado a pensar que yo he logrado construir un baúl más importante que el de mi abuela. Por lo menos, más numeroso.
La magia del manuscrito
–¿Cómo nace la idea de crear la Fundación para la Cultura Urbana?
–Econoinvest se constituyó hace diez años. Y desde ese momento tuvimos claro que el próximo paso sería la constitución de una fundación que le diera a la empresa un cauce social y de contribución a la comunidad. Nosotros nos orientamos por la idea de que el dinero por el dinero no tiene ningún sentido. Ya he explicado la idea de Nación en la que nacimos y crecimos como generación; y, dentro de esa percepción de país, pensamos que el éxito financiero de una organización es una manera de vincularnos con la totalidad nacional, una manera fundamental y muy importante, ya que contribuimos a crear riqueza y fuentes de trabajo, pero no es la única.
Esta también, y de manera relevante, la creación de un capital simbólico, que reditúe bienes culturales para la comunidad y prestigio para la institución. Nosotros pensamos que las personas y las organizaciones deben tener dos cuentas, una financiera y otra asociada a su reputación como factor de contribución a la sociedad y sensibilidad frente a sus prioridades; y que ambas deben tener un saldo equivalente.
Al principio no sabíamos cómo cristalizaríamos estas ideas. La idea de la Fundación para la Cultura Urbana surge de una conversación que yo tuve con Rafael Arráiz, quien me propuso crear un espacio que indagara acerca de lo urbano, un asunto de vital importancia para la Venezuela que somos hoy y donde nos hemos desarrollado. Esa propuesta nos sedujo a todos. E inmediatamente comenzamos a establecer las bases de la Fundación.
Desde un primer momento tuvimos la intención de emprender varias líneas de trabajo. Primero, la línea editorial, con miras al rescate de algunas de las obras más importantes de ambiente urbano. Asimismo, nos propusimos la valoración y divulgación de la música urbana venezolana. Al tiempo que detectamos la necesidad de darle forma a un fondo de fotografías y documentos para preservar el registro de lo que ha sido el tránsito de la movilidad urbana en Venezuela.
–No hay que ser muy agudo para percatarse de la influencia de sus inclinaciones personales en el dibujo de la Fundación para la Cultura Urbana.
–Bueno, sí. Digamos que ha habido una coincidencia entre mi historia personal y mis inclinaciones intelectuales con el proyecto de la Fundación. Se trata de un encuentro afortunado, una sintonía creativa.
No hay duda de que la conformación de una colección –y de ésta, en particular- debe contar con el soporte de una pasión, de una acuciosidad, incluso me atrevería a decir que de una obsesión por conseguir todas las imágenes y documentos posibles, porque no se arma una colección con un espíritu burocrático sino a partir de una pasión. Eso, creo, se aplica todas las colecciones y a todas las instituciones.
Por ese camino, el de la pasión por la memoria y sus soportes, me han ocurrido cosas fabulosas. Cuando yo tenía doce años, mi abuela me dio un libro. Se trataba de Se llamaba SN, de José Vicente Abreu. Ella me lo dio en un gesto de complicidad con ese interés desbordado que veía en mí por la historia de la represión en Venezuela –una obsesión que ella había sembrado y estimulado-.
Desde luego, el libro me impactó. Resulta que recientemente encontré el manuscrito de ese libro; y, cuando digo manuscrito, me refiero a unas hojas escritas a mano, en perfecto estado, por cierto. Y eso me ha sacudido. Me devolvió a la época en que lo leí, cuando estaba saliendo de la infancia. Pero no se ha tratado de una evocación cualquiera, como las que te produce una canción o un perfume.
Ha sido una experiencia muy honda porque, a la vez que me ha devuelto un ámbito donde todo funcionaba muy bien: íbamos al colegio, jugábamos béisbol, me la pasaba con mis compañeros del colegio San Agustín, de El Marqués… he hecho una conexión de esa época con la que estamos viviendo, en la que transcurre la infancia de mis hijos… cómo podría expresarlo… la visión del manuscrito de Abreu, su contacto, hizo como un quiebre en mí.
Te cuento todo esto para ilustrar hasta qué punto estoy comprometido con este proyecto: estoy hablando de algo más que de una colección de piezas raras o especialmente valiosas; estoy hablando de la culminación de un recorrido personal, de una pasión, permítaseme el exceso, por mi país y su memoria.
El manuscrito de Se llamaba SN me trajo, de golpe, los cuentos de mi abuela, las historias de la resistencia, la biblioteca de mi abuelo, las fotografías de esa época, los secretos del tío Anselmo, que se escondía en la parte de arriba de la casa de mi abuela en La Florida, y cuyo trato le desaconsejaban a mi mamá y a mi tía, porque, supuestamente, el tío Anselmo sufría de problemas psíquicos, pero que en realidad era un hombre que estaba tratando de construirse un espacio, de reponerse después de mil traumas. Esta colección, creo yo, contribuirá a que la república se reconstruya de sus traumas.
El viaje imaginario
–La tendencia del coleccionista es siempre ir a más. Se comienza con pintura o grabados y se termina recogiendo objetos muy diversos que recuperan su sentido dentro del conjunto atesorado.
–Efectivamente, a partir de la incorporación de todos los documentos, fotografías e imágenes que hemos venido recolectando, se me ha despertado el deseo de constituir una serie de colecciones. Ya veremos. Lo importante es mantenernos dentro de nuestra misión, que está muy claramente establecida: queremos fijar una mirada del país que conserve su vigencia para los próximos cincuenta, cien años o más, para que las nefastas etapas cíclicas de las que hemos hablado no se vuelvan a repetir o tenga la Nación instrumentos intelectuales y culturales para prevenirlas.
Por supuesto, tenemos plena conciencia de que estamos actuando desde el ámbito privado, lo que implica la aceptación de nuestras responsabilidades y nuestros límites. No nos planteamos sustituir al Estado ni competir con él. Se trata, estrictamente, de crear espacios empresariales a tono con los tiempos y con las demandas de la comunidad; siempre con una aspiración de modernidad.
-Por ese camino, la colección podría convertirse en un baúl sin fondo, que incorpore fotografías pero también mapas, planos, cartas, postales, monedas, recetarios… ¿Tendrá la colección un perfil determinado o quedará abierta a la recepción de todo aquel documento, e incluso objeto, que contenga un fragmento de la memoria nacional?
-No hay que precipitarse. La colección apenas tiene cinco años, está en proceso de definición, y creo que nos va a llevar otros cinco años la figuración definitiva de su perfil.
Creo que eso es normal en cualquier colección. Todos los involucrados en la Fundación y en su colección estamos conscientes de que esto va a ser un proyecto de muy largo aliento y que debemos ir afinando los criterios.
En cualquier caso, la política de definición de la colección ha sido muy abierta.
Si el país mismo se está construyendo, qué puede quedar para una colección que aspira hacer el registro de su devenir. Cada vez que adquirimos lotes importantes de colecciones ya existentes, encontramos piezas que cuadran perfectamente con la colección que ya tenemos, pero se incorporan otras cosas, diferentes, impensadas, que también resultan pertinentes. Vienen en el paquete y no las desechamos, las clasificamos y las archivamos.
El lote inicial de la colección estaba constituido por el tema urbano: retratos, el tema político. Y, de repente, ha comenzado a surgir el tema de lo privado, de la vida íntima; a través del álbum familiar, por ejemplo. Y esos hallazgos nos han confrontado con el hecho de que la vida privada es, también, un recodo de lo urbano. Y, bueno, lo hemos incorporado con un gran entusiasmo. No es extraño, entonces, que ya tengamos alrededor de veinte mil piezas, catalogadas en su casi totalidad.
La colección es un viaje que está imaginando y descubriendo un inmenso territorio sobre el que se están descifrando grandes lagunas… e intuyendo otras nuevas.
Es un viaje apasionante y solitario, porque somos la única institución del país de la que tenemos conciencia que se haya abocado al resguardo y reconstrucción de una memoria histórica fundamentada en lo urbano, en el crecimiento de nuestras ciudades. En ese sentido, ha sido un trabajo estimulante, relacionado con la construcción de patrones de belleza y orientado al esbozo de grandes murales históricos.
Tenemos, por ejemplo, el mural de la modernidad donde hay diez o quince protagonistas, los grandes fotógrafos viajeros de su tiempo. Queremos reconstruir, asimismo, un panel de los años 30. Y estamos ya reconstruyendo un panel visual de finales del siglo XIX. Además de Caracas, hay esbozos para ciudades como Maracaibo, Ciudad Bolívar, Valencia.
Y así como trabajamos con diferentes ciudades e íconos arquitectónicos dentro de la urbe venezolana, vamos a enfocarnos también en el retrato, en los protagonistas del mundo social, político, deportivo, artístico o del espectáculo. Han surgido, y seguirán surgiendo, muchos tópicos que iremos abordando en su momento.
–¿Cuál es la noción de modernidad a la que usted se atiene?
–Estoy consciente de que ésa es una noción muy amplia. Cuando nosotros hablamos de modernidad, nos referimos la voluntad de hacer, de construir, de desarrollar un país. Por fortuna, Venezuela puede exhibir muchos ejemplos de emprendimiento exitoso, incluso en momentos de la historia nacional en que casi cualquier iniciativa se forjaba en medio de la nada.
Sobre esa plataforma estamos trabajando, para resarcir esa tradición de constructores, de gente que creyó en la modernidad, que tenía la mirada puesta en el futuro y una indeclinable fe en el país. Nosotros queremos honrar esa tradición desde lo privado. En esa línea, queremos impulsar la investigación y escritura de una historia del emprendimiento en Venezuela.
En la medida en que los jóvenes nuestros se vinculen con la mentalidad emprendedora y no con los temas asociados a la épica de la guerra, la sangre o la violencia sino a la de la construcción, en esa medida estaremos en capacidad de que el siglo XXI venezolano sea realmente una etapa provechosa.
Un siglo donde el entendimiento y la construcción sean lo determinante, y que eso nos depare estabilidad económica y una democracia más eficiente. A eso le hemos apostado todo.
Milagros Socorro