Venezuela: el silencio cómplice

Posted on: febrero 10th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Si lo que está ocurriendo en el país sudamericano sucediera en cualquier otro país, la respuesta de la opinión pública mundial sería muy distinta. Cuando todo acabe, quienes han callado quedarán en evidencia

 

 

Si la gravísima crisis económica, social, política y moral que hoy vive Venezuela estuviese ocurriendo en cualquier otro país latinoamericano (que no fuera Cuba, que la vive desde hace décadas), ¿sería distinta la reacción continental? Respuesta inmediata: por supuesto que sería distinta. Habría manifestaciones en las calles, protestas ante las embajadas, cartas abiertas de intelectuales, ríos de tinta en los periódicos, seminarios académicos, declaraciones condenatorias en la OEA y un tsunami de repudio en las redes sociales. ¿Por qué no hay una respuesta vagamente similar en el caso venezolano?

 

 

Ante todo, por el cinismo pragmático de los Gobiernos de la región que, hasta hace poco, se limitaban a expresar su “honda preocupación”. En fechas recientes algunos Parlamentos y Gobiernos (entre ellos el mexicano) han dado muestras de solidaridad con la Venezuela mayoritaria que busca la libertad, pero son todavía actos aislados.

 

Tampoco contribuye la naturalidad con que Estados Unidos trata al régimen dictatorial cubano. El restablecimiento de relaciones ha sido un acto de sensatez y realismo que dará frutos a largo plazo, pero pudo haberse acompañado de un señalamiento más claro sobre el terrible estado de las libertades y los derechos humanos en Cuba y, de manera tangencial, en Venezuela. Al no haber ese deslinde, las timoratas democracias latinoamericanas se sienten aliviadas.

 

 

Pero hay un motivo adicional. La protesta en torno a Venezuela es débil porque contra ella opera un antiguo chantaje ideológico: denunciar lo que hace un régimen “de izquierda” es, supuestamente, un acto “de derecha”. Por eso la mayoría guarda silencio. Los demócratas latinoamericanos hemos vivido sujetos a ese chantaje desde la célebre declaración de Fidel Castro en 1969: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Al menos tres generaciones de intelectuales han obedecido la consigna. Todo lo que era favorable a la Revolución y sus avatares (desde el guevarismo hasta el chavismo) pertenecía al territorio puro de “la izquierda”, corriente que representa al “pueblo”. Todo lo que se oponía a la Revolución (incluida la democracia, enemiga absoluta del militarismo) pertenecía al territorio turbio de “la derecha” que encarna al “no pueblo”.

 

 

Con el advenimiento de Hugo Chávez el maniqueísmo tomó nuevos bríos
El chantaje ha funcionado. Disentir de esa corriente, aún hegemónica en América Latina, cuesta. Hubo excepciones que confirman la regla. Todavía en los años setenta, un liberal puro, como el gran historiador mexicano Daniel Cosío Villegas, podía criticar a las dictaduras militares del cono sur, lo mismo que al régimen de Castro y aun al de Salvador Allende, sin ser considerado “de derecha”. Pero Cosío Villegas murió en 1976, justo cuando el militarismo genocida comenzó a entronizarse en varios países latinoamericanos para reprimir la nueva ola revolucionaria que estalló en la región. Entre esos dos extremos violentos —los gorilas y las guerrillas— las voces democráticas y liberales quedaron confinadas a los márgenes. En los años ochenta, con el triunfo del sandinismo y el ascenso de las insurgencias en Centroamérica, pasaron a formar parte de “la derecha”.

A pesar de todo, esas voces fueron ganando las conciencias. La crisis de los socialismos reales, la caída del muro de Berlín, la desaparición de la URSS y la conversión de China al capitalismo de Estado anunciaron la posibilidad de un cambio. La región pasó del militarismo a la democracia. En México, por ejemplo, intelectuales prominentes que defendieron por décadas al régimen de Fidel Castro se atrevieron poco a poco a criticarlo. Pero con el advenimiento de Hugo Chávez y su “Revolución Bolivariana” el maniqueísmo tomó nuevos bríos, ya no con el fundamento de una ideología marxista sino de un liderazgo populista: “con el líder todo, contra el líder nada”. Y el chantaje subsiste. Véase por ejemplo la reacción condenatoria de varios órganos periodísticos de la región tras el triunfo del derechista Macri en Argentina.

 

 

Mientras las corrientes populistas (ahora volcadas al culto de los redentores políticos) no ejerzan la autocrítica, no hay diálogo posible porque no creen en el diálogo. Su recurso al chantaje persistirá porque es su arma específica: no el debate civilizado, fundamentado y tolerante sino el terrorismo verbal, la santa inquisición en 140 caracteres. Es mejor confrontarlos con su mala fe. En España, me atrevo a pensar, la cuestión es de una seriedad mayúscula, porque atañe al proyecto histórico de Podemos.

 

 

Mientras las corrientes populistas no ejerzan la autocrítica, no hay diálogo posible
Para ello volvamos al caso venezolano. Los hechos son evidentes. Contra la voluntad mayoritaria de la población, expresada en las urnas el pasado 6 de diciembre, el Gobierno de Maduro ha buscado nulificar a la Asamblea Legislativa. Para ello ha manipulado al poder judicial (nombrado por él después de las elecciones) contra los representantes. El líder Leopoldo López y muchas otras figuras de la oposición sufren un encarcelamiento absolutamente arbitrario. (Amnistía Internacional ha admitido que López es un preso de conciencia). En Venezuela los medios están cercados: mientras la verdad oficial es omnipresente, casi no existe la televisión independiente, y la prensa y los comunicadores críticos sufren un acoso sistemático.

 

 

Ante ese cuadro, la pregunta a los populistas de las dos orillas del Atlántico es directa y sencilla: si un régimen —como ahora el venezolano— ahoga las libertades e impide a la representación mayoritaria acotar el poder de quien consideran un mal gobernante (y aún revocarlo legalmente, si la provisión —como es el caso— existe en la Constitución), ese régimen ¿puede considerarse una democracia? Si no puede considerarse como tal, denúncielo. Si puede considerarse como tal, demuéstrelo. Por supuesto que no denunciarán nada ni demostrarán nada. Su silencio cómplice (y su labor de silenciamiento) ante el tácito golpe de Estado en Venezuela comprueba su propio proyecto: usar a la democracia para acabar con la democracia.

 

 

Venezuela vive hundida en el desabasto, la inflación y la zozobra. El país atraviesa una crisis humanitaria sin precedentes. El Gobierno colapsará y, cuando eso pase, terminará por salir a la luz la podredumbre y la dilapidación del régimen chavista. Esa toma de conciencia por parte de quienes han creído en él será muy dolorosa. En ese momento, quienes han ejercido o inducido el silencio cómplice quedarán en evidencia. Pero será demasiado tarde para la autocrítica. Nadie creerá en su autoproclamada superioridad moral. Y nadie estará dispuesto a pagar, ni un minuto más, el chantaje.

Venezuela: el silencio cómplice

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

Venezuela en el principio

Posted on: diciembre 5th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

Si el gobierno (llamémosle así) de Nicolás Maduro no asesta un golpe de último minuto a los comicios, la oposición venezolana ganará este domingo una mayoría en el parlamento. De ocurrir, habrá dado un gran paso, un paso histórico, pero quizá no más. Para comprender su posición hay que parafrasear a Churchill: “Este no es el fin, no es tampoco el principio del fin. Es apenas el fin del principio”. Tras el triunfo, Venezuela no estaría siquiera en ese punto: estaría en el principio.

 

 

O antes. Maduro tiene muchas formas de desvirtuar el triunfo, devolviendo la situación al punto en que está ahora: antes del principio. Pero la contundencia del resultado (que todos los sondeos prevén) puede llevar las cosas al comienzo de una larga, ardua, pero también promisoria labor de reconstrucción desde los cimientos mismos.

 

 

Para comenzar, una reconstrucción de la más elemental justicia. El nuevo parlamento, representativo de la mayoría nacional, deberá lograr la liberación inmediata de los presos políticos, en particular de Leopoldo López y Antonio Ledesma. Enseguida, deberá presionar por la reestructuración del aparato de justicia, que ha sido un apéndice servil del chavismo. Será una tarea titánica cuyo principal objetivo será promover una mínima independencia del Poder Judicial, acotar la criminalidad y combatir la corrupción.

 

 

En estos años la corrupción en Venezuela ha alcanzado un nivel sin precedente en la historia de Latinoamérica (que ya es decir). A pesar de la censura oficial, tarde o temprano saldrán a plena luz las investigaciones sobre la corrupción en Pdvsa y las altas esferas del gobierno que llevan a cabo las agencias norteamericanas. Mostrarán los vínculos de la cúpula chavista con el narcotráfico y aclararán, al menos en parte, el destino de los petrodólares (¡centenares de miles de millones!) que se esfumaron de las arcas venezolanas en estos tres lustros de extraordinaria bonanza petrolera. La oposición debe estar preparada para propiciar la transición a un orden no vindicativo pero sí estrictamente legal, que llame a cuentas a quienes cometieron este desfalco histórico.

 

 

Enseguida, una reconstrucción de la oferta social. Ningún líder de la oposición ha mencionado jamás que su proyecto implique el desmantelamiento de las obras sociales que –al margen de su instrumentación, muchas veces errada- fueron el aspecto más legítimo del régimen chavista. Pero en Venezuela, la realidad ha evidenciado dolorosamente el error de fincar esa oferta social en el petróleo, de convertir a Pdvsa en una agencia gigantesca e ineficiente de atención social, y de confiar una parte sustancial de esa labor (por ejemplo en el aspecto médico) a las misiones establecidas en 2003 con personal cubano (en un intercambio que llegó a costar a Venezuela 5.000 millones anuales). En otras palabras, hay que reparar el edificio del estado (escuelas, hospitales, servicios de toda índole) para que cumpla sus obligaciones con rectitud y eficiencia.

 

 

Al mismo tiempo, debe propiciarse un giro de 180 grados en la política económica. Venezuela, quizá el país más rico del mundo en reservas petroleras, es ahora (todos lo sabemos) una nación al borde de una crisis humanitaria, arrasada por la caída económica, la inflación y el desabasto. La solución: cesar el hostigamiento a la iniciativa privada y propiciar un clima de confianza que atraiga poco a poco la inversión. La aparición de productos en los anaqueles y el control (o al menos la percepción de control) del proceso inflacionario, devolverán al venezolano el crédito en su país. Lo necesita: Venezuela es su único hogar.

 

 

La libertad de expresión es una zona de desastre. No hay televisión propiamente independiente, la radio vive acosada lo mismo que la prensa. Será tarea del parlamento reivindicar los derechos de RCTV (atropellados en 2007, avalados por una Corte internacional) y levantar la espada de Damocles que pende sobre varios periodistas y directores de diarios.

 

 

Se habla de una revocación del gobierno. Entiendo que será imposible sin una mayoría sustancial. De lograrse, el año de 2016 puede ser, en efecto, el principio del fin del chavismo. Y el Ejército deberá jugar un papel de garante imparcial de las instituciones, no de un factor político.

 

 

Quizá el proyecto de regeneración más trascendente sea de índole cívica y moral: restaurar la convivencia. El régimen chavista plantó el odio en el alma de los venezolanos. Creó la división artificial entre “el pueblo” y el “no pueblo”, cegó vidas, impuso el reino del puño cerrado, bloqueó  la posibilidad de un diálogo tolerante. Instauró la discordia. En el principio, el parlamento de oposición deberá buscar, con la razón y el corazón, la reconciliación a la familia venezolana.

 

Enrique Krauze

 

“El populismo adormece, corrompe, y degrada el espíritu público”

Posted on: octubre 22nd, 2015 by Laura Espinoza No Comments

El historiador mexicano Enrique Krauze reedita su libro ‘El poder y el delirio’ sobre el líder chavista con un prólogo para los españoles

 

 

Ocurre en la izquierda y ocurre en la derecha. El populismo o la fascinación por el líder carismático están al margen de las ideologías. Una advertencia que el historiador y ensayista, Enrique Krauze(México, 1947) quiere hacer llegar a aquellos países que son víctimas de este tipo de gobierno o pueden llegar a serlo. “El populismo alimenta la engañosa ilusión de un futuro mejor que posterga siempre, enmascara los desastres, reprime el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adormece, corrompe, y degrada el espíritu público”, escribe el historiador en su libro El poder y el deliriopublicado en 2008 pero que ha sido reeditado hace unos días con un nuevo prólogo dirigido a los lectores españoles.

 
En su ensayo, Krauze repasa la vida de Hugo Chávez desde su infancia hasta la derrota que sufrió el 2 de diciembre de 2007 cuando los venezolanos votaron no a la relección indefinida del expresidente. Invita a una reflexión para que ningún país repita el destino del país sudamericano: “Hoy Venezuela –con una de las mayores reservas petroleras del mundo- está en camino de reeditar la historia de hace dos siglos: está en peligro de la destrucción”

 

 

Pregunta. ¿Por qué reeditar su libro con un prólogo dirigido a los españoles?

 

 

España ha contraído esa especie de virus político que es la fascinación por el líder carismático

 

 

Respuesta. Bueno no solo España , sino Europa y ahora también Estados Unidos ha contraído esa especie de virus político que es la fascinación por el líder carismático. Hace unos meses parecía que ese virus estaba atacando a España de manera muy fuerte con el surgimiento de Podemos, muy concentrado en la figura carismática de Pablo Iglesias, y por ese motivo sumado al drama económico, político, humanitario de Venezuela decidí que eran dos buenas razones para proponer la reedición corregida, aumentada, revisada y con este nuevo prólogo de mi libro.

 

 

P. ¿Ve una semejanza entre Pablo Iglesias y Hugo Chávez?

 

 

R. Yo nunca hago explícito ese paralelo. Simplemente digo que se trata de la fascinación con la figura carismática de un líder que propone la salvación, la redención o un cambio muy profundo en la sociedad atacando al no pueblo en nombre del pueblo. Se trata de un fenómeno muy riesgoso porque, simplemente en el siglo XX, todos aquellos regímenes concentrados en la figura de un solo hombre que dice encarnar al pueblo, han terminado, no solo en la ruina económica, sino en la desgracia política, moral y en la guerra de todos contra todos. Las sociedades deben de quedar advertidas e inmunizadas contra este virus.

 

P. Mencionó que también está ocurriendo en Estados Unidos.

 

 

R. Ante nuestros propios ojos. Ocurre en la izquierda y en la derecha. Nadie piensa que Trumptenga una molécula de la vocación de izquierda en las venas, como tampoco nadie pensaría a Chávez o Maduro como personajes de la derecha, sin embargo, se parecen mucho por el uso demagógico del micrófono, de la imagen, por prometer lo que es imposible y decir lo que la gente quiere oír. Por engañar.

 

 

P. ¿Cree que Podemos podría cumplir su decálogo del populismo?

 

 

R. Algunos personajes muy conspicuos de Podemos fueron asesores abiertos del chavismo. Yo creo que simpatizaron con él y luego se fueron deslindando, pero nunca de manera suficientemente crítica y mucho menos autocrítica, de modo que creo que cabe todavía preguntarles cuál es su opinión elaborada con respecto a la tragedia de Venezuela, al hambre, inflación, desabasto, a la opresión política, crisis social. Mi prólogo es una invitación a la reflexión. Por fortuna el público español ha tenido una maduración política, democrática y cívica, entienden que muchas cosas están muy mal, pero no están dispuestos, por ahora, a entregar todo el poder a una persona. Sería suicida, creo que ya no va a ocurrir.

 

 

P. Parece que Venezuela está peor ahora con Maduro que con Chávez, ¿es una cuestión de liderazgo o era una bomba de relojería que coincidió con la muerte de Chávez?

 

 

R. Está relacionado con el precio del petróleo, en 2008 cuando visité Venezuela el ministro de Hacienda de entonces me dijo que el barril del petróleo llegaría a 250 dólares y eso les permitiría construir la gran sociedad comunista que ni Cuba, China o Rusia habían podido. Ahora está a menos de 50 y puede seguir bajando. La raíz de los problemas de Venezuela tiene su origen al entregar toda la potestad a una sola persona. Chávez terminó sintiéndose Dios y un hombre que se siente Dios hace muchas tonterías. Destrozó la industria petrolera en Venezuela, puso a unos en contra de otros, sembró la discordia absoluta. El producto de eso es lo que estamos viviendo ahora. No podía haber escogido un sucesor más inmaduro que Nicolás Maduro.

 

 

Que los países vecinos se queden callados es algo criminal

 

 

P. ¿Por qué hay una indiferencia de los países vecinos? Chávez prácticamente regaló petróleo a algunos de ellos ¿es esta la razón de su silencio?

 

 

R. Parte es por los regalos petroleros, pero la otra parte es una profunda hipocresía que se ve a sí misma como realpolitik: “No podemos meternos en los asuntos internos de Venezuela” dicen ellos “porque eso solo agitaría el avispero”. No se dan cuenta de que con su indiferencia lo que están haciendo es cerrar los ojos ante la tragedia cotidiana de un pueblo. Ven cómo el país de recursos petroleros más importantes de América ha sido reducido a una situación de necesidad y pobreza como los peores años de Cuba y se cruzan de brazos. Que los países vecinos se queden callados es algo criminal. Creo que la historia se los va a cobrar.

 

 

P. ¿Cómo cree que vería Chávez el deshielo entre Cuba y EEUU?

 

 

R. Creo que lo hubiese apoyado. Chávez tenía una relación filial con Fidel Castro. Puso a Venezuela al servicio de Cuba, así que creo que se las habría arreglado para colocarse en el camino. En cambio, el deshielo le ha restado legitimidad a los desplantes antimperialistas de Maduro que se ha quedado con un ejercicio del poder absolutamente desnudo, sin discurso, pero aún tiene el micrófono. Maduro no es Chávez, el carisma no se transmite. Chávez no fue sanguinario, Maduro sí, no creo que Chávez hubiera encarcelado a Leopoldo López o a Ledezma. Era un hombre mucho más inteligente y maquiavélico en el buen sentido.

 

 

P. Usted describe a Rómulo Betancourt (expresidente venezolano) como «la figura democrática más importante del siglo XX» ¿Tenemos un personaje así en México? ¿Y en España?

 

 

Maduro no es Chávez, el carisma no se transmite. Chávez no fue sanguinario, Maduro sí

 

 

R. En México, no. En España, el colectivo que firmó los Pactos de la Moncloa durante la transición española. Creo que en España la democracia llegó para quedarse. Esto no ocurrió en Venezuela, donde aunque creció y se modernizó, no se institucionalizó de manera suficiente. Betancourt para mi es el demócrata, el estadista más importante del siglo XX en América Latina.

 

 

P. Simón Alberto Consalvi (historiador y escritor) afirma en su libro que «de Bolívar va a quedar muy poco después de Chávez». Ya murió ¿qué queda de Bolívar en el Gobierno de Maduro?

 

 

R. Bolívar como se dice ahora está on hold, la historia de venezolana no le ha puesto delete pero sí on hold. Maduro no tiene la capacidad ni la desfachatez de invocar a Bolívar, su Dios es Chávez. Bolívar está ahí, que lo dejen dormir y que lo vuelvan a estudiar en generaciones siguientes. El uso histórico y político que hizo Chávez de Bolívar fue escandaloso.

 

 

El Pais

 

Mares de infelicidad

Posted on: febrero 26th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

La lógica de Hugo Chávez obedecía a una combinación de poder y delirio: quería ser el heredero histórico de Castro. Y quería demostrarle al mundo que el socialismo cubano, el original, el fidelista, sí podía funcionar

Nunca dejará de sorprender el daño que el poder absoluto, concentrado en una persona, puede causar en la vida de los pueblos. Pero aún más misteriosa es la incapacidad de muchos pueblos para ver de frente el fenómeno, comprenderlo y evitarlo. Es el triste caso de un sector del pueblo venezolano, ciego al desmantelamiento de su propio país perpetrado por Hugo Chávez y su Gobierno en beneficio del régimen dictatorial más longevo del mundo actual: el de los hermanos Castro.

 

 

En su trato con Venezuela, la lógica de Fidel siempre fue económica y geopolítica. El petróleo venezolano estuvo en su mira desde el triunfo de la Revolución. El 24 de enero de 1959, en un ríspido encuentro en Caracas, Rómulo Betancourt se negó a regalárselo. Como respuesta, a mediados de los sesenta Venezuela recibió las primeras incursiones guerrilleras de América Latina: planeadas, instrumentadas y vigiladas personalmente por Castro. Tras el fracaso de esas expediciones, Castro tardó en rehacer sus relaciones diplomáticas con Venezuela. Y de pronto —tras el derrumbe de la URSS— la providencia le otorgó un anacrónico y fervoroso admirador: Hugo Chávez.

 

 

Durante su estancia en Cuba, Chávez quedó seducido por Castro: “Las generaciones se han acostumbrado a que Fidel lo hace todo —dijo en una entrevista—. Sin Fidel no pareciera que hubiese rumbo. Es como el todo”. Chávez también querría ser “como el todo”. Y para demostrarlo, cuando llegó al poder hizo realidad el sueño de Fidel: le regaló el petróleo venezolano, y mucho más.

 

 

La lógica de Chávez obedecía a una combinación de poder y delirio: quería ser el heredero histórico de Castro. A cualquier coste. Y quería demostrarle al mundo (aun al propio Fidel) que el socialismo cubano, el original, el fidelista, sí podía funcionar. “Fidel es para mí un padre, un compañero, un maestro de la estrategia perfecta”, declaró Chávez. Pero necesitaba más, necesitaba que Castro lo ungiera como sucesor. Quizá iba en camino de serlo, pero se le atravesó la muerte.

 

 

En términos simbólicos, el pacto se selló en una conferencia en la Universidad de La Habana en 1999 cuando Hugo Chávez fustigó a quienes venían “a pedirle a Cuba el camino de la falsa democracia” y profetizó: “Venezuela va hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz”. Quince años después, puede afirmarse que la emulación ha sido exitosa: Venezuela se parece cada vez más a Cuba.

 

 

El Gobierno insiste en que se trata de una “guerra económica de la derecha”

 
Emular a Cuba políticamente fue una decisión imperdonable, que Chávez instrumentó cuidadosamente. Para apartar a Venezuela de la “falsa democracia” supeditó, de manera personal y patrimonial, a todos los poderes formales: legislativo, judicial, fiscal, electoral. Paralelamente, confiscó buena parte de la televisión, la radio y la prensa. El Gobierno de Maduro siguió la pauta con mayor crudeza: confiscó el resto de la televisión, bloqueó la venta de papel a los pocos diarios independientes que quedaban, reprimió manifestaciones de oposición, acosó y apresó a líderes y mató estudiantes. Hace unas semanas, habilitó al Ejército a disparar contra manifestantes. Y en estos días, en un acto abiertamente dictatorial, ha arrestado al valeroso alcalde de Caracas, Antonio Ledezma.

 

 

La emulación social de Cuba partió de un consejo de Fidel a su obediente pupilo: a partir de 2003 Chávez instituyó las misiones de atención médica, educativa, alimentación, vivienda, que por un tiempo, con personal cubano, aportaron una mejora social en la vida de muchos venezolanos. Para Cuba el acuerdo fue casi milagroso: anualmente Venezuela le ha aportado el doble que la URSS en tiempos de la Guerra Fría (arriba de 10.000 millones de dólares). Pero para Venezuela el costo político y económico ha sido inadmisible, absolutamente irracional.

 

 

El acuerdo ha constado de tres partes, todas beneficiosas para el régimen de Cuba. La primera es la exportación de servicios (40.000 personas, médicos sobre todo, también maestros, instructores deportivos y otras profesiones). Del monto anual recibido de 5.600 millones de dólares, el Estado se queda con más del 95% y canaliza el resto al personal “exportado”. El segundo componente (que en 2010 llegó a 2.700 millones de dólares) es la exportación subsidiada de petróleo: más de 100.000 barriles diarios a precios y condiciones preferenciales (gracias a las cuales Cuba refina parte del petróleo y hasta lo reexporta). El tercer elemento ha sido la inversión directa de Venezuela en 76 proyectos, alrededor de 1.300 millones de dólares.

 

 

El arreglo con Cuba ha sido solo un renglón de los muchos que constituyen el dispendio del régimen chavista, quizá el mayor de la historia petrolera del mundo. Pero en 2008, con el precio del barril a 145 dólares (y expectativas de alcanzar los 250), el apoyo a Cuba parecía una gota en el mar de la felicidad. En esos mismos años, en un acto de machismo revolucionario y mediático, Chávez aceleró su política de expropiaciones y estatizaciones. Curiosamente, nunca lo perturbó el hecho de que Raúl Castro comenzara a introducir reformas económicas inversas al modelo que Chávez imponía a su país. Y nunca vio que los caprichos de su política económica (y la corrupción asociada a ella) minarían directamente la justicia social que se proponía instituir.

 

 

El petróleo no llegó a 250 dólares el barril sino que bajó de 50. Ahora abastecerse de alimentos es la principal angustia del venezolano. La escasez de comida, medicinas y equipo médico es alarmante. Las colas en los supermercados son largas y tortuosas. El Ejército apresa a quien se atreve a sustraer un pollo. El Gobierno insiste en que se trata de una “guerra económica de la derecha”, por tanto mantiene firme su política de control cambiario que propicia el mercado negro, donde una nueva casta de vendedores ambulantes (con información privilegiada) compran productos regulados a precios insignificantes y los revenden a capricho.

 

 

Tras su gira continental en busca de apoyos, Nicolás Maduro declaró: “Dios proveerá”

 
Por su “verdadera democracia”, por la crisis económica de sus servicios sociales, por la estatización de su economía y su mercado negro, Venezuela se parece cada vez más a Cuba. Con una diferencia mayor: Nicolás Maduro no tiene una Venezuela alternativa a quien pedir un subsidio.

 

 

Hace unas semanas, tras su gira continental en busca de apoyos económicos, Maduro declaró: “Dios proveerá”. A lo cual “Dios” (por la pluma del genial humorista Laureano Márquez) en una carta pública dirigida a Mi pequeña y hermosa criatura, respondió diciéndole: “Yo ya proveí’: tierras fértiles, llanos ganaderos, selvas para cultivar cacao y café, ríos caudalosos y navegables, playas turísticas y mucho más:

 

 

En el subsuelo les puse las reservas petroleras más grandes del planeta. Tienen también, oro, aluminio, bauxita, diamantes. Como si lo anterior fuese poco, les acabo de enviar 15 años de la bonanza petrolera más grande que ha conocido la historia de la humanidad. Multiplica, bebé: dos millones y medio de barriles diarios x 100 dólares x 30 días x 12 meses x 15 años”.

 

 

Al propio “Dios” omnisciente le parecía incomprensible que los chavistas hubiesen convertido a Venezuela en una ruina. Por eso rubricó su carta de modo terminante: “Lo siento, hijo, tengo que decirte que tu petición a las finanzas celestiales también ha fracasado”.

 

 

“El mar de la felicidad”, aquella imagen lírica de Chávez, suena más cruel confrontada con el atropello a los derechos humanos, el encarcelamiento bárbaro de Leopoldo López, el arbitrario arresto de Ledezma, el acoso a María Corina Machado, la polarización ideológica y la pesadumbre general de la vida en Venezuela. Pero están a la vista las elecciones parlamentarias. Ojalá la mayoría del bravo pueblo venezolano vea de frente el daño que el poder personal absoluto de Hugo Chávez y su obediente séquito ha hecho a su país. Ojalá comprenda el costo exorbitante del acuerdo con Cuba. Ojalá vote con tal claridad que el cambio comience a ser irreversible.

 

 

Pero la protesta ante los atropellos no puede esperar. Mario Vargas Llosa ha señalado la dolorosa condición histórica de Venezuela: el país que liberó a buena parte de la América hispana sufre ahora el abandono de sus “países hermanos”. Tiene razón. Mientras Maduro ahoga la libertad, la OEA duerme la siesta. Si no despierta ahora, no despertará jamás.

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

¿El fin del antiamericanismo?

Posted on: enero 17th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Al restablecer las relaciones con Cuba, Estados Unidos ha recobrado la legitimidad para defender en todo el continente valores entre los que está la libertad de expresión, que debe regir en la isla y en Venezuela

 

 

Cuba ha sido el epicentro del antiamericanismo en Latinoamérica. Como ideología política nació en tiempos de la guerra hispano-americana de 1898, alcanzó su apogeo con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, y llegó a su probable fin en 2014. Aunque es imposible anticipar los resultados del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba (los recientes arrestos de disidentes no auguran nada bueno), con ese solo acto Obama ha comenzado a desmontar una de las más antiguas y arraigadas pasiones ideológicas del continente. Al menos por eso, al margen de los grandes escollos que sin duda enfrentará el acuerdo, el anuncio del 17 de diciembre fue histórico.

 

En su origen, el antiamericanismo en la América Hispana fue de carácter religioso: el defensivo temor de los grupos conservadores y la Iglesia a la penetración de la fe y la cultura protestantes. A esa variable se agregó, en el caso de México, el agravio de la guerra de 1847. Sin embargo, los liberales que gobernaron el país en la segunda mitad del siglo XIX mantuvieron intacta su admiración hacia Estados Unidos. Sus ideas republicanas y democráticas eran más fuertes que sus sentimientos nacionalistas. Algo similar ocurrió con las élites progresistas y sus respectivas constituciones en el continente. En un famoso diario de viaje por Estados Unidos en 1851, el gran estadista, educador y escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento vio en Estados Unidos la tierra del porvenir: el triunfo de la civilización sobre la barbarie.

 

La guerra de 1898 unió a los países hispanoamericanos contra Estados Unidos y los reconcilió con España, de quien todos —salvo Cuba— se habían independizado. A raíz de esa guerra, nuestros liberales padecieron un síndrome similar a los marxistas tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética: se sintieron huérfanos. Igual que varios autores estadounidenses (Mark Twain, William James) vieron en aquellos hechos una contradicción insalvable entre los valores democráticos que habían fundado a Estados Unidos y los designios explícitos de que “exista una sola bandera y un solo país entre el río Grande y el océano Ártico”. (Henry Cabot Lodge, 1895). En el caso particular de Cuba, muchos iberoamericanos se negaron a admitir una independencia convertida en protectorado. Fue entonces cuando los liberales de América Latina comenzaron a converger con los católicos y conservadores en la concepción de un nacionalismo iberoamericano de nuevo cuño: imaginar una sociedad y una cultura no sólo distintas sino militantemente opuestas a la americana.

 

Entre 1898 y 1959, con contadas excepciones, el balance político, diplomático, económico y militar de Estados Unidos en América Latina fue francamente desastroso. En 1913, el embajador estadounidense Henry Lane Wilson —olvidado en la historia americana pero muy recordado en los libros de texto mexicanos— planeó el golpe de Estado que derrocó al primer presidente demócrata de México: Francisco I. Madero. Ese episodio fue representativo de otros muchos: desembarco de marines, ocupaciones militares, aliento a golpes de Estado y, junto a todo ello, la machacante presencia de las grandes empresas americanas. En Estados Unidos, la supeditación de la diplomacia a los grandes negocios (petroleros, azucareros, mineros) era vista como algo normal, pero para estos países era una actitud de intolerable codicia.

 

Franklin D. Roosevelt corrigió un tanto el rumbo con su ‘política del buen vecino’
Como reacción, la región vivió un ascenso del nacionalismo tanto local como continental, que los presidentes americanos del periodo de entreguerras (Coolidge, Hoover) leyeron como una antesala al comunismo. Oportunamente, en 1927, Walter Lippman les advirtió su error: “Lo que los ignorantes llaman bolchevismo es nacionalismo, y es una fiebre mundial”. Y agregó: “Nada indignaría más a los latinoamericanos, y nada sería más peligroso para la seguridad estadounidense, que Latinoamérica creyera que Estados Unidos ha adoptado, a la manera de Metternich, una política destinada a consolidar intereses creados que atenten contra el progreso social de esos países, tal como ellos lo entienden”.

 

Con su política del buen vecino Franklin D. Roosevelt corrigió un tanto el rumbo (por ejemplo con México, tolerando sabiamente la nacionalización del petróleo), pero en Cuba aquella vinculación entre negocios y política fue continua, sustancial y visible: de hecho, varios ministros de Roosevelt tenían intereses azucareros. Con todo, la cooperación panamericana alcanzó su mejor momento en la Segunda Guerra Mundial.

 

Al inicio de la Guerra Fría, el nacionalismo iberoamericano se orientó hacia las diversas variedades del marxismo. Muchos atribuían la pobreza y desigualdad a la presencia americana, y pensaron que el socialismo era una alternativa. Para colmo, dictaduras militares como la de los Somoza contaban con la complicidad activa del Gobierno americano. Como resultado, Estados Unidos terminó por desacreditarse como fuente de valores democráticos. Los pocos defensores de esos principios quedaron aislados. Uno de esos liberales solitarios, el historiador Daniel Cosío Villegas, profetizó a su pesar en 1947: “América Latina hervirá de desasosiego y estará lista para todo. Llevados por un desaliento definitivo, por un odio encendido, estos países, al parecer sumisos hasta la abyección, serán capaces de cualquier cosa: de albergar y alentar a los adversarios de Estados Unidos, de convertirse ellos mismos en el más enconado de todos los enemigos posibles. Y entonces no habrá manera de someterlos, ni siquiera de amedrentarlos”.

 

La dinastía de los Castro ha mantenido a Cuba aislada y presa durante 56 años
La Revolución Cubana cumplió puntualmente esa impresionante profecía y abrió un ciclo de intenso antiamericanismo en todo el continente. La fugaz Alianza para el Progreso iniciada por el presidente Kennedy y los tardíos esfuerzos conciliadores de Jimmy Carter palidecieron frente al encono provocado por las duras Administraciones republicanas. La intervención directa del Departamento de Estado en el golpe a Salvador Allende dejó una herida profunda, que terminó por incitar a dos generaciones de jóvenes, en casi todo el continente, a irse a la sierra fusil en mano para emular al Che Guevara y a Fidel Castro. Los abusos de la Administración de Reagan en Centroamérica avivaron aún más los ánimos. En las aulas universitarias, periódicos, libros y revistas de América Latina, el odio ideológico contra elimperialismo yanqui se volvió canónico. Y para el régimen totalitario en Cuba, el antiamericanismo fue su mejor arma de supervivencia.

 

En 1989, Occidente se maravilló con la caída del muro de Berlín y la inminente desaparición de la URSS. Prestó poca atención a otro milagro: las unánimes transiciones democráticas de Latinoamérica (Chile, Nicaragua, Salvador y con el tiempo México) conquistadas internamente, sin apoyo ni inspiración de Estados Unidos. Ahora eran los marxistas los que se sentían huérfanos de ideología y ese vacío lo llenó —hasta cierto punto— el casi olvidado ideario democrático liberal o socialdemócrata.

 

Aunque no desaparecerá nunca del horizonte, a fin del siglo pasado el antiamericanismo comenzóa pasar de moda. Lo mantuvo artificialmente el histrionismo incendiario de Hugo Chávez contra “el imperio”. Pero era (y es) difícil disimular el carácter anacrónico del discurso chavista contra su principal cliente petrolero. Sólo quedaba el diferendo con Cuba. Era tiempo de resolverlo.

 

Pero al restablecer relaciones con Cuba, al renunciar claramente a su destino imperial en la zona, Estados Unidos ha recobrado también la legitimidad moral para refrendar los valores republicanos y democráticos que lo fundaron igual que a todos los países de América. El arraigo de esos valores fue el verdadero sueño de Martí, que abjuró siempre de la tiranía. Y entre esos valores, ninguno más prioritario que la libertad de expresión. Ningún pueblo es una isla entera por sí mismo. La dinastía de los Castro ha mantenido a Cuba aislada y presa por 56 años. En la próxima reunión de la Organización de Estados Americanos (donde asistirán Cuba y Estados Unidos) la libertad política en Cuba (y en Venezuela) debe ser el primer punto en la agenda.

 

Enrique Krauze es escritor y director de Letras Libres.

Mensaje de libertad

Posted on: octubre 29th, 2014 by Lina Romero No Comments

No son estos tiempos propicios para la libertad. En casi todo el mundo está en repliegue, asediada por los fanatismos de la identidad (racial, religiosa, nacional, ideológica). Pero, ante esos y otros adversarios, el repliegue debe ser temporal: para tomar fuerzas, para adquirir perspectiva histórica, para imaginar soluciones prácticas a las nuevas formas de opresión y a los problemas ancestrales de marginación y pobreza que minan los fundamentos mismos de la sociedad abierta. Y algo más debe hacer el pensamiento liberal: ejercer la autocrítica. Pero debemos porfiar en la libertad porque –como el aire– solo se vuelve tangible, se palpa, cuando falta.

 

En esta entrega del “Premio de la Libertad” que FAES ha tenido la generosidad de otorgarme, quisiera ofrecer una reflexión en torno al preocupante estado de la libertad en tres países que me competen: México (mi país y puerto de libertad que abrigó a mi familia); España, nación que inventó el sustantivo liberal y que desde 1978 ha sido vanguardia democrática del orbe hispano, tierra que por razones de gratitud y admiración considero mía; y finalmente Venezuela, cuya historia y política he estudiado con pasión democrática.

 

Dos fuerzas terribles y convergentes amenazan la libertad en México: la corrupción y el crimen. Ambas hunden sus raíces en la historia y no es este el lugar para explorarlas. Pero es un hecho doloroso que la democracia –que descentralizó el poder, que liberó las energías políticas y cívicas del mexicano– haya tenido el efecto centrífugo de alentar también los poderes oscuros que ahora imponen su ley sangrienta en vastas zonas, ya intransitables, del país. Hay fuerzas del bien que se les oponen, y son mayoritarias: las decenas de millones de mujeres y hombres que trabajan honestamente, y que esperan mejorías tangibles de las reformas que se han aprobado en los ámbitos de la energía, la educación, las finanzas y las telecomunicaciones. De este infierno –la alianza del crimen organizado y la corrupción política– no hay salida fácil: hay que vertebrar, casi desde el origen, un Estado de Derecho que no solo respete y haga respetar las leyes y libertades, sino lo más preciado: la vida misma. No sé cuánto tiempo nos llevará la tarea. Tal vez una generación. Pero es una batalla que se va a ganar.

 

El respeto a la vida y el Estado de Derecho me lleva a proponer una modesta reflexión sobre España. Después de una terrible guerra civil, después de décadas de una férrea dictadura, España hizo un pacto consigo misma, un pacto de civilidad que provocó la admiración del mundo y –nunca lo olviden– fue el catalizador del cambio democrático en América Latina. La civilidad a la que me refiero no es algo abstracto: se manifiesta, precisamente, en el respeto a la vida individual que en España se advierte en hechos aparentemente nimios como la indignación ante cualquier crimen pasional que llega a las primeras páginas de los diarios. Esa consideración por la vida (que, trágica y vergonzosamente, no existe en México) es el cimiento imprescindible de una sociedad abierta y moderna. Contra todo pronóstico, España se volvió esa sociedad moderna y abierta. En esta severa crisis, España no puede cerrar los ojos al milagro de civilidad democrática que ella misma construyó y que le permitió dar un salto histórico en todos los órdenes.

 

Al hacer el encomio de la civilidad en España, al recordar aquel pacto, no cierro los ojos, en absoluto, a los escándalos de corrupción. Tampoco ignoro el despilfarro de riqueza, las malas administraciones, los sacrificios inmensos, los millones de desempleados, y el desaliento que todo ello provoca. Pero es mi deber de amigo advertir los riesgos del populismo que veo crecer en España, sobre todo entre la gente joven. Ya vimos en la Argentina peronista esa película. Y la seguimos viendo, en tiempo real, en Venezuela, uno de los países petroleros más ricos del mundo, empobrecido por el chavismo. A ese horror –hecho de humo y mentira– lleva el populismo. Destruye por generaciones la noción misma de civilidad, instaura el culto a la personalidad, empobrece las naciones, envilece la vida pública y parte en dos mitades irreconciliables a la sociedad. La sensatez, en España, debe privar sobre la desesperación. Es la batalla definitiva por la libertad.

 

Pienso mucho en los jóvenes de Venezuela, pienso en su soledad. Ellos no necesitan lecturas liberales. Ellos conocen de manera inmediata el significado de la libertad porque prácticamente la han perdido pero, ¿quién los escucha? Escuchémoslos nosotros. Por eso desde este foro envío un saludo solidario a esos valerosos estudiantes y uno mi voz a la de quienes en foros diversos, incluido el de las Naciones Unidas, han exigido la libertad inmediata de Leopoldo López, preso político del régimen chavista que ha convertido al país petrolero más rico del mundo en lo que siempre buscó: una nueva, precaria y pesarosa Cuba.

 

Enrique Krauze

El paréntesis del fútbol

Posted on: junio 14th, 2014 by lina No Comments

La Copa del Mundo abre cada cuatro años un tiempo de fantasía en el que el tiempo se detiene y las penas se olvidan. En este mundo violento y discorde, esta breve pausa es bienvenida

 

Cada cuatro años el mundo abre un tiempo a la fantasía. Es la Copa del Mundo. El fútbol no ha sido siempre un ritual inocuo. Puede precipitar una guerra en toda forma, como la de Honduras y El Salvador en 1969. Puede provocar brotes repugnantes de chovinismo y racismo (como ocurre, con frecuencia preocupante, en los estadios europeos). Puede servir como cortina de humo, como ocurrió en Argentina, en 1978, cuando los generales, aprovechando la euforia del triunfo, acrecentaron su política genocida. Puede alentar espejismos ridículos sobre el destino de una nación encomendado a 11 muchachos persiguiendo un balón (“Por qué no le dan una pelota a cada uno, y se acaban los problemas”, dijo más o menos Borges). Pero en este mundo violento y discorde, el paréntesis es bienvenido.

 

En México, el extraordinario auge del fútbol —importado en 1902 por los mineros ingleses— data de los años cincuenta y sesenta. Durante la primera mitad del siglo XX, rivalizaba sanamente con el béisbol, importado por las empresas estadounidenses (dedicadas al petróleo, las minas y ferrocarriles) asentadas a lo largo de la frontera norte, el golfo de México y la costa noroeste del océano Pacífico. Esta preponderancia del béisbol tuvo otro origen adicional —menos agradable— e idéntico al de Cuba, Santo Domingo, Nicaragua, Panamá y otros países de Centroamérica: la presencia de los marines desde 1914. Así se ilustra, al menos parcialmente, la ambigua relación de estos países con Estados Unidos. Aman apasionadamente al béisbol, odian apasionadamente al invasor.

 

En los países sudamericanos no hubo nunca marines ni tampoco béisbol. Por ser el enclave principal y el socio comercial de Inglaterra en la región, Argentina —y su vecino Uruguay— importaron el fútbol muy temprano y lo practicaron con inmenso éxito, imprimiéndole un toque de picardía y sorpresa y flexibilidad —el dribling— que recordaba un poco al tango y no tenía ya nada del austero, veloz y rudo fútbol inglés. Los nombres de muchos equipos argentinos denotan su origen británico: Boca Juniors, Racing, River Plate (Río de la Plata). Uruguay organizó la Copa del Mundo en 1930 y en 1950; famosamente, derrotó a Brasil 2 a 1 en lo que se conoció como “la tragedia de Maracaná”. La derrota desató una ola de suicidios, porque en Brasil el fútbol llevaba décadas de haberse integrado a la cultura popular, al lado de la samba y el Carnaval.

 

El balompié es un juego; no resuelve nada. Pero nos recuerda el lado lúdico de la vida

 

Según el sociólogo brasileño Gilberto Freyre (Futebol mulato, Diario de Pernambuco, 17 de junio de 1938), el estilo brasileño de jugar fútbol es reflejo del genio peculiar de Brasil para la mezcla de grupos étnicos y culturas. Lejos de la rigidez y la racionalidad de los europeos, el brasileño privilegia la astucia, la espontaneidad, la invención. Por eso, tras el desastre de 1950, Pelé “redimió” al fútbol brasileño en 1958, con su magia y ritmo incomparables. Y abrió la puerta para la conquista de varios mundiales.

 

Los países andinos (Perú, Ecuador, Bolivia) despertaron tarde al fútbol, pero lo juegan con solvencia. Igual que en Chile o Paraguay, el temple de las antiguas culturas indígenas les imprime un sello de vigor y estoicismo. Colombia es un caso parecido al brasileño —baila cumbia frente a la pelota—, pero en tono menor. Venezuela es fundamentalmente beisbolera, aunque a últimas fechas ha desarrollado una buena selección. Pero ahí donde reina el béisbol (Centroamérica y el Caribe) es difícil desplazarlo: no olvidemos que antes de soñar con ser líder del Tercer Mundo, Hugo Chávez soñaba con ser pitcher en las Grandes Ligas.

 

Ahora en México, todos los espectáculos (el béisbol, el box, las corridas de toros, las peleas de gallos) palidecen frente al fútbol. ¿Por qué es tan popular? Una razón puede estar —como tantas cosas en este país— en la historia. El fútbol apela quizá a una reminiscencia prehispánica: el “juego de pelota” que aquellos pueblos practicaban en cuadrángulos abiertos, utilizando su cuerpo —y no sus manos— para insertar un durísimo balón de hule en un pequeño aro de piedra labrado en los muros. Las muchedumbres, como ahora, coreaban el juego, pero la gesta no terminaba de manera pacífica sino con el sacrificio físico… ¡del equipo vencedor! Aquel juego legendario era la metáfora de una batalla cósmica. Han pasado muchos siglos. Por fortuna ya no corre la sangre en esos espacios. Pero el fútbol sigue teniendo en México una gran importancia. Si la selección gana, todo parece ventura; si pierde, sobreviene un abatimiento colectivo.

 

Allí donde reina el beisbol (Centroamérica y el Caribe) es difícil desplazarlo

 

En los países latinoamericanos el fútbol es una bendición social. Aun en los rincones más pobres y alejados, hay terrenos baldíos donde, domingo a domingo, 22 protagonistas, orgullosos de sus colores, retozan alegremente tras una pelota levantando a su paso efímeras esculturas de polvo. Allí, como en las fiestas populares, el tiempo se detiene y las penas se olvidan, sobre todo en el instante sacramental en que ocurre el milagro esperado: el milagro del gol. En México, particularmente en competencias internacionales, esa consumación ocurre poco. Ojalá que este paréntesis traiga alguna alegría, sobre todo a los niños mexicanos, vestidos con su camiseta verde.

 

Y si no la trae, siempre podemos consolarnos vicariamente (como en 2010) con el deseable triunfo de España. Es muy apasionada la relación de México con España (en el fútbol y en todo lo demás). Comenzó con el arraigo, en 1937, de la famosa selección vasca, cuyas estrellas (Regueiro, Lángara) se volvieron ídolos populares. Avecindados ya en México, se incorporaron a los antiguos equipos españoles que contendían en México: el España (fundado en 1912) y el Asturias (1918). La rivalidad entre mexicanos y españoles constituyó la trama de películas inolvidables y en 1939 provocó la quema de un estadio.

 

En 1950 desaparecieron los equipos españoles, pero nos quedó (como en tantas cosas) la nostalgia de la Madre Patria. En los cincuenta, recuerdo muy bien a un comentarista español casi ciego (Cristino Lorenzo) relatando por radio (como si los hubiera visto) los juegos de la liga española desde su peña en el Café Tupinamba, en el centro histórico de México. Luego Hugo Sánchez triunfó en el Real Madrid. Y finalmente irrumpió por televisión la liga española, que los aficionados mexicanos (divididos entre madridistas y culés) siguen con interés y admiración.

 

Pienso en la excelencia del fútbol español y la contrasto con la depresión que aún percibo en España. No se me oculta, en absoluto, la enorme dimensión de los problemas: el paro agobiante (sobre todo entre los jóvenes), el estancamiento económico, la deuda, las tensiones nacionalistas, la crisis de legitimidad institucional, y tanto más. Pero, como en toda depresión, aun en las más justificadas, quienes la padecen tienden a soslayar lo mucho que sí tienen, lo mucho que sí han logrado.

 

Y los activos de España son reales. Solo enumero unos cuantos: la superación de la violencia fratricida, la resolución del caso de ETA, las cuatro décadas ininterrumpidas de orden democrático y jurídico, las libertades civiles, la infraestructura de toda índole que (mal que bien) existe, el desempeño de sus empresas globales y tantos bienes heredados de la historia, la inmensa literatura, las artes magníficas, el talante del pueblo, las costumbres y tradiciones, la naturaleza. Y está también el fútbol, que en España se practica con inigualable profesionalismo y destreza.

 

El fútbol es solo un juego. En sí mismo no llega a nada, no resuelve nada. Pero por algo lo practicaron y amaron Albert Camus, Vladímir Nabokov y Dimitri Shostakóvich: nos recuerda la dimensión lúdica de la vida, nos permite, en un breve paréntesis, volver a la Edad de Oro. El buen espíritu deportivo dicta “que gane el mejor”. Ojalá que el mejor sea un equipo de nuestro orbe cultural.

 

Enrique Krauze

 

Un amanecer distinto para Venezuela

Posted on: marzo 9th, 2013 by lina No Comments

“Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría”.

 

Simón Bolívar, 20 de enero de 1830

 

Tenía una concepción binaria del mundo. Veía el mundo dividido entre amigos y enemigos, entre chavistas y “pitiyanquis”, entre patriotas y traidores. En libros y ensayos reconocí su vocación social.

 

Creo que la democracia latinoamericana no podrá consolidarse sin Gobiernos que, junto al ejercicio de las libertades y el avance de la legalidad, busquen formas efectivas y pertinentes de apoyar a los pobres y marginados, a los que no han tenido voz y apenas voto.

 

Pero una cosa es la vocación social y otra es la forma en que se practica esa vocación. Obsedido por una anacrónica admiración del modelo cubano (y por la ciega veneración de su caudillo eterno, a quien muchas veces llamó “padre”), Hugo Chávez desquició las instituciones públicas venezolanas, desvirtuó y corrompió a la compañía estatal PDVSA y protagonizó lo que quizá sea el mayor despilfarro de riqueza pública en toda la historia latinoamericana.

 

Pero siendo tan graves sus errores económicos, palidecen frente a las llagas políticas y morales que infligió a su país.

 

Chávez no solo concentró el poder: Chávez confundió —o, mejor dicho, fundió— su biografía personal con la historia venezolana. Ninguna democracia prospera ahí donde un hombre supuestamente “necesario”, imprescindible, único y providencial, reclama para sí la propiedad privada de los recursos públicos, de las instituciones públicas, del discurso público, de la verdad pública.

 

pueblo que tolera o aplaude esa delegación absoluta de poder en una persona, abdica de su libertad y se condena a sí mismo a la adolescencia cívica, porque esa delegación supone la renuncia a la responsabilidad sobre el destino propio.

 

El daño mayor es la discordia dentro de la familia venezolana. Nada me entristeció más en mis visitas a Caracas (nada, ni siquiera la escalada del crimen o el visible deterioro de la ciudad) que el odio inducido desde el micrófono del poder contra el amplio sector de la población que disentía de ese poder.

 

El odio de los discursos, de las pancartas, de los puños cerrados; el odio de los arrogantes voceros del régimen en programas de radio y televisión. El odio de las redes sociales plagadas de insultos, calumnias, mentiras, teorías conspiratorias, descalificaciones, prejuicios.

 

El odio del fanatismo ideológico y del rencor social. El odio cerrado a la razón e impermeable a la tolerancia. Esa es la llaga histórica que deja el chavismo. ¿Cuánto tardará en sanar? ¿Sanará alguna vez? Es un verdadero milagro que Venezuela no haya desembocado en la violencia partidista y política.

 

Nada me entristeció más que el odio inducido desde el micrófono contra los antichavistas

 

Desde hace unas semanas, al agudizarse la enfermedad de Chávez, anticipé su inmediata y tumultuosa santificación. Así ocurrió con Evita Perón en Argentina, pero dada la tradición caudillista de Venezuela, la sacralización de su figura será más honda y permanente. Hugo Chávez ha logrado la inmortalidad que soñó siempre.

 

En el alma de muchos de sus compatriotas (y de no pocos simpatizantes en América Latina) compartirá las glorias del Libertador. Hasta el comandante Fidel Castro podría sentirse desplazado, víctima de un suave pero implacable parricidio.

 

¿Qué ocurrirá ahora, tras su muerte? Toda conjetura es riesgosa y todo puede pasar, hasta la división interna entre el ala ideológica y militar del chavismo o el triunfo de la oposición.

Con todo, es probable que el sentimiento de pesar, aunado a la gratitud que un amplio sector de la población siente por Chávez, faciliten el triunfo de un candidato oficial en unas eventuales elecciones.

 

A ello contribuirán también los órganos electorales, fiscales, judiciales y —en parte— los legislativos, que seguirán en manos del chavismo. Su retrato, su silla vacía, su imagen retransmitida interminablemente, acompañarán por un tiempo al nuevo presidente.

 

Pero todos los duelos tienen un fin. Y en ese momento todos los venezolanos, chavistas y no chavistas, deberán enfrentar la gravísima realidad económica.

 

Los indicadores de alarma son del dominio público. El déficit fiscal es del 20% del PIB, unos 70.000 millones de dólares. El tipo de cambio oficial de poco más de 6 bolívares por dólar, se triplica en el mercado negro.

 

La inflación, por varios años, ha sido la más alta de la región. El desabasto (originado por el desmantelamiento de la planta productiva, el éxodo de la clase media profesional y la crónica falta de inversión) se ha convertido casi en una tradición venezolana.

 

Hay una aguda carestía de divisas. ¿Cómo explicar que un país que en la era de Chávez ha percibido más de 800.000 millones de dólares por ingresos petroleros presente cuentas tan alarmantes?

 

Buena parte de la explicación está en el petróleo. En 1998 Venezuela producía 3,3 millones de barriles diarios y exportaba (y cobraba) 2,7 millones de barriles diarios. Ahora la producción se ha desplomado a 2,4 millones de barriles diarios, de los que solo cobra 900.000 (los que vende a Estados Unidos, el odiado imperio).

 

El resto que no se cobra se divide así: 800.000 van al consumo interno, prácticamente gratuito (y que provoca un jugoso negocio de exportación ilegal); 300.000 se destinan a pagar créditos y productos adquiridos en China; 100.000 se restan por importación de gasolina; y 300.000 van a países del Caribe que pagan (si es que pagan) con descuentos y plazos amplísimos; o simbólicamente, como Cuba, que paga sus 100.000 barriles con el envío de personal médico, educativo, y policial (y se beneficia del petróleo venezolano al extremo de reexportarlo).

 

El nuevo líder ya no será el que lo explicaba todo, lo justificaba todo, lo amortiguaba

todo

Un presidente chavista deberá enfrentar esta realidad y encarar al público.

 

Pero ese mandatario ya no será Chávez, el hipnótico Chávez, Chávez el taumaturgo, el líder que lo explicaba todo, lo justificaba todo, lo amortiguaba todo. La gente reaccionará a esas situaciones con indignación: culpará a los chavistas de no estar a la altura de su legado, dirá “Chávez no lo habría permitido”, “Chávez lo habría resuelto”.

 

Llegado ese punto, el propio régimen chavista podría persuadirse de la necesidad de un diálogo conciliatorio que ahora parece utópico. Y ahí podría abrirse una oportunidad tangible para la oposición.

 

Después de largos años de inconsistencias, omisiones y errores, la oposición venezolana ha estado unida, eligió a un líder inteligente y valeroso (Henrique Capriles) y tuvo un buen desempeño en las elecciones: recabó casi siete millones de votos.

 

Durante la agonía de Chávez, sin dejar de alzar la voz de protesta, la oposición mostró una notable prudencia que debe refrendar en estos días de duelo y crispación. Si la oposición —que ha esperado tanto— conserva la cohesión y la presencia de ánimo, podría avanzar en las siguientes elecciones (legislativas, regionales, presidenciales) y recuperar las posiciones que ha perdido.

 

En ese despertar, una fuerza latente deberá despertar también: los estudiantes. Tuvieron un papel clave en el referéndum de 2007 (que impidió la conversión abierta de Venezuela al modelo cubano) y quizá lo tengan una vez más ahora.

 

Si bien nadie puede descartar los escenarios de violencia, no los preveo. Por el contrario: creo que con el fallecimiento del gran caudillo mesiánico (“redentor”, lo llamó abiertamente el propio Maduro) Venezuela deberá encontrar, tarde o temprano, cauces de concordia: si en los tres lustros de Chávez la violencia verbal no se desbordó en violencia física, es razonable esperar que no estalle ahora.

 

Y el cambio podría ser contagioso: Cuba, la Meca del redentorismo histórico, el único estado totalitario de América, podría reformarse también como Rusia y China lo hicieron en su momento.

 

Toda la región podrá oscilar entonces entre extremos políticos no radicales: regímenes de izquierda socialdemócrata, y Gobiernos de economía más abierta y liberal. Y para que el tránsito sea menos accidentado, Estados Unidos haría bien en dar señales inéditas de sensatez, levantando por fin el embargo a Cuba y cerrando definitivamente las cárceles de Guantánamo.

 

El siglo XIX latinoamericano fue el del caudillismo militarista. El siglo XX sufrió el redentorismo iluminado. Ambos siglos padecieron a los hombres “necesarios”. Tal vez en el siglo XXI despunte un amanecer distinto, un amanecer plenamente democrático.

 

Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres.