La inútil guerra contra María

Posted on: octubre 30th, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

 

El socialismo del siglo XXI, transmutado en progresismo luego de treinta años desde su forja por Castro y Lula da Silva para sortear el fracaso del socialismo real y el derrumbe de la Unión Soviética, encuentra en el camino un hueso más que duro de roer: María Corina Machado. De allí que el pueblo llano, la gente común, haciendo gala de hilaridad repita que ¡cantan fraude en una elección ajena que no les dio la victoria!

 

Pero la cuestión, vuelvo al sitio, es de mayor anclaje que el que quisieran percibir, no solo los ofuscados actores del régimen y sus aliados del Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, sino quienes, por razones que quedan al desnudo, reducen las primarias ocurridas en Venezuela a la mera elección de un candidato cualquiera; para ver y saber si, al cabo, vencerá en las elecciones presidenciales de 2024 planteadas. Algo así como si tratase de una interna argentina.

 

 

Venezuela ha sido el eje y el laboratorio de la experiencia de deconstrucción, entiéndase, de destrucción cultural y de pulverización social que el marxismo-fascista, por maridados sus albaceas con el militarismo mal llamado bolivariano, han expandido por las Américas y en Occidente, en especial a partir de 1999. Con un nuevo catecismo a mano, paradójicamente elaborado por un comunista que bebe en las fuentes del régimen de Mussolini, Antonio Gramsci, los asesores cubanos del chavo-madurismo entendieron que el cemento de todo grupo social no es el ideológico, sino el cultural.

 

 

Contra eso, justamente, han arremetido, pues al ver destruidos los lazos que le han dado textura a ese ser permanentemente inacabado y en constante perfectibilidad que le da cuerpo a la nación venezolana, el camino del ejercicio del poder perpetuo –nutrido por la maldad absoluta– se les ha allanado. No por azar hicieron de Venezuela una diáspora, a fin de secuestrar a la república –a la cosa pública- y drenarle su ubre petrolera en medio de una insaciable e impúdica bacanal revolucionaria.

 

 

Atrás, por ende, quedaron los restos de lo ideológico y a lo cultural venezolano se le redujo al canturriar de Hugo Chávez y al baile caribe de la pareja presidencial sucesora. Entretanto, a las partes de nuestro mestizaje cósmico – copio a Vasconcelos – se las ha separado en esa empresa de ruptura de todo lazo de identidad, como para dejar al venezolano común a la vera y en la orfandad, sujetándolo al bozal de la sobrevivencia. Y en esa andadura, donde, quienes tenían el deber de salvaguardar el patrimonio moral de la Venezuela permanente, que trasvasa a partidos y a gobiernos, optan por cohabitar a la manera de cortesanos en los habitáculos de la república, de espaldas a la nación que hemos sido o hemos buscado ser y que esperamos encontrar, apalancados sobre nuestras medio-milenarias raíces. Sabemos bien que, sin nación, la república y la política son remedos de mal gusto.

 

 

Así las cosas, con temple y altivez la mayoría de los venezolanos optaron por transitar su desierto, para no morir. Se hicieron migrantes hacia afuera y hacia adentro, esperando por una tierra prometida que los ocupantes de la república le han entregado y han repartido entre potencias orientales y grupos del crimen organizado, en pública almoneda.

 

 

En ese contexto, preñado de frustraciones, de silencios que apostaban por un milagro en repetidas justas electorales controladas por sus beneficiarios, como aquel de 2015, es que aparece María Corina, denostada por tirios y troyanos. Se baja del pedestal de la política “correcta” y opta por comportarse más como la madre de unos desvalidos. Y allí ocurre, no un acto de magia sino lo que las páginas amarillentas del pretérito muestran como experiencia, con vistas a las oscuranas que viven pueblos desamparados por sus señores y regidores; los que habiendo de protegerles no lo hicieron.

 

 

Hasta ayer, en el caso venezolano, bastaba un caudillo de circunstancia que esgrimiese e hiciese resucitar el mito bolivariano. Se le recordaba al país a quienes dieron su vida por él durante las guerras de Independencia y que aún siguen cobrando una deuda insoluta. Pero ese mito se pisoteó enhorabuena y lo hizo el último gendarme, hasta volverlo repugnante.

 

 

Ante tal vacío, cada venezolana y cada venezolano sufriente y despreciado, sin proyecto de vida al cual apostar, optó por escuchar a esa voz que se limitaba a marcar un camino, es decir, volver a la idea movilizadora que a todos nos ha acompañado como venezolanos desde el tiempo auroral: querer ser libres como debemos serlo; y para, en libertad, sin opresiones, abrazar otra vez a los afectos que se nos han ido. Así de simple.

 

 

María, María Corina, sólo ha hecho lo que otros no han hecho hasta ahora, como lo es poner oído en la tierra para escuchar a quienes gimen por las selvas del Darién, en búsqueda de una incierta esperanza y tras décadas de desilusión.

 

 

El asunto de María, en suma, no es una cuestión formal de candidaturas ni de franquicias partidarias, menos de elaboración de programas que se quedan en los tinteros de los técnicos y que luego desconocen los ministros cuando toman el gobierno. Lo inédito es su llegada propicia, la de una mujer y madre venezolana, repito, sobre cuyo regazo simbólicamente se acuna la nación desperdigada y nómade. Esta espera de otro parto que le devuelva el orgullo de haber nacido en la Pequeña Venecia, en un momento agonal pleno de incertezas y animado por la desconfianza hacia todos.

 

 

Contra esto, falsificar verdades y cambiar realidades –como la de hacer ver inhabilitada a esta mujer de coraje sin que exista proceso, ni sentencia penal que la condene por hechicera y en la hoguera medieval que a diario forjan los narcisos digitales del régimen y sus bots– es no comprender el calado de lo que está pasando. Se cerró un tiempo con el covid-19 y emerge otro, mientras renace el terror en Occidente.

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El Acta de Barbados

Posted on: octubre 23rd, 2023 by Super Confirmado No Comments

En toda mesa de negociación, que no sea ficticia o de utilería, cada parte algo ha de ofrecer, algo ha de perder, y algo pide a cambio en modo de que no haya rendición total. Quien claudica, sin más, pierde la autonomía de la voluntad. Vicia lo acordado. La Plataforma Unitaria, contraparte en el Acuerdo de Barbados, es, quiérase o no, una expresión de virtualidad, en el mejor sentido del siglo que nos atrapa.

 

 

Si acaso hablase con total independencia y para reclamar con peso – no escatimo la auctoritas de su cabeza – sobre los secuestros, vejaciones, hambrunas, encarcelamientos y torturas que sufren los venezolanos, su papel es más próximo al de una ONG que exige de los carceleros mejorar el trato a los reclusos. ¿Es así? No lo sé, lo presumo.

 

 

El régimen, que tiene todo el poder y da y algo pide a cambio de la Plataforma, ante la imposibilidad de que esta ofrezca contraprestaciones que ni tiene ni posee, lo único que puede ofertar, teóricamente, es la mengua de la expresión de esta. ¿Lo sabe la Plataforma? ¿Intenta sólo sobrevivir y con ella los partidos «opositores» que dominaran en la Asamblea Nacional electa en 2015? Cabe la pregunta.

 

 

Han aceptado regresar sobre sus pies, sí. Atrás quedó lo declarado con toda solemnidad en 2019 y que fuera refrendado por la OEA a través de su resolución CP/RES. 1117 del 10 de enero, resolviendo no reconocer la legitimidad de Nicolás Maduro.

 

 

El Acta de Barbados “rechaza toda forma de violencia política en contra … del Estado y sus instituciones”. Los reconoce. Y en esa línea, que se subraya por los mediadores como entendimiento libre y propio “de los venezolanos, sin injerencias extranjeras”, sus partes solicitan “que sean levantadas las sanciones contra el Estado”. Nicolás Maduro las entenderá como las dictadas contra él y las autoridades dictatoriales, pues en Venezuela el gendarme encarna al pueblo y a su gobierno.

 

 

En todo caso, antes de las primarias, que es el hecho político más relevante de la experiencia opositora venezolana de actualidad y que no mencionan expresamente los acuerdos, la guerra de Rusia contra Ucrania dejó en lo subalterno nuestra aspiración de libertad. Es el otro dato de la realidad que cabe revertir, pues USA, ayer como ahora, más después de los ataques terroristas de Hamas contra Israel y de la alianza colombo-venezolana con Irán y el terrorismo islámico, maneja sus prioridades.

 

 

Espera morigerar – se entiende – el comportamiento de Maduro para reducir los riesgos geopolíticos que de suyo implica su desembozada adhesión al terrorismo. Ello, inevitablemente, le resta juego a la Plataforma, que por falta de poder no tiene más opción que apalancarse con quien se lo da en préstamo, bajo condición y que la deja abandonada a las leyes del caos o el azar, en espera de que la suerte haga la tarea.

 

 

Queda la Plataforma, entonces, aprisionada y sin respiro – salvo el oxígeno que encontrarán algunos pocos de sus miembros, quienes, como seguidores del Marqués de Casa León sólo echan los dados ante cada lance y empeñan prestigios para mantenerse a flote, entre dos aguas encrespadas, entre el régimen y el Departamento de Estado, a la manera de Ulises en su tránsito por el estrecho de Messina, lidiando con Caribdis y Escila.

 

 

La entente de Barbados podría volverse una aporía histórica. ¡Ojalá que no!

 

 

Si la comparamos con el Pacto de Puntofijo, se trató éste, antes bien, de una alianza entre actores políticos distintos a quienes les unía el doble y noble propósito de echar las bases de la democracia civil y de partidos en 1959. Y procuraba conjurar al gendarme necesario, acabar con el dominio en el país de los militares, quienes otra vez se han hecho del poder absoluto y al paso con venalidad desbordada a partir de 1999. Ahora y en la hora encuentran – se lo dirá para sus adentros la Fuerza Armada – una asociación provechosa y de conveniencia, con los restos de lo que fueran los partidos del siglo XX y sus desprendimientos en el siglo XXI.

 

 

No es tampoco el armisticio que pacta Bolívar y Morillo para darle fundamento al moderno Derecho humanitario. Menos encuentra paralelo con el Tratado de Coche de 1863, que cierra la Guerra Federal y le pone punto final a la mal denominada república conservadora, que era liberal y acepta, decorosamente, su derrota; pero que, a la sazón, le abrió senda ancha a la tutela militar-bolivariana, reduciendo el papel de los civiles al de meros cortesanos.

 

 

Vino de regreso cuarenta años más tarde, justamente, cuando los mismos partidos – cabe decirlo sin ambages – se ven anegados por el encono y abrazados al espíritu clientelar; tanto que, habiendo logrado de conjunto una mayoría para conducir al Congreso de la República electo en 1998, lo dejan en manos de un oficial designado por el teniente coronel Hugo Chávez y de Henrique Capriles, el renunciante a las primarias, para su entierro. No dan una sola escaramuza.

 

 

Barbados, en fin, cuya acta es clara y meridiana, autoriza a la Plataforma para que – “conforme a sus mecanismos internos” – selecciones a su candidato presidencial. Eso sí, ¿sólo podrá ser candidato aquel que se ajuste a “las normas jurídicas aplicables” por y bajo la dictadura, que tendrá la última palabra? ¿Es lo escrito?

 

 

Lo único cierto, lo dice bien el Quijote, es que “uno [una cosa] piensa el bayo y otro [otra cosa] el que lo ensilla”. Mientras en la azotea de la república transan los políticos, celebrados por la doblez de los oficiantes de la diplomacia, en la calle la nación toma su senda propia. Ha perdido el miedo. Pasadas las primarias cabrá reevaluar.

 

 

Eso sí, queda excluida la OEA y nos observará el Centro Carter, ese que nos arrebató a los venezolanos la oportunidad de resolver sobre la actual dictadura, en sus inicios, en 2004. Otra prioridad geopolítica acabó con el revocatorio.

 

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

La agonía de occidente

Posted on: octubre 21st, 2023 by Super Confirmado No Comments

A raíz del derrumbe del comunismo en 1989, cuando Occidente ingresa alo que he llamado «El quiebre epocal» (2023) en mi libro del mismo título o a la Era de la gobernanza global y de la inteligencia artificial, lo que destaca, como he de subrayarlo,es la falsificación del Estado constitucional y de Derecho. Y por vía de efectos, la fractura de la convivencia universal que sostuviesenlos fundamentos del actual Derecho internacional forjados sobre el Holocausto, a partir de 1945.

 

 

La pandemia del COVID-19 y las guerras contra el mismo Occidente – las que los occidentales nos damos a nosotros mismos desmoronando nuestra estatuaria y símbolos intelectuales, la de Ucrania y, ahora,la vuelta del terrorismo sin límites sobre Israel –aceleran tal estado de cosas. Aquellas vienen sirviendo de justificativos, de modo particular en Hispanoamérica,para que sus dictaduras de nuevo cuño arrecien, ofreciendo el bien de la seguridad a precio de la pérdida de la libertad. Lo constatable, en todos los planos, es la cosificación del ser humano: autorizado para disponer de la vida y acelerar la muerte, forjar naturalezas humanas al detal, como lapidar a todo aquel que no comparta el credo dominante. Ya no se trata del pedido de respeto para la opinión ajena, sin compartirla, sino de borrarla para la memoria y en las redes.

 

 

Por lo grueso, me detengo en lo reciente, en la acción terrorista desplegada por Hamas sobre la población judía, con centenares de muertos y miles de heridos como de secuestrados, en un solo instante.De su clara comprensión y discernimiento – si imaginamos el bosque y no nos golpeamos con los árboles, matizando el giro orteguiano – y de su juicio apropiado por quienes aún no ceden a la banalización del patrimonio intelectual emergido de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, depende el futuro del género humano.

 

 

Dejo como primera cuestión de analizar – no avanzaré conclusiones por respeto a la lectoría – la oportuna e inmediata respuesta que, desde este lado del planeta y condenando a secas el atentado de Hamás, hicieron 25 exjefes de Estado participantes del Grupo IDEA. Algunos contertulios, expedida esta, han observado que hubiese sido necesario alertar a los israelitas a objeto que no se dejasen perturbar en sus conciencias con el ojo por ojo y el diente por diente.

 

 

Ciertamente, cuando media el imperio de la ley y es respetada por todos y sus violaciones son las excepciones, cabe afirmar como principio invariable que toda sociedad y todo gobierno ha de perseguir al crimen y a la vulneración de derechos humanos en el marco del Estado de Derecho.No puede ni debe ser suspendido este en situaciones de emergencia.

 

 

Incluso, cuando media el terror como instrumento de violencia proscrito por el Derecho internacional humanitario – supe de ello durante mi ejercicio como juez, cuando la Corte Interamericana juzgaba al régimen de Alberto Fujimori por sus actos represores del movimiento terrorista Sendero Luminoso – es muy clarala enseñanza: Todo Estado tiene “el derecho y el deber de garantizar su propia seguridad y combatir el terrorismo. Sin embargo, no cabe admitir que, en nombre de la seguridad, aquel ejerza el poder sin límite alguno o que se valga de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral”.

 

 

Pero, cabe preguntar ahora, ¿esto es así y puede sostenerse como premisa realen el marco de un ecosistema global que ha vuelto a los Estados piezas de utilería – incapaces de resolver por sí solos las amenazas y desafíos en curso – y que a la vez pulveriza los hilos culturales y éticos que sustentaran a nuestras sociedades durante la modernidad?

 

 

Algún autor ha referido que el horror del asesinato deliberado es catártico, pues si hay terror hay piedad ensu acción concisa. Mas, en los casos de terrorismo se busca romper la confianza en las relaciones humanas, para que sus víctimas desplieguen furia y resentimiento colectivos, y con ellosumar adeptos a la práctica de este crimen agravado y negador de todo lo humano.

 

 

He aquí, entonces,el ángulo que permitecaptar cabalmente el sentido finalista del acto de Hamas, a saber, destruir la enseñanza que, tomada del patrimonio judeocristiano y grecolatino, se concreta tras la tragedia del Holocausto; esa que, paradójicamente, buscan negar los padresde la deconstrucción moral en el siglo XXI que corre, a saber, el valor intangible de la persona.

 

 

La cuestión es que las potencias mundiales garantes del orden jurídico mundial y los grupos terroristas se han olvidado del hombre, varón o mujer.Lo relativizan, loven como “producto” a discreción.Esto lopredican los rusos y los chinos en la hora previa a la guerra contra Ucrania. Arguyen que cada pueblo es libre de elegir entre libertad y dictadura. Entre Ser o no ser.

 

 

En línea con tal predica, hija del cinismo posmoderno, quienes, hablando de libertad incluso para matar y para torturar a discreción – enterrando el valor de la ley y de la civilización – al verse interpelados o cuestionados o perseguidos, piden para sí y para los terroristas de Hamás que se resuciten las bondades de esos bienes que han despreciado sistemáticamentey vienen destruyendo desde 1989.

 

 

Hanna Arendt, que sí sabe de totalitarismos, tanto como el jurista italiano Piero Calamandrei – autor de «El régimen de la mentira» – de cara al fascismo, apunta algo que es descarnado diagnóstico de lo que hoy vivimos.Habla de la mentira política – Piero la acusa de doblez, de ilegalidad legalizada, de engaño legalmente organizado – como esa trampa epistémica que reduce la vida a manipulación y propaganda.

 

 

Anotemos, en fin, lo que es dato duro e incuestionable yvuelvo a la pregunta: ¿Pueden hacerse valer las normas del Derecho internacional cuandosus mismos garantes dentro de la ONU, Rusia y China, unidas a Irán con quien negocia USA, son partes de esas guerras y los actos de terror que presencia nuestra generación?

 

 

 Asdrúbal Aguiar 

correoaustral@gmail.com

Comprensión de Venezuela

Posted on: octubre 16th, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

 

Los ensayos que M. Picón Salas reúne en una obra, que apenas sobrepasa las 180 páginas, debería ser materia para todo aquel preocupado por doblegar nuestra ausencia de proyecto histórico

 

 

Mariano Picón Salas fue un insigne venezolano, fundador de la Facultad de Humanidades y Educación de nuestra antigua universidad de Caracas, quien cubre con su hacer intelectual la primera mitad de nuestro siglo XX y el tiempo inaugural de nuestra democracia civil a partir de 1959.

 

 

Para entender a nuestro país nos lega dos imágenes o metáforas que acaso puedan explicarnos nuestro desenlace actual, una tragedia que lleva 30 años de maceración sin opciones inmediatas a la vista. No me atrevo, ni a partir de estas ni de las trazas emborronadas del presente, otear el futuro. Y es que otra vez, como en una suerte de regreso a la hora germinal, se hace pendiente la tarea de encuadernar al país como cuando se nos descuadernó tras el sueño de la Independencia y a raíz de su guerra fratricida; que se repite con la Guerra Federal en procura de una libertad imaginaria y arbitraria que no alcanzamos; y que, al hacernos de ella como ocurriera durante el período de la democracia civil de partidos, entre 1958 y 1998, mal pudimos consolidarla, reformándola a tiempo. No cesa nuestro complejo adánico.

 

 

La primera imagen de Picón Salas es la del cuero seco rural, asimétrico, hecho por un cuchillo gastado. Así describe y nos presenta nuestra diversa geografía. Pero le escuchaba decir a mis mayores que era Venezuela, justamente, ese cuero que se pisa por un lado y se levanta por el otro, la de un ser que busca ser sin alcanzar a serlo o que se encuentra condenado al mito de Sísifo. De allí que al resolver sobre nuestras cuestiones las veamos como cosas de circunstancia y al término, quedemos como si nada hubiésemos hecho.

 

 

La otra imagen se refiere a los artesanos de nuestra historia, nuestras varias ilustraciones, la de 1810 o la de 1830, o la que se cuece en los años inaugurales de nuestro siglo XX, sirviéndole u oponiéndosele al gendarme necesario; pero empeñadas todas en encontrar la conciencia y razón de nuestro presente, invocando al pasado. “La historia cumplió una urgente tarea de salvación”, dice Picón Salas en su Comprensión de Venezuela, que publica en 1949, antes de agregar que, “en horas de prueba o desaliento colectivo se oponía al cuadro triste de lo contemporáneo, el estímulo y esperanza que se deducía del pasado heroico e idealizado”.

 

 

Esa labor de escribanía o de orfebrería de nuestra memoria, acometida en una nación pendiente de amalgamarse –que nace descoyuntada y se forja en las localidades durante la colonia– y que es desmemoriada, por atada a la cultura de presente, explica que ese mismo ser que no alcanzamos lo busquemos con obsesión, tras cada asonada o revuelta revolucionaria.

 

 

Resalta Picón Salas, aquí sí, la síntesis de lo que éramos y de allí nuestros repetidos reinicios, un “caliente almácigo de jefes”. Tanto que, estos medran solos o, de conjunto solo cuando lo ven útil y circunstancial, mediando el ideal que reducen a simple mito movilizador de voluntades como en el canto monótono que anima el corretear de las reses en el llano. Son los “hilos sutiles” que dicen sostener el sueño bolivariano de la nación grande que nunca ha llegado a ser, pero que no se la abandona como promesa: la Colombia grande imaginada por Francisco de Miranda; la realizada y frustrada por el mismo Bolívar; la Confederación Colombiana de José Tadeo Monagas, una esperanza sin destino; o la que es motivo de plácemes en Guzmán Blanco, después de anunciarse desde Lima la constitución del Congreso Americano, en el siglo XIX; o en el XX, la que intenta organizar desde Panamá el general Marcos Pérez Jiménez e irrita a Estados Unidos, o la Patria Grande pergeñada por Carlos Andrés Pérez, a partir de 1974.

 

 

La idea de la nacionalidad, la grande, lo dice el autor a quien invocamos, es “la verdadera tradición del Libertador”, su “legado moral”, que la entiende como “voluntad dirigida” que ha de mantenerse. Picón Salas –de cuyo último aserto dudamos, aquí sí– la ve e interpreta como “la línea de la nacionalidad” hecha para la defensa “contra los nuevos conflictos de poder y hegemonía que habrán de suscitarse en el mundo”.

 

 

La ilustración pionera venezolana mejor recepta la idea de nación –distinta de la de nacionalidad, de estirpe épica como de raíces muy europeas, a la vez que trágicas– en otros términos, que entresacamos de Picón Salas, a saber, como “conciencia poblada de previsión y de pensamiento que desde los días de hoy avizora los problemas de mañana”.

 

 

Los ensayos o pedacerías que reúne en una obra suya, que apenas sobrepasa las 180 páginas, debería ser materia para el examen de todo aquel quien se diga preocupado por doblegar nuestra ausencia de proyecto histórico o la falta de resolución sobre nuestro drama existencial. Ni optamos definitivamente por la prórroga de ese boceto mesiánico de república autoritaria y tutelar heredado de las espadas, bajo la guía de Bolívar –hijo de los “grandes cacaos”, enemistado con nuestra primera Ilustración– ni nos miramos, cabalmente, en la experiencia del hombre de la ruralidad, nuestro Facundo tropical, José Antonio Páez. Este, concluida la guerra por la Independencia, opta por construir o reconstruir al Estado a partir del respeto de nuestra cultura dispersa y de localidades, heredada de España; que es también la de los pueblos de doctrina que juntan a la miríada de naciones nómades e inconexas, sin asiento fijo, que fuimos desde el lejano amanecer.

 

 

El asunto es que las realidades del siglo XXI y las del «quiebre epocal» son tan inéditas que nos resultará insuficiente comprender todo lo anterior, para atar y corregir nuestro actual decurso de deconstrucción cultural y política.

 

 

 

correoaustral@gmail.com

@asdrubalaguiar

 

María Corina y la «liminaridad» de lo venezolano

Posted on: octubre 9th, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

María Corina alzó su voz para denunciar ante el mismo Hugo Chávez el grosero latrocinio revolucionario

 

 

 

He comentado sobre la significación de María Corina Machado en el acontecer de la Venezuela contemporánea. Es un fenómeno social, liminar de lo político. Trasvasa a lo coyuntural y clientelar, como a una democracia de fingimiento que sólo es, por lo pronto y para los venezolanos, imaginería, vacua teatralidad.

 

 

 

A lo largo de dos décadas, María Corina o María Coraje, como se le llama, el mundo formal de los partidos –que no existían bajo la dictadura de Pérez Jiménez y que, tras el agotamiento de la república civil todavía creen existir, acaso como franquicias que subasta la dictadura– la ha preterido. Han usado de sus elevadas calificaciones, sí, para organizar eventos electorales, como el referendo revocatorio de 2004.

 

 

La cuestión es que al decidir insertarse dentro del entramado de la vida parlamentaria, como actora de la sociedad civil, aquellos buscaron limitarla, tamizarla partidariamente, tacharla luego por su manido «mantuanismo» –los Bolívar, los Toro, los Tovar, patriarcas de la Independencia sí lo eran– o por su falta de «tolerancia»; o por obedecer, se ha dicho, a una supuesta corriente antipolítica que amenaza a los profesionales de la política que se sirve a sí y que no sirve; esa que aún sobrevive y es desfiguración de la experiencia moral de la democracia, cuando se la entiende como una compra de espacios en pública almoneda.

 

 

En soledad elevó su voz para denunciar e intimar el grosero latrocinio revolucionario ante el mismo gobernante de turno fallecido, Hugo Chávez. Y en soledad acusó los golpes que recibiera su humanidad, en la cara, de manos de los esbirros del régimen mientras reía apacible el teniente Cabello. La oposición “partidaria”, misma que cerró su tiempo de manera deslucida con el traumático final del Interinato, al término la purgó. La dejó fuera de la Asamblea Nacional, para sumarla al país de los desheredados.

 

 

En suma, tal como se lo reclamase el expresidente José Mujica a quien fue su canciller, Luis Almagro, hoy secretario de la OEA, aún hoy se le recuerda a Machado, con socarronería, que es “esclava de los principios”, una “esclava del Derecho”.

 

 

Así, ante el vacío republicano y el fingimiento democrático, en una nación que se ha desmembrado, hecho diáspora hacia adentro y hacia afuera –cuya cruda imagen es la que corre por los caminos del Darién–, con tozudez ella se ha empinado desde el territorio de la orfandad en que se encuentran la mayoría de los venezolanos. Decidió interpretarlos en su «liminaridad», ofreciéndoles propósito a sus agonales tránsitos por espacios desérticos y sin alma.

 

 

Este símbolo lingüístico, propio de la filosofía y de la estética, es el que mejor interpreta al país despreciado, engañado y manipulado durante el curso de los veinte años precedentes, tras una prédica mendaz de participación protagónica. Se le ha situado en el estadio del no -ser y el no-hacer. ¡Y he aquí lo que sorprende a los que han malquerido a la Machado!

 

 

Silenciado, esquilmado, frustrado, el pueblo venezolano despierta para volver a ser y hacerse. Ocurre, de tal modo, simbólicamente, en un momento de tensión y apremio para la patria, como lo diría Mariano Picón Salas, el mítico regreso de lo personal y colectivo “al vientre materno”. Venezuela, casualmente, tiene nombre de mujer. En otras horas de oscurana le bastaba tremolar el mito bolivariano, pero lo han prostituido. Se instalan los venezolanos, pues, en un odre protector que sólo puede ofrecérselo y representarlo una mujer, una madre sincera, en ese tránsito dantesco entre círculos, desde el “estado transitorio” de comunidad indiferenciada, socialmente deconstruida le caracteriza hacia otro estructurado de libertad y de justicia. Es Machado, pues, un astrolabio para el rescate de la conciencia de nación.

 

 

Esa «liminaridad» –construir y reconstruir para que cobre “importancia lo subjetivo y el compromiso libre” del condenado a la nada– es el paso ritual indispensable. Es “el suelo fértil de la creatividad cultural”, es la situación que encierra “la semilla del desarrollo y del cambio social” que entre llantos y alegrías interpreta María Corina en cada rincón de una patria que buscar renacer y reencontrarse con el sentido de la plenitud.

 

 

Ingrid Geist, cuyo ensayo La liminaridad del rito (1999) me resulta seminal, la entiende como el momento de reflexión en vísperas del parto y cuando se “rompe la fuerza de la costumbre”, la del hábito, la del acomodamiento a la tragedia insoluble; eso sí, salvando las raíces, las ideas éticas que legitimen al porvenir. Es algo que mucho molesta a las escribanías diplomáticas y al voluntarismo partidario.

 

 

El proceso de disolución humana que ha cristalizado en Venezuela lo hizo posible la vileza del pueril ejercicio republicano y de ficción democrática inaugurado en 1999, que ha contado con el viento favorable del mundo digital de los no-lugares y del no-tiempo. No por azar el régimen de Maduro quiere primarias digitalizadas.

 

 

También es cierto que, en esa fase liminar del «rito de paso» que se realiza y cumple entre María Corina y el pueblo venezolano en cada rincón de nuestra geografía, se están dando revelaciones. Sólo alcanzan a verlas las gentes más inocentes, las víctimas de la maldad dictatorial, al redescubrir que sí existe la “esperanza de una vida verdadera”. La alcanzarán, sin lugar a duda. Es el regreso a la patria y el reencuentro, que es espacio y tiempo, “tiempo y espacio sagrados” ajenos a la práctica del narcisismo político a través de las redes e inmunes a los laboratorios de fake news.

 

 

La última de estas, obviamente, fue la de la inhabilitación forjada, celebrada por el régimen y sus contumaces contertulios para condicionar a la opinión. La experiencia demostró, enhorabuena, que mal se puede inhabilitar a lo que está en el útero de la venezolanidad y en estado liminar, a punto de nacer, en el instante de volver a ser. Machado, en suma, con o sin primarias ya ha forjado un liderazgo. Es lo relevante.

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com 

Nace la República, 1830

Posted on: octubre 3rd, 2023 by Super Confirmado No Comments

 

 

En su obra seminal, El hombre y la historia, que estima de ensayo sobre la sociología venezolana el autor, José Gil Fortoul (1861-1943) y que publica en París en 1896, intenta explicar –tal como deberíamos hacerlo nosotros en el presente– el estado de la república.

 

 

Apela, desde el principio, al contrapunteo con otro venezolano de excepción e ilustrado de la época, J. Muñoz Tébar (1847-1909), quien en 1891 publica en Nueva York su texto Personalismo y legalismo, a fin de predicar cómo las leyes y las religiones influyen en aquellas; a lo que de entrada argumenta Gil que, si ello fuese así, el comportamiento de no pocos conquistadores nuestros hubiese sido más civilizado.

 

 

Agrega, seguidamente, lo que acaso nos es genético y determinante en cuanto lo venezolano y que la fatalidad luego nos impone llegado el siglo XXI, al afirmar que “no es el hombre cosmopolita por naturaleza”. Y prosigue, al decir que “muéstrase cosmopolita el hombre, solamente cuando ha llegado a una civilización muy avanzada, cuando la ciencia, el arte y la industria le han hecho capaz de neutralizar fácilmente o modificar las condiciones del medio que amenazan su salud y su vida. No habría determinismo en lo venezolano, en suma, salvo la afirmación de que el espacio y el tiempo –lo lugareño– es lo natural o connatural a su especie humana.

 

 

Esa fue, cabe decirlo, la mejor herencia trasladada por el español a América y que marca a los orígenes venezolanos, pues a la par de la monarquía la organización pública de la península y la nuestra fue esencialmente localista y municipal. “La vida local se desarrolló ampliamente en las tierras de Indias, como una consecuencia y objetivo de la obra colonizadora… La constitución de una ciudad –la primera en Venezuela es Nueva Cádiz– en Indias, se completaba con el establecimiento de su régimen local o municipal, que representaba el remate institucional de fundación ciudadana”, explica José María Font, catedrático de Valencia (José Tudela, editor, El legado de España en América, I, 1954).

 

 

Hoy, al espacio y al tiempo se le oponen tendencias de aniquilación que privilegian lo virtual y cultivan la instantaneidad; por lo que siendo éstas un logro inequívoco e inevitable de la ciencia posmoderna, al cabo, desbordadas, apagan todo síntoma de cultura en evolución.

 

 

Vuelve otra vez Gil Fortoul a Muñoz Tébar, así, para razonar sobre la tesis de este e ir avanzando sobre el diagnóstico de lo venezolano. “La causa única de las desdichas políticas en las repúblicas hispanoamericanas –dice este– es que en ellas sólo ha habido gobiernos personalistas, sostenidos por pueblos personalistas, lógica consecuencia de las costumbres españolas que heredamos y que no cambiamos cuando cambiaron nuestras instituciones políticas”, afirma Muñoz. A lo que Gil discierne precisando lo que sigue: “Empezó la evolución histórica de Venezuela con la guerra entre la raza española y la raza india, guerra que ocasionó, una vez destruida o domada la población indígena, la adaptación del régimen autoritario que es característico, sino de toda la nación española, sí de los españoles que realizaron la conquista”. Y agrega que, “al cabo de tres siglos, formada ya otra raza por la mezcla de españoles, indios y negros, estalló la guerra de la Independencia, que determinó la constitución de una nueva nacionalidad y de un nuevo Estado político, diferentes una y otro de la raza conquistadora y de la raza conquistada, pero conservando en su temperamento y costumbres la influencia de los elementos étnicos primitivos.”

 

 

Sobre dicho anclaje, el autor que releemos cuestiona la predica de no pocos historiadores y publicistas venezolanos, a cuyo tenor desde la hora inaugural de la república, a partir de 1830, pugnan dos visiones doctrinarias y partidarias, una liberal y otra conservadora; reflejos –cabe agregarlo– de ese ser que somos los venezolanos y es fatalmente inacabado.

 

 

Mas hace suya, Gil Fortoul, la tesis de Domingo A. Olavarría (1836-1898), plasmada en el Estudio Histórico Político que publica en Valencia, Venezuela, en 1893: “Los verdaderos liberales de Venezuela han sido los que llevan los apodos opuestos; pero los llamados liberales han tenido la habilidad de tomarse insistentemente ese calificativo … al paso que los otros han incurrido en la candidez de dejarse apostrofar al gusto de sus contrarios” se lee. No por azar se le atribuye a Antonio Leocadio Guzmán, padre del general Antonio Guzmán Blanco, al decir que era liberal pues sus opuestos se dicen conservadores; que de lo contrario él sería conservador.

 

 

Se fijó así la primera línea divisoria de voluntades entre los venezolanos de la época: Conservador es el “hombre perteneciente a una familia distinguida por sus antepasados, por su riqueza, por su ilustración o por sus simpatías hacia todo gobierno fuerte, despótico o cruel, y Liberal, y desde el 58 hasta el 70, federal, quería decir: hombre sin ideas políticas fijas, poco respetuoso de la ley, enemigo de la clase más rica o más instruida y amigo de las clases populares, inclinado al militarismo y a los cambios frecuentes de leyes y gobiernos”.

 

 

Visto esto serían unos cabales liberales –observando a lo actual– los gobiernos venezolanos entre 1999 y 2023, pues para éstos han sido conservadores y oligárquicos los gobiernos democráticos que cubre el tiempo del Pacto de Puntofijo (1959-1999). Ello, a pesar de que quienes los encabezaron, todos a uno, fueron ajenos a la élite mantuana, de clara extracción popular e ideas apropiadamente liberales.

 

 

Casualmente, es ahora y en este tiempo, en curso de cumplirse las dos centurias del nacimiento de la república, cuando se insiste en demonizar al general José Antonio Páez, un lancero de los llanos y primer presidente de la república de 1830, tachándole como reo de traición al Padre Libertador, Simón Bolívar; éste, heredero de familia criolla rica y extracción monárquica, formante de la aristocracia caraqueña, a saber, la misma que prosterna y entra en querella, por sus dudosos orígenes sociales al padre del Precursor, Francisco de Miranda.

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

La Venezuela germinal

Posted on: septiembre 25th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

A un año del 19 de abril de 1810, fecha que fijará la emancipación política de Venezuela, la Gaceta de Caracas muestra la nómina de los 74 vecinos del Departamento de la Ciudad de Caracas a la que se suman el comandante, oficiales y sargentos del Batallón de Veteranos, quienes hacen donativos con motivo de la “Invasión intentada por Miranda” para frenarla. Asimismo, para atender las urgencias del Estado en Europa. Se trataba, en el último caso, de auxiliar a los hermanos españoles enfrascados en la guerra de independencia llamada “la francesada”, respuesta coaligada de España y el Reino Unido ante la invasión napoleónica a partir de 1808.

 

 

Entre los que se suman a la causa de rechazar que Napoleón Bonaparte impusiese el reinado de su hermano José I en defecto de Carlos IV y su hijo Fernando VII y a la par conjurar el intento precursor libertario mirandino, cuentan el Conde de S. Xavier, Juan Javier Mijares de Solórzano y Pacheco; el Conde de la Granja, Vicente Melo de Portugal y Heredia; y el Conde de Tovar, Martín de Tovar y Blanco, cabezas de la nobleza caraqueña. El último, cuñado del Conde de S. Xavier, en yunta con su suegro Juan Nicolás de Ponte y Mijares de Solórzano, a la sazón son quienes lapidan socialmente a Santiago de Miranda, padre de Francisco, acusándole de “mulato, encausado, mercader, aventurero, indigno”, como lo cuenta Arístides Rojas.

 

 

Lo que importa saber es que a la semana de instalada la Suprema Junta que vino a gobernar a Venezuela con el título de Alteza y de la que es miembro el hijo del Conde de Tovar, Martín Tovar Ponte, tal “cuerpo depositario provisional de la Soberanía” recibe ofertas dinerarias de hacendados y ganaderos libres de prosapia. Otro es el tiempo. Allí están los Malpica, los Santana, los Cabrera, los Ugarte, los Martínez. Hasta un Juan Álvarez, sin precisar límites, ofrece “su persona, y todo cuanto tiene” para que llegue a buen puerto la experiencia emancipadora.

 

 

Ese proceso, animado celosamente por la idea de la libertad –a la que después se negará el Libertador Simón Bolívar desde Cartagena, en 1812, por considerar que no estábamos preparados para tanto bien– tuvo conceptos precisos. Encuentran parentela con el pensamiento de Miranda, ya que rechaza toda posibilidad de jacobinismo a propósito de la brega por la Independencia que le sigue.

 

 

¿A qué libertad se aspiraba y cómo se la entiende?

 

 

“Cuando las sociedades adquieren la libertad civil que las constituye tal es cuando la opinión pública recobra su imperio y los periódicos que son el órgano de ella adquieren la influencia que deben tener en lo interior y en los demás países donde son unos mensajeros mudos, pero veraces y enérgicos, que dan y mantienen la correspondencia recíproca necesaria para auxiliarse unos pueblos a otros”, se lee en la Gaceta de Caracas de 27 de abril de 1810.

 

 

Los redactores de esta precisan, aquí sí, que estarán “lejos de nosotros aquellos talentos desgraciados y turbulentos que nacieron para el mal de la sociedad”. ¿A quiénes se refiere?

 

 

La Venezuela de 1810 es una Venezuela esencialmente reformista, ajena a la ambición desmedida pero no de quietud, pues cree que “una tranquilidad completa y una sangre fría inalterable” son los síntomas de esa indiferencia moral que sólo puede producir “un frenesí revolucionario”. Y es cuando los pueblos, lo señala dicha narrativa, “cae en un letargo y se duerme bajo el sable del despotismo militar”.

 

 

De modo que, claras nociones para rehacer a una sociedad que aspira a su madurez y entiende llegado el instante propicio, las hubo, como la mencionada “libertad de imprenta”, como se la titulaba y a la que antecede otra cuyo génesis cristaliza durante el alzamiento caraqueño contra la monopólica Compañía Guipuzcoana que lidera el comerciante canario Juan Francisco de León en 1748. Se le castigará severamente y su casa sita en La Candelaria es derrumbada y su suelo sembrado de sal, situándose allí el poste de la ignominia.

 

 

Aspiran los repúblicos de 1810 a “que los primitivos propietarios de nuestro suelo –los indígenas– gozasen antes que nadie de las ventajas de nuestra regeneración civil”. Son cuidadosos al advertir –lo dice la proclama de la Junta dirigida a “las provincias unidas de Venezuela” invitadas a sumarse a la causa, a las que se les pide más que unidad espíritu de “fraternidad”– que pocos han asumido el poder por “la urgencia y precipitación propias de estos instantes” y para la seguridad común, pero convencidos de que sostenerla sería una “usurpación insultante”. Por lo que proponen, en lo inmediato, apelar a un mecanismo representativo que les someta a “la obediencia debida a las decisiones del pueblo” y “con proporción al mayor o menor número de individuos de cada provincia”.

 

 

Por encima de todo, lo que ata como ideario al movimiento germinal de la Venezuela emancipada, condicionante del resto es, justamente, el reconocer y reclamar como derechos sagrados los de la humana naturaleza, a fin de “disponer de nuestra sujeción civil” y forjar una común “autoridad legítima”.

 

 

La enseñanza no se hace esperar. Es pertinente a lo actual venezolano. La predicada fatalidad del gendarme necesario o del césar democrático que enraiza en nuestro subconsciente con la prédica de Laureano Vallenilla Lanz, plagio de la literatura francesa bonapartista, es ajena a nuestro ser y orígenes. La instalan Bolívar y su relato, obra de las circunstancias sin lugar a duda y la inevitable guerra fratricida cuyo saldo ominoso explica a su tío, Esteban Palacios, desde el Cuzco, en 1825: “Usted se preguntará a sí mismo ¿dónde están mis padres?, ¿dónde mis hermanos?, ¿dónde mis sobrinos? Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos; después de haberlos regado con su sangre…”, reza su Elegía. Y la razona arguyendo la justicia, no la libertad.

 

 

 Asdrúbal Aguia

correoaustral@gmail.com

Detrás del Esequibo, la ciudad de oro

Posted on: septiembre 18th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

Los apellidos Schomburgk y Mallet-Prevost permanecerán atados a la historia del despojo territorial –“mar de selvas” entre el río Esequibo al este y las bocas del Orinoco al oeste– que sufren los venezolanos a manos de los ingleses y en colusión con el Imperio ruso. El Laudo Arbitral de París de 1899 marcó el hito que vino a cerrar un largo ciclo de proezas y de mitos que motivaran a poetas, historiadores, cronistas, juglares y plumarios de todo género en el crepúsculo de la edad isabelina.

 

 

Concluido el siglo XVI se publicaba Venus y Adonis en honor de la reina, cuyas máscaras consideraba Shakespeare como el “símbolo de lo evanescente”. Así nos lo explica Enrique Bernardo Núñez, integrante, junto a Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Augusto Mijares, Andrés Eloy Blanco y otros, de nuestra luminosa generación posmodernista de 1920.  Es el autor del acabado e insuperable ensayo Tres momentos en la controversia de límites de Guayana (1947) y del texto Orinoco (Manoa, la Golden City) que motiva estas notas.

 

 

Desde el siglo mencionado, en efecto, prende el propósito de la penetración británica en tierras españolas tras las informaciones que reciben sobre ciudades más opulentas que las del Perú, situadas en Guayana.  Hablan de la sede imperial Manoa o la ciudad de oro sobre el lago Parima, que el imaginario sitúa entre los ríos Orinoco y Amazonas. Las crónicas de los expedicionarios refieren a la “ciudad coronada de torres” que podía verse ascendiendo al Roraima y en el punto más alto de las montañas de Paracaima.

 

 

En el mapa que traza Sir Walter Raleigh o Guaterral como le llaman los españoles –refiere Núñez– se hace referencia a esas torres de oro frente a un lago salado de doscientas leguas, semejante al mar Caspio, pero que el descubridor inglés no logra alcanzar. Es El Dorado que se destaca en la serie de mapas elaborados en Europa a partir de 1538 (Mercator) y 1598 (Ortellius), recopilados por la Comisión que en el tardío año de 1896 designa el presidente de Estados Unidos a pedido de Venezuela, para precisar sus derechos soberanos frente a Inglaterra.

 

 

Raleigh se empeña en la proeza. Llegar a Manoa le obsesiona. La inicia en 1595, encontrando previas noticias sobre El Dorado con un enviado suyo que antes visita a las Canarias y al llegar a Trinidad hace preso a su gobernador, Antonio de Berrío. Quema la ciudad. Los caciques de la isla le visitan y le hacen ver los tormentos que sufren a manos de los españoles y de los que este se aprovecha.

 

 

Berrío le habría comentado sobre las expediciones españolas de Pedro de Ursúa llegado desde Perú, Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, entre otros, y le habla de los Guayanas, de las estatuas que construían y sus armaduras de oro y plata, advirtiéndole, no obstante, sobre las miserias que le esperaban.

 

 

“El imperio de Guayana” está destinado para la nación inglesa, se dice Raleigh. Y en eso trabaja y por ello muere. Su razonamiento es que, si la pobre monarquía española se convirtió en gran potencia, Inglaterra podría hallar mayores recursos en Guayana, por poseer más oro que el resto del Nuevo Mundo.

 

 

Se le acusará de complicidad con España y hasta se le condena a muerte, pero se le suspende, permitiéndosele organizar otra expedición en 1617. Insiste en llegar a esas áreas vírgenes de las que supo cuando recaló en el Puerto de los Españoles o Puerto España. Y después de un oneroso esfuerzo para trasvasar las venas del delta del grande Orinoco recala allí donde divisa “una montaña de color oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la que se desprende un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo”, escribe en su relación. Vio, efectivamente el Salto del Ángel y acaso el de la Llovizna: “río de aguas rojas del cual se puede beber agua a mediodía” y saltos que caen con tanta furia que “el agua forma como una columna de humo”. Allí se encontró – cree – con pueblos Ewaipanoma que llevan “ojos en los hombros, entre los cuales les nacen cabellos, y la boca en medio del pecho”.

 

 

Encontró a Topaiari, rey de Aromaia, que frisaba 110 años y quien le entrega su hijo, llevado a Londres. Antes le pide “indicarle los pasajes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana”. Le halaga su poder para diferenciarse de los españoles. Pero aquél le exige olvidar a su país, para que le evite males mayores.

 

 

Es el trecho que, pasados los siglos quiso culminar Schomburgk, quien inventando sobre sus mapas linderos que trasvasan hacia las profundidades de la actual Venezuela, descubre en 1837 una flor que llama Victoria Regis en el río Berbice. Será el símbolo inaugural del largo reinado victoriano.

 

 

Los sabios del pasado siglo, según lo refiere Núñez, hablaban de ese Dorado o Manoa como disparate geográfico. “La república también proscribe los mitos”, afirma. Sin embargo, en el Almirantazgo Británico es lo que pesa y lo que le anima desde cuando se inicia el litigio arbitral, apoyados en el romántico viaje de Raleigh.

 

 

Mallet-Prevost, abogado de la causa venezolana en el equipo de Estados Unidos que nos defendiera en París, cuyo memorándum póstumo hizo posible reactivar la reclamación tras el infamante Laudo, recuerda el peso que tuvo ese mito, el de El Dorado o Manoa, durante las sesiones del tribunal. El abogado británico, frustrado, no lograba ver sobre el mapa de Visscher a la vieja ciudad.

 

 

Entretanto, el general Guzmán Blanco busca cerrarle el paso a la delirante ambición británica. Le entrega antes al norteamericano Cyrenius Fitzgerald una gran extensión entre el Delta y el Esequibo que luego traspasa, extrañamente, a un inglés, a George Turnbull.

 

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El teatro de la democracia

Posted on: septiembre 11th, 2023 by Lina Romero No Comments

Esperanza Guisán (2000), intelectual española, quizás observando la tendencia hacia la politización –en nombre de la antipolítica– de todos los actores sociales, y prosternando ella el argumento clásico de la división del trabajo que obliga a la representación de lo político, reclama la falta de reflexión por parte de la ética y la filosofía más allá de los ámbitos en que los individuos llevan a cabo sus metas, libremente.

 

Señala, en tal orden, el mal funcionamiento de la democracia que conocemos, por prudencial y por propiciar una existencia mediocre en ausencia de los sueños de perfección y utopía propios a lo humano; reclamando, en su defecto, de una práctica democrática moral profunda. No por azar, Francisco Plaza (2011), a la luz de los temas o problemas enunciados propone “recobrar el sentido integral de la democracia”, más allá de sus formas. Sin embargo, transcurridas las dos primeras décadas del siglo XXI, quienes se convencen de la inviabilidad contemporánea del Estado asistencialista –tal como lo entiende en su momento el Estado social y democrático de Derecho– y de los trastornos que sufre el Estado territorial a manos de la deslocalización digital, optan por una suerte de relativización de la democracia.

 

 

La inflación de derechos -derechos humanos al detal y al capricho– y la fragmentación social ocurren de modo manifiesto, es verdad, en los ámbitos constitucionales de quienes, como resurrectos del despotismo o socialismo real, auspician las tendencias neoautoritarias abroquelados con las tesis de Naciones Unidas, a cuyo tenor es más importante para la población su bienestar que la libertad.

 

 

La breve experiencia transcurrida –si miramos el recorrido de la historia de los hombres y de los pueblos– y constante en lo que va del siglo demuestra que se trata de un antimodelo o modelo posdemocrático de corte fascista. Por una parte, diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo, auxiliados por el mismo tejido mediático de la globalización y, por la otra, éstos se sostienen bajo las formas mínimas de la democracia.

 

 

Aún más, en modo de hacer viables sus comportamientos antidemocráticos desmantelan las leyes conocidas –garantistas de los derechos– y las sustituyen, según lo dicho, por un bosque o selva normativa tupida e impenetrable, imaginariamente prometedora y simbólicamente reivindicadora, dentro del que pierden certeza los proyectos de vida o el claro entendimiento de lo jurídico, base de la convivencia.

 

 

Se le hace decir a la ley lo que no dice dentro en una práctica sistemática de la mentira, legalizada, para proteger a aliados incluso y sus crímenes e ilícitos, y para proscribir a los cultores de la democracia representativa, cuyos comportamientos sean constitucionalmente ortodoxos. Lo cierto es, a todas estas, que ambas perspectivas –la del Estado liberal y relativista como la versión autoritaria de la “democracia participativa y protagónica” de la que tanto se ufana el progresismo destructor de culturas y memorias– se desmoronan al término ya pasada una generación, desde el instante en que ha lugar al llamado “final de la historia” o la “muerte de las ideologías» hacia 1989.

 

 

Lo anterior es así, justamente, por cuanto ambas perspectivas, con sus diferencias netas han hecho del relativismo –de lo “políticamente correcto”– un dogma de la democracia o la fuente en la que se afirma el neopopulismo y su tráfico de ilusiones. Bajo propulsión de la maleabilidad de la ética y la deconstrucción de lo social dominante, ambas perspectivas hacen aguas.

 

 

La democracia liberal, además, cede bajo el tsunami de corrientes migratorias de vocación fundamentalista aceleradas por la misma globalización o sin ánimos de mixturarse dentro de los cánones de aquella y que, por lo mismo, contradiciéndose, se ve obligada a la formulación de un “derecho penal del enemigo” para defenderse, como ocurre en las Américas. Bien lo previene, no se olvide, Hannah Arendt, al sostener que la democracia no se sostiene ni reinventa sino de cara y ante la presencia de su opuesto, el totalitarismo, cuyo riesgo ha de tenerse siempre presente; pues si las minorías han de participar con la libertad necesaria para hacerse mayorías en la democracia, nada garantiza que éstas, al término, se decidan por el final de la democracia, como parece ocurrir en España.

 

 

La matizada y señalada “democracia participativa”, así las cosas, defendida por el oxímoron del Socialismo del siglo XXI, que muta en progresismo transcurridos treinta años y que son, uno y otro, de neta factura marxista y autoritaria, fenece en la actualidad como víctima de sus contradicciones: La unidad y encarnación del Estado en sus gendarmes de nuevo cuño no alcanza efectividad autoritaria más que por la violencia; lo que es inadmisible para quienes apuestan a la simulación de la democracia. Y se demuestra inviable, además, en contextos de severo relativismo y fragmentación social como los animados por quienes predican la inflación de derechos (ambientalistas, de género, de raza u origen, tribus urbanas,  y párese de contar, etc.).

 

 

El totalitarismo, en suma, como antimodelo de la democracia implica la negación del conflicto mediante la imposición de un dogma legitimador y “las sociedades democráticas [subsisten] en la medida que se fundamentan en un cuestionamiento institucionalizado de sí mismas”, renunciando a cualquier tipo de unidad, por débil que fuera.

 

 

De modo que, junto a la previsión válida de Arendt cabe la de Laurence Whitehead, a saber, entender que la democracia –para ser tal– ha de verse en el teatro trágico o dramático. Y la descripción no sugiere que la obra democratizadora haya de ser orfebrería de utileros; de esos que apenas se ocupan de vestir a los actores, mover los andamios, preparar la escena para la representación, y luego cobrar por sus servicios. Habla del teatro democrático, pues es la imagen metafórica que mejor describe la lucha pendiente por la democracia y la libertad en un continuo sin ataduras y de final abierto.

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

La patria, una mula cerril

Posted on: septiembre 5th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

La experiencia muestra que el país sufre de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su corta historia republicana, cada tres décadas, desde el momento inaugural de la Venezuela independiente tras la conspiración de Gual y España de 1797. Se toma unos 30 años el proceso emancipador que suma a las guerras por la independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la mal llamada y vituperada república conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares independentistas del ejercicio del poder, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País. Sobre el pensamiento de estos escribe Elías Pino Iturrieta en Las ideas de los primeros venezolanos (2009).

 

Tras las divisiones que suscita el comportamiento de Páez, también por cuestiones muy propias de nuestra estirpe común, que es generosa hasta en los odios desde las horas previas a la Emancipación –he allí el trato excluyente y discriminatorio sufrido por Sebastián de Miranda de parte de los de Ponte y de Tovar Blanco, que relata Arístides Rojas– reencarna en los soldados seguidores del Libertador el espíritu del encono. Es la saña cainita que tanto agobia a Rómulo Betancourt hacia 1959.

 

 

Se declararán liberales sin serlo los bolivarianos, acompañados por el panfletario Antonio Leocadio Guzmán; luego de lo cual sobreviene la Guerra Federal o guerra larga hacia 1959. Ella culmina con el Tratado de Coche y se abren de tal modo otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo mencionado padre, a la sazón es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, y de neta factura tutelar. Es la imagen que cautiva a nuestros positivistas de inicios del siglo XX, encabezados por Laureano Vallenilla Lanz, autor de Cesarismo Democrático, editado en 1919, cuyo término es de factura napoleónica como lo revela De Coquille en su obra Du Cesarisme, en 1872.

 

 

Treinta años y algo más, hasta 1935, durará la larga dictadura del castro-gomecismo, la de la zaga andina que clausura el tiempo de la Venezuela de los muchos jefes, para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo, hijo de la escribanía citada, que le sirve al poder autoritario para justificarlo. Y es contra esa realidad fatal que emergerán los sueños de la generación universitaria de 1928. Es el tiempo de la crisis económica norteamericana y mundial de los años treinta.

 

 

Los estudiantes de entonces, encabezados por Jóvito Villalba y Betancourt –se les separa al principio y suma más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– cristalizarán sus sueños de civilidad luego de una compleja transición civil-militar o militar-civil a partir de 1959, con la instalación de la república civil de partidos. Estados Unidos, ya recuperado, ahora viaja a la Luna.

 

 

Pasados otros treinta años, en 1989 llega a su término este ensayo de república democrática civil y de partidos bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Le sirvió de soporte el Pacto de Puntofijo, agotado una vez como se sucede el derrumbe soviético y como intersticio entre despotismos varios, al término del último gobierno de partido, el del socialdemócrata Jaime Lusinchi.

 

 

Así sobreviene, es lo que interesa destacar, la transición más compleja por corresponderse la inflexión venezolana de 1989 –tras la violenta insurgencia popular, que deja a la vera a centenares de muertos y heridos, en Caracas– y coincidiendo con el momento de fractura de lo histórico global y la declinación de la civilización occidental. En lo interno se manifestará como repulsa social a los partidos históricos venezolanos, y sus políticos. Cubrirán ese tiempo nuestro las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, hasta concluido el siglo.

 

 

El fenómeno antipartido, cabe anotarlo, no es original y tampoco propio o local. En 1992, tras el derrocamiento del Muro de Berlín, los grandes titanes de la Italia de la posguerra, el partido socialista y el demócrata cristiano (DC) hacen aguas. Se les persigue por corrupción. Sus grandes líderes, Bettino Craxi y Giulio Andreotti, conversaban distraídos sobre las líneas del tren de la historia, sin apercibirse de su paso a velocidad. Así me lo relata este, en Roma, el mismo año.

 

 

Llegado el año 2019, el de la emergencia de la pandemia universal y. sucesivamente, el de la guerra contra Ucrania en las puertas que dividen al Oriente de las luces del Occidente de las leyes, se cierra el arco de tiempo en Venezuela, cuando a su término y desde los inicios del siglo en marcha implosionan la república y la nación, bajo el liderazgo de Chávez y su causahabiente.

 

 

Del Chávez que a lo largo de esos treinta años anteriores transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI mientras administra las redes narcoterroristas heredadas, pero cuyos aliados se declaran progresistas y capitalistas salvajes en nombre de la participación popular llegado 2019, bajo el abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven en Occidente y en Venezuela los remedos republicanos y democráticos. Y la virtualidad tecnológica los ayuda.

 

 

Mirando al conjunto, como lo diría José Rafael Pocaterra (1889-1955) desde su pretérito y en su Patria, la mestiza acerca del venezolano: “¡Él se iba, con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde estaba aquél que sujetaba una mula cerril por las orejas!

 

 

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com