Votar en Madrid

Posted on: mayo 10th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

Era parte de nuestros rituales. Año 1963 y de ahí adelante, asistíamos cada vez que aparecía en la pantalla Morir en Madrid, el legendario documental del montenegrino Fréderic Rossif. Al final cantábamos puño en alto canciones como Dime donde vas Morena, El Ejército del Ebro, Los Cuatro Generales y tantas más. “Venid a ver los muertos en las calles” (Neruda) nos recitaba el actor Roberto Parada, y el grito dramático de La Pasionaria (¡No pasarán!) se dejaba oír en las calles mientras jurábamos vengar a García Lorca asesinado.

 

 

El drama español continuaba viviendo en la romántica izquierdista de los sesenta, incluso allí en mis recuerdos, en la concha del mundo, en ese Santiago de Chile tan inocente, cuando no había pinochetes y ser revolucionario era pasarlo más o menos bien, con buenos vinos y amores imposibles. Socialista, comunista, o simplemente izquierdista era ser, antes que nada, un post-redentor de la Guerra Civil española. Nuestro mito era España. Y España era el mito de la izquierda mundial.

 

 

Morir en Madrid, la vi hace poco otra vez. Esta vez sin entusiasmo. Casi asustado de tanto muerto, de tanta sangre inútil, tragedia del siglo XX concentrada en una nación devorada por los colmillos internacionales del fascismo y del estalinismo.

 

 

El Madrid revolucionario iniciado con la victoria del Frente Popular de 1936 parecía estar remitido para siempre al inconsciente de la España irredenta. Pero ese “para siempre”, lo comprobamos una vez más, nunca será un para siempre de la historia. Los madrileños del 2021, así lo han demostrado, quieren vivir bien en Madrid, a pesar de los gobiernos que han tenido que soportar. Y hoy, cuando asumen la política, van a votar, no a morir, como intentó hacer creer ese dúo extremista formado por Santiago Abascal y Pablo Iglesias. Empeñados en convertir a la que fuera una tragedia, en una parodia.

 

 

Las adelantadas por Isabel Díaz Ayuso fueron elecciones de segundo orden, es cierto, pero lo que estaba en juego era allí demasiado. Voto en mano, iban a dibujarse los rasgos de la fisonomía política del país.

 

 

En el país de las dos derechas y de las tres izquierdas, ganó el centro. Afirmación que podría considerarse un despropósito puesto que la derecha PP encabezada por Díaz Ayuso obtuvo más votación que el conjunto de la izquierda. Más todavía si se considera que el partido del centro formal, Ciudadanos, de 26 bancas – caso digno de Ripley – obtuvo 0. Y tal vez por ahí podemos comenzar. Pues del cadáver de Ciudadanos se alimentó principalmente el PP.

 

 

Para entendernos mejor, diré que hay dos modos de enfocar los resultados electorales: de acuerdo a los partidos o de acuerdo a las tendencias. Desde la segunda perspectiva, la tendencia apunta al centro y no a los extremos. Cabe agregar que aunque los términos izquierda y derecha han perdido connotación ideológica universal, siguen siendo una norma regulativa para medir resultados electorales. Viéndolo así, el PP se impuso a ambos extremos y de paso derrotó al gobierno.

 

 

La victoria de Díaz Ayuso no pudo ser más contundente (65 bancas). En términos geométrico- políticos, la hegemonía madrileña ha pasado a la derecha-centro. Para que eso fuera posible, Díaz Ayuzo debía conquistar el apoyo de la mayoría de los ex ciudadanistas (lo que ocurrió), y arrebatar votos al PSOE (lo que también ocurrió). A cambio, cedió con gusto la extrema derecha antes cobijaba por el PP, a Vox y a su candidata Rocío Monasterio (personificación política de la maldad, según Manuel de la Rocha). Tuvo así lugar una leve metamorfosis: el derechista PP fue convertido en un partido de derecha-centro (no confundir con centro-derecha). Si esta conversión será solo madrileña, o nacional, está todavía por verse. Gracias a la aparición de Vox, el PP se ha liberado de sus lastras mas roñosas, para iniciar una larga marcha hacia el centro. Fenómeno muy parecido al que ocurrió con el social-cristianismo alemán el que, gracias a la batuta de Merkel, y liberado de sus sectores ultraderechistas guarecidos hoy en el neo-fascista AfD, ha pasado a convertirse en un moderno partido de derecha-centro, en condiciones de coalicionar con los socialistas e incluso con el ecologismo de los verdes.

 

 

“Nunca pensé que iba a votar PP alguna vez”, anunció ese persistente votador socialista que es Fernando Savater. Muchos pensaron lo mismo. Pero votaron PP. Y como Savater, no votaron por Díaz Ayuso porque era la más guapa ni la más inteligente, sino en contra de los dos extremos: Vox y Unidas Podemos.

 

 

Por el lado izquierdo también hubo desplazamientos. La aparición de Mas Madrid (24 bancas) ha permitido mover los punteros de la brújula de izquierda un par de puntos hacia el centro. Los grandes derrotados han sido sin duda el PSOE (24) y Unidas Podemos (10). Mas Madrid, – en parte gracias a la interesante campaña de racionalismo pandémico llevada a cabo por Mónica García – emerge en cambio como un factor que podría reconstituir a la izquierda bajo nuevas formas. Una tendencia que seguramente se reflejará en futuras elecciones, con partidos similares a Mas Madrid, vale decir, ni socialdemócratas ni extremistas. Por ahora, solo una hipótesis.

 

 

La debacle del PSOE era de esperar, aunque no en esas proporciones tan catastróficas. Cuatro son las razones que, a nuestro juicio, la explican. La pandemia, la alianza maligna con Podemos, el sanchismo como estilo político, y la crisis terminal de las socialdemocracias europeas.

 

 

La pandemia -comencemos por ahí- no nació para fortalecer a ningún gobierno, incluyendo a aquellos que han realizado medidas cuerdas para contenerla. El maldito bicho obliga a cualquier gobernante a asumir medidas antipopulares, entre ellas, restricciones a la movilidad, hecho que aprovechan las oposiciones, sobre todo cuando son demagógicas o populistas.

 

 

Díaz Ayuso, amante apasionada del poder, no vaciló en comportarse frente a la pandemia de un modo demagógico y populista, pero desde el punto de vista electoral, muy efectivo. Su consigna “Libertad” aludía a la libertad fiscal, a la libertad de la educación privada, pero sobre todo a la libertad para pasarlo bien en medio de la pandemia (“el estilo de vida madrileño”). En días de funerales y salas de tratamiento intensivo, no vaciló en levantar consignas lúdicas. Ganó así el apoyo de gran parte de la juventud festiva. Agraciada con la suerte, comenzará su gobierno en momentos en que la pandemia comienza a declinar, cuando el goce colectivo irá imponiéndose en los bares, hoteles, y calles de Madrid.

 

 

Pero más allá de la pandemia, otra gran parte de los electores, al votar en contra del PSOE, no lo hizo tanto en contra del histórico partido, sino en contra de dos factores que van unidos: Unidas Podemos y el sanchismo.

 

 

Con respecto a Unidas Podemos, no sabemos si el rechazo que ha despertado en la opinión púbica se debe a la personalidad de Pablo Iglesias o a su proyecto político. De hecho, ambas dimensiones van de la mano. Iglesias es líder de un socialismo sui generis, arcaico en su ideología, post-moderno en su práctica, representante de sectores sociales desarticulados, y sin un eje clasista de rotación, como fueron los sindicatos obreros en los socialismos del siglo veinte. En el fondo, un movimiento populista partidizado cuya ideología está formada por fragmentos de un marxismo decimonónico. Ese arcaísmo es precisamente el punto que lo une con el otro extremo, el de Vox, partido que apela a supuestas virtudes del conservatismo franquista militar del siglo XX, pero que a la vez enlaza con el post-moderno nacional-populismo europeo del siglo XXl, mal llamado de ultra derecha. Tanto Unidas Podemos como Vox son anti-EU en materia internacional y ninguno hace ascos a la Rusia de Putin. Ambos son también caudillescos. Ambos se pronuncian en contra de la clase política y, no por ultimo, ambos se necesitan mutuamente. VOX nació precisamente para combatir al “comunismo” de Unidas Podemos, y Unidas Podemos encontró su vocación socialista, usando como antítesis el “franquismo” de Vox.

 

 

Cabría agregar que tanto Vox como Unidas Podemos son partidos parasitarios. La estrategia de Vox nunca será viable sin el concurso del PP. Y sin el PSOE de Sánchez, Podemos nunca habría llegado al poder. Y bien, precisamente en contra de esa alianza espuria, vale decir, en contra del pacto de gobierno establecido entre Sánchez e Iglesias, se pronunciaron vastos sectores de la región, incluyendo muchos que hasta hace poco votaban PSOE. Estos últimos, manifestaron su descontento no tanto al PSOE sino al sanchismo.

 

 

Ni corta ni perezosa, Díaz Ayuso descubrió que el talón de Aquiles del PSOE no residía en la bonhomía de Ángel Gabilondo sino en la Moncloa y hacia allá enfiló sus dardos en contra del sanchismo. El sanchismo, palabra que ha llegado a ser en España el símbolo de una política sin más doctrina que el poder por el poder. Una que, como hace Sánchez, pone los objetivos al servicio de las alianzas, y no estas últimas al servicio de los objetivos. El gran derrotado, más que el PSOE, fue el sanchismo del PSOE.

 

 

No obstante, el PSOE tampoco puede ser presentado como víctima inocente de Pedro Sánchez. De una u otra manera, como ocurre con la mayoría de los partidos socialistas europeos, es un partido que se encuentra en histórica retirada dejando detrás de sí un vacío que en países como Alemania ya ha sido cubierto por los Verdes, algo que también podría suceder en Francia, y en España – está por verse – por partidos regionales al estilo de Más Madrid.

 

 

Ciudadanos, si es que no hubiese provocado su propia muerte gracias a la absurda política que intentó imprimir Albert Rivera, la de perfilar al partido como una tercera derecha, estaba llamado a liderar el proceso político español. Todo indicaba que iba a ser así. Anti-secesionista y a la vez regional, europeísta y a la vez muy español, logró concitar el apoyo de gran parte de los profesionales e intelectuales del país. Cierto es que Sánchez, a fin de conseguir su alianza con Unidas Podemos, se empeñó en destruir el centro político ocupado por Ciudadanos, pero no menos cierto es que Rivera y los suyos se dejaron destruir. Los ademanes conciliadores del candidato Edmundo Bal no bastaron para imprimir un cambio de rumbo. Lo cierto es que después de Ciudadanos, a la España de hoy le llora un centro político. Pocas veces un partido ha sido notado tanto por su ausencia como Ciudadanos en las elecciones del 04.05 en Madrid.

 

Quienes no estuvieron ausentes fueron los electores. En contra de los pronósticos, ese 83,73% que bajo condiciones pandémicas acudió a las urnas, muestra cabalmente como hoy la política española está más viva que nunca. Una que no quiere morir, sino vivir en Madrid. Sin alardes pasionarios, los electores madrileños impusieron un claro “no pasarán” a ambos extremos, detuvieron al pasadismo reaccionario de Vox y al aventurerismo de Unidas Podemos y de su narcisista líder, quien si de verdad es de “mala índole” -como lo catalogó Javier Marías- se las arreglará para volver alguna vez.

 

 

Con sabiduría los madrileños eligieron a Isabel Díaz Ayuso. Fue, eso sí, un voto sin amor y, en cierto modo, muy condicionado. Como debe ser.

 

 

 
Fernando Mires

Ese símbolo llamado Navalny

Posted on: abril 24th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Cuando comienzo a escribir estas líneas, Rusia es conmovida por grandes demostraciones exigiendo, como punto mínimo, que el preso político número 1 del régimen, Alexei Navalny, sea tratado de forma humanitaria. Según todas las informaciones, Navalny está recluido en un campo de concentración, el tétrico IKZ, en el oeste de Rusia. Su salud está muy debilitada, no puede ser asistido por un cardiólogo que no sea del régimen. El mismo Navalny, al lograr comunicarse con Instagram, ha señalado: “soy un esqueleto”.

 

 

A diferencias de otras demostraciones, las que en estos días tienen lugar a favor de Navalny no comenzaron en las grandes urbes. Fueron iniciadas en Siberia, en ciudades como Kémerovo, Irkutsk, Tomsk. Después avanzaron hacia Nobisibirsk para estallar finalmente en San Petersburgo y Moscú. Hecho que muestra tres aspectos. Primero, el muy alto grado de organización de las protestas. Segundo, sus dimensiones nacionales, incluyendo la “Rusia profunda” y sus bastiones putinistas. Tercero, la inmensa resonancia internacional.

 

 

Un plan coordinado en contra de Rusia, aduce el inefable ministro del exterior, Sergei Lavrov. Efectivamente, es un proyecto que sigue una línea planificada, pero no en contra de Rusia, ni siquiera en contra de Putin, sino a favor de las libertades democráticas avasalladas en el inmenso país. Un intento para poner límites al proyecto putinista, uno que va mucho más allá de Rusia, uno que obedece a la línea demarcatoria que estableció desde un comienzo el presidente Biden cuando señaló al primer ministro de Japón: “la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre las democracias y las autocracias”.

 

 

Y bien, la capital de todas las autocracias y de los movimientos nacional-populistas del mundo entero, es la Rusia de Putin. Prácticamente no existe gobierno anti-democrático en esta tierra que no mantenga fuertes vínculos con Rusia.

 

 

Al fin, después de contemplar pasivamente la expansión territorial de Rusia en sus aledaños, sus permanentes amenazas a Ucrania, sus intentos de penetración política en la Europa democrática, sus alianzas con gobiernos criminales como el de Siria, su apoyo irrestricto a la dictadura persa y a la autocracia turca, la popularidad que goza entre partidos de ultraizquierda y de ultraderecha, y no por último, los intentos para distorsionar la propia democracia norteamericana durante la era del pro-ruso Trump, son acciones que, para los gobiernos democráticos de Europa, han colmado todos los vasos de agua. Y bien, en contra de todo eso, ha prestado su cuerpo Alexei Navalny. Acto inmolatorio. Pero, para Navalny, inevitable. La otra posibilidad era el exilio en un país extranjero y así seguir el destino triste de tantos políticos perseguidos por tiranías.

 

 

La opción de Navalny, vista desde su perspectiva, aunque parezca cruel decirlo, es realista. Cierto, decidió arriesgar el todo por el todo: su propia vida. Pero al fin y al cabo, después de haber sido envenenado por los esbirros de Putin, Navalny ya conocía los ojos de la muerte. Él mismo, probablemente, se considera a sí mismo como un resucitado.  Putin enfrenta a un político que ha perdido el miedo y eso, evidentemente, lo desconcierta. Por eso se muestra muy nervioso. Los dos segundos de Navalny, Kira Yarmish y Libvov Sóbol, se encuentran detenidos. Durante las noches, hay continuos allanamientos. Putin, poco a poco, comienza a cruzar la delgada línea que separa a una autocracia de una vulgar dictadura.

 

 

Angela Merkel, una persona a la que no podemos considerar admiradora de sacrificios inútiles, entendió el sentido de la lucha que simboliza Navalny. El día martes 21 de abril, pronunció ante el Consejo Europeo, en Strasburgo, las siguientes palabras: “Los ciudadanos no pueden ser (propiedad) del estado” (…..) “los derechos humanos son el núcleo fundamental de la constitución en los estados democráticos”. Palabras dichas con acostumbrada tranquilidad, pero lo suficientemente claras para contrariar a los eternos tacticistas que imaginan que con los valores políticos se puede jugar póquer, a los que creen solucionar todos los problemas con reuniones secretas, o por medio de negocios suculentos, a los que piensan que hay que tolerar, nada menos que en las cercanías de Europa, a autócratas y dictadores.

 

 

La Europa unida, en la visión de Merkel, no puede ser solo una unión aduanera. Antes que nada debe ser una confederación política y democrática. Por eso sus palabras también fueron dirigidas a los políticos de su país. Pues no solo en su partido hay quienes comparten con el nacional-populismo de AfD el ideal trumpista de que cada nación debe preocuparse solo de sus intereses. Para la Linke, el enemigo es Erdogan, pero Putin es poco menos que un demócrata. Los liberales solo se preocupan de la economía y, en el caso de Rusia, del gas. Los socialdemócratas, desde los tiempos de Gerhard Schröder – premiado por Putin con un suculento puesto en la petrolera rusa Rosneft – nunca levantan la voz por los derechos humanos violados desde y por el Kremlin. Y entre los Verdes, su futura candidata presidencial, Annalena Baerbock, jamás ha pronunciado una sola palabra sobre política internacional.

 

 

Navalny es un foco democrático, escribió la columnista Simone Brunner, desde el periódico “Die Zeit”. Mejor habría sido decir, un símbolo. Pues si hay un nombre que comienza a unir a todas las luchas democráticas de Europa, ese nombre es Alexei Navalny. Esa es la razón por la cual políticos a los que nadie puede acusar de soñadores y románticos – además de Merkel y Biden, Macron y Borrel, y gracias a ellos, la mayoría de los gobiernos de Europa (los de América Latina están como siempre en el limbo) – cierran filas alrededor de ese símbolo llamado Navalny.

 

 

Navalny no solo es un símbolo moral, aunque también lo es. Estamos en este caso frente a un ejemplo que comprueba la afirmación de Kant relativa a la no separación entre política y moral. Kant, es cierto, vio siempre a los moralistas, vale decir, a los que intentan subordinar la acción política a reglas morales, como un peligro para la política. Pero a la vez estimaba que la moral no podía abandonar a la política, hecho que solo se notaba, lo dijo sutilmente, cuando la moral y la política eran separadas. Este es precisamente el caso de Putin. Pese a todos sus acercamientos a la ultraconservadora iglesia ortodoxa de su país, no puede quitarse de encima el estigma de ser uno de los gobernantes más inmorales del mundo. Un asesino, dicho en las poco diplomáticas palabras de Biden. Un asesino corrupto, además.

 

 

Quizás fue el instinto político de Navalny el que lo llevó a fundar un partido orientado a la lucha en contra de la corrupción. Como buen autócrata, Putin paga muy bien a sus esbirros. El problema es que lo hace a costa del erario nacional. El enjambre de mafias que rodea a su administración es grande y complejo.

 

 

Navalny descubrió que la corrupción y, en consecuencia, su denuncia, apunta hacia uno de lo talones de Aquiles del régimen. Pero también hacia un segundo talón de Aquiles y ese es, sin duda, el que más causa irritación a Putin. Ese talón es la lucha electoral.

 

 

El poder de Putin, como el de todo autócrata, no solo reposa sobre las armas. La suya es una autocracia política. Por lo tanto requiere no solo de la obediencia sino también de la aceptación política de la gran mayoría ciudadana de su país. En otras palabras, para convertirse en un líder de significación internacional, Putin necesita tener resuelto el frente político interno. De más está decir que Navalny y su partido amenazan a este último bastión.

 

 

Si pudiera, Putin mandaría a matar inmediatamente a Navalny. En cualquier caso, antes de las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en septiembre del 2021. Pero el asesinato a Navalny no aumentaría su caudal electoral y, mucho menos, su áurea política externa. Por el momento Putin ha optado por una imposible vía intermedia, la de mantener a Navalny vivo y muerto a la vez, o dicho brutalmente: en condición agonizante. No obstante, esa vía tampoco parece dar resultados inmediatos. El partido de Putin, Rusia Unida, baja rápidamente en las encuestas y la táctica de Navalny, la del “voto inteligente”, la de apoyar a cualquier candidato que no sea putinista, puede dar resultados muy desfavorables para el presidente ruso.

 

 

Así se prueba una vez más que cuando la ciudadanía democrática elige consecuentemente la vía electoral, las autocracias tiemblan. Navalny no es ni será candidato. Pero vivo o muerto será el símbolo que unirá a todos los candidatos de la oposición rusa.

 

 

Con toda seguridad los políticos democráticos de Occidente no se hacen demasiadas esperanzas. Saben que un personaje como Putin está dispuesto a renunciar a todo, menos al poder. Pero el intento por reducir o limitar su poder no deja de ser importante. Para cualquier presidente, un hecho no muy grave. Sin embargo, para uno como Putin, cuya aspiración es comandar a un imperio mundial, es un hecho gravísimo.

 

 

 

 
Fernando Mires

Más allá de la fe

Posted on: marzo 27th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Puede ser que Catedrales no sea la mejor novela de las ya tantas escritas por Claudia Piñeiro. Pero es la más inquietante. En cierto modo, la más dolorosa. Su trama rodea, como en todo thriller, una muerte, un asesinato. Uno que no fue directamente un asesinato pues falta el elemento constitutivo a cada asesinato: la intención de matar. Y sin embargo Ana, niña de 17 años, fue víctima de quienes la impulsaron a la muerte y la descuartizaron y quemaron después de muerta. Un asesinato post-mortem, si se quiere. Una muerte que no fue el producto de una acción directa, sino de un complejo de interacciones que terminaron matándola y, objetivamente, asesinándola.

 

 

Ana fue víctima de una cultura, de tradiciones mal entendidas, de una creencia mal llevada y de una maldad escondida bajo los preceptos de una religión altamente ritualizada, codificada y des-espiritualizada, como ha llegado a ser en muchos lugares el cristianismo, en todas sus versiones confesionales ¿Pero no es un thriller? Sí, claro que lo es, pero es un thriller como son la mayoría de los escritos por la ya eximia Claudia Piñeiro. No es, para que se entienda, un thriller clásico a lo Arthur Conan Doyle ni a lo Agatha Christie, cuyos intrincados puzzles avivan el suspenso que llevará al descubrimiento final del asesino.

 

 

Claudia Piñeiro pertenece a la generación de escritores de “novelas negras” como Jo Nesbo, Camilla Berger o Leonardo Padura, y tantos otros, todos diferentes entre sí, pero unidos por un vínculo común: el de poner la lógica del thriller al servicio de una intención que va más allá del thriller. Intención que puede ser diversa, dependiendo de cada autor.

 

 

Para unos el objetivo del thriller es la crítica social, para otros es la crítica cultural, pero en casi todos prima la intención de develar las complejidades de una naturaleza humana cuya marca de fábrica, la inteligencia, puede ser puesta al servicio, tanto de los fines más nobles como de los más abyectos. Inteligencia que puede ser creativa pero también destructiva. Atributo que nos dota con la dudosa virtud de saber engañar no solo al otro sino a nosotros, como advirtiera el Sócrates de Platón.

 

 

La novela Catedrales es un claro ejemplo: dos personas devotas se sirven de la religión para sublimar impulsos criminales, convencidos en sí mismos de que lo hacen solo para cumplir con la voluntad de Dios. Nada menos.

 

 

Podríamos diferenciar en efecto a tres tipos de asesinos. Los materialistas, los pasionales y los sublimes. Los primeros no matan ni por odio ni amor, solo por lucro. Los segundos matan por odio o por amor. Los terceros matan “en nombre de”. Ese “en nombre de” puede variar: la patria, la nación, el honor, la “sociedad superior” y, por supuesto, Dios. Pobrecito Dios: nadie sabe cuántos crímenes han sido cometidos en tu nombre.

 

 

Es una buena novela, Catedrales. Pero no de las que fijan a uno en la trama y es imposible dejar de leer hasta el final, sino de esas otras que, por asociaciones, hacen vincular personajes ficticios con personas de la vida real. ¿Quién no ha conocido a los que viven su religión como un compendio de rituales petrificados, sin conexión con su sentido originario? ¿O a los que recitan de memoria los catecismos, repitiendo padrenuestros y avemarías como si fueran papagayos? A esa especie pertenecía el matrimonio formado por los aparentemente piadosos Carmen y Julián.

 

 

Y bien, contra ese cristianismo formalizado se rebelan las dos hermanas de Carmen Sardá, Ana y Lía: la una con la sexualidad juvenil de su cuerpo, la otra con una precoz decisión intelectual: adherir al más radical ateísmo. Piñeiro a su vez parece también tomar partido por el ateísmo de Lía, nacido del horror que le inspira su cristianísima hermana. Al darme cuenta de eso dejé por un momento el libro a un lado y decidí pensar por mi cuenta:

 

 

¿No es el ateísmo una religiosidad invertida? Los ateos, por lo menos los que he conocido, no se contentan con negar la existencia de Dios. Además suelen hacer ostentación de la fe en su no existencia. En muchos casos son tan devotos y militantes como los seguidores de una religión. E igual, viven fijados al dogma, pero con un categórico «no». Sucede lo mismo con respecto a los enemigos de determinadas ideologías. ¿No son acaso los anticomunistas la moneda invertida de los comunistas?

 

 

El anticomunista vive fijado a los comunistas. Así se explica por qué la historia del siglo XX está plagada de horrendos crímenes masivos cometidos por ambos: comunistas y anticomunistas. Lo mismo sucede muchas veces con la relación que se da entre los fanáticos religiosos y los fanáticos ateos. Y lo mismo sucedía con las hermanas Sardá, Carmen y Lía, independientemente a las muestras de simpatía que parece sentir Claudia Piñeiro por la segunda.

 

 

Los dos ateos de la novela, Lía y Mateo, hijo del matrimonio hipercatólico de Carmen y Julian, siguen un ateísmo también formalizado. Sus fundamentos son autores como Dawkins y Freud. Para ellos la religión es signo de una neurosis colectiva, un atentado a la inteligencia y a la razón. Y efectivamente, en muchos casos lo es.

 

 

Las religiones, así como los sistemas de ideas, suelen convertirse en prácticas doctrinarias altamente ritualizadas, sin conexión con la vida externa a ellas. Sin relación con la vida, logran imponerse en su seno, principios tanáticos. Sucedió ayer en los conventos religiosos del medioevo, sucede hoy en las mezquitas de los islamistas fanáticos, algunas convertidas en nidos de conspiración para realizar atentados a la vida en nombre de esa figura cruel a la que ellos llaman «su dios». Llegado el momento de elegir entre el rito y la fe, eligen el rito. Mas todavía: para ellos el rito es la fe. Como dijo Joseph Ratzinger: “hay patologías de la política pero también hay patologías de la religión”. La vivida por Carmen era una religión patológica, sin espíritu ni fe.

 

 

Estaba por creer, desilusionado, que Catedrales encerraba una apología al ateísmo. Afortunadamente Claudia Piñeiro hizo intervenir a tiempo, y con mucha intensidad, a otro personaje: Alfredo Sardá, padre de las tres hermanas. Ese personaje, lejos de ser anti-religioso, vive su catolicismo de un modo flexible, sin someterse a cada prescripción. Como él mismo confiesa a su nieto “El bien y el mal son criterios relativos y la religión no te da permiso para pensar por tu propio criterio, dónde está lo uno y lo otro”. En otras palabras, sigue a su religión pero no al precio de perder la fe.

 

 

Sí, sostengo que así como hay religiones sin fe, hay fe sin religión. En muchos casos – le sucedió al mismo Jesús – algunos se ven obligados a elegir entre la religión y la fe. Jesús – el ejemplo es en estos días muy oportuno- sin negar los preceptos ritualizados de los fariseos, puso a la fe (o el amor) por sobre la Ley. Pero para poner a la fe por sobre la Ley  – eso es lo que no han advertido muchos teólogos– es necesaria la Ley. Jesús, en ese punto, nunca rompió con los fariseos. Nuca se pronunció en contra de la Ley, solo fue más allá de la Ley. En cierto modo, hijo de madre y padre fariseos, llevó la palabra farisea más allá de los libros, hacia ese lugar donde habita el amor y la fe. Fue ese el mismo camino que siguió Alfredo: sin negar a su religión, avanzó más allá de ella, en busca de la verdad de la muerte de su hija. Una verdad que estaba incluso más allá de la fe.

 

 

¿Hay acaso diferencias entre la fe y la verdad? Sí, las hay, y en cierto modo, tal vez sin proponérselo, Claudia Piñeiro lo demuestra. La diferencia es la siguiente: la fe es la creencia en la verdad. La verdad es la búsqueda de la verdad. Una verdad que nadie podrá encontrar porque esa verdad es su búsqueda. En la novela los personajes religiosos tenían su verdad y por lo mismo no la buscaban. Con los personajes ateos, sucedía lo mismo: su verdad, la inexistencia de Dios, ya la tenían, y tampoco la buscaban.

 

 

No sé si esa sería una deducción de Claudia Piñeiro. Pero es la mía: Para buscar la verdad, llámese Dios, o los motivos que llevan a la muerte de una niña, hay que ir más allá de la religión que proclama su verdad, más allá aún de la fe que la da por dada, e iniciar el camino de su casi siempre infructuosa búsqueda. Pero a la vez, la búsqueda solo puede ser posible gracias a la duda en la verdad. La fe es condición de la búsqueda de la verdad y la duda conduce a buscarla.

 

 

Quien no duda no busca. Solo la duda lleva a la búsqueda. Y solo la búsqueda lleva, si no a la verdad, a no vivir en la mentira. Seamos religiosos o no.

 

 

Fernando Mires

El declive de la democracia liberal

Posted on: febrero 20th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Escribo sobre el declive y no sobre el fin de la sociedad liberal como en tantos textos se anuncia. El término “fin” vende más, sin duda, pero es definitivamente apocalíptico. Da la impresión de que la historia avanzara a saltos, y no es tan cierto. Sin necesidad de recurrir a Hegel como mentor, la experiencia histórica indica que las formaciones pretéritas siguen prevaleciendo al interior de las nuevas, sin ser suprimidas. Podríamos, claro está, usar otro término. Por un momento pensé incluso en titular este artículo como el “eclipse” de la sociedad liberal.

 

 

Sin duda “eclipse” es más poético, más estético, más bonito. Pero eclipse significa un oscurecimiento transitorio que indica que después volverá a aclarar y las cosas seguirán siendo igual que antes. Declive, por el contrario, significa que algo declina, sin anunciarse ni saberse lo que ocurrirá después, ya que, dicho con certeza, eso no lo sabe nadie.

 

 

Para imaginar futuros utópicos después del declive de la democracia liberal, no hay ningún motivo. Para imaginar futuros distópicos, sobran. No solo porque la diferencia central entre las utopías y las distopías reside en el hecho de que las primeras son optimistas y las segundas no, sino en el hecho muy documentado de que las primeras nunca se han cumplido y las segundas, sí.

 

 

¿Podría por ejemplo alguien imaginar en los años treinta en la Alemania liberal, rebosante de arte, cultura, música, tan deliciosamente decadente, que diez años después iba a tener lugar el más horroroso crimen colectivo vivido por la humanidad, en el marco de una guerra mundial que dejaría el legado de millones de muertos? Pocos tuvieron la intuición imaginativa de un Thomas Mann quien en su novela, Mario y el Hipnotizador (1929) viera los groseros rasgos del nazismo antes de que estos aparecieran nítidos sobre la superficie. Y sin embargo, todas las huellas que llevaron al Holocausto y a la Guerra Mundial ya estaban marcadas en la Alemania de Weimar, la misma del Cabaret (sin Liza Minelli): la crisis económica, la violencia callejera, los mensajes mesiánicos, el racismo y el antisemitismo, el odio a la libertad, el miedo a la Rusia estalinista, el militarismo, solo por nombrar algunos. Esos elementos estaban dados, ahora lo sabemos, pero estaban separados, es decir, no articulados entre sí. Del mismo modo -y eso produce cierta alarma- muchas realidades que pueden llevar al fin de la llamada democracia liberal ya han cristalizado y algunas de ellas, ya están políticamente articuladas.

 

 

¿Qué entendemos por democracia liberal? No está de más recordarlo antes de que pase al olvido. Nos referimos a un orden político que permite la libertad de pensamiento, opinión y asociación, en el marco de un estado de derecho que garantiza la división de los tres poderes clásicos, a las instituciones que los consagran y cuyo personal gubernamental es renovable a través de elecciones libres y soberanas surgidas de una pluralidad de partidos competitivos entre sí. Karl Popper la llamó “sociedad abierta”.

 

 

¿Por quiénes está cuestionado ese orden? Muy simple: por los enemigos de la sociedad abierta. Movimientos nacional-populistas de nuestro tiempo, legítimos herederos del fascismo del siglo XX, avanzan hacia el poder en diferentes países del mundo occidental, apoyados por regímenes antidemocráticos cuyo centro político es Rusia y cuyo centro económico es China. Sin embargo, ahí no reside el origen del problema. Ese es más bien un síndrome.

 

 

El aparecimiento de un síndrome tiene orígenes que el mismo síndrome revela. En una primera capa ya vemos que el nacional-populismo en todos sus formatos obedece a una crisis de representación, a una en donde los partidos políticos hegemónicos en el espacio occidental son hoy mucho menos representativos que en el pasado reciente. Como hemos reiterado en otras ocasiones, la triada política tradicional de la democracia liberal, formada por partidos de orientación conservadora, liberal y socialista, ya no cubre todo el espacio social que abarcó tiempos atrás.

 

 

Una segunda capa analizable nos muestra que la no representación política de lo social tiene que ver con cambios radicales habidos en las relaciones de producción económica. Nos referimos al tránsito que se da entre la llamada sociedad industrial y la sociedad digital. Después del “adios al proletariado” de André Gorz, muchos lo han dicho: los antiguos trabajadores industriales, el proletariado de Marx, se encuentra, si no en vías de extinción, remitido a un lugar subalterno con respecto a nuevos tipos y formas de trabajo. Hay un notorio desfase entre la formación social que está naciendo y la formación política que solo en parte lo representa. Esta es la señal más notoria de una crisis de representación política. Un fenómeno que, se quiera o no, trae consigo el deterioro de las culturas políticas que predominaban en la modernidad.

 

 

La ruptura del hilo que unía a los sectores sociales con sus representaciones políticas es ya demasiado visible. Los partidos, en su gran mayoría, representan a clientes pero no a sectores sociales claramente definidos. La desconexión entre sociedad, economía y política, es cada vez más evidente. Gran parte de la ciudadanía – no solo en los países post-industriales- siente que la política, en su forma existente y real, ya no los representa. Y, desgraciadamente, tiene razón.

 

 

Estamos asistiendo a rápidos procesos de descolocación de los centros productivos, hoy repartidos en el inmenso espacio global. Como decía un dirigente sindical alemán, “ya nadie sabe para quién trabaja, los dineros no van solo a parar en los bolsillos del antiguo empresario que combatíamos, convertido hoy en un mero intermediario, sino en un circuito financiero global cuyos ritmos de reproducción virtual nos son absolutamente desconocidos”. Ya ni siquiera podemos hablar de la alienación del trabajo por el capital de acuerdo a la ex-terminología socialista, sino de la alienación del capital por un supercapital reproducido en una galaxia mundial a la que nadie tiene acceso.

 

 

Los trabajadores que con sus luchas dieron origen a sus partidos socialistas y sociales, son hoy piezas de museo. Hoy viven incomunicados entre sí. De hecho han llegado a ser -para emplear la terminología hegeliana de Marx- una clase en sí pero no una clase para sí, o sea una clase sin conciencia de clase, que es lo mismo que decir, “una no- clase”. Debajo de esa cada más delgada capa laboral, ha aparecido un sub-proletariado incuantificable, multinacional, muchas veces ilegal, pero generador de cientos de oficios transitorios. Y más abajo aún, un Lumpenproletariat, pero esta vez sin Proletariat.

 

 

¿A cuál clase social pertenecen los miles de trabajadores que realizan jobs circunstanciales en una home-office? Qué lejos se ven hoy los tiempos en que después de la jornada diaria, los trabajadores reunidos en sus cantinas, compartían problemas personales, hablaban del presente y del futuro y, por supuesto, como dice el tango Carloncho de Mario Clavell, conversaban sobre “minas, burros, fútbol y de la cuestión social”. Si esos trabajadores todavía existen, son miembros de multitudes, pero no de grupos sociológicamente definidos. Por cierto, a veces logran conectarse entre sí y realizan actos de protestas. Pero esas solo adquieren la forma de “estallidos sociales”, al estilo francés o chileno, pero sin continuidad en el espacio y en el tiempo.

 

 

Las clases no han desaparecido, eso está claro. Pero han sido subsumidas en las masas y estas, sin partidos ni organizaciones, suelen actuar como hordas o, como ya lo hemos visto no solo en los EE UU. de Trump, como turbas. Ellas son y serán, lo estamos viendo a diario, la carne de cañón de los líderes y partidos nacional-populistas. La sociedad post-moderna no ha sido desclasada pero sí – la diferencia no es banal- desclasificada. Hecho que no tarda en repercutir en las biografías, marcadas cada día más, por un sentimiento colectivo de no-pertenencia, ni social ni cultural.

 

 

Pero el humano, gregario al fin, quiere ser algo y alguien en un espacio determinado por un nosotros identitario. El problema es que la oferta de identidades colectivas que ofrece el mercado social es muy inferior a su demanda

 

 

¿Quién soy yo? La respuesta en el pasado era segura: soy un empresario, soy un trabajador, soy un profesional. Todavía hay algunos privilegiados que pueden dar respuesta afirmativa a esa pregunta socio-ontológica. Pero cada vez son menos. Y cada vez son más los que no pueden definir su identidad en términos laborales o sociales. El “yo soy”, esa es la conclusión, está dejando de ser una referencia social. Bajo esa condición, el ser, para ser, busca otras referencias, y estas solo pueden ser encontradas en identidades ya no sociales sino a-sociales, e incluso anti-sociales, y por lo mismo, anti-políticas.

 

 

Para usar una terminología en boga, el tema de la identidad del ser ha sido rebajado a sus instancias más primarias, ahí donde habitan identidades que al no ser adquiridas tampoco son intercambiables entre sí. Identidades definidas por un “yo soy” pre-social y pre-político: un ser biológico, nacional, étnico, cultural.

 

 

Para usar los términos de Paul Ricoeur (Sí mismo como el Otro) asistimos al avance de una identidad sin ipseidad. O dicho más simple, a una identidad determinada no por lo que he llegado a ser sino por lo que yo soy por nacimiento: negro, blanco, indio, hombre, mujer, latino, y, sobre todo, miembro de una comunidad imaginaria llamada nación. El ser social ha sido desplazado por el ser nacional. Y si miramos el pésimo ejemplo que dan los catalanistas, por un ser regional.

 

 

El grave problema es que las identidades primarias no son intercambiables entre sí. Los negros que se levantan en los barrios marginales de Europa y de los EE UU nunca van a dejar de ser negros ni los blancos que siguen a Trump en contra de los no-blancos, nunca van a dejar de ser blancos. Y al no ser intercambiables, esas identidades yacen fuera de toda deliberación, de toda discusión o debate. Nadie podrá jamás convencer al otro de que su identidad primaria es falsa. Pues las luchas identitarias, a diferencias de las sociales y políticas, no son argumentativas, ni siquiera ideológicas. Bajo su primado, la lucha de los discursos termina por convertirse en lucha de cuerpos que, desprovistos de argumentos e ideas, se encuentran mucho más cerca de la guerra que de la política.

 

 

Los nacional-populistas y sus fanáticos líderes son hoy los portadores de futuras y cruentas guerras identitarias. Eso quiere decir que mientras la sociedad no logre ordenar sus estructuras, o mientras no reaparezcan nuevas identidades sociales y políticas, los nacional-populistas, con sus retóricas de derecha e izquierda, o de ambas a la vez, continuaran avanzando y la llamada democracia liberal continuará declinando.

 

 

Pero hay que insistir: lo que presenciamos no es el fin definitivo de la democracia liberal. En Rusia, Bielorrusia, Turquía, Irán, Cuba, y varios otros países, hay quienes luchan orientados por principios democráticos heredados de, y propios a la, democracia liberal. Pero seríamos ciegos si no advirtiéramos que en muchas otras naciones, precisamente las que fueron guías políticas del orden democrático liberal, las fuerzas democráticas se encuentran a la defensiva.

 

 

Sin intentar pronósticos, ni mucho menos construir distopías, solo podemos afirmar por el momento que en las confrontaciones que vienen, la democracia-liberal, la que cocemos o conocimos, no saldrá ilesa. O en otra palabras: la llamada democracia liberal, si es que subsiste, no será la misma de antes. Es mejor decirlo ahora que después.

 

 

Puede suceder incluso que la democracia del futuro sea, si no más liberal, más democrática. Lo que no siempre es bueno. La voz del pueblo no es la voz de Dios solo porque viene del pueblo. No pocas veces ha sido la voz del Diablo.

 

 

Fernando Mires

Demócratas y Democratistas

Posted on: febrero 1st, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Los miro y los vuelvo a mirar. Cada vez un detalle nuevo. Algunos destrozaban objetos, otros simplemente los robaban. Los más bestias, disparaban. Pero los de la mayoría no sabiendo qué hacer, daban vueltas como sonámbulos por las salas del Capitolio, algunos mirando para todos lados con cierto temor, otros como si estuvieran visitando un museo. Les habían dicho que ellos son el pueblo y que el Capitolio es del pueblo, aunque no parecían muy convencidos. Pero era cierto: el Capitolio, en estricto sentido del término, pertenece al pueblo.

 

 

El poder pertenece al pueblo y el pueblo lo delega a sus representantes. Pero cuando sus representantes no los representan, el poder debe volver al pueblo. Sea en el formato de Rousseau o en el de Locke, esa es la base de todo contrato social. Tal vez los asaltantes pensaron lo mismo. Les habían asegurado que el derecho de los derechos, el de elegir a su presidente, había sido robado por una clase política fraudulenta. Si eso hubiera sido cierto y no una mentira inventada por el todavía presidente, convertido de pronto en caudillo de multitudes irredentas, habríamos presenciando una grandiosa revolución: La revolución del pueblo en contra de una clase políticamente dominante. Una edición norteamericana de la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno. El problema, el “pequeño problema”, es que la que veíamos en la pantalla no era una revolución en contra de un zar inclemente ni en contra de una monarquía absoluta sino en contra de la máxima representación de la democracia moderna: el parlamento. Un levantamiento ultra-democrático en contra de la democracia representativa. Nada menos

 

 

¿Levantamiento ultra-democrático? Preguntarán algunos. Entiendo perfectamente el justificado asombro. Su origen reside seguramente en la excesiva positividad que hemos otorgado al término democracia. Así es: durante mucho tiempo hemos partido de la premisa de que todo lo democrático es bueno solo porque es democrático. No hemos tomado en cuenta que conceptos como los de libertad, justicia, y sobre todo, democracia, a los que consideramos consustanciales a la cultura política moderna, también pueden ser pervertidos. Aún no nos habíamos dado plena cuenta de que la libertad total conduce a la locura, de que la justicia total conduce a la guillotina (o al paredón) y de que la democracia total conduce a la destrucción de la democracia.

 

 

Se puede ser extremista y democrático a la vez, y no es contradicción. Los extremistas democráticos del Capitolio eran tan democráticos que no vacilaron en asaltar un edificio histórico que separaba al gobierno de la que ellos imaginaban era la voluntad del pueblo, tan democráticos que no aceptaban que entre gobierno y pueblo existieran instancias mediadoras, tan democráticos que no concebían que entre el que imaginaban líder del pueblo, Donald Trump, y su pueblo, se interpusieran constituciones e instituciones. Tan democráticos en fin, que en nombre de la democracia terminaron por convertirse en democratistas.

 

 

¿Democratistas?

 

 

La diferencia entre un demócrata y un democratista es fundamental. A diferencias de un demócrata, el democratista no acepta límites dentro de una democracia. El demócrata en cambio, sabe que sin límites toda democracia termina derrumbada sobre sí misma. Esos límites son instituciones cuyos objetivos consisten en regular las relaciones entre el pueblo – convertido en ciudadanía en el marco de un sistema que no solo contempla derechos sino, además, deberes – con el estado.

 

 

El demócrata, visto así, defiende a la democracia en forma mientras el democratista a la democracia informe. Es la razón por la cual los movimientos, partidos y gobiernos nacional- populistas de nuestro tiempo no dirigen su artillería en contra de la democracia liberal – como creen sus defensores – sino en contra de las instituciones que dan forma a la democracia, sea esta liberal o no. Esas instituciones son los partidos políticos y por cierto, el lugar donde actúan esos partidos: el parlamento: la “polis nacional” de nuestro tiempo.

 

 

Para poner las cosas en relación coherente, podríamos decir que no son los democratistas los que han llevado a la crisis de la democracia sino está última es la que ha hecho posible el avance del democratismo. Sobre las razones que han llevado a esa crisis he escrito otro artículo. Baste agregar aquí que la misión de los democratistas es profundizar al máximo la crisis hasta el punto que un pueblo representado en un caudillo o líder situado más allá de la constitución y de las instituciones, ponga punto final a la discusión pública (“Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar”, decía una canción democratista (Carlos Puebla) poco antes de que Fidel Castro se hiciera del poder total en nombre del pueblo).

 

 

Ya no podemos cerrar más los ojos: la democracia, no solo la liberal, está siendo asediada. Los movimientos nacional-populistas irrumpen incluso en países considerados modelos de la democracia moderna. Podemos llamarlos chusmas, turbas, hordas, u otros nombres peyorativos. Lo que no podemos negar es que representan auténticos movimientos populares. Nos guste o no, actúan de modo coordinado, organizados con disciplina y objetivos, entre ellos, desbancar a los que los trumpistas llaman el etablishment (o “la casta” en la versión de Podemos en España, o “las cúpulas podridas” en la versión facho-chavista). Dicho en tono más académico, el objetivo de los democratistas es derrocar a la “clase política”. Su ideal es una democracia radical, vale decir, sin políticos ni política.

 

 

Formados en la sociedad civil, asociados en organizaciones no gubernamentales y en movimientos muy estructurados, los democratistas son de verdad revolucionarios: a su modo representan una rebelión del demos no en contra de la cracia, pero sí en contra de las instituciones de la demo-cracia. En Alemania por ejemplo ya lograron apropiarse del lema libertario que llevó a la caída del muro: “nosotros somos el pueblo”. A través de ese lema los nacional-populistas reclaman las rescisión del contrato social vigente, la devolución del poder al pueblo para asumirlo directamente a través de sus líderes. El “nosotros somos el pueblo” que en la Alemania comunista buscaba expropiar a una dictadura, es ahora usado en contra del poder institucional delegativo. Quiere decir: “nosotros somos el pueblo” y no los diputados y senadores que dicen representarnos, nosotros y no los emigrantes, nosotros y no los académicos e intelectuales, nosotros y no los virólogos.

 

 

Ha llegado el momento de entender: las instituciones que dan forma a la democracia nacieron para representar al pueblo. Eso significa, para impedir que el pueblo, o de algunos en nombre del pueblo, hagan ejercicio directo del poder. No solo nos protegen de tentaciones dictatoriales, sino también del mismo pueblo cuando es conducido por populistas y demagogos. En consecuencias, lo que hay que defender no es tanto la democracia liberal (cada uno puede entender por ella lo que quiera) sino la democracia institucional.

 

 

No será impertinente recordar que los totalitarismos del siglo XX nacieron en las propias entrañas del pueblo. Todos irrumpieron como anti-etablishment en contra de “la clase política” y, por supuesto, en contra del parlamento. Ya sea en nombre del pueblo-nación, del pueblo-clase o del pueblo -masa, todos encuentran sus orígenes en movimientos democratistas. De ahí que, si tuviéramos que definir en breves palabras la esencia del democratismo, habría que decir: el democratismo es la democracia sin instituciones. Y como no puede haber política sin instituciones, ha llegado el momento de defender a la política a través y a favor de las instituciones que la representan.

 

 

La democracia no parlamentaria, vale decir, la democracia democratista, sin leyes ni delegaciones, sin debates ni controversias, ha sido y es antesala de toda dictadura.

 

 

Nota adicional para lectores venezolanos

 

 

Cuando el 23 de enero de 2019 el diputado Juan Guaidó, en representación de la Asamblea Nacional se juramentó como presidente interino, declarando fraudulentas las elecciones presidenciales en las cuales la oposición mayoritaria no había participado (20-M-2018) e imponiendo en nombre del pueblo una estrategia que ponía en primer lugar el derrocamiento (no electoral) de Maduro, abandonó la línea democrática (electoral, pacífica y constitucional) asumida por la oposición en el pasado, para transformarla en una línea democratista, vale decir, no-institucional.

 

 

El 6-D- 2020, cuando esa oposición democratista pero ya no demócrata, entregó la Asamblea Nacional al gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela fue convertida en un país atrapado por dos democratismos: el de un gobierno que en nombre del pueblo usa las elecciones en contra de las instituciones y el de una oposición que en nombre del pueblo hizo abandono de la institución más política del pueblo, en aras de una insurrección que no tenía con qué llevar a cabo.

 

 

El espacio político-democrático fue vaciado.

 

 

Fernando Mires

¡Libertad para Alexei Navalny!

Posted on: enero 22nd, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

Los entretelones del regreso de Alexei Navalny ya son conocidos. Todo era de prever, incluyendo el arbitrario arresto. Navalny sabía adonde iba: a la misma boca del lobo. Sin embargo, su regreso a Rusia era políticamente inevitable.

 

 

Después de todo, la vida en las cárceles de Rusia la conoce Navalny como a las palmas de su mano. Difícil será que Putin mande a asesinarlo por segunda (o tercera) vez. Por lo menos no tan pronto. Calculando de acuerdo a la regla costo-beneficio, los costos podrían ser muy altos para el autócrata ruso.

 

 

El hecho es que en Alemania, Navalny no tenía mucho que hacer. Desde hace más de un decenio su destino está ligado a dos naciones, la jurídica: Rusia, y la de su padre: Ucrania. A la segunda la considera indivisible con respecto a Rusia. Muchos no entienden su posición, pero es la misma que tiene un español unionista frente al independentismo catalán o vasco. La diferencia es que la independencia de Ucrania ya se consumó y Navalny terminó por aceptarla. Por el momento al menos.

 

 

Navalny es un político complejo pero no contradictorio. Complejo, porque sus tendencias nacionalistas no son muy bien entendidas en el exterior, pero sí en Rusia. Precisamente ese nacionalismo es una piedra en un ojo del putinismo. Pues a diferencias de Putin que propaga un nacionalismo populista, el de Navalny es, o quiere ser, un nacionalismo constitucional. Por eso Navalny ha ligado su idea de Rusia como nación con el respeto a los derechos humanos, acentuando el derecho a la libre expresión.

 

 

Putin quisiera seguramente tener como enemigo a un occidentalista cosmopolita como son la mayoría de los miembros de la oposición, pero no a otro nacionalista. Frente a ese “otro nacionalismo” su discurso se descompone. Navalny –ahí esta el peligro para el ex miembro de la KGB– puede penetrar en las propias filas del putinismo. Más todavía si se tiene en cuenta que el principal objetivo de Navalny no es tanto la persona de Putin sino la lucha en contra de la corrupción. Navalny, efectivamente, tiene puesto el dedo en la llaga de la estructura de poder, una enredada madeja que solo Putin conoce desde arriba, formada por mafias de todo tipo, agentes secretos, grupos de choque, equipos internéticos, delatores y matones.

 

 

Gracias a la lucha anti-corrupción, Navalny logró hacer desaparecer del mapa político al segundo de Putin, su perro faldero y ex-presidente Dimitri Mevdeved, como también al jefe de la guardia nacional Victor Solotov. Su página Web “Ros Pil” se ha especializado en denuncias que desmienten la integridad moral del régimen, tanto hacia fuera como hacia dentro del país. No fue casualidad que el envenenamiento a Navalny hubiera ocurrido justo cuando este se había hecho de múltiples denuncias sobre casos de corrupción en Siberia.

 

 

Pero la estrategia basada en la lucha en contra de la corrupción no es solo moralista. El objetivo de Navalny es canalizarla a través de vías electorales. El líder opositor ha ido aprendiendo que a lo que más teme Putin es a verse obligado a cometer fraudes que después puedan ser denunciados. Así lo hizo Navalny después de haber alcanzado un 27% en las elecciones de 2013 cuando se postuló como alcalde de Moscú. Sus denuncias le trajeron meses de cárcel.

 

 

La estrategia del “voto inteligente” elaborada por Navalny ha dado resultados. Esta consiste en apoyar en cada lugar a los anti-putinistas con más posibilidades de ganar, sea un religioso ortodoxo o un comunista. No importa. Lo importante es que no sea putinista. Para algunos observadores, una estrategia inteligente aunque carente de valores éticos. Para Putin, en cambio, muy peligrosa. Navalny es uno de los pocos líderes en condiciones de articular un frente nacional opositor que arranque votos al oficialismo.

 

 

Putin necesita de una legitimación que debe sostenerse sobre la mayoría absoluta. Las mayorías relativas no sirven a su proyecto dictatorial. Hasta ahora Putin ha conseguido esa mayoría absoluta gracias a una estrategia que contempla soborno, intimidaciones, y sobre todo, divisiones en la oposición. La vía del “voto inteligente” es un peligro que deberá aventar, aunque sea recurriendo al clásico método de la eliminación del adversario, tantas veces practicado por sus esbirros. De ahí que las elecciones parlamentarias de septiembre del 2021 -cuya campaña comenzará mucho antes- serán un duro encuentro, tanto para Navalny como para Putin.

 

 

En esa confrontación, Navalny en prisión puede ganar fuerza simbólica, a lo Mandela, pero si es liberado puede convertirse en un agitador público de gran calado. Y si lo matan, será un mito. De ahí que por ahora, en el más refinado estilo, el régimen reacciona colgándole delitos nunca cometidos. Lo más probable es que después lo acusarán de violador, pedófilo y otras exquisiteces. Pero los ciudadanos rusos ya conocen el método y probablemente muy pocos se dejaran impresionar.

 

 

Navalny eligió bien el momento del regreso. Precisamente cuando tiene lugar el fin del gobierno de Trump quien después de China había situado como enemigo nada menos que a la Europa democrática, estableciendo alianzas con los mismos aliados de Putin, entre ellos el húngaro Orban y todas las organizaciones políticas anti- UE, incluyendo a partidos neo-fascistas. La mayoría de los trumpistas europeos son también putinistas. Con la salida de Trump -quien en su complicidad con el jerarca ruso nunca gastó una frase de protesta en contra del intento de asesinato a Navalny ni mucho menos frente al aplastamiento de las movilizaciones democráticas en Bielorrusia- Putin ha perdido a un gran aliado internacional. Razón de más para operar con cautela diplomática frente al nuevo gobierno estadounidense y así ganar tiempo esperando -y seguramente financiando– una rehabilitación del trumpismo como movimiento político. Lo mismo sucede con respecto a Alemania.

 

 

Merkel es tenaz defensora de los derechos humanos pero bien puede ser que quien la suceda en el cargo no siga sus huellas. Por eso, el juego típico de Putin, el de pasar agachado esperando el momento oportuno, lo echa a perder el regreso de Navalny.

 

 

Con su sola presencia, al borde de la inmolación corporal, Navalny ha puesto el tema de la lucha por las libertades en el centro de la política rusa. De una u otra manera los focos de la prensa internacional estarán puestos sobre su simbólica persona.

 

 

Aunque el movimiento democrático ruso no depende de la opinión pública internacional, Navalny ha logrado otear que Putin es muy sensible a ella. En gran medida el debilitamiento de la Europa democrática ha sido obra de los partidos y gobiernos anti-europeos, fuera y dentro de la UE. Una campaña a favor de la libertad de Navalny los pondría a la defensiva. Si esa demanda es fuerte, los defensores de la democracia institucional (liberales, conservadores y socialistas democráticos) pasarían en cambio a la ofensiva. Navalny podría así convertirse en el símbolo europeo de los demócratas institucionales en su lucha en contra del populismo-nacionalista que avanza y avanza bajo el manto protector que le tiende Putin. Levantar la consigna, “Libertad para Alexei Navalny” no es entonces solo un tema ético. Es, además, muy político. Significa oponerse de modo activo a las amenazas de los grupos extremistas que, en nombre de la democracia rinden pleitesía a líderes autocráticos, llámense Orban, Kaszinski, Salvini, Erdogan, Trump o Putin. Contra ellos es la cosa.

 

 

¡Libertad para Alexei Navalny!

 

 
Fernando Mires

 

Trump en las redes

Posted on: enero 15th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El cierre de la cuenta de Trump por parte de diversas redes sociales (RRSS) entre ellas Twitter y Facebook fue vista por Angela Merkel como un hecho problemático. Y ‘problemático’ no quiere decir que Merkel se hubiese pronunciado en contra de la decisión de los empresarios de las RRSS. Problemático quiere decir simplemente que estamos frente a un problema no resuelto. Según el portavoz del gobierno, Steffen Seibert: “Es posible interferir en la libertad de expresión, pero según límites definidos por las leyes, y no por la decisión de una dirección de empresa”.

 

 

Agregó el portavoz que los operadores de las plataformas de RRSS “tienen una gran responsabilidad en que la comunicación política no sea envenenada por el odio, las mentiras y la incitación a la violencia”. Pero Seibert también dijo que la libertad de opinión es un derecho de “importancia elemental”. Precisamente el día anterior, Merkel había expresado, sin nombrar a Trump, su radical oposición a la repartición de noticias falsas y a las incitaciones al odio. En efecto, no todas las emitidas por Trump han sido, en sentido estricto, opiniones. Opinar no es colocar cualquier mensaje en las redes.

 

 

Si Trump opina que sus contrincantes son pedófilos, asesinos de nonatos y mercenarios comunistas, está en su derecho. Es su descabellada opinión, pero es su opinión. Pero si él o sus secuaces ordenan materializar su odio en las instituciones del estado, ahí no están opinando. Están usando a las RRSS como comando central para desatar acciones subversivas. Y justamente eso fue lo que entendieron los empresarios de las RRSS. Pues una cosa es que Trump se sirva de las redes para expresar sus puntos de vista y otra es que intente convertirlas en plataforma de lucha en contra de las instituciones democráticas y sus representantes. Todo empresario tiene el derecho a proteger su empresa cuando surgen intentos para desviarla de los objetivos para los cuales fue creada. Más todavía si al convertirse en usuario cada persona acepta las condiciones que impone participar en una determinada red.

 

 

El problema, y esta es la opinión de Merkel, es que dictaminar quién o no debe interactuar en las redes no solo debe ser atributo de sus propietarios pues esas redes han llegado a ser un foro de la sociedad digital. Son “cosa pública” y por lo mismo, sin ser en sí políticas, alcanzan en ocasiones una alta incidencia política. Las RRSS pueden llegar a convertirse, para decirlo con las palabras de Habermas, en “agentes discursivos de la razón comunicativa”. Definición que concierne, dicho con benevolencia, a no más del cinco por ciento de sus usuarios. Basta revisar las páginas de Twitter para darse cuenta de que allí también concurren testaferros, bandas organizadas e imbéciles de tomo y lomo. Pero son ciudadanos, y en sus turbios modos sub-políticos, internan expresarse. Al fin y al cabo la civilización moderna no es mejor que Twitter (y otras mesas digitales) en su conjunto.

 

 

Así y todo, Twitter y otras redes han llegado a ser un campo de opiniones encontradas. Espacio de controversias múltiples, sin duda. Y allí interactúan líderes políticos, dirigentes de masas, revolucionarios, presidentes racistas, misóginos, populistas y hasta dictadores. Considerando estas características es evidente que las RRSS urgen de instancias moderadoras que impongan ciertas reglas. Y esas, es la opinión de Merkel, no pueden ser solo las formadas por empresarios de las redes. Pero si no son solo ellos, ¿quién otro puede serlo? Ahí está el nudo del problema.

 

 

Deben ser los estados, podría ser una respuesta espontánea. Sería lógico. Pero solo en un mundo ideal. El problema es que los estados están representados por gobiernos que, como tales, son ocasionales y fortuitos. Y si consideramos que la mayoría de los estados acreditados en la ONU no son democráticos, confiar a ellos la tutela sobre las RRSS sería parecido a poner un lobo a cuidar las ovejas. Basta saber que casi la totalidad de los estados nacionales ha suscrito la Declaración Universal de los Derechos Humanos pero solo una extrema minoría de gobiernos los cumple. La mayoría se la pasa por el forro. Lo mismo pasaría con una declaración de los derechos de las redes.

 

 

Tenemos que aceptarlo: las leyes están sujetas a condiciones de tiempo y espacio. No existe una legislación global válida para todos los países de la tierra. No obstante, existen organizaciones internacionales como la UE y la OEA y a ellas correspondería, por lo menos en parte, fijar algunos puntos sobre el tema. A su modo lento, perezoso, burocrático, la UE está tomando en serio el problema.

 

 

Una reglamentación sobre la participación en las RRSS no puede, sin embargo, ser perfecta. Eso quiere decir que las decisiones acerca del uso y participación en las redes debe atender por lo menos a dos criterios. Uno tiene que ver con la gravitación o incidencia de quien hace uso indebido de las redes. Si no fuera así, una inmensa mayoría de personas dedicadas a divulgar noticias falsas, a ofender al prójimo, a maltratar a la palabra escrita, deberían ser excluidos de las redes. Pero las redes, al servicio de las opiniones de “esa madera carcomida que es el ser humano” (Kant) no pueden ser distintas a lo que son la mayoría de sus usuarios. Por eso no es lo mismo si el presidente de Kirguistan no cumple con normas éticas en las redes, a que lo haga el presidente de la más grande potencia económica y militar, una persona cuyas decisiones gravitan y giran alrededor del planeta.

 

 

El otro criterio tiene que ver contra qué o quién van dirigidos los llamados a subvertir el orden institucional de un país y a quiénes van dedicados los mensajes de odio. El caso de Trump es más claro que el agua: sus agresivas invectivas iban dirigidas en contra de las instituciones de un estado republicano y democrático a la vez. Pero si esos mismos llamados son dirigidos en contra de una autocracia o una dictadura ¿deberían ser cerradas sus cuentas en las RRSS? Si un político disidente en Bielorrusia (podría ser en Turquía o Venezuela) tilda a los tribunales electorales como organizaciones corruptas y llama a rebelarse en contra de ellos, ¿vamos a negar su derecho a la rebelión solo por cumplir una norma absoluta y general? Sería absurdo.

 

 

Entonces, preguntarán por otro lado ¿no es posible dictar reglas para todos? La respuesta solo puede ser una: No podemos medir con la misma vara el odio hacia las instituciones electorales que despliega Trump con el odio hacia las instituciones electorales que despliega un perseguido político de Bielorrusia. Son dos odios no solo distintos sino, además, contrarios entre sí. Lo importante entonces – y eso hay que recalcarlo – no es el mensaje de odio sino el objeto del odio. Entonces, ¿las redes deben tomar partido a favor de unos y en contra de otros? Para responder a esta delicada pregunta, debemos hacer un ejercicio de lógica.

 

 

Si tenemos en cuenta que todo odio supone rechazo (aunque no todo rechazo supone odio) podríamos sustituir la palabra odio por la palabra rechazo. Efectivamente, las redes no pueden aceptar todo tipo de interacción. Si alguien intenta rendir culto a la antropofagia – a veces hay que recurrir a ejemplos extremos – la mayoría no caníbal va a estar de acuerdo en que los antropófogos no lo hagan en las RRSS. En ese sentido los actores de las redes tomarían partido en contra de la antropofagia. Bajemos el tono ahora y hablemos de las dictaduras. Aquí el tema es algo más complicado: todo gobierno no democrático, lo sabemos por los propios mensajes emitidos en las redes, cuenta con legiones de partidarios. Desde un punto de vista liberal están en su derecho a emitir opiniones en las redes. En ese punto, los directivos de las redes son libres de decidir o no, si dan curso a mensajes de odio a las democracias. Lo que no deberían permitir, y aquí rozamos el caso Trump, son los llamados a destruir, a asaltar, a vejar a las instituciones democráticas, aunque sea en nombre de la democracia. Incluso puedo imaginar a demócratas extremos – podemos llamarlos democratistas – que, sin estar de acuerdo con el canibalismo, estarían en desacuerdo con que las opiniones de los caníbales fueran vetadas pues su publicación permitiría debatirlas. Lo que no deja de ser, en parte, cierto.

 

 

Pongamos ahora otro ejemplo. No es un misterio para nadie que la mortífera expansión del Covid-19 ha activado el espíritu negacionista, hasta el punto de que ha habido personas -Trump ha sido una de ellas – que han negado o minimizado la existencia de la pandemia. ¿Deben las redes permitir dichas negaciones? Aquí hay que diferenciar entre el “pueden” y el “deben”. De poder, pueden, evidentemente. Si deben, es controversial, o en las palabras de Merkel, muy “problemático”. Lo que no pueden ni deben es permitir la publicación de llamados a subvertir las normas que dictan los gobiernos, sobre todo los democráticos, para prevenir o para defender a la ciudadanía de los efectos de la pandemia. Lamentablemente no ha sido ese el caso. El asalto de las turbas alemanas al Reichstag fue organizado, al igual que el asalto al Capitolio, desde las RRSS.

 

 

Dicho de modo escueto: las redes no deben tomar partido a favor de una ideología, creencia, partido, grupo o movimiento, o simples opiniones, sean democráticas o antidemocráticas. Pero los llamados a asaltar instituciones democráticas no deberían tener cabida en sus mensajes. Asumir una parcialidad total y absoluta significaría en este caso situar en un mismo nivel a los defensores y a los destructores de la democracia. La popular frase “lo que es bueno para el pavo es bueno para la pava” no aplica en este caso. Democracias y antidemocracias no pertenecen a la misma “especie” política. La frase avícola correcta debería ser “lo que es bueno para los canarios no es bueno para los buitres”.

 

 

Digámoslo terminantemente. No vivimos en un mundo homogéneo. La política, que es la continuación de la guerra por otros medios, ha trazado a nivel mundial una línea demarcatoria: A un lado las naciones y personas democráticas. Al otro, las naciones y personas antidemocráticas. Vivimos, queramos o no, en un mundo dividido y confrontado. En ese mundo las RRSS han contraído una deuda con la democracia. Nacieron en un mundo democrático. Gracias a la democracia han podido expandirse y ampliarse hacia la globalidad total. Sin democracia serían solo instrumentos de dictaduras o poderes autocráticos locales.

 

 

Por cierto, sería ideal que las decisiones que llevan a cerrar cuentas a quienes llamen a la destrucción de la democracia obedecieran a reglamentos plenamente aceptados por la comunidad internacional. Ideal sería también que en caso de dudas, hubiera organismos de consulta. Y mucho más ideal sería que las decisiones sobre esta materia no estuvieran libradas a la buena o mala voluntad de los empresarios comunicacionales

 

 

Pero frente a la ausencia de reglamentos y organismos acreditados, los ejecutivos de Twitter, Facebook y otras RRSS tenían frente a “el caso Trump” solo dos alternativas. O aceptaban convertir las redes en una plataforma anti-democrática de Trump y los suyos, o les cerraban la puerta. Bajo esas condiciones – repito, solo bajo esas condiciones – hicieron bien. La decisión que ellos tomaron fue jurídica, ética y políticamente, correcta. Problemática, dice Merkel. Muy problemática, agregamos. Pero fue la correcta.

 

 

 Fernando Mires

 

El asalto trumpista al Capitolio

Posted on: enero 8th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Ni el edificio devastado, ni los heridos, ni los muertos, son simbólicos. Pero sí lo es el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas enardecidas de un presidente electoralmente derrotado quien intenta ahora ocupar otro sitial: el del máximo caudillo populista de la nación.

 

 

Sería un error interpretar el asalto como el aullido postrero de un presidente enloquecido por el poder. Menos errado es verlo como parte de una estrategia que ha tomado formas en diversas partes del mundo y que ahora ha hecho acto de presencia en los propios EE UU. Estamos hablando del avance del populismo-nacional cuyo objetivo claro y preciso es demoler los fundamentos sobre los cuales reposa la democracia liberal.

 

 

El asalto al Capitolio tiene, repetimos, un enorme poder simbólico. Sobre todo si se toma en cuenta que la diferencia de la democracia liberal con otras formas de gobierno reside en la existencia de un parlamento que actúa como representación delegada y no directa del pueblo. En ese contexto, Trump, visto desde una perspectiva mundial, es un líder del populismo-nacional, uno más de una larga galería que a veces en nombre de la derecha, otras veces en nombre de la izquierda, levantan, como objetivo estratégico; la transformación de la democracia liberal en una democracia personalista y autoritaria.

 

 

Trump no es un fenómeno aislado. Por el contratrio, él es miembro de una familia política formada por autócratas como Putin, Lukazensko, Kazynski, Orban, Erdogan, Bolsonaro, Bukele, Ortega, Maduro y otros. Casi ninguno de esos autócratas puede ser catalogado como un dictador tradicional pero sí, todos, como exponentes de un tipo de post-democracia que incorpora elementos dictatoriales (¿»democraturas”?) entre ellos, la renuncia a la representación delegativa y su sustitución por lo que ellos llaman democracia directa.

 

 

Como ya ocurrió en el periodo fascista del siglo pasado, los trumpistas intentan imponer una relación sin mediaciones entre el mandatario y el pueblo que sigue al mandatario. Ese punto es el que conecta al populismo-nacionalista del siglo XXl con el fascismo del siglo XX.

 

 

Baste recordar que el jurista Carl Schmitt, quien fuera por un breve periodo co-autor de una constitución nunca aprobada por el nazismo, no se pronunció en contra del orden democrático sino a favor de una democracia directa que en nombre del Führerprizip (principio del caudillo) estableciera la comunicación sin dilaciones entre el pueblo representado por un líder y el Estado. Vladimir Ilich Lenin por su cuenta – no por casualidad admirado por Schmitt – imaginaba representar un nuevo tipo de formación democrática cuyo organismo no era el parlamento sino los consejos del pueblo, los Soviets. Comunistas y fascistas no imaginaban que defendían a una dictadura sino, como acostumbraban a repetirlo, “una forma superior de democracia”: el directo gobierno del pueblo representado en el líder colectivo (partido) o en un líder personal.

 

 

La marca de fábrica del populismo-nacional del siglo XXl, es el antiparlamentarismo. No hay dictadura moderna que no haya sido anti-parlamentaria. Por eso, el asalto trumpista al Capitolio no lo vemos como un hecho aislado. No es necesario remontarse muy lejos en la historia para comprobarlo.

 

 

Hace pocos meses, el 31.08 del 2020, turbas alemanas, tan enardecidas como los trumpistas norteamericanos del Capitolio, asaltaron el Reichstag, dirigidos por neofascistas articulados al populismo nacionalista de AfD. El pretexto fue la lucha en contra de las restricciones impuestas por el gobierno en contra del Covid-19. Y al igual que las turbas trumpistas, lo hicieron en nombre de un “poder popular” anti-elites, anti-partido y por supuesto, anti-parlamentario.

 

 

Como sus recientes antecesoras alemanas, las turbas trumpistas entraton gritando al Capitolio, “el Parlamento es nuestro”. Efectivamente, es de ellos, siempre y cuando sus partidos los representen en su interior. El parlamentarismo directo no existe.

 

 

¿Por qué el Parlamento?: Primero, porque es el lugar de la representación popular por medio de sus partidos organizados. Segundo, porque es el lugar donde después de debatidas, son promulgadas las leyes. Tercero, porque es el lugar donde la nación debate consigo a través de sus representantes. En virtud de esa triada, puede afirmarse que el Parlamento, en sus más diversas formas y estructuras, es el organismo que una nación se da para pensarse a sí misma. El Parlamento es el corazón de la democracia moderna.

 

 

Hay autores que afirman – entre ellos, uno de los más lúcidos politólogos actuales, Jascha Mounk – que una de las contradicciones históricas contemporáneas es la que se da entre las democracias liberales y las democracias i-liberales (o autocracias). Conclusión que, si la aceptamos completamente, nos llevaría a un callejón sin salida pues una democracia, para ser liberal, debe otorgar a sus enemigos la misma libertad que a sus seguidores y, por lo mismo, autoprivarse de los medios necesarios para defenderse a sí misma. Para salir de ese callejón sin salida parece ser necesario entonces llevar esa contradicción a un plano más político que ideológico. La contradicción de nuestro tiempo – digámoslo así – sería la que se da entre los que defienden a una democracia con parlamento y los que defienden una democracia sin parlamento o, lo que es casi igual: con un parlamento convertido por el ejecutivo en una caricatura de sí mismo.

 

 

El asalto al Capitolio fue una declaración de guerra del trumpismo a la razón parlamentaria, ahí no hay cómo perderse. No es la primera, ni será la última. Ha llegado por lo tanto la hora en la que los verdaderos demócratas, aún a riesgo de abandonar algunos principios liberales, acepten el desafío y libren, de modo decidido, e incluso militante, la lucha por la defensa del parlamento.

 

 

El populismo- nacional – escuchando las arengas de Trump queda muy claro – es el fascismo de nuestro tiempo.

 

 

Sobre ese tema continuaremos insistiendo en próximos artículos. Este es solo un enunciado.

 

 

Fernando Mires

El pueblo de Chile decidió

Posted on: octubre 28th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

Decir que la apertura hacia una nueva Constitución – aprobada por cerca del 79% del electorado chileno – es un hecho histórico, puede ser frase manida. Pero también puede ser verdad.

 

 

Si bien es cierto que solo el transcurso del tiempo permite seleccionar cuales acontecimientos son históricos y cuales no, hay hechos que sí permiten vislumbrar una futura historicidad.

 

 

Histórico, dicho de modo tautológico, es un hecho que hace historia. Quiere decir que la historia no está dada sino que es hecha. Quiere decir también que hay acontecimientos cuya propiedad es marcar los tiempos entre un antes y un después. Y en ese sentido, la Constitución de 1980, la llamada Constitución de Pinochet, la aún vigente, ya es un ayer. En cambio, la que no ha sido escrita, la que todavía no existe, es el futuro.

 

 

¿En dónde reside la importancia histórica del plebiscito del 26.10. 2020? En un hecho muy simple. El pueblo chileno decidió, por aplastante mayoría, re-constituirse. Contrarrestó así al propio proyecto acariciado por Pinochet, el de la revolución conservadora, el de re-fundar un nuevo orden económico, político y cultural, ambición que para constituirse debía ser constitucionalizada.

 

 

No importa que los acólitos de Pinochet solo hubieran copiado la Constitución de 1925, a la vez una copia de la de 1833. Pinochet necesitaba de una Constitución propia, personal, fundacional. Es por eso que el día 26.10.2020 no solo tuvo lugar un plebiscito. Ese fue el día en el que el pueblo chileno decidió arrebatar el nombre de Pinochet a la Constitución. El día de la constitución (con minúsculas) del pueblo poblacional convertido en pueblo ciudadano. El día de la polis. Visto así, ese pueblo decidió terminar un capítulo de esa “story” que también es una historia, y así, al fin, dar lectura a otro.

 

 

Pero ¿por qué ahora? ¿por qué tanto tiempo después de haber terminado la dictadura a los chilenos se les ocurre cambiar la Constitución del dictador? Cabe solo responder: los hechos no tienen un lugar fijo en el acontecer. Ocurren no cuando deben sino cuando pueden. Podríamos decir, en sentido figurado, que los hechos históricos aguardan en el silencio de sus noches el momento adecuado para aparecer bajo la luz. No vale la pena entonces hablar en conjuntivo. Solo podemos decir que, por diversas razones, los gobiernos post- dictadura no se dieron a la tarea de pasar a la fama como impulsores de una nueva constitucionalidad. Tamooco hubo un clamor social  por una nueva Constitución, aparte de los que provenían de movimientos esporádicos, como el de los estudiantiantes del 2011..

 

 

Razones válidas o atendibles: sea porque un plebiscito significaba volver a dividir a los chilenos en dos bloques irreconciliables, justo en el momento en que la unidad era más urgente que nunca; sea porque nadie quería echar sal a las heridas abiertas; sea porque la Constitución de 1980 permitía reiniciar, mediante algunas reformas – cada gobierno hizo las suyas – las medidas institucionales y sociales que los momentos requerían; sea en fin porque a nadie importaba demasiado el tema, el hecho fue que recién el 2020 los chilenos decidieron cambiar la Constitución.

 

 

No porque les molestara, no porque no sirviera, no porque estuviera mal escrita, no, no, nada de eso. En verdad, todos sabían que inciso más, o menos, todas las constituciones modernas son parecidas entre sí. No hay en efecto ninguna Constitución occidental que ordene asesinar, violar derechos, marginar, discriminar. Pero sí, debido a una insoslayable realidad: toda Constitución tiene un doble carácter.

 

 

Por un lado, la Constitución es un compendio de leyes. Por otro, es el símbolo que constituye a la nación. Con el primer carácter, nadie podía estar en desacuerdo. Con el segundo, sí. Pues esa Constitución, vista de modo simbólico, estaba manchada de sangre. Así, la idea de una nueva Constitución – pensada tal vez como un medio para salir del paso – apareció en un tiempo en el que la gran mayoría de los chilenos quería, sin olvidar, dejar atrás el pasado. Y ese tiempo no podía ser superado si mantenían la Constitución, hija de ese tiempo y de quienes la promulgaron. Por eso los chilenos de izquierda, centro y derecha, independientes, jóvenes, viejos, creyentes y ateos, se pusieron de acuerdo de modo ciudadano y con su voto, uno por uno, clavaron un puñal en el pleno corazón de la “Constitución de Pinochet”. El asesino general había muerto en su cama. Pero “su” Constitución fue ajusticiada en las urnas.

 

 

Las cosas se dieron así aunque en un comienzo hubieran sido pensadas de otra manera. Pues el fin de la Constitución de Pinochet no surgió por generación espontánea. Tiene que ver con lo que sucedió entre un octubre y otro octubre, antes que nada con ese “estallido social” que mostró al mundo como Chile, tan ordenado en las cifras, con un tan alto crecimiento bruto y neto, no era el oasis que quería venderse como producto de exportación. Desigualdades sociales, falta de integración social, desconexión radical entre política y pueblo, una barbarie indomable en las poblaciones marginales, una violencia no explicable por ideologías y fanatismos, un país tercer o cuartomundista, metido en el fondo de una caja de regalos comprada en el Parque Arauco en incómodas cuotas mensuales.

 

 

Todavía hay muchos que no pueden explicar como una ligera alza de los boletos en la locomoción colectiva terminaría nada menos que con el fin de una Constitución. Si la palabra revolución no estuviera tan emputecida por castristas y chavistas, yo habría escrito sin ningún problema que el 26 de octubre tuvo lugar en Chile una revolución constitucional.

 

 

Lo cierto, ha sido repetido miles de veces, el estallido social puso en evidencia una profunda crisis de representación. A los partidos políticos, a todos, la realidad escapaba de las manos. No sé quién, alguien debe haber sido, tuvo la idea de canalizar de modo político las energías desatadas, hacia una nueva Constitución. En un comienzo la idea nos pareció a muchos, oportunista, al estilo de nuestra ponderada viveza criolla. Porque de verdad, en las enormes manifestaciones de octubre del 2019 a las que al comienzo concurrían familias completas, plenas de alegría, en son de canción y fiesta, aparecían muchas pancartas exigiendo una cantidad increíble de reivindicaciones, algunas lógicas y justas, otras más bien surrealistas, pero nunca alguna exigiendo una nueva Constitución.

 

 

Sí: el plebiscito constitucional comenzó a configurarse desde arriba, como siempre en nombre del pueblo pero nunca con el pueblo. Razones de sobra para desconfiar. Más todavía cuando explotó esa violencia bárbara y latente en los hígados de la sociedad chilena: las calles destruidas, las estatuas derribadas, las iglesias incendiadas, el país entero vandalizado. Si no hubiera sido por la pandemia – nunca pensé que alguna vez iba a escribir algo así – habría aún más muertos en Chile. Sobre la base de esa sociedad asocial, anómica, aterrorizada, el lema de una Constitución – como sinónimo simbólico de algo que pusiera orden, es decir, de algo que re-constituyera al país – comenzó a tomar cuerpo y forma.

 

 

Vuelvo a una idea preliminar: en Chile había una crisis de representación política, grave en un país en el que sobre la política no hay nada. Ni una monarquía constitucional, ni un presidente que sin ser soberano condensara en su persona la unidad de la nación, ni una Constitución como la norteamericana a la que todos los ciudadanos respetan. La crisis de representación, bajo esas condiciones, no tardaría en transformarse en crisis de autoridad. Era necesario entonces restablecer una autoridad sustitutiva para que el país no se derrumbara sobre sí mismo. No habiendo rey ni presidente simbólico, solo quedaba la autoridad de una Constitución. ¿Pero de una Constitución manchada con el nombre de un dictador? No, una verdadera Constitución, una que representara a la mayoría. Había necesariamente que cambiar a esa Constitución por otra, para reconstituir a la nación.

 

 

Que nadie se haga ilusiones. Una nueva Constitución no resolverá ningún problema. Las desigualdades sociales podrán ser acortadas, pero no gracias a la Constitución. La violencia, esa violencia sin causa o lo que es igual, con miles de causas, continuará probablemente arrasando. La Constitución no es una casa, es solo el techo de una casa. Y así como un nuevo techo no soluciona los problemas familiares en una casa, en la casa chilena tampoco serán resueltos los problemas nacionales. Pero entre una casa sin techo – eso era Chile con una Constitución acatada pero no respetada – y una casa con techo, hay que elegir la segunda. Y el pueblo chileno eligió. No porque sea de izquierda o de derecha (ni la izquierda ni la derecha alcanzarán jamás un 80% de los votos) sino porque quería constituirse como pueblo en el marco de una nación a su vez constituida por una Constitución.

 

 

Cuando nazca la nueva Constitución nadie podrá dejar de respetarla. Será, guste o no, la Constitución de todos. Por ahora es solo una posibilidad: la de iniciar un nuevo comienzo en un país que, a tientas, busca salir de sus propias sombras.

 

 

Fernando Mires

 

Opiniones de los arttículistas son de su propia responsabilidad y no comprometen a la linea del portal Confirmado.com.ve

 

 

 

El pueblo boliviano decidió

Posted on: octubre 22nd, 2020 by Laura Espinoza No Comments

Los, por muchos no esperados, resultados de las elecciones presidenciales dejan, independientemente a favoritismos que apasionan tanto a bolivianos como a quienes desde lejos siguen el interesante proceso político del andino país – un saldo positivo.
El país, un año después de los acontecimientos que derivaron en las movilizaciones sociales surgidas del segundo fraude llevado a cabo por Evo Morales y Alvaro García Linera (el primero fue la violación del plebiscito de 2016 que negó la reelección presidencial) ha recuperado la senda política mediante el único instrumento al que puede acceder el pueblo ciudadano: el voto. En eso hay consenso unánime: los comicios fueron limpios, transparentes y la participación electoral, aún pese a la pandemia, fue masiva.

 

 

El temprano reconocimiento del triunfo de Luis Arce (52%) por la presidenta Janine Áñez y las felicitaciones de Luis Almagro a Arce en nombre de la OEA, más la absoluta imparcialidad del cuerpo militar, demuestran claramente que la solidez democrática de Bolivia – gracias o pese a Evo Morales, sobre eso habría mucho que discutir – ha alcanzado un grado superior a la de varios de sus vecinos latinoamericanos.

 

 

¿Cuáles son las razones que a primera vista explican el triunfo de Arce? Si partimos de la premisa de que los éxitos políticos no siempre ocurren por méritos propios sino también por errores cometidos en el campo adversario, podríamos deducir que la principal razón del resultado electoral fue la imposibilidad de las dos oposiciones para unirse en torno a una plataforma programática única. En tal sentido el argumento de que la oposición habría perdido igual si hubiera ido unida dado que Arce superó el 50%, no es válido. Las elecciones no son como las matemáticas.

 

 

Cuando una oposición va desunida, los electores se preguntan si vale la pena votar por ella. Si va unida, y en torno a un programa común, los votos se multiplican. En ese punto cabría indagar si la división opositora fue un error estratégico o simplemente obedece al hecho de que las dos no solo son diferentes sino antagónicas entre sí. En efecto, la contradicción política dominante en la mayoría de los países latinoamericanos y, por supuesto, también en Bolivia, no es la que se da entre una derecha unida y una izquierda unida, sino entre dos derechas y dos izquierdas.

 

 

La imposibilidad de formar un frente electoral, a sabiendas que si no lo hacían podían ser descalificados en la primera vuelta, demostró que las diferencias entre los contingentes de Luis Fernando Camacho (Creemos) y los de Carlos Mesa (Comunidad Ciudadana) son superiores a las que ambos mantienen frente a las fuerzas del MAS. Por otra parte, tampoco es un secreto que al interior del MAS hay una disputa entre dos izquierdas: una ideológica, radical, étnicista y socialmente fundamentalista, y otra pragmática, reformista, abierta a las demandas de nuevas clases medias emergidas durante el mismo periodo de Evo Morales. En términos ultra simples, se trataría de una contradicción ya congénita: la que se da entre una izquierda bolchevique y una izquierda socialdemócrata.

 

 

¿A cuál de ambas izquierdas pertenece Luis Arce? No lo sabemos todavía, aunque hay signos de que, con algo de optimismo, podríase verse un poco inclinado hacia la segunda.

 

 

Las dos oposiciones no solo no pudieron unirse, tampoco pudieron lograr formular un mensaje positivo, un proyecto de país opuesto al de Evo Morales quien, mal que mal, pese a la corrupción, al mal manejo de fondos públicos y a sus arbitrariedades, ofrece un saldo numérico positivo. Las cifras hablan por sí solas. Durante el periodo Morales el producto interno bruto aumentó de nueve mil a cuarenta mil millones de dólares, y el ingreso per cápita logró ser triplicado: Un milagro económico “a la boliviana”.

 

 

Evidentemente, Luis Arce, en su calidad de ministro de economía de Evo, capitalizó los números en términos políticos, sobre todo entre los sectores medios emergentes impulsados por el proceso de modernización que ha tenido lugar durante la era Morales. La oposición en cambio, no tenía nada, o muy poco que ofrecer. ¿Para qué cambiar un modelo que hasta ahora había funcionado por otro que nadie sabe como funcionará? Ese fue quizás un razonamiento colectivo que coadyuvó al triunfo de Arce.

 

 

De Arce, no de Evo. Vale la pena recalcarlo. Y no sólo por el hecho de que sin fraudes Arce obtuvo una mayor votación que la de Evo con fraudes, sino porque demostró con su pausada retórica y con sus concreta ofertas, poseer un perfil político propio y distinto al presidente cocalero. El segundo error de la oposición, sobre todo en la derecha extrema, fue aún más grande: confundió al evismo con el masismo. Sobre este segundo error cabe hacer algunas precisiones.

 

 

A diferencia de otros gobiernos llamados populistas, el de Evo no era tan personalista como a primera vista parece. De hecho, el suyo era el gobierno del MAS. ¿Y qué es el MAS? Más que un partido, un tejido social que se extiende hasta las raíces de la nación, una articulación política que integra a sindicatos obreros, a comunidades campesinas e indígenas y a sectores políticos-ideológicos de la antigua izquierda. En cierto modo el MAS es la continuación moderna del MNR de Paz Estenssoro y de Siles Zuazo. Sus equivalentes latinoamericanos del pasado, son el aprismo peruano o el PRI mexicano. En fin, un movimiento social muy organizado, extenso y profundo que ha contribuido, se quiera o no, a dar forma política a la actual Bolivia.

 

 

En otras palabras, el MAS no depende de un caudillo como por ejemplo el PSUV dependía de Chávez. O para decirlo de modo algo placativo: Evo no puede existir sin el MAS, pero el MAS puede existir sin Evo. El enemigo a combatir por ambas candidaturas era, por lo tanto, el MAS, no Evo. Al MAS, sin embargo, no se podía combatir sin lesionar las organización social del pueblo boliviano.

 

 

Tanto Áñez cuando fue candidata, tanto Camacho y en menor medida Mesa, iniciaron una furiosa cruzada en contra de Evo – su vida sexual fue el principal blanco de ataque – y en contra de lo que ellos imaginaban era el evismo. Por mientras, Arce movilizaba a las bases del MAS y estas continuaban haciendo un trabajo político de topo, hasta alcanzar a las comunidades más alejadas de las urbes, allí donde no hay encuestas ni encuestadores. En esa errada campaña, la ultraderecha boliviana se mostró tal cual es: caudillista, pendenciera, clasista, incluso racista y, por si fuera poco, enarbolando una simbología religiosa correspondiente a la Bolivia militarista y oligárquica del siglo XX.

 

 

Luis Fernando Camacho, quizás sin darse cuenta, quebró toda posibilidad de unidad electoral opositora. Su verbo agresivo, su fanatismo religioso, su regionalismo radical, sus peleas contra otros caudillos como Marco Pumani, lo llevaron a ensanchar las de por sí enormes diferencias que lo separaban de la candidatura de Mesa. La impresión final, dicho en síntesis, es que esa oposición, ni aún unida habría dado garantías de gobernabilidad. Así se explica por qué sectores sociales que en el pasado nunca habían sido evistas ni masistas fueron inclinándose poco a poco a favor de Luis Arce, un hombre no mesiánico pero, comparado con Evo, sumamente sobrio.

 

 

¿Qué camino tomará Luis Arce? ¿Se convertirá en la simple sombra de Evo? ¿Un personaje que repetirá el rol jugado por Héctor José Campora en Argentina cuando candidateó en nombre de Perón solo para facilitar el regreso triunfal del mitológico caudillo? (su lema era, “Cámpora al gobierno y Perón al poder”) ¿O se desligará de Evo como hizo Lenin Moreno con Rafael Correa en Ecuador? ¿O buscará una vía intermedia? Nadie lo sabe. Lo único seguro es que Arce continuará la línea y el programa del MAS: socialmente inclusivo, ideológicamente socialista, políticamente corporativista, económicamente capitalista.

 

 

Desde el punto de vista internacional, el triunfo de Arce no deja de tener cierta importancia. Como todo presidente boliviano, reclamará a Chile una salida al mar (eso está programado). Por otro lado, aumentará el espectro de los gobiernos de “izquierda” en América Latina, pero esta vez sin el furor del fenecido socialismo del siglo XXl iniciado una vez por Chávez. Lo más probable es que no reconocerá al “gobierno” de Guaidó en Venezuela lo que en sí no tiene ninguna importancia pues ese “gobierno” nunca ha existido. Pero siguiendo la ruta de su colega argentino Alberto Fernández y, a diferencias de Evo, tampoco cerrará muy estrechas filas alrededor del impresentable Maduro. Y no olvidemos, si Biden y no Trump llega a asumir el gobierno en los EE UU, Arce deberá suavizar un tanto la retórica antimperialista de la cual profitaba Evo gracias a Trump.

 

 

Más de lo dicho no podemos adelantar por el momento. Sería temerario. El futuro es siempre una puerta abierta hacia la oscuridad.

 

 

Fernando Mires