Nos movemos entre esplendorosos y fugaces amaneceres y noches tan largas que parecen definitivas, rodeados de miles de explicaciones que no se entienden y son indigeribles aunque las masticamos, molemos y simplificamos una y otra vez. El paisaje cotidiano, el vecino amable, pero también el gritón y agresivo, los pájaros y los árboles –no hablemos de la farmacia de siempre o el botiquín con la cervecita cubierta de escarcha– han devenido en recuerdos imprecisos y tan lejanos que no nos atrevemos a aceptar que nos pertenecieron. Vivimos entre ruinas: techos desplomados, paredes que apenas se sostienen y ventanas atravesadas por la nada.
No hay principio ni fin. Es una calle ciega, un desierto infinito. Un llanto seco e impaciente que nadie escucha, una estampida. Todo tiene una razón, una lógica, un comienzo, pero no se entienden ni se atienden. Cada día coincide con un paso más hacia donde la nada se multiplica y algunos intentan ver algún punto de luz sin abrir los ojos, confían en su oído o en un golpe de suerte. Alimentar guacamayas en el balcón no las salva de una muerte segura, las hace más indefensas ante los nuevos predadores, los cazadores furtivos urbanos.
Las avenidas, los puentes y las laderas, al igual que las quebradas y los centros comerciales, se han ido poblando de ruinas como si los sueños de un arqueólogo enfermizo hubiesen invadido el vecindario. Las bibliotecas tienen menos libros y los depósitos de los museos se han vaciado, también las redacciones de los diarios, los estudios de las televisoras, los centros de enseñanza y de investigación. Un manto pegostoso, grisáceo, pesado y maloliente cubre ciudades y pueblos. Los peatones parecen detenidos, quietos.
En los centros de detención, tortura y muerte se mantiene una febril actividad. El movimiento –la planificación de operativos, allanamientos y detenciones– no se detiene. Se compran y se desechan equipos de escucha telefónica, de rastreo que radiografían data y desencriptan mensajes por Internet. Son centros de inteligencia, salas de análisis situacional en cuatro idiomas y a veces seis, si se agregan el turco y el sueco al chino, el ruso, el iraní y el cubano. Es un gran fracaso ideológico, que supera el Gran Salto Adelante de Mao Tse-tung y la Revolución Cultural china. Se han ido 4 millones de personas y cada día aumenta la tasa de idos, pero eso no preocupa a quienes detentan el poder. Su gran preocupación, el último motor de la revolución en marcha, es preparar una gran explanada de reconciliación para ser perdonados y en los próximos quinientos años no haya resentimientos ni reclamos. Poder disfrutar del derecho humano a la paz.
Víctimas y victimarios, como han solicitado y esperan las naciones que presumen civilidad y don de gentes, se abrazarán y reconciliarán sin importarles los niños que han muerto de hambre o por falta de medicinas, los cientos de miles que quedarán baldados por efectos de la represión, los tiroteos y allanamientos en la madrugada y a plena luz del día; tampoco el llanto de los ancianos abandonados, los profesionales sin trabajo y los obreros que han visto evaporarse su salario y su futuro. Será un abrazo desgarrador que borrará odios y resquemores. La felicidad absoluta. Beneficiará al opresor, al ladrón, al mal gobernante, como el indulto del ladrón crucificado al lado de Cristo. Los países civilizados habrán evitado una guerra fratricida, que es cuando Abel se rebela y evita que Caín siga desollando hermanos en el nombre de la pureza ideológica o para no tener que explicar el desastre en que convirtió el Paraíso. Regalo retrato de Henri Falcón y Enrique Ochoa Antich, no se aceptan devoluciones.
Ramón Hernández
@ramonhernandezg