Levántate, no temas

Posted on: agosto 20th, 2021 by Super Confirmado No Comments

A mi amigo Mingo.

 

 

Al final nos corresponde “agarrar el toro por los cachos” y enfrentar con toda la serenidad que nos sea posible el balance de nuestras vidas. Nos hemos equivocado muchas veces. Hemos perdido tres décadas de lo mejor de nuestras vidas en el intento de corregir un error de aproximación a la política, somos el país latinoamericano con la migración forzada de consecuencias más atroces en lo que va de siglo, y hemos visto deshacerse una tras otra todas y cada una de nuestras ilusiones.

 

 

Los venezolanos somos un país de tristezas, aunque sonriamos. El peso es terrible. Hemos experimentado la despedida, la soledad, el abandono, la enfermedad, la muerte y la traición. Tragamos grueso, pero hemos comido basura. Y para colmo, en medio de esta pandemia, ni siquiera nos hemos podido despedir de nuestros seres queridos, que son despachados como si fueran paquetes de intocables. Estamos encerrados, el miedo se nos ha impuesto como mecanismo de dominación, sin que tengamos el consuelo de una política de vacunas para todos, incluso los más pobres, los más alejados, los que no tienen contacto con la modernidad.

 

 

Nuestras poetas comparten con nosotros versos de desgarre y la experiencia de una vida cotidiana consistente en la ardiente incertidumbre del pasar los días atentos al próximo apagón, los efectos de la lluvia siguiente, el calor sofocante, y el tratar de no pensar en nada, que nada nuevo ocurra, una enfermedad, una devaluación adicional, que no se dañe la nevera, que aguante el gas hasta la próxima bombona, que no suban la matrícula de las escuelas. Estamos en un remolino, aferrados a un tronco, tratando de bracear, intentando no ahogarnos.

 

 

Vamos a estar claros. Nosotros vivimos una realidad que provoca arrechera. Una vida que transcurre en dos raseros bipolares. Un país que quiere pagar salario mínimo pero que cobra bienes y servicios en dólares. El país de las apariencias que pretende “hacerte una oferta de servicios” en bolívares, mientras eres testigo y cómplice obligado de cómo se cobra. ¿Ese es el país con dos sistemas que auspician los voceros empresariales? Y esto es solo un ejemplo de la bipolaridad enloquecedora que con la que nos torturan a diario. ¿Se hacen los locos? ¡Si! Y eso da más arrechera.

 

 

Y al frente, en la orilla, bien a salvo, la política se burla. Se burlan porque no reconocen la tragedia del país, ni la inmensa inversión que todos hemos hecho en sobrevivir y mantener la cordura. Se burlan porque ellos son una dimensión discordante de nuestra realidad, sin vínculo con lo que nos está ocurriendo e ingeniando falsas soluciones a problemas que son de ellos, pero no de nosotros. Ellos viven la apariencia, por cierto, mal maquillada, y nosotros vivimos en carne viva. Ellos hablan un idioma de diálogos, negociaciones y ruta electoral. Son ellos los que juegan ese juego de bailar alrededor de las sillas, son ellos los que se paran, se sientan, se turnan y vuelven a jugar, mientras nosotros, aferrados al tronco, tratando de superar la turbulencia, los vemos, los oímos y los odiamos. Ellos son la traición venezolana, la práctica arquetipal del vivo, el individualismo prepotente y sobrado que igual piensa “que los demás se jodan, bien hecho” y trata de hacer negocio con eso. ¿Más jodidos? ¡Mejor para mí! Los bolichicos solo fueron la primera versión de la perversidad que se ha ensañado en nosotros.

 

 

Pero no perdamos el sentido original. Estamos hartos, nos sentimos defraudados, nos han violado con oprobio, estamos de muchas maneras constreñidos por las difíciles circunstancias, pero si volteamos a nuestro fragor histórico, no es la primera vez que nos toca respirar profundo y decidirnos a barajar la mano, comenzar de nuevo y seguir viviendo. Estamos como las tardes que amenazan con el chaparrón inminente, en los dolores de parto, deseosos ya de comenzar una nueva etapa. Y deplorando el tiempo invertido en tanta piratería maliciosa interpretada por élites perversas y desconectadas de la suerte del país. Esas élites que se creen los únicos habitantes con derechos y que practican una narrativa tan refractaria a los otros, que somos nosotros.

 

 

¿Cómo hacerlo? El problema es que duele tanto como provoca un inmenso hastío. ¿Hasta cuándo, Señor, ¿vamos a vivir el castigo del eterno comenzar? Duele, porque además nos humilla. Aburre, porque nos queda menos vida para desgastar. De allí que esta nueva oportunidad no la gastemos en espejismos. ¡Enseriemos nuestra vida!

 

 

Lo primero es procesar el duelo que llevamos entre pecho y espalda. Asumir el doloroso esfuerzo del “darnos cuenta” qué ha pasado con nuestra heredad. Hacer contacto con la realidad y elaborar un inventario de pasivos y de activos vitales. ¿Qué ha pasado con nuestra vida? Busquemos datos e hitos referenciales.

 

 

a- Esto comenzó en 1.992 con los golpes de estado. Se consolida como proceso en 1998 y va agotando todas las reservas republicanas y democráticas hasta constituirse en un ecosistema criminal que reparte los roles a favor del totalitarismo.

 

 

b- Llevamos 29 años de turbulencia destructiva. Una generación completa se ha desgastado y descompuesto en el intento de cambiar la situación.

 

 

c- Estos 29 han sido el escenario para calibrar a las élites políticas y económicas, que nos han resultado fallas en su compromiso con el país. Y más que fallas, erráticas, corruptas y traidoras.

 

 

d- Nos hemos quedado solos. Nadie va a venir a salvarnos, ni podemos contar con el líderazgo político nacional. No hay pudor alguno, porque cuando ellos se sientan en la mesa con la tiranía es para reforzarla y nunca para reivindicar nuestro derecho a la libertad. Son serviles y pusilánimes. Rastreros a cambio de una participación en el saqueo, único propósito transformado en el proyecto más consistente de nuestras élites.

 

 

e- En 29 años descubrimos una violencia creciente y experimentamos “la traición de Leviathan”. El sobrio monopolio de la violencia legítima se ha convertido en un bazar nacional de la violencia ejercida por los que no tienen empacho en disparar y matar. Mientras eso ocurre, se justifica cualquier cosa en aras de la revolución y de una igualdad mal digerida. Ahora sabemos que el estado socialista no es garantía sino la causa raíz de nuestra servidumbre.

 

 

f- Ahora tenemos como residuo de tanta barbarie una economía mutada a un sistema sofisticado de lavado de dinero, mientras que la economía real agoniza o se reconfigura. Sin asegurar los factores de producción, en medio de la arbitrariedad, con leyes confiscatorias y el ojo del gobierno esperando cualquier caída para devorar lo productivo es poco probable que tengamos algo diferente a “buenos negocios conjuntos entre mafias y testaferros serviles”. Es una economía sin horizonte para invertir, y por lo tanto es una economía envilecida. Sin moneda, con el dólar como moneda default, y un sistema financiero que en modo condicional se atreve a innovar en servicios, pero que ha dejado al país de clases medias y bajas al margen. Aquí no hay crédito. Es una economía premoderna en pleno siglo XXI.

 

 

g- No hay No hay servicios públicos, y no vale la pena abundar lo que ya sabemos, porque lo sufrimos.

 

 

h- Se ha desguazado la familia.

 

 

i- Se ha desguazado la familia.

 

 

j- Se ha tirado a pérdida la educación y se ha pervertido el contenido educativo.

 

 

k- No hay instituciones autónomas sin una predisposición servil a hincarse ante el altar de la revolución.

 

 

l- No hay garantías judiciales, no hay justicia y no hay sistema judicial. Pero si tenemos centenares de presos políticos, anónimos, cuyas familias están arruinadas psicológica y económicamente.

 

 

Y para colmo, como lo hemos dicho sin cansarnos de repetirlo, padecemos una dirigencia política que se entregó y exige de nosotros total complicidad en una trama que por donde se vea, solo les conviene a ellos. Por eso, y no por capricho, debemos transitar todas las fases de la ruptura. Porque o nos atrevemos a romper, o no nos salvamos. No habrá ninguna posibilidad mientras esas sean las condiciones de marco.

 

 

Como todo proceso de ruptura a la venezolana, en estos 29 años han sido muchas las veces en que hemos vuelto a confiar. Pero se acabó el tiempo de las oportunidades de remisión. Debemos asumir con humildad y realismo que hemos sido víctimas de una gran estafa. Una estafa alucinante. Con operaciones psicológicas sofisticadas, que nos aturden y no nos permite saber quiénes son aliados de verdad y quiénes son parte del aparato del régimen. Es en esa zona gris donde nosotros dudamos. Por eso, no nos queda más que apelar al sentido de realidad y recordar la sentencia evangélica que, ante la duda, el único criterio razonable es insistir en que “por sus obras los conoceréis”, porque el discurso es engañoso en un ecosistema donde nadie juega a la integridad. Aquí se ha legitimado la mentira.

 

 

Pero romper no es suficiente. Quedan pendientes dos preguntas cruciales: ¿Cómo reconstituir la política? ¿Cómo reconstituir la república?

 

 

Debemos asumir nuestra responsabilidad. En el M2 de nuestro ejercicio ciudadano debemos hacer la diferencia, entendiendo que nos jugamos nuestra existencia y la vigencia de un país llamado Venezuela. Ese país que extrañamos y aspiramos comienza con nosotros y se funda desde nuestro ser y nuestro actuar. Somos nosotros el país que podemos ser, sobre la base de lo que hemos sido. Sin pretensiones epopéyicas. Sin ese heroísmo almibarado que nos legaron nuestros apologistas románticos. Me refiero a la batalla de nuestros abuelos y bisabuelos. De nuestros padres y de nosotros mismos. De nuestros vecinos, nuestro barrio o ciudad. Porque este país se ha hecho y mantenido por la fuerza demoledora de las pequeñas cosas, que han llegado a sumar grandezas.

 

 

No estamos peor, ni ha sido mayor el desastre por nuestra casi infinita capacidad de adaptación, porque una vez decididos no hay marcha atrás. No estamos peor porque nuestra fortaleza está asentada en algunos valores que no se mezclan con nuestros peores defectos. Somos trabajadores, aunque no lo creamos, no hemos abandonado metas que nos parecen valiosas, como la educación de nuestros hijos, o los emprendimientos indebidamente calificados como rebusques. No lo queremos reconocer, pero somos gente que anda y desanda caminos, desde la huida hacia Oriente, queriendo evitar los desmanes de Boves, el trajinar de los ejércitos libertadores, las migraciones internas del siglo XX, y más recientemente el doloroso proceso de migración y desplazamiento forzados, de nuevo por hambre, violencia y muerte. No nos quedamos esperando nuestra suerte. Nos movemos, así sea al alto costo de la separación.

 

 

Pero no estamos mejor porque nos embelesamos con la personalidad carismática, nos enamoramos del líder y les entregamos todas nuestras banderas y consignas. No estamos mejor porque la mala cara de la adaptación es la tolerancia, más allá de cualquier límite razonable, porque creemos que el país es bueno para la renta, y porque nunca nos ha importado demasiado cual es el origen de la riqueza que exhiben con impudicia todos los que se encaraman en el ecosistema criminal. No estamos mejor porque no hay sanción moral contra los chanchullos. Y porque nos cuesta mucho la exigencia de normas y valores aplicados universalmente, sin la excepción del carnet, sin el privilegio del compadrazgo, sin las excepciones presumidas por la familia extensa, sin el afán de particularizarlo todo. No estamos mejor porque preferimos la impunidad de las logias propias (eso que yo llamo la “costra nostra”) al interés del país. No estamos mejor porque esos obstáculos lucen todavía infranqueables, porque tienen que ver con nosotros, con nuestra forma de pensar, nuestros modelos culturales, y porque todo esto tiene actores intencionales e interesados que juegan a nuestra confusión. Y desde la confusión a nuestra fatal servidumbre.

 

 

Esta “costra nostra” no requiere de ciudadanos sino de masa. Ni los del régimen, ni su oposición complaciente (opolaboracionista) pueden lidiar con la inquisición propia de los que actúan con libertad. Ellos quieren que seamos la misma montonera de nuestro largo y tortuoso siglo XIX y los “Juan Bimba” del siglo XX. Ellos quisieran que nosotros nos comportáramos como “buenos compañeritos” que se conforman con gorra y franela con los colores del partido, sin vocación de impugnación. Ellos nos tienen previstos como “carne de cañón” que paga represión, muerte, cárcel y violencia, para exhibir y apropiarse del martirio de nuestro pueblo.

 

 

Al pretendernos masa informe (de eso se trata el trapiche destruccionista llamado socialismo del siglo XXI, pero también tiene que ver con el populismo irredento) están confiando en algo que estamos dejando de ser. Por hartazgo y trauma, tal vez no por convicción, ya no queremos ser tan dóciles y confiados. Y ese precisamente es el foco de una nueva oportunidad, cueste lo que nos cueste.

 

 

Es muy duro, nos saca de la cancha que siempre hemos jugado, pero debemos recordar la esencia de nuestra vida en común. Solamente podemos salir del mal si transitamos este desierto aferrados a lo que sabemos que somos, rebelándonos ante nuestro presente, y teniendo claro el futuro que queremos para nosotros. Y comenzar esta reacción en cadena contra lo que nos está matando.

 

 

No busquemos más allá de nosotros mismos. El cambio de actitud comienza con nosotros. Teniendo presente que va a doler y costar el dejar atrás y el renunciar conscientemente a la causa raíz de nuestros males. Cada uno puede hacer el inventario propio. Pero que no falte un repudio explicito a dos dimensiones del mismo problema:

 

 

a- Hay que repudiar definitivamente al caudillismo y por lo tanto, debemos decidir, de una vez por todas, no ser nunca más parte de una montonera.

 

 

b- Hay que renunciar y prevenirse contra el compadrazgo, amiguismo y el compinchismo. Eso va a doler. Pero mientras no seamos capaces de diferenciar espacios, tiempos y contextos, mientras no seamos exigentes en las condiciones morales e institucionales de las relaciones entre nosotros, en tanto que ciudadanos, seguiremos abriendo la fosa donde terminará enterrado nuestro país.

 

 

Este gran desafío comienza con nosotros. No busquemos en el cielo una señal. Nosotros somos señal y advertencia. Y hay cosas que debemos hacer en el marco de nuestros pequeños confines. Y este esfuerzo tiene también indicadores de presición. Yo los invito a completar el inventario. Pero que no quede fuera de la reflexión estas necesidades:

 

 

a- La necesidad de construir el país desde nuestra exigente mirada. Nosotros sabemos lo que queremos: decencia, oportunidades dignas, salud y educación, modernidad, libertad, seguridad y justicia. Sabemos lo que no deseamos más: Destrucción, ruina, mentira, prepotencia, impunidad y servidumbre. Nosotros queremos congregar a nuestras familias y no la tragedia de la dispersión. No queremos un país donde el privilegio sea para los saqueadores.

 

 

b- Queremos un país con una economía productiva y pujante. No queremos un país de mafias. Queremos un gobierno eficaz, pequeño, concentrado en hacer lo suyo, sin desbordes ni excesos. No queremos líderes eternos que abusan del poder encomendado para quedarse eternamente. Queremos alternancia en el poder, ejercido con límites y pudor republicano. ¿Lo podemos lograr? ¡Depende de si podemos romper con todo lo hecho para comenzar de nuevo!

 

 

c- Queremos una nueva clase de líderes, definidos bajo nuevos conceptos. Líder es aquel que comparte nuestras convicciones y dirige el camino. Que ni se vende, ni se prostituye, ni es adicto al poder para su propio lucro. El líder que queremos debe ser capaz de construir relaciones valiosas fundadas en la verdad. El líder que necesitamos tiene un proyecto de poder elaborado con integridad. No queremos líderes infatuados, con guardaespaldas y camionetas blindadas, que suben cerros para tomarse fotos, y que lo único que dan es la mano, pero no su compromiso.

 

 

d- Queremos una red de ciudadanos empoderados, con líderes que sepan trabajar coordinadamente. Porque no puede ser uno solo, providencialista y mandón, sino constructor de proyectos en común, con una hoja de ruta en el que todos comparten con equidad costos, ganancias y riesgos. No necesitamos “hombres fuertes”. Necesitamos líderes con fortaleza. No necesitamos conductores chabacanos, que transmiten una imagen sesgada del venezolano. Necesitamos líderes que modelen sobriedad y talante republicano. Tenemos que reencontrarnos con el país trabajador, frugal y esperanzado que hemos sido y que podemos volver a ser.

 

 

Pero el marco de aspiraciones luce incompleto si no proponemos un sentido. La gente pide afanosamente un qué hacer. Necesitan un encuadre y un contexto que les permita comenzar a construir oportunidades para un país que muchos quieren tirar a pérdida. Y eso supone superar dos caminos que nos regresan al abismo. El inmediatismo, y tratar de afectar lo que solamente son apariencias. El tiempo perdido es imputable a esa clase política falla y carente de sentido de la responsabilidad social. Que nos conformemos con ellos, porque son los que existen, nos condenan a perdernos de nuevo en el laberinto de la inefectividad.

 

 

El plano de las apariencias solo nos enreda en batallas espurias. Pretender que el problema es el pasaporte que no nos otorgan, los apagones o la usurpación masiva de todos los poderes públicos, nos pone a pelear con las representaciones de un ecosistema criminal que es mucho más complejo y que se ha encajado en nuestra vida precisamente porque estamos constantemente aturdidos por sus efectos. Pero ¡Cuidado! Esa es la propuesta de los voceros de los gremios empresariales. Algo así como encalar una pared podrida en sus cimientos. Quisieran ellos una “normalización de lo que hay”, para tener ellos más oportunidades. Quisieran ser parte de una gran burbuja, no tener que pensar, evitar el discernimiento, y tener acceso a lo que ellos consideran parte integrante de su prosperidad, sin importar el tamaño de la exclusión que con eso provocan. Todos ellos quieren su “Hotel Humboldt” o su archipiélago de islas exclusivas donde la cordialidad entre los que dicen ser adversarios públicos desmiente cualquier discurso aparentemente confrontador. Ellos son tentadores y tentación del apaciguamiento, la resignación y la capitulación. Por eso aplauden las mejorías infinitesimales, dicen que ahora llega el agua cada tres semanas, o que el documento de identidad lo entregan solo después de seis meses. La lucha para ellos es en el detalle reivindicador, sin impugnar la esencia. Lo de ellos es el gasoil, los aranceles, la voracidad fiscal, y la administración de la pandemia. ¿Y el fondo? Ellos se entregaron y ahora son mandarines informales del régimen ante el cual se hincaron.

 

 

Entonces, ¿qué hacer? La política que podemos y debemos hacer comienza por nosotros. En el libro de Jeremías hay un llamado que bien podría ser a nosotros: “Ciñe tus lomos, levántate y háblales. No temas, porque yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para librarte”. Por eso debemos centrarnos en la verdad y recuperar siete dimensiones de la lucha y la resistencia política.

 

 

La FE

 

 

Este conflicto es existencial. El mal se engríe y cree que puede desplazar al bien hasta dejarnos en tierra baldía. Por eso, esta nueva etapa política nos debe reconciliar con nuestra FE y desde nuestras convicciones comenzar a combatir la oscuridad. Por la fuerza de las convicciones debemos entender, asumir y confiar que Dios está con nosotros y puede con nosotros dirigirnos hacia la liberación. Dios con nosotros debería volver a ser nuestro estandarte. Y nosotros poder definir con mayor precisión las líneas divisorias entre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo inaceptable. Sin convicciones estamos perdidos en el remolino donde todo vale lo mismo. El mal nos quiere desencajados y desmoralizados. Nuestro deber es revitalizar nuestra FE, levantarnos y comenzar a recorrer el camino hacia la liberación.

 

 

LA FAMILIA

 

 

La familia es el último reducto que quieren destruir. No han podido, pero sus embestidas la han fracturado. Nos han hecho creer que nuestras familias ni funcionan ni son motivo de orgullo. Han relativizado la vida, expoliado la responsabilidad en la educación de nuestros hijos, sometido al hambre y obligados a la dispersión. Pero hay que reconstituir las familias como centro de la vida, los valores, la responsabilidad por los otros y la esperanza. El espacio de la infancia, la ternura y la protección de los que todavía son frágiles. El espacio de nuestros abuelos, que merecen esa vida en conjunto y el honrar el mandamiento que manda a velar por los padres. Me refiero a la de cada uno, sin filosofar sobre la de los demás. Es un llamado a tomar posesión de nuestros bastiones de resistencia, no dejarnos allanar ni vencer, y desde allí, levantarnos y comenzar a recorrer el camino de la liberación.

 

 

LA COMUNIDAD

 

 

La calle, el condominio, la urbanización, la escuela, la iglesia, las cercanías requieren de nuestra activa preocupación y ocupación. El país que queremos cambiar comienza en nuestra casa y se despliega por nuestras calles. Velar por lo común, practicar el respeto, ser constructivos y severos en la responsabilidad compartida, aportar lo acordado y celebrar la cotidianidad del orden que nosotros mismos nos proveemos forman parte de esa comunidad vida que nos hace participar de la luz que entre todos nos procuramos. Solo cuando la calle deje de ser ajena, estaremos preparados para fundar el país que queremos. Nadie más que nosotros va a protagonizar el cambio. Y en ese sentido la política nueva debe ser de abajo hacia arriba.

 

 

LA COMPASIÓN

 

 

El sufrimiento de los demás no nos puede ser ajeno. La militancia en la indiferencia nos ha resquebrajado las ligazones que todavía nos significan como comunidad política. La familia y la comunidad se deben realizar en la compasión que nos aúna y que da paso a la lealtad de proyectos colectivos. Es tener el coraje de mirar al otro que sufre para intentar atenuar las razones de su pesar. En un país asolado por un régimen que nos quiere destruir, dispersar y dañar en nuestra esencia, solo la práctica militante de la compasión nos puede devolver el propósito común que tenemos como nación.

 

 

LA EXPERIENCIA COMO PEDAGOGÍA POLÍTICA

 

 

Familia y comunidad deben ser los centros donde insistamos en la cultura de la explicación. Insistir en el valor de la verdad como el arma que nos protege de la farsa. Desentrañar las causas de nuestra servidumbre y conseguir caminos en común para resistir y vencer. Contrariar las mitologías socialistas y las promesas falsas y viles del populismo. Entender lo que nos ha ocurrido, asumir responsabilidades y costos, encarar la mentira, y soñar con todas las posibilidades de un país diferente, son parte del quehacer político que se nos impone. Asumir esta experiencia como aprendizaje y promesa de cambio. La política es comunicar para convencer y prepararnos para vencer.

 

 

FOCO EN SALIR DE LA BANCARROTA MORAL

 

 

No se trata de quedarnos en la mera contemplación de nuestra fatal condición. Es una época de preparación y acondicionamiento para rescatar el país que nos han arrebatado. Por eso mismo debemos tener el coraje de romper y dejar atrás todos los que nos han traído hasta aquí. Y el compromiso de no volver a cometer los mismos errores. El país nuevo tiene que ser diferente al partidismo clientelar, a las macoyas de las élites pervertidas, al rentismo irresponsable, la violencia del “guapo y apoyado”, las infinitas tramas que se ingenian “los más vivos”. Por eso mismo, superar la quiebra requiere primero un repliegue para volver a la fe originaria, recuperar la familia, hacernos parte activa de la comunidad, practicar la compasión y comenzar a narrar esta época para comprenderla y tratar de salir de ella. Es nuestra bancarrota la que debemos superar.

 

 

ACCION Y CAMBIO

 

 

Llegado el momento, actuar para institucionalizar los cambios. No antes, ni después. Y no ceder al cansancio, el facilismo y la displicencia. La política comienza hoy, contigo y entre los tuyos. Exponte a la experiencia del ser líder, estar con los tuyos para ser sal y luz, y con los demás siendo sal y luz. Luz en tu casa, luz en la calle. Porque todo tiene su momento, y la paciencia todo lo alcanza. Recuerda que más allá del temor y la turbación, ¡Solo Dios basta!

 

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

 

 

 

Carta abierta al político desconocido

Posted on: marzo 15th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Me atrevo a escribirte y designarte de alguna manera. “Político desconocido” es una calificación que podría tener muchas acepciones. La primera es la más obvia pues es la que alude al hecho de que todavía no sé quien eres. Pero no es solamente por eso que te llamo así. Hay otro significado que se mezcla y que no puedo dejar de mencionar, no te reconozco porque hace rato que la dedicación a la política se ha envilecido hasta hacerla extraña a los ojos de los ciudadanos. ¿Si no eres político, entonces qué eres? Por ahora no vamos a aventurarnos a una respuesta apresurada. Aunque prometo que al final del texto tal vez tenga algún criterio que quiera compartirlo contigo.

 

 

Si tuviera que comenzar por una pregunta, esa no sería otra que preguntarte por el país. Pero no aspiro a que me respondas con uno de esos informes que, en el peor de los casos, llenas de estadísticas a las que les falta correlación y alguna determinación causal. Me refiero más bien a una conjura. Te pregunto por el país para recordarte que la política deja de tener sentido si no tiene como referente algo más que tus propias aspiraciones. Me refiero al país que has perdido, que se ha alejado de tus preocupaciones y que ahora luce nada más como una excusa para mantener tu estatus. ¿Y el país? debería de ser para ti esa trompeta que te convoca a una realidad un poco más amplia que el cálculo chiquito, ese que te ronda como falsa conciencia cuando actúas con criterio de cerebro reptiliano, calculando cómo quedas tú ante cada giro de la situación.

 

 

Como no tiene sentido hablar en el vacío nos vamos a referir al caso venezolano. Vamos para veintitrés años de una derrota tras otra. Como bien sabes, en política el que gana se lo lleva todo. Los segundos puestos resultan vergonzosos. Pero en nuestro caso hay un elemento que hace peor toda la trama de esta época. El país institucional fue desguazado. Y la tendencia nunca fue otra que instaurar un socialismo totalitario, una versión aún más escalofriante de lo peor del castro-comunismo. Fuiste ciego ante las evidencias, o te faltaron cojones (perdona lo escatológico) para asumir lo que venía. Decidiste acampar en el campo yermo de libertades y derechos y esperar a que cayera el maná del cielo. Asumiste la ruta electoral, perdiste cada oportunidad, decidiste comprar a granel toda la argumentación provista por el régimen y te atrincheraste en unas cuantas gobernaciones y alcaldías.

 

 

La confianza que el país depositó en ustedes fue derrochada con cada oportunidad en la que aflojaron. Me refiero a cuando dejaron de cumplir con lo prometido o jugaron a dos bandas, diciendo una cosa al país y haciendo otra muy diferente. Por cierto, eso lo tomaron como costumbre, y así pervirtieron toda relación con los ciudadanos. En el fondo, escenificar la política, decir los discursos que convienen, adular al populacho y en simultaneo tener las mejores relaciones posibles con un ecosistema criminal voraz y depredador, terminó por engullirlos. No vale la pena aludir a hechos y circunstancias concretas que todo el mundo conoce. Tampoco insistir en la corrupción en la que han caído y el daño que les ha provocado el tener como excusa la emergencia y la supuesta persecución para no rendir cuentas, ni presentar un plan, ni siquiera para dar excusas razonables. Ni siquiera por falso decoro intentaron presentar un argumento que vaya más allá de ese gemir falsario que invocan cada vez que dicen haber dejado el pellejo en la lucha. A mí, en lo particular, me gustarían más eficacia en los resultados, y superar tanto esfuerzo chucuto y esa sospechosa insistencia en hacernos recorrer el mismo camino que nos conduce al mismo barranco.

 

 

 

Lo cierto es que ahora tenemos que lidiar con el peligroso vacío político. Vale la pena intentar definir mejor el concepto. Me refiero a la muy peculiar situación en la cual lo que se ha intentado hasta ahora no funciona y lo nuevo que podría funcionar todavía no ha aparecido. Y eso envuelve no solo a las estrategias fallidas sino al elenco del fracaso que las ha protagonizado. Te incluye a ti.

 

 

El vacío tiene como indicadores concretos la desafección y el hastío que en este momento muestra la sociedad, que decidió vivir al margen. También se representa el vacío en que nadie los ve a ustedes como parte de ninguna fórmula salvífica. Nadie imagina que la solución que ellos aspiran sea provista por ustedes. Ni mejoras en la libertad política ni en el bienestar social pasa por lo que ustedes hagan o dejen de hacer. El vacío es también un abismo de desencuentros, similar a esa gran sima que impide el encuentro o comunicación entre los que están en el seno de Abraham y los que sufren el lugar de los tormentos.

 

 

Es un vacío de legitimidad que ya no tiene ni origen ni desempeño a los cuales aferrarse. La gente sabe que a ustedes se les agotó el tiempo y las oportunidades y está a la expectativa de cualquier oferta diferente. El vacío es peligroso porque es el espacio propicio para los oportunistas, los demagogos y los falsos profetas. Pero esa amenaza no es condición suficiente para seguir intentando lo mismo con los mismos. Al fin y al cabo, veintidós años es tiempo suficiente para el veredicto: fallos en peso y tamaño, tibios y mediocres, pendencieros, pero no valientes, y totalmente ainstrumentales.

 

 

El vacío es de sentido y de propósitos. La política y los políticos han abandonado los por que trascendentales y hecho absolutamente vanos tanto los esfuerzos como los sufrimientos de millones de venezolanos. ¿Vale la pena acaso arriesgar algo si ustedes son los directores de una orquesta desafinada, atonal, de desertores de la decencia y de farsantes del coraje? La política carece de metas y se mantiene en un “mientras tanto” que ya no satisface, porque los tiempos de Dios, que son los de la realidad concreta, son cada día más veloces y arrebatan vida y capacidades al hombre histórico que todos somos, condenados a la pobreza, el miedo y la precariedad de una existencia desgastada en este deshacer.

 

 

 

¿Cuál es la intencionalidad del hacer político en este momento? Lo que dejan colar es un grito muy deshonesto de rendición que recuerda al sagaz “compañeros, por ahora no hemos podido cumplir con las metas que teníamos planteadas”. Solo que ustedes ni siquiera lanzan el “por ahora” que resultó tan funesto en la boca del demagogo. Ustedes se hincan y en la posición más cómoda posible se entregan a esa violación ritual en la que sacrifican a todo el país. No hay trascendencia alguna en esa declaración de convivencia descarada en la que comparten lecho tiranos y tiranizados, víctimas y victimarios, violadores y violados. Ustedes se quebraron en la esencia del alma. Son conciencias resquebrajadas e irrecuperables. Es difícil esperar algo más de ustedes, entre otras cosas porque tampoco les queda pudor.

 

 

El vacío también es de propósito. Y en este caso la culpa es absoluta de parte de quienes han dirigido fallidamente la lucha. Porque ustedes quieren dar por visto todo este sufrimiento. Los cientos de miles de muertos por violencia. Los que han sido víctimas de las ejecuciones sumarias practicadas por los cuerpos represivos. Los que se suicidaron al ver que no podían salir de la trampa. Los que han padecido hambre, los que han sido golpeados por la injusticia, los presos y los presos políticos, víctimas de una ausencia absoluta de derechos y garantías. Los que decidieron irse porque a su puerta llamaba la desolación. Las familias destruidas en el transcurso. Los niños abandonados, sin educación y sin mañana. Las universidades devastadas. Las industrias saqueadas. El vacío de propósito que ustedes pretenden al pasar la página y al tratar de convivir con el mal, nos niega el derecho a darle sentido a todo este sufrimiento colectivo. Ustedes tienen las almas rotas.

 

 

Porque no se trata solamente de formar parte de los afortunados que tal vez sobrevivan. Es poder gritar un ¡nunca más! que sirva de consigna y amuleto a las generaciones por venir. Es escribir la historia con adjudicación de responsabilidades. Es tener claro quien lo hizo mal y quien intentó hacerlo bien. Pero a ustedes les falta honestidad para ir más allá del sinsentido del acuerdo concupiscente y de la ominosa declaración de que están fatalmente condenados a ser la comparsa del falso realismo que impone un compartir obsceno que los transforma en meretrices de una tiranía que cabalga un ecosistema criminal siempre dispuesto a asimilarlos a ustedes. Por eso el vacío es de sentido, de propósito y de coraje moral.

 

 

Insisto, el vacío es un constructo que implica el dejarlos de ver. El abandonar sus caminos. El no sentirlos como necesarios. El comprender el fraude implícito en un mensaje que ha perdido valor. El asumir con dolor que ustedes malversaron tiempos y oportunidades. Que se vendieron ustedes, y que ahora también quieren vender la verdad, para encubrir al mal, para volverlos “ángeles de luz” a aquellos que merecerían una eternidad de oscuridad, llanto y crujir de dientes.

 

 

Creo que me equivoqué al pedirles alguna vez que concretaran una estrategia de liberación. Para los efectos de la libertad, el signo de toda acción promovida por ustedes es la improvisación, pero para mantener el statu quo, todo parece cuadrar perfectamente, tanto que es casi imposible imaginar que el fracaso sea producto de mera incapacidad. Las delaciones y la imposibilidad de adelantar ningún curso de acción sin que el primero en conocerlo sea el régimen son las medidas de las tuberías subterráneas que comunican y permiten el flujo de una relación que no se reconoce públicamente, dada la necesidad de mantener esa ilusión de que el totalitarismo no es tal, porque sigue habiendo lucha política. Empero la coreografía está agotada, y los guiones ya los conoce todo el mundo. Combaten sin hacerse demasiado daño. Les toman rehenes sin que corran demasiado peligro. Lo he dicho otras veces, esta coreografía de “lucha libre” donde toda la confrontación es espectáculo de simulación solo mantiene su sentido si mantiene buenos niveles de credibilidad aparente. Esa época ya pasó.

 

 

Ustedes se han hecho acompañar de una sociedad civil cuyas expresiones han sido penetradas y vencidas por la complicidad, el origen de los recursos que manejan y las ganas de no dejar de morder tajantemente el trozo de poder correspondiente. Entre ellas y ustedes no hay ni debates ni exigencias. Una lamentable comparsa que asiente y consiente todos los garabatos que se intentan. El Frente Amplio, la última consulta “popular”, el desgaste de las organizaciones de los empresarios, las universidades e incluso la iglesia, todos lucen aferrados a un salvavidas sin poder evitar el naufragio. No hay una referencia al país sino al ustedes, como si ceder, negociar y unirse sean los únicos verbos de la política buena. Han tratado de recitar un catecismo “apendejeado” donde el perdón no exige ni contrición, ni enmienda, ni penitencia.

 

 

En el caso de los dirigentes de los empresarios, “botaron tierrita” y rompieron filas. Encabezan una negociación ineficaz hacia una situación imposible. Ellos sueñan reconectarse dentro de la lógica de un país y todas las modalidades de hacer empresa, la cubana, sin duda la más lambucia, la rusa que es la más mafiosa, la china que es la más despiadada, y otras que mejor es no nombrarlas. Ellos son parte de ese repertorio del fiasco en el que han desempeñado todos los papeles posibles, desde el bufón hasta el tirano, con el aplauso de quienes esperan que sigan siendo los benefactores indulgentes y alcahuetas de lo que ustedes se inventan.

 

 

Por eso, si le preguntamos a los venezolanos, la mayoría estaría muy de acuerdo en cerrar el teatro y clausurar el vodevil que ustedes no se cansan de interpretar. Por eso vivimos la época del vacío. Un país buscando nuevos intérpretes, agobiado de la farsa y a la expectativa de un obrar que los salve del péndulo cuyos extremos son la tragedia y la farsa.

 

 

¿Y la libertad qué? Sigue siendo una tarea pendiente que requerirá de los ciudadanos una revisión existencial, incluida la reflexión sobre el que hacer y un nuevo hacer. El tiempo perdido solo servirá para aprender. Tal vez la consigna más sana sea que “volvamos a comenzar nosotros, mientras ustedes se hunden en el mar del olvido”.

 

 

Ustedes no son políticos. Son embaucadores que se juegan al país en cada dado que lanzan irresponsablemente.

 

 

 

Carta abierta al político desconocido

@vjmc

Epílogo

Posted on: febrero 28th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

La muerte siempre llega demasiado temprano y como lo advierte el evangelio hay que estar atentos y en vela, porque no sabemos el día ni la hora. Y no se trata de vivir el tiempo presente como si no existiera ni pasado ni futuro. Pero sí de aprovechar cada momento para agradecer la inmensa suerte de contar con la presencia del otro, ese que nos complemente y nos da sentido.

 

 

Cuando yo nací ya mi hermana vivía hacía unos ocho años. Abrí los ojos y ella ya estaba allí, ejerciendo de hermana mayor y tratando de lidiar con un hermanito tremendo y más que curioso. El vacío del dolor bloquea muchos recuerdos. Tal vez porque nunca estuve preparado para una separación tan abrupta. Nadie se prepara para organizar el recuerdo y llegado el momento queda solamente un algo indescriptible que cuesta mucho dolor darle forma.

 

 

La recuerdo joven, bella y alegre. La vi enamorarse y vivir la emoción de esa primera canción de amor que hizo suya. También fue mía de muchas maneras. Yo era el niño que invadía su espacio, jugaba con su ropa que me servía de capas de Superman o el Zorro, y recuerdo también la irritación que le provocaba mi irrefrenable curiosidad. El amor entre hermanos es indescriptible e incondicional.

 

Recuerdo el muchacho de La Candelaria que, guitarra en mano, le dedicaba “palabras de amor”. Y cómo siempre supe que esa era la canción fundacional. Y cómo en mi duelo, entre sollozos, llamé a Soledad Bravo para decirle cuanto me unía a ella, en mi intenso dolor por la pérdida, que la canción de mi hermana era de las primeras que ella interpretó.

 

 

Sin dudas era la niña de los ojos de mi papá. La amaba con locura y una insuperable lealtad. Ella le correspondió con la misma moneda y lo acompañó con insuperable ternura hasta el mismo momento de su muerte. Así era ella. Médico al fin, tenía en los genes ese amar desde la disposición sin condiciones a estar presente y encargarse de esos momentos difíciles. Amaba con el ejemplo.

Yo aprendí a amarla con necesidad. Ella era la que siempre me dio seguridades cuando necesitaba aprender que el mundo iba más allá de la casa. Recuerdo la tristeza y la rasgadura emocional que significó para mi aquella tarde que se fue para Valencia a estudiar medicina. Una tristeza terrible, una desolación insoportable, porque al fin y al cabo sabía que no iba a volver a la casa, y que me tocaba a mi encarar la realidad sin su asidero, sin saber que ella estaba allí para atajarme. Mi hermana menor y yo quedábamos “huérfanos de hermana mayor”.

 

 

Crecimos. Ella se casó y también viví con cercanía su apoteosis conyugal y el dolor de la traición. Supe de su soledad y sus silencios. Tuve conciencia de los inmensos esfuerzos emocionales para terminar sus estudios de medicina y lidiar con sus dos hijos, que estaban siendo criados por mi papá y mi mamá, que hicieron equipo perfecto para compensarla en lo que podían. Mientras tanto yo estaba en mis propias turbulencias. Pero yo sabía, siempre supe, que ella estaba allí, y ella podía saber que yo estaba siempre disponible para ella. Mis dos sobrinos, sus hijos. Yo soy su tío. Los amo.

 

 

Me gusta la música de los 70´s porque era su música y yo ejercí de acompañante obligado a sus fiestas de adolescente. Me llevaban, no sé cómo me soportaban, probablemente porque era una condición no negociable si quería salir con su novio de la época. Entonces yo también soy su música.

 

 

Yo no puedo definir este tipo de amor fraterno. Solamente puedo decir que está hilvanado de esa presunción de que nunca vas a caer al vacío, nunca te vas a quedar sin respuestas, nunca vas a estar totalmente solo, nunca vas a ser totalmente imperfecto porque se supone que allí va a estar esa hermana que todo lo resuelve, que todo lo tolera, que todo lo da por bueno.

 

 

Y es que Miriam era nuestra médico. Era la memoria de las vacunas de nuestros hijos. La que de inmediato respondía a cualquier consulta. La red de soluciones a mano. Y la compañera insustituible en cada operación u hospitalización. Ella era la traductora de mis angustias. Ella estuvo en el nacimiento de mis dos hijos. Ella me avisó que mi hijo menor, con horas de nacido, debía ir de inmediato a terapia intensiva. Ella respondió que no se iba a morir, aunque sus ojos denotaban esa preocupación, pero también ese compromiso de hacer todo lo posible para que ese no fuera el resultado. Ella me atajaba todos los miedos.

 

 

Ella y yo cuidamos a mi mamá. Ella se encargó de la agonía de mi papá. Y para mí era indestructible, eterna, infalible, infaltable. La pandemia marcó una distancia física que ella misma decidió para evitar toda posibilidad de contagio de mi mamá. En 2020 solamente la vi dos veces. Llegaba a mi casa y no entraba. Una de esas veces se aventuró al patio y desde allí le hizo la visita a mi mamá. Luego nos dejamos de tontería y le dije que viniera cuando quisiera.

 

 

La última vez que vino a casa se fue llorando. Yo no la vi porque decidí dormir una larga siesta. Sentí cuando llegó y cuando se fue. Pero ella era mi ficha invencible. No pasaba nada. La llamé y le pregunté por qué se había ido llorando. Me dijo que le dolían las despedidas.

 

 

Yo no estaba preparado. La mañana de un sábado de octubre me dice mi esposa “vístete, que Miriam se cayó y hay que llevarla a la clínica”. Mi hijo mayor, mi esposa y yo nos fuimos de inmediato a su casa. Yo creía que era un detalle menor. Llegué y la vi en el piso y comencé a bromear con ella, “pero chica, mueve un pie”. Ella me oía y sonreía, pero no se movía.

 

 

La verdad se fue desplegando. Y me tocó reconocer que la batalla estaba perdida de antemano. Y que solo me correspondía honrar toda una vida de amar desde la presencia en los momentos más difíciles. Ella acompañó a mi padre en su agonía, y ahora yo debía estar allí. Cada minuto lo invertí en decirle que la amaba. Una y otra vez le dije que la quería y que la encomendaba a Dios. Mientras tanto ella daba la batalla que sabía perdida. Era médico y probablemente sabía que había perdido su cuerpo. Había perdido la voz, trataba de decirme algo. Le pedí que no lo hiciera. Que yo no le entendía. Que se lo dijera a mi esposa. Que yo solamente quería decirle que yo estaba allí, que la amaba. Y rezaba con ella, para que Dios tuviera compasión.

 

 

La última vez que la vi viva fue cuando sus hijos conversaron con ella desde el teléfono del médico tratante. Uno en Perú y otro en Australia, le dijeron que la amaban tanto, pero que no podían estar allí. Ella entendió, sonrió, y se llenó de paz. Todavía me quedé con ella y le dije, vamos a rezar. Y rezamos. Mientras yo la bendecía caí en cuenta todo lo que se parecía a mi papá. Su mirada y su respiración agitada me insinuaron el final cercano. Al final pedimos que Dios hiciera su voluntad.

 

 

¿Cómo explicarle a mi mamá que Miriam había muerto? ¿Cómo avisarles a sus hijos? Su muerte me destrozó. Dejé de escribir. Y me enfermé. Y me sentí desolado, pero incapaz de gritar al cielo y preguntar las razones. No hay respuestas a los por qué. Solo un “hágase tu voluntad” y la esperanza de contar con fortaleza para seguir adelante.

 

 

Han pasado ya cuatro meses y es hora de restaurar el camino, sabiéndonos más solos, más frágiles. Nada será igual. Lo cierto es que la historia terminó como comenzó. Un par de hermanos juntos hasta el momento preciso en que no hay más ruta que recorrer y es imposible postergar la despedida.

 

 

La verdad es que estos tiempos que nos ha tocado vivir nos ha arrebatado muchas cosas. Pero nunca nos podrá quitar el inmenso privilegio de amar y ser amados. Mi hermana Miriam y yo recorrimos la vida cincuenta y ocho años, muy poco. Y no me conformo con su recuerdo. Ni me resigno a su silencio. Una sola vez he soñado con ella. Vestía un rojo sangre, destellante. Le pregunté cómo estaba. Me respondió que estaba bien. Eso fue todo. La vida es complicada, pero vale la pena vivirla.

 

 

Por eso, con humildad elevo mi oración y le pido a Dios que siga haciendo su voluntad entre nosotros, nos mire con compasión y nos de fuerzas para seguir adelante.

 

 

Víctor Maldonado C.
 victormaldonadoc@gmail.com
@vjmc

Conócete a ti mismo

Posted on: octubre 13th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

El socialismo del siglo XXI en su afán destruccionista necesita que los ciudadanos reneguemos de nuestra historia. Su objetivo no es que analicemos nuestros orígenes, sino que participemos en una carrera febril por despedazar nuestras raíces, destruir las razones de nuestro orgullo, desconocernos para facilitar el odio contra nosotros mismos y de esa forma, transformarnos en masa aturdida y sin referentes, para ser ellos los padrotes del “hombre nuevo”. De allí que sea tan insistente el odio, irracional y ahistórico contra nuestras raíces españolas, sin dejarnos pensar que somos lo que somos porque fuimos parte de un imperio y de su suerte y que, llegado el momento, sobre esas bases intentamos fundar repúblicas, heredando para ello idioma, costumbres, cultura, religión y raza. No podíamos hacer ninguna otra cosa, ni ser algo sustancialmente diferente. El odio edípico, propio de los socialistas del siglo XXI, solo es eso, resentimiento puesto al servicio de sus estrategias de dominación.

 

 

Nada más audaz que la ignorancia. Nada más peligroso que la barbarie puesta al servicio del mal. Somos venezolanos porque alguna vez llegó Colón al Golfo Triste, sorprendido por apreciar tanta belleza frente a la cual creyó incluso haberse topado con el paraíso terrenal. Nosotros vinimos con él, aquí lo recibimos, y como suele ocurrir, se planteó un crisol que se llamó descubrimiento y que asimiló estas tierras a un imperio espectacular, donde nunca se ocultaba el sol. Que la estupidez con poder e impunidad se dedique a derribar las estatuas de Colón, y que esa misma estupidez crea que puede reescribir la historia e imponerla con la violencia de sus bayonetas, no hace que sus mentiras sean verdades, ni puede negar el que nosotros seamos la consecuencia de esa España del siglo XVI que tan bien caracterizó Rufino Blanco Fombona.

 

 

Esos conquistadores españoles del siglo XVI, los que aquí vinieron y de los cuales somos descendientes, nos inocularon su forma de ver al mundo y de dominarlo, venían con una psique muy de su época y de la región de donde venían, en la que se pueden identificar, a juicio de Blanco Fombona, “la virtud muy española del heroísmo”, pero también un exacerbado y anárquico individualismo. No en balde se aventuraban a zarpar desde el puerto de Sevilla para asumir la incertidumbre conquistadora de la desmesura donde no tenían la más remota idea de donde comenzaba y donde terminaba el nuevo continente. Continúa relatando nuestro historiador que los que vinieron trajeron un estricto fanatismo religioso, “de una religiosidad carnicera”, dura y misionera, cuyo objetivo era expandir el reino de Dios tal y como ellos lo creían y vivían.

 

 

De ellos también heredamos ese fatalismo que nos hace ainstrumentales y muy incapaces del cálculo, la táctica y la estrategia. Gustosos del azar, de ellos recibimos esa predisposición al todo o nada de los que apuestan su suerte a esa porción de la realidad no controlable, entregados a la buena o mala fortuna, expectantes irredentos del milagro que está por ocurrir porque ellos y nadie más merecen ser favorecidos por la displicente providencia.

 

 

Ninguna otra cosa les importaba que la empresa personal de hacerse ricos y con buen nombre al menor costo posible. Eso los hizo ajenos “a la curiosidad intelectual ante el espectáculo único de civilizaciones interesantísimas que veían desmoronarse”. No había ni hubo reflexión sino la constatación de obstáculos a vencer con los medios que tenían a la mano en su época. Insiste Blanco Fombona que “ese anhelo de obtener fortuna con poco esfuerzo hace de los españoles (que también somos nosotros) desaforados jugadores y de la lotería arbitrio rentístico, lo que degeneró en ellos en feroz codicia, ante el espectáculo de riquezas insospechadas, y les despertó ese afán de lucro” que los inhabilitó para después fundar estados pacíficos y administraciones regulares en aquellos territorios que con tan insólito denuedo conquistaron”.

 

 

Muchas de esas trazas se aprecian aun hoy, con las metamorfosis del caso. El heroísmo se ha vuelto un complejo que se busca afanosamente compensar en esa alucinación que nos hace confundir militarismo y hombre fuerte con coraje cívico. Pero allí está esa infatuación tan castiza para hacernos mella una y otra vez. El fanatismo religioso originario ha devenido en la tergiversación ideológica enarbolada por el falso héroe que reconocemos como si fuera original y verdadero en cualquier asesino de medio pelo como el patético caso del Ché, para no rebajarnos a proponer como ejemplo la genuflexión de los intelectuales ante la tétrica figura de Fidel, o el patetismo con el que se asume a Allende. Fanáticos devenidos en guerrilleros, “buenos salvajes” transformados en “buenos revolucionarios” que cuando “conquistan” el poder se lucran hasta el saqueo, transformándose en ese instinto originario que desembarcó en 1492 y que nos rubricó fatalmente al mezclarse con la barbarie sanguinaria y también depredadora de los indígenas. Eso somos.

 

 

La izquierda latinoamericana, deseosa de una fundación civilizacional que haga el absoluto contraste, para dejar al ser humano abochornado y desasistido de cualquier referente, se aferró al mito del buen salvaje, que comenzó siendo una adulante y dulzona carta de presentación que enviaron los conquistadores a sus majestades católicas, (una especie de presentación de resort en promoción), y que terminó siendo el argumento del resentimiento de los ilustrados. Colón creyó conveniente decir que se consiguió con el paraíso y sus habitantes impolutos, ajenos al daño del pecado, incontaminados de la fricción civilizacional, el hombre en condiciones de testificar cómo éramos todos antes de la caída en la perdición de conocer lo bueno y lo malo. El hombre bueno que vivía sin carencias ni escasez, asombrados como estaban de ese territorio excesivo en todo, tan diferente al agotado territorio peninsular, víctima ya de tantas guerras y de tantos siglos.

 

 

Los ilustrados necesitaban hacer contraste. Ellos eran la sociedad civil corrupta. Pero podían volver a esa época de inocencia y extrema bondad propia de los pueblos pastores. Debían progresar hacia ese pasado idílico donde el hombre era bueno y sano “porque la enfermedad y los vicios son productos de la civilización” por demás injusta y amargamente dividida entre los que poseían todo y los que no poseían nada. ¿Qué mejor cosa que derrumbar estatuas y negar la historia para caer sin obstáculos en la alucinación del hombre nuevo, ese “buen salvaje” dulce y tierno que, sin embargo, nunca fuimos en ninguna época, porque de haberlo sido habríamos desaparecido víctimas de otros depredadores más sanguinarios? ¿En serio alguien cree que negando la conquista y nuestras raíces europeas vamos a crear mejores repúblicas? ¿En serio alguien cree que merecemos ser hijos de aztecas, incas, caribes o timoto-cuicas porque lucen ser menos sanguinarios que los españoles?

 

 

Carlos Rangel resuelve la disputa mítica en su libro “Del buen salvaje al buen revolucionario”. Ya dijimos que “el buen salvaje” es el producto de una propaganda que se mitificó gracias a la obcecación e intereses de la ilustración francesa. Pero nunca es poco esfuerzo remarcarlo, esta vez con las palabras del autor: “Es falso, insidioso y enervante postular que nuestro ser esencial se derive de las culturas precolombinas, y que la implantación de la cultura occidental en estos territorios a partir del descubrimiento y la colonización, sea el inicio de una curva descendiente en la fortuna de Latinoamérica y la alteración perversa de una situación imaginariamente auténtica, autóctona, feliz, libre, y su transformación en una situación falsa, alienada, desgraciada y dependiente”. Como si la caída del buen salvaje pudiera ser vengada solo por el buen revolucionario.

 

 

Buscando “restaurar” lo que nunca ocurrió, replanteamos en el siglo XXI la infructuosa búsqueda de El Dorado, que en este caso es ese hombre perdido y vencido que sin embargo era la suma de todas las virtudes imaginables. Eso nunca ocurrió. Lo que si ocurrió y sigue ocurriendo es algo mucho más sencillo y simple de comprender: que seguimos siendo ese conquistador español del siglo XVI, acrisolado por el tiempo y las mezclas, pero que mantiene sus trazas en la búsqueda afanosa de sus propias utopías, que quiere lograr a cualquier precio, para garantizar eso que le resulta más importante que nada: su riqueza y su buen nombre al menor costo posible. Lo paradójico es que el revolucionario del siglo XXI es la versión cuasi perfecta de los que vinieron aquí por primera vez en busca de fortuna. Tumbando las estatuas se están negando ellos mismos y cometiendo la atrocidad de imponerse como mentira y ficción, pero con consecuencias devastadoras.

 

 

Tal vez la declaración de amor más preciosa que jamás se haya jurado se la hizo Rut a su suegra Noemí. Esta, habiendo enviudado y condoliéndose de su amarga suerte “porque la mano del Señor se había desatado contra ella”, dejó a sus dos nueras en la libertad de volver a su pueblo y a su Dios. Una de ellas partió, no sin lamentar la separación. Pero Rut se resistió y planteó una promesa que marcó su vida y su suerte: “No insistas en que te deje y me vuelva. A donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo es el mío; tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Sólo la muerte podrá separarnos, y si no, que el Señor me castigue”. (Rut 1, 16-18) Viene al caso porque el himno de Rut es un compromiso con la realidad. Los latinoamericanos no tenemos pueblo a donde volver, ni Dios que canjear que los que recibimos como herencia civilizacional. ¿Acaso hemos dejado nosotros de ser hispanoamericanos para ser otra cosa? ¿A dónde nos volveríamos al dejar de ser lo que indefectiblemente somos? ¿Si este no es nuestro pueblo, entonces cuál es?

 

 

Conocer, comprender y reconciliarnos con la realidad es el único camino valedero para avanzar, con nuestros fardos, pero también con nuestros innegables méritos. Mientras tanto me consideraré heredero y consecuencia de un imperio que fuimos y de una república que alguna vez llegaremos a ser si despejamos el camino de los obstáculos siniestros que nos presentan las ficciones fantasmagóricas de un salvaje idealizado y de un revolucionario farsante.

 

 

Víctor Maldonado C.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc

La dura experiencia del cambio

Posted on: septiembre 29th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

 

 

Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas lo libra el SEÑOR
Salmos 34

 

 

¿Los venezolanos hemos aprendido? Luego de más de veinte años de borrascas y vientos en contra, seguro que sí. El saldo de experiencias nos ha transformado en algo totalmente diferente, no tanto por el crecimiento de nuestra virtud sino por el monto del trauma sufrido. Cientos de miles de muertos por violencia nos confrontaron con la ingrata sensación de reconocer que no somos tan pacíficos como siempre nos imaginamos, y que los fantasmas del cruento siglo XIX, con sus guerras civiles y sus insaciables ganas de matarnos, ha mutado hasta ser lo que somos hoy, tal vez con las mismas justificaciones. No hay país que pueda procesar tanto duelo, tanto dolor, sin que algo cambie en su esencia.

 

 

Pocos, muy pocos, pueden intentar siquiera narrar su vida sin que se entrometa el miedo, que se ha transformado en el leitmotiv de todas nuestras decisiones. El argumento es variopinto, así como nos torturan las sinrazones. Un robo, un secuestro, el caerle mal al malandro del barrio, el sentirse perseguido debido a las convicciones políticas, la joven que simplemente desapareció, las víctimas de eso que llaman “enfrentamiento con la autoridad”, lo cierto es que la vida se nos ha convertido en puro azar.

 

 

Los venezolanos compartimos, muy a nuestro pesar, una convicción universalmente compartida de que cualquier cosa nos puede suceder, como si todos jugáramos obsesivamente a la ruleta rusa, pero con todo el tambor del revolver cargado. Ya es un decir el advertirnos entre nosotros que cada uno tiene un número marcado en la espalda. Que a todos nos va a tocar, que tarde o temprano seremos engullidos por la voracidad depredadora del ecosistema criminal que necesita devorarnos sin compasión. Lo cierto es que la represión es ejercida sin atenuantes, y al final se nos impone la convicción, fatalmente ratificada por la realidad, de que no hay distancias entre el malandro y el policía, que ambas caras de la misma moneda responden a una lógica de sistema, que con intensa perversidad extiende su influencia más allá de lo razonable. Todos parecemos coincidir en que es cuestión de tiempo para que nuestra puerta sea tocada.

 

 

Porque tenemos miedo y nos sentimos abrumados por la inseguridad descubrimos que todo es relativo, que la vida no tiene más valor que la muerte, que el futuro no es un regalo sino un resultado y que el coraje tiene un buen maridaje con la astucia. Porque estamos tan confrontados con las fragilidades de la vida, redescubrimos la valentía. Los que decidimos quedarnos en este país a pesar de todas las calamidades, y los que se aventuraron a la soledad del extrañamiento, en partes iguales diseccionamos la experiencia cotidiana del arrojo. Dejamos atrás el espejismo de una comodidad que tenía fundamentos muy frágiles y comenzamos a encarar la vida.

 

 

Fuimos un país que vivió por muchos años la ilusión de una riqueza súbita, abundante y que parecía poder distribuirse como un derecho adquirido sin contraprestación alguna. Nos pretendíamos los privilegiados de toda América Latina, nos sentíamos con el derecho de mirar al resto como los desafortunados a los que había que ayudar, mientras nosotros exhibíamos el derroche como algo consustancial a nuestro papel en el mundo. Tanta obnubilación nos impidió presentir las embestidas inminentes de la pobreza, cada día más atroz, y el resentimiento de las clases medias que nunca comprendieron los porqué de ese rápido tránsito entre tenerlo todo y no tener demasiado. Ahora somos tan pobres como el país más arruinado de todo el hemisferio. Bastaron veinte años de socialismo compulsivo para acabar con reservas, riquezas y recursos. Ahora somos el absurdo de un país fallido con cerca de un millón de kilómetros cuadrados de recursos inconmensurables. Ya no somos el país petrolero, tampoco el energético, mucho menos el que bordeaba los confines de la soberanía alimentaria. Ahora somos apagones, escasez y hambre. Todo a la vez, como si la condena impuesta es vivir en nuestras propias ruinas para recordamos lo que fuimos pero que ya no somos.

 

 

Al miedo como rúbrica indeleble del totalitarismo se suma la ansiedad. No es solamente que la vida se reduce al azar primitivo de una situación decidida por la lógica de la fuerza, totalmente desamparados de cualquier expresión de justicia, no es solamente que tememos por la vida, sino que también vivimos sin certezas algunas sobre el futuro. No sabemos si al final del día tenemos servicio eléctrico, o si podremos reponer el gas, o si el COVID19 se va a cebar en nuestras familias. No hay problema que tenga solución fácil. Todo carece de certezas y cada situación exige de cualquiera de nosotros un esfuerzo descomunal para salvar todos los obstáculos, reales y aparentes, que se hacen presentes para resolver lo que debería ser un procedimiento fluido y a favor. Ni el pasaporte, ni el entierro de nuestros seres queridos. Nuestros carceleros saben que el proceso de dominación requiere del miedo abrumador y de la angustia inatajable. Nadie puede escrutar el momento siguiente. Es como pedalear una bicicleta fija que no nos lleva a ningún lado.

 

 

Ahora los procesos y los resultados si nos importan. Si en algún momento llegamos a creer que nada era lo suficientemente importante como para preocuparnos, ahora sabemos que el tiempo juega un rol determinante en nuestra suerte. Algunos se quejan de nuestra capacidad de adaptación, y de parecer tan distantes de las falsas soluciones que algunos nos proponen. El aprendizaje es brutal: nada que nos genere suspicacia sobre su capacidad para resolver efectivamente merece nuestra atención. El tiempo nuestro, ese que no merece seguir siendo inmolado en el altar de la inutilidad nos ha convertido en ciudadanos más exigentes, y más sobrios, expuestos al sufrimiento sin que por eso dejemos de trabajar y de cumplir con nuestras obligaciones.

 

 

Rafael López Pedraza relaciona depresión con lentitud. Lento es el que recorre poco, sin que eso signifique inmovilidad. Otros, que dicen ir más rápido, lo hacen en sentido contrario a nuestros intereses. El miedo y la ansiedad nos han deprimido, pero solamente en el sentido de que ahora lo realmente valioso, es lo único que efectivamente podemos hacer, y son pequeñas cosas. De la manía que nos provocaba la riqueza súbita e irresponsable, pasamos a la experiencia de la sobriedad por corrección, pero ahora somos más conscientes de los detalles, esos que la velocidad impedía apreciar. Son tiempos para el recogimiento, la modestia y la excesiva escrupulosidad. Sn tiempos de resistencia.

 

 

Pero una cosa es la sobriedad y la lentitud y otra muy diferente el terminar envilecidos y rastreros, aceptando cualquier cosa, dejando pasar cualquier desafuero, perdonando cualquier exabrupto. Por primera vez estamos atentos a esas pequeñas cosas que hacen la diferencia. Y de la temeridad hemos pasado al cálculo y a la reserva. Sabemos que tenemos pocas fuerzas, y que el ecosistema criminal sigue depredando a los nuestros y haciendo pasar por aliados a los que son sus cómplices. De allí la desafección brutal que ha sufrido la política y la dura transición que implica el deshacernos de lo anacrónico e inútil para dejar entrar aquello que es su alternativa. Son tiempos para esquilmar y dejar atrás lo excesivo.

 

 

Algunos han huido en desbandada hacia cualquier forma de evasión. Otros han preferido el exilio interno, esa ausencia patológica de toda lívido imaginable. Otros han sido víctimas del pánico y se han querido adentrar en las aguas profundas solo para entender que el poder grotesco de las olas los devuelve a la playa, revolcados y humillados por el vano intento. Pero hemos aprendido también que las miradas pueden alternarse entre la firme exigencia a la política, el severo juicio moral que nos merecen los traidores y la compasión de los que no soportan tanta presión.

 

 

Nos hemos humanizado. Y a pesar del sufrimiento y la crueldad de la que hemos sido objeto, hay algo presente en nuestra contemporaneidad que nos hace mejores. Ahora valoramos más la vida, porque se nos ha vuelto frágil y azarosa. Apreciamos lo que somos porque ya no tenemos que inventar otro mérito que el inmenso esfuerzo de seguir sobreviviendo al totalitarismo criminal que nos tiene como sus principales enemigos. Ya no confiamos en la benevolencia de un tipo de gobierno que ofrece todo y que al final nos encadena a su fatal arbitrio. Somos víctimas seriales del estatismo y de su traición. Ahora, en medio de las ruinas de un país que fue emboscado y abatido, e insisto, traicionado por los que pasaban por ser “sus mejores”, tenemos más claro que lo mejor que nos puede pasar es intentar la fundación de una nueva relación donde el gobierno tenga un tamaño, un alcance y un poder totalmente limitados.

 

 

La pobreza atroz nos ha recordado lo ingeniosos que somos. Esa sagacidad que nos hace imbatibles y capaces de resolvernos con lo que tenemos a la mano. Si las condiciones son excelentes somos capaces de mandar cohetes a la luna. Y si son adversas vendemos bollos de carne y chicharrón con la sonrisa de siempre. Hemos enterrado a nuestras víctimas, nos hemos acostumbrado a la dispersión y al dolor compartido a la distancia. Lloramos y reímos desde el altavoz y hemos aprendido a rezar y a encomendar a la divina providencia de Dios a propios y ajenos, colocando nuestras manos en un celular y pidiendo por los que a través de las redes sociales piden a gritos compañía y ayuda. Son tiempos para los pequeños gestos, aunque estemos tan débiles que en ellos se nos vaya la vida. Son veinte años en los que, entre el yunque y el martillo, nos hemos forjado para la verdadera cooperación y la proximidad a pesar de las distancias. Y la lentitud, insisto, nos muestra lo maravilloso de lo esencial, la familia, los amigos, y la esperanza de los jóvenes, que todos los días buscan esas pequeñas razones para la realización del amor y la vigencia de la esperanza.

 

 

Víctor Maldonado C.
E-mail: victormaldonadoc@gmail.com
Twitter: @vjmc

 

Poder impotente

Posted on: septiembre 13th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

Recién en la madrugada de hoy terminé de leer la novela de Robert Graves, Yo Claudio, que narra
las peripecias del emperador romano que sucedió a Calígula y precedió a Nerón. Muy niño fue
desechado por defectuoso. Muy joven se dedicó a la historia, lo único que le permitían hacer y que
le proporcionaba placer. Y además a la historia antigua, para no comprometer su seguridad al
tener que aludir a sus contemporáneos. En esa época recibió un consejo decisivo de uno de sus
contertulios. “Vives una época peligrosa. Tu posición te hace frágil, en cualquier momento te van a
matar, sobre todo si demuestras algún potencial o riqueza. Por eso te recomiendo que seas lo más
tartamudo posible, que cojees con exageración y que vivas muy frugalmente. Solamente si
demuestras ser más estúpido de lo que efectivamente eres, tendrás alguna posibilidad de
sobrevivir”.

 

 

Esa recomendación no era fácil de cumplir. No solamente porque implicaba la decisión de toda
una vida, sino porque Claudio no era estúpido, tenía autoestima, sabía que era despreciado por las
apariencias, y probablemente tenía conciencia del caos en el que vivía, de todo lo que debía
soportar y todas las cosas a las que debía renunciar. Pero lo hizo, y la jugada le salió
razonablemente bien, porque salvó su vida y al final terminó gobernando por casi treinta años.
La historia de Claudio me hizo pensar en lo que refiere Tzvetan Todorov en la entrevista biográfica
que realizó con Catherine Portevin. Cuando la periodista le preguntó por qué no había sido un
combatiente anticomunista más activo, su respuesta, llena de sentido común, fue que “en un país
totalitario, donde el poder lo controla todo, no se puede vivir sin hacer concesiones. Eso no
existe”. Lo mismo hubiera podido decir Claudio y muchos de sus contemporáneos. También se lo
hubiésemos podido oír a Cicerón que, sin embargo, era mucho más inflexible y por eso terminó
asesinado por Augusto.

 

 

Lo digo porque algunos venezolanos que viven en el exterior se especializan en sobre exigir a los
que aquí vivimos. Muchos de ellos incluso aluden a la cobardía social de los que no salen hoy
mismo a quemar el país y oponerse al régimen, poniendo como ofrenda un cerro de nuevos
muertos. La cosa no es tan fácil como se ve desde afuera, debidamente protegidos por la
distancia. Todorov lo resume así: “El terror, si es total, puede llegar a ser muy eficaz”. Los que aquí
vivimos lo sabemos muy bien. Y los que están fuera confunden al ciudadano con el héroe
epopéyico que tampoco ellos son.

 

 

Leyendo a James Hillman (Tipos de poder) se llega rápidamente a la conclusión de que el poder es
capacidad de hacer. Su uso indebido, el ejercicio del poder sin virtud, permite que su titular allane
derechos de los otros y sojuzgue a los demás, buscando una eficiencia que, de lograrse, puede ser
muy peligrosa. Imaginemos solamente lo que puede ocurrir si el poder totalitario fuese capaz de
alimentarnos a todos mediante las cajas CLAP, o ejercer ese bio-control que pretende en tiempos
de pandemia. Que no lo logre es una gran noticia. Así como la falta crónica de poder de las
oposiciones es una constante maldición.

 

 

Las ineficiencias acaban con las pretensiones de mantener un poder sacrosanto. Todo poder tiene
fisuras. Y en las experiencias totalitarias estas se plantean entre lo que dicen hacer y lo que
efectivamente hacen. Entre la propaganda masiva que los sostienen y la disonancia que provocan
cuando cada ciudadano cae en cuenta que él no experimenta lo que le dicen que hacen. La
realidad totalitaria es por eso desoladora. Un líder inteligente se cebaría en las fisuras del
totalitarismo y no en sus fortalezas, pero para eso debe tener primero una mejor capacidad
diagnóstica.

 

 

Ahora bien, una cosa es observar un grado de ineficiencia relativo y creciente, y otra muy
diferente que el poder resulte estéril y absolutamente inepto. Los venezolanos vivimos las dos
versiones que se entreveran tanto en el régimen como en los que dicen oponérsele. El ecosistema
de relaciones perversas es todas las cosas a la vez. Malo, muy malo para lo bueno, y bueno, muy
bueno para lo malo. Recordemos a Max Weber cuando trataba de diferenciar el poder de la
dominación señalando que el primero se pretendía totalizante y arbitrario mientras que el
segundo era enfocado y eficaz en lo que realmente quería conseguir. No pretendía ser
omniabarcante, pero sí llegar a tener resultados en lo que se proponía. La dominación siempre es
para lograr algo específico. Y aunque sea una frase de Perogrullo, lo cierto es que lo específico
primero hay que especificarlo.

 

Aristóteles nos legó una aproximación a la eficiencia que puede resultar útil para comprender
mejor por qué algunas demostraciones de poder son tan temerarias y por qué otros intentos
resultan ser tan insustanciales. En sus textos dedicados a la física y a la metafísica trató de
responder a la pregunta sobre las causas que posibilitan la acción. Y determinó que eran cuatro: La
causa formal, la idea o principio arquetípico que rige un acontecimiento, porque para realizar algo
primero tienes que imaginarlo. La segunda, la causa material, la sustancia sobre la cual se trabaja
y se produce el cambio. En política serían recursos (entre ellos el poder) y la sociedad (y por lo
tanto la legitimidad o en su defecto la fuerza). La tercera, la causa eficiente, aquella que inicia un
movimiento e inmediatamente propicia el cambio. John Locke asociaba esta causa a la voluntad
manifiesta del líder que si quiere es capaz de iniciar, dirigir y detener acciones. Y la última que
llamó la causa final, el propósito para el que dicho acontecimiento fue proyectado.

 

 

Si el ejemplo fuera lo que necesita Venezuela para superar esta debacle, lo ideal sería un propósito
político en donde todos los “qué” aristotélicos estén debidamente integrados hasta lograr la
alineación perfecta en la que un líder (causa eficiente) provoque la movilización de la sociedad y la
comunidad internacional (causa material) logrando la destrucción del ecosistema criminal y
totalitario que nos rige con el propósito de lograr nuestra liberación (causa final) teniendo
presente como modelo una república de libertades y derechos que esté enfocada en lograr la
prosperidad de todos a través de la realización de sus proyectos de vida (causa ideal). Sin
embargo, hasta ahora no ha sido posible.

 

 

Y no ha sido posible por varias razones. La primera razón porque los liderazgos que hemos tenido
en cada una de las etapas de la oposición se han desgastado entre la sinrazón y el despropósito.
Ninguno de ellos ha pasado la prueba del poder útil. Todos ellos han caídos víctimas de la vanidad
y de sus propios intereses. Han carecido de sabiduría, fortaleza y templanza, por lo que cada uno
de ellos ha terminado siendo su propia mascarada. Todos han decepcionado en la misma medida
que no se han propuesto servir a la causa sino el maximizar sus propios beneficios. Tampoco han
sido cautos y reflexivos para diagnosticar el totalitarismo que debían enfrentar, y por eso
finalmente fueron digeridos por el ecosistema que decían combatir.

 

 

La segunda razón es que nunca han podido superar positivamente la relación costo eficiencia en
ninguna de las iniciativas que nos han propuesto. Apliquemos la fórmula física que determina que
la potencia útil es igual a la energía aplicada a una iniciativa descontando la fricción (los obstáculos
y dificultades). Esta ecuación nos permite comprender que, por mantener obsesivamente un
déficit en el sentido de realidad, nunca hemos contado con una iniciativa capaz al menos de mover
determinantemente la composición de fuerzas. Mucho ruido y pocas nueces podría llegar a ser el
epitafio a la política de esta época.

 

 

Poco foco, mucha dispersión, múltiples agendas, una capacidad infinita para sabotear el propósito,
las delaciones sistemáticas, la presencia de infiltrados y la credibilidad puesta en agentes que
trabajan para el bando contrario, han transformado en imposibilidad cualquier opción propuesta.
La fricción no es tanto la que provoca el régimen como la que propicia “el fuego amigo” que en
realidad es enemigo infiltrado y convalidado por la candidez de las mayorías. La verdad es que
cuando hemos logrado definir y controlar la causa material de la lucha política, esta se ha
dilapidado irresponsablemente. Si hubiese sido una roca de mármol, nunca hubiéramos logrado
con ella una estatua con un mínimo de belleza. Malos diseños, pésimos cálculos, improvisaciones
seriales, avances temerarios seguidos de retrocesos patéticos, la perversidad como parte de un
supuesto ingenio político (la célebre viveza criolla) y la desgraciada inequidad en la división de los
costos sociales, son un inventario incompleto de las razones por las que ahora no hay potencia útil
que sea posible instrumentar en el corto plazo.

 

La tercera razón tiene que ver con la traición sistemática al propósito convenido. La experiencia
del interinato, y su bamboleo constante, la incapacidad para mantener el curso estratégico, las
ocurrencias seriales, las negociaciones al margen y el parecer tan vulnerables a las presiones y la
corrupción políticas, nos dejan sin tener la posibilidad de contar con una causa final que nos
permita saber que hay una ruta. Ellos, que definieron el mantra y que lo vendieron a las primeras
de cambio al mejor postor, al final nos han demostrado por todos los medios posibles que lo que
decían que era, realmente no era. Porque al final se han convertido en su propio objetivo, en su
propia razón de ser, donde pesa mucho más la expectativa de extender su mandato y mantener a
toda costa el gobierno. Todo se trata de discriminar la realidad de la apariencia, y que no sigan
vendiendo humo. Esa es una tarea pendiente.

 

 

La cuarta razón es la ambigüedad del ideal. Entre otras cosas no hay tracción porque “no hay
tierra prometida”. Muchos libros gruesos llamados planes, mucha prepotencia proto-ministerial,
muchos pre-enchufados pero ninguna narrativa que enganche y entusiasme a la sociedad.
Ninguna imagen. Ninguna propuesta por la que valga la pena luchar. Nada genuino, y tampoco un
enunciado honesto de verdad sobre los costos en los que hay que incurrir. Son sus propios
enemigos en términos de su marketing político.

 

La política ha intentado vender por todos los medios que es posible hacer la estatua perfecta sin
dar un solo martillazo a la roca de mármol. Y eso, ya lo sabemos, es imposible, peor aún, es una
gran estafa. Porque en las conversaciones íntimas que se dan entre los políticos siniestros hablan y
desean que haya mortandad, que la gente salga a la calle para que las maten y las repriman,
porque así ellos pueden hacer algo, y demostrar que lo que cobran lo valen. Ellos saben los costos,
pero prefieren mentir al respecto porque aspiran a la negociación perfecta que tiene que ver con
la ganancia política que provoca una oleada de represión. Hasta ahora esta jugada ha resultado

imposible de instrumentar por el descrédito que cargan encima y por el terror totalitario que
ejerce el ecosistema criminal.

 

 

Por la alineación perfecta de estas cuatro razones, un liderazgo desgastado en sus propias
vanidades, el exceso de tracción que afecta definitivamente la potencia útil de la política, la
traición sistemática al propósito convenido, y la ambigüedad persistente sobre el ideal, es que no
obtenemos resultados en la lucha política. ¿Qué es lo que hay que renovar con urgencia?
Aristóteles diría que hay que sustituir la causa eficiente promoviendo un nuevo liderazgo, que
sepa responder por el bien de qué o de quienes se van a ejecutar las acciones en el porvenir. El
liderazgo actual ya no puede ser la causa eficiente de nada.

 

 

Nietzsche diría que, para lograr un equilibrio perfecto entre utilidad, poder, eficiencia y
transformación se requiere primero superar la indulgencia del statu quo con la perversidad y el
fraude político. A nuestros efectos, hay que desterrar de la política “la costra nostra”. Segundo,
dejar fuera del cálculo político la terrible impaciencia, que se traduce en una infamante codicia
de resultados, aunque sean malos. Tercero, moderar al menos el deseo de poder sectario del que
se sirven las élites para dejar fuera cualquier otra opción por buena que parezca, si esa opción
pone en peligro su posición. Esto en términos prácticos significaría desalojar al G4 de la dirección
política. Cuarto, dejar fuera el fanatismo que muta en sistemas de exclusión y muerte.

 

El poder es impotente si se aleja de la virtud, porque el poder no existe sin alguien que esté
dispuesto a ejercerlo, esperemos que con propósito altruista. Hasta ahora el abismo entre los
líderes y las virtudes han transformado todo esfuerzo en algo inútil pero crecientemente costoso.
Tzvetan Todorov insiste en lograr armonizar una mezcla de liderazgo trascendental, que debería
investir a los dirigentes, con la épica cotidiana de los individuos normales, que hacen lo debido
para resistir y sobrevivir estas oscuras épocas totalitarias. No les puedes pedir a los ciudadanos
normales que lleven adelante una epopeya trascendental, pero tampoco se debería tolerar un
liderazgo sin capacidad de coraje y de tomar riesgos. Cada uno debería hacer lo suyo.

 

 

Si hubiera líderes comprometidos con ideales seguramente podrían dirigir y encauzar ese esfuerzo
que cada uno de nosotros hace todos los días. Si esos líderes practicaran una moral de
interrogaciones y todos los días se preguntaran ¿cómo hacemos para interrumpir el mal?
rápidamente caerían en cuenta que deben enfrentar un ecosistema perverso que encarna ese mal,
y al cual deben renunciar con toda la fuerza de sus convicciones y combatir con todas las armas
que estén a su disposición. Si no lo asumen como una lucha existencial, como sistemáticamente lo
plantea Flor Izcaray, nunca producirán resultados. Interrumpir el mal que se expresa en el
ecosistema criminal debería ser la consigna unívoca. Solamente así superaremos esta impotencia
del tiempo perdido.

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

Aturdidos y desilusionados

Posted on: agosto 21st, 2020 by Maria Andrea No Comments

Cuando los hombres se quedan enjutos se ponen fuertes, como el acero.

Yerma, de Federico García Lorca

 

 

Son demasiados años. En algún momento perdimos la inocencia, y nos llenamos de presentimientos. Algunos lo intuyeron más temprano, y tomaron la decisión que más les convino. Otros apostaron y se quedaron tratando de descifrar a favor el acertijo del creciente totalitarismo. En este largo camino nunca nos acompañó la verdad. Los venezolanos hemos sido defraudados una y otra vez, hasta llegar a este aturdimiento que nos evita el pensar con claridad. Vivimos la época de las alucinaciones. Lo que creemos verdad es parte de un sistema de mentiras que nos asfixia.

 

 

En tal estado de conmoción es difícil pensar. O, mejor dicho, es difícil fijar la atención en algo que sea más trascendente que la propia supervivencia. Algo más metafísico que no enfermarse aun cuando se viva en condiciones donde todo conspira contra la salud. ¿Quién va a pensar en términos de polis cuando el que está al lado tiene que hacer todo lo posible para no claudicar? Crecemos al revés, nos disminuimos con el paso del tiempo, a pesar de ser más los que estamos de acuerdo en que la batalla hay que darla alguna vez.

 

 

¿Pero quién garantiza que la batalla sea la última, y que de ganarla podamos salir de una trama que va más allá de sus actuales intérpretes? ¿Tenemos alternativa? ¿Son los otros el contraste que necesitamos? Nuestro principal adversario es la confusión y la propensión a las tinieblas. Sólo aquí pensamos que los perversos pueden ser objeto de conversión radical. Sólo nosotros les damos el beneficio de la duda a esta maraña de acuerdos implícitos que los hace a todos protagonistas de nuestro mal. El mal es estructural porque no tiene centro. Es un sistema de relaciones en donde todos se convalidan. Ellos creen que uno es la absolución del otro, pero no es verdad. Cada uno es la sentencia condenatoria del otro.

 

 

La gran consigna de la alcahuetería nacional es que “no todos son iguales”. Nunca hay dos que sean iguales. Están los que son responsables de la mala acción, pero en conjugación perfecta con los que desde la omisión permisiva respaldan la trama. Los que les dan soporte institucional porque se quedan en las instituciones que se han perdido en el camino de las confabulaciones. A estas alturas, la omisión es tan criminal como quien actúa ominosamente. No hay espectáculo que no tenga quien aplauda en el auditorio, y sin que detrás del escenario no maneje las tramoyas. Al final, el espectáculo del saqueo de los recursos del país y la servidumbre de los venezolanos es el resultado de una fuerza que se impone al resto. En eso consiste el régimen de facto.

 

 

No hemos salido de la opresión porque nuestros líderes, los que hemos tenido, han sido incapaces de tirar por la borda la pesada carga de compromisos que han entretejido con los suyos. Al final todos se han corrompido. Unos han perdido la integridad en el bolsillo. Otros han padecido la irreversible descomposición del carácter. A los efectos, el resultado es el mismo. Si fue ambición desmedida, concupiscencia extrema o el descontrol de la soberbia, da lo mismo, porque todos han caído en la tentación de la complicidad con el abismo. No hay heroísmo en toda esta simulación de la lucha. Solo esa esterilidad de la que todos sufren. Ninguno es capaz de hacer otra cosa que caminar en círculos alrededor de falsas soluciones.

 

 

Negar nuestra libertad es trabajar para la mentira. La mentira es una configuración del mal, tal vez la peor de todas. Es una entidad que poco a poco se ha impuesto hasta negarnos cualquier posibilidad de mantener invicta nuestra dignidad humana. Se nos niega la capacidad de esforzarnos en obtener lo que queremos para nosotros mismos. Se nos abate hasta sentir a plenitud la fuerza de los hechos que nos confina y nos limita al dolor cotidiano de no poder ser más que este esfuerzo titánico para mantener la cordura. Los que transan los tiempos de nuestra liberación son los operadores del mal.

 

 

La verdad es compleja, y escurridiza. Tratar de reducirla a una versión particularmente conveniente la transforma en un fraude argumental. Esa fue la tentación en la que cayó la directiva de la Conferencia Episcopal Venezolana en su última declaración. Convocarnos al martirio inútil, pedir nuestra capitulación ante el altar de la idolatría electoralista, es hacer apología al mal. El mal también es futilidad. Es el pecado del falso testimonio. Es el desliz de creer que el hombre y su derecho natural a ser libre puede sobrevivir sin esperanza.

 

 

Todos tienen su versión. Ninguna de ellas es una convocatoria para la liberación. Somos un pueblo deslumbrado por las tinieblas, dirigidos por ciegos a ultranza. ¡Hay que esperar! dicen. ¿Esperar qué? ¿Después de veinte años tenemos que seguir esperando? ¿Y si hacemos un corte en este momento y hacemos un balance de responsabilidades? Aun en medio de tantas confusiones inducidas, una cosa deberíamos tener clara: Veinte años con los mismos cometiendo los mismos exabruptos. ¿Eso no es acaso una señal de que deberíamos cambiar? ¿No les parece a ustedes que este circo ha tenido la impudicia de mantener el mismo reparto a pesar de la creciente desfachatez que demuestran todos?

 

 

Llevamos veinte años sin que haya alguien que tenga capacidad para hacer que las cosas pasen. Veinte años que han visto morir a muchos. Veinte años en los que son muchos los que se han ido, y muchos los que han desertado. Veinte años es mucha experiencia vital tirada a pérdida tratando de salir de este foso que con el tiempo se hace más profundo. Veinte años en los que nos han despojado de todo, y nos hemos acostumbrado a todo. Pero algunos seguimos creyendo que vale la pena ser libres. A algunos solamente nos quedan esos maltrechos jirones de esperanza.

 

 

Nuestros líderes están reñidos con la libertad. No la quieren para ellos. No la quieren para nosotros. El catecismo de la Iglesia Católica define la libertad como “…el poder radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad.”

 

 

Luego de veinte años hay que hacer saldos. Son ellos los que han sustituido las razones por las conveniencias. Han renunciado a la estrategia para refugiarse en la falsa táctica de mantenernos movilizados para ir a ningún lado. Les falta robustez en la voluntad. Son estériles y baldíos. Sus deseos no empreñan, son “hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos” (Lorca). Les falta discernimiento para decidir con coraje lo debido. Prefieren traicionar a todo el país antes que renunciar al compadrazgo. Eso los convierte en crueles cancerberos, trabajando para un dios que supuestamente abjuran, pero al que le rinden pleitesía. Ninguno de ellos puede mirarnos a los ojos y decir que nos han cumplido.

 

 

No podemos lograr nuestra liberación si estamos conducidos por esclavos que reniegan de su propia condición de hombres libres. Los esclavos solo nos pueden guiar a más servidumbre. Juan Pablo II, Papa y santo, en su encíclica El Esplendor de la Verdad nos da las claves: “…la libertad […] es el orden del espíritu, de la aprehensión inteligente, la reflexión racional y la voluntad orientada moralmente.”

 

 

Ninguna de las condiciones está presente. Por eso vivimos el fracaso tan contundente en cualquier intento de “posibilitar la convivencia y el crecimiento de toda una sociedad sana, próspera y en paz”. No son lo suficientemente libres para eso. Las conveniencias pequeñas, y los afanes propios de la soberbia son el ruido y el obstáculo que les impide realizar lo que han ofrecido. Pero, luego de veinte años, ya no quieren. Ellos ya han sido domesticados por el mal. Ellos perdieron su lucha existencial, y ahora quieren que todos la perdamos con ellos.

 

 

 

El principal desafío de los ciudadanos es superar la oscuridad, cayendo en cuenta que no podemos ser seguidores de los cómplices del mal. Que hacerlo nos hace incurrir en una falsa compasión con quienes no son de nuestro bando. Comencemos a romper con la red de nutrientes que hace prosperar a la mentira. Menos aplausos. Menos complicidades. Menos endosos automáticos, menos endiosamientos, y más interrogantes. Dudar es la consigna. Desconfiar es el método. Solamente así, sumaremos fuerza.

 

 

 

por: Víctor Maldonado C.

E-mail: victormaldonadoc@gmail.com

Twitter: @vjmc

 

Camino de Oz

Posted on: agosto 2nd, 2020 by Periodista dista No Comments

 

 

 

Recientemente tuve una conversación con el buen amigo, el psiquiatra y antropólogo Luis José Uzcátegui. Hablábamos de la epidemia de desconfianza, la ausencia pertinaz de esa virtud cívica que nos transforma en seres solitarios y suspicaces. ¿Confiar en quién? ¿Confiar, por qué? fueron inmediatamente los temas de reflexión a los que derivamos. Yo me quedé pensando el tema, y de repente me vino una imagen, la vieja película El Mago de Oz, que data de 1939, hace ochenta y un años.

 

 

Confiar es “hacernos vulnerables” a los otros. Pero eso requiere lo que Weber llamaba “racionalidad”. Dicho de otra forma, para confiar hay que ser mutuamente predecibles, esa capacidad de cálculo que permite otorgarle probabilidad a la ocurrencia de una conducta, habiendo conjugado medios disponibles con finalidades que se consideran valiosas, en los márgenes no solo de lo probable, sino también de lo aceptable.

 

 

Lo que pasa en Venezuela es que no se puede confiar en nadie en la misma medida en que se hace imposible superar la trama de arbitrariedades que son propias de los regímenes totalitarios, y de las sociedades despojadas de todos los derechos y garantías, reducidas por lo tanto a una lucha por la sobrevivencia que al final todos saben que la van a perder. Es cuestión de tiempo cuando todo se desvanece en el precario y fugaz imperio de las ganas. En estas circunstancias, confiar es un riesgo que supera todas las probabilidades, porque en ausencia de esa racionalidad toda relación se envilece. ¿En quién vas a confiar? ¿Cuáles son las razones para hacerlo?

 

 

Ocurre que el venezolano está devastado en su disposición de confiar. Llevamos veinte años experimentando el sinsabor del que se siente engañado, defraudado, abusado en su buena fe. En la corta, pero intensa conversación, tanto Luis José como yo, tratábamos de hacer un inventario de las razones, pero dejábamos entrever nuestra preocupación porque la gente se siente demasiado lejos de un liderazgo que no les ha dado la talla. Las razones que están vigentes son para la desconfianza.

 

 

Experimentamos la desolación. No hay ruta, ni hay un Dios que camine delante de nosotros para guiarnos. No hay, no vemos, no sentimos ese vínculo providencial que “de día en una columna de nubes nos acompaña; de noche en una columna de fuego permanece para alumbrarnos” (Éxodo 13,22). Existe, y con razón, una sensación de abandono y de detención. No hay guías, tampoco camino.

 

 

La confianza hay que restaurarla, pero eso requiere que busquemos rápidamente aquel que en medio de los otros merezca ser el ungido. Para eso es necesario que se reensamblen en una sola persona tres características del liderazgo virtuoso: La habilidad para comunicar y hacer lo que se debe hacer, la benevolencia para compartir los pesares del camino sin desfallecer y sin cesar en las exigencias de seguir avanzando, y la integridad para afianzarse en la verdad. Eso que Aristóteles llamaba el logos, el pathos y el ethos. Si no se conjugan los tres, algo comienza a fallar hasta que la relación deja de tener sentido. Porque no hay que olvidar que la confianza es un vínculo que se debe cultivar y cuidar. No se puede dar por descontado. Tampoco se da por añadidura.

 

 

El Mago de Oz es un cuento infantil escrito por L. Frank Baum. En él se narran las peripecias de Dorothy, su perrito Toto, y tres compañeros de ruta, el espantapájaros carente de cerebro, el leñador de hojalata que no tenía un corazón, y el león cobarde falto de valor. La niña estaba perdida, lejos de su hogar, y su mascota era su único vínculo con sus querencias, a las que quería volver.

 

 

Todos los personajes se presentan como seres carentes y dependientes. Las circunstancias, entre otras cosas uno de esos tornados tan propios del medio oeste norteamericano, habían detonado un encuentro fortuito y una necesidad común. Ir hasta La Ciudad Esmeralda, donde regía un mago poderoso que podía resolver a favor lo que cada uno anhelaba para sí. Llegar no era fácil, pero Glinda, el hada buena del norte, le había dado los zapatos mágicos de rubí, y el dato de la ruta que debía recorrer: Seguir el sendero de las baldosas amarillas.

 

 

Ya sabemos que el camino era largo, tortuoso y lleno de peripecias e incertidumbres. ¿Cuán largo era? ¿Qué obstáculos debían superar? ¿Qué iba a intentar la maléfica bruja del oeste? ¿Cómo iban a reaccionar los miembros del equipo? Y al final, ¿iban a conseguir lo que cada uno anhelaba?

 

 

Entre ellos acumulaban eso que se llama inteligencia emocional. Una buena capacidad para complementarse desde sus carencias (lo que uno no podía ser o hacer, tenía que esperarlo de los otros, en eso consiste la confianza), un buen desempeño ante las amenazas y las crisis que debieron afrontar, y entre todos, una apuesta a la perseverancia a pesar de las flaquezas y las dudas.

 

 

En el camino se fueron demostrando que eran capaces de calcular, idear estrategias, ser solidarios, apreciar a los otros, tener emociones, y demostrar valentía. El espantapájaros no necesitaba cerebro porque pensaba, el leñador era capaz de tener sentimientos y actuar conforme a ellos, a pesar de no tener corazón, y el león había sido valiente y no había huido ante las amenazas porque tenía coraje. Fueron las circunstancias y las sinergias del equipo las que hicieron el milagro. En el cuento Dorothy es la líder que suma, invita al recorrer juntos, no desprecia a nadie, e insufla esperanza. Por eso era confiable, a pesar de que ofrecía una expectativa casi irrealizable. Y Toto, siempre fue un perrito inquieto, que no se dejaba atrapar, un maestro de las evasiones, y un emblema de la lealtad. Siempre volvía a donde estaba su dueña.

 

El mago de Oz era un impostor. Todos le temían. Era para la ciudad la razón aparente, el quicio del orden social y la prosperidad de todos. Pero no era más que una puesta en escena de fuegos fatuos, sonidos rimbombantes y esa distancia mayestática que lo tornaba misterioso y todopoderoso. Sin embargo, era un viejito que había llegado hasta la ciudad porque era incapaz de manejar apropiadamente su globo aerostático. Y así como llegó se fue, sin poder devolver a Dorothy a su amada Kansas.

 

 

Las brujas malvadas tampoco eran tan poderosas como se asumían. Una de ellas murió aplastada por la casa de Dorothy cuando dando vueltas gracias al tornado aterrizó violentamente en un costado de Munchkinland, una ciudad de hombres muy pequeños. La otra, cuando quiso quemar al espantapájaros, desapareció ante el primer tobo de agua que la niña del cuento le echó sin querer. El mal es sobredimensionado por nuestros propios temores. Eso no deberíamos olvidarlo nunca.

 

 

¿De qué se trata entonces? De confiar, sin esa prepotencia de los predestinados, sin los obstáculos de la adulancia, sin la duda que detiene, ni el excesivo análisis que paraliza. Hay que convocar al recorrido, tal vez sin conocerlo todo, pero teniendo un plan compartido, pretendiendo la buena fe de todos, eso sí, discriminando al que es compañero de ruta de los que son las brujas que entorpecen. En esa diferenciación reposa la virtud de la prudencia. Ser confiables es no errar al elegir a los que son amigos de los obvios adversarios.

 

 

Para confiar hay que recuperar la sensatez que siempre tuvo el espantapájaros, la compasión que nunca dejó de tener el hombre de hojalata, y el coraje que siempre tuvo el león “cobarde”. Juntos, ratificándonos mutuamente, podemos vencer esa sensación de impotencia que a veces nos aflige. Entre todos podemos demostrarnos que hasta las cosas más increíbles son posibles, teniendo presente que Dios es el guía de nuestros días y la lumbre de nuestras noches más oscuras, hasta que podamos recuperar ese hogar que damos por perdido: un país que mane libertad y prosperidad.

 

 

Que nada nos turbe.

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

Política, poder, y realidad

Posted on: julio 18th, 2020 by Periodista dista No Comments

 

 

Comencemos por enunciar la tesis de este artículo: En un país devastado institucionalmente la política, el liderazgo, el poder y la realidad no confluyen necesariamente por el mismo cauce, ni hacen sinergia. Todo lo contrario, lucen a veces ausentes, pero siempre descoyuntadas, disociadas, y en algunos casos con definiciones y cursos de acción mutuamente excluyentes. Si no estamos lo suficientemente claros sobre la situación política, si no hacemos una precisa composición de lugar, vivimos la paradoja y por lo tanto, no entendemos los por qué, no logramos atinar sobre las razones por las que es imposible salir de este atolladero, y a por qué cometemos la tontería de seguir cavando el foso aunque nuestro deseo sea salir del hueco.

 

 

Hay realidades que necesitan precisiones conceptuales. La política es una de ellas. Comprender esta situación paradójica requiere que partamos de algunos conceptos básicos.

 

 

Comencemos por la política. Sin política el hombre se reduce a ser el depredador de sus semejantes, en una guerra sin fin que recude la vida a la miseria más abyecta. Manuel García Pelayo diría que “es vida humana objetivada”, producto de los esfuerzos de la civilización para superar las relaciones violentas por el uso indiscriminado de la fuerza. Es una creación humana que sirve para arbitrar la convivencia entre los que son diferentes, y forma parte de una articulación compleja, racional y lógica, de carácter sociocultural, por la cual se generan las condiciones de marco para alcanzar buena parte de los ideales del hombre. ¿Cuáles ideales? “El arte que trata de alcanzar la belleza, la ciencia en cuanto trata de alcanzar la verdad, el derecho en cuanto trata de alcanzar la justicia, la ética en cuanto trata de realizar el bien, la economía en cuanto pretende alcanzar lo útil, la religión en tanto pretende alcanzar la santidad”. La política es el encuadre y el contexto de los proyectos que asumen los hombres, entendiendo que para lograrlos requieren de unas mínimas condiciones que reglen la convivencia.

 

 

Hannah Arendt lo plantea así: “La política es imprescindible para la vida humana, tanto individual como socialmente. La misión y el fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio. Es ella quien hace posible al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines”.

 

 

Pero el concepto queda incompleto si no le agregamos otra categoría adicional. La política es una realidad social.  Es un complejo de relaciones entre los hombres, que se desarrollan dentro de ciertas formas de carácter permanente a las que llamamos instituciones, y mediante determinados sistemas de la acción colectiva. Sin embargo, lo importante es que la política como realidad social es un esfuerzo precario que solamente se mantiene a través de las decisiones prudentes y acciones sensatas de los individuos. No hay política sin políticos, y sin ciudadanos que sean sus contrapartes activas. La política es un hacer constante, expresado en una serie de decisiones y de actos que son asumidos y encarados por las personas. El interés totalitario es devastar esta realidad social, acabando con la dinámica de la ciudadanía y decantando a los políticos. A los primeros los degrada a condiciones de lucha por la más elemental sobrevivencia. A los segundos los invalida cuando transforma el rol en una inutilidad a los efectos del cambio deseado. Por eso los políticos terminan siendo en estos casos complacientes capataces de una realidad inescapable.

 

 

García Pelayo cierra diciendo que la política es “un proceso integrador de una pluralidad de hombres y de esfuerzos en una unidad de poder y de resultados, capaz de asegurar la convivencia pacífica hacia lo interno, y la existencia autónoma en relación con el exterior”. Y aquí formulamos la primera de varias interrogantes, ¿puede existir la política sin unidad de poder y sin resultados, sin políticos y sin ciudadanos? ¿Puede existir la política en ambiente signado por la antipolítica, o sea, determinado por la violencia, en ausencia de instituciones, sin las organizaciones que canalizan la acción colectiva?

 

 

El totalitarismo del siglo XXI, el sistema perverso de relaciones perversas que nos niega la condición de contrapartes habilitados, en esa misma medida reniega de la política. El sentido de la política es la libertad, por lo tanto, un sistema de represión ilimitado, que ha desahuciado cualquier apelación a derechos y garantías, y trastocado todo acuerdo o relación social para asumirlos solamente como parodia, no puede proveer las condiciones mínimas para que se viva la política como vida humana objetivada.

 

 

Nosotros somos una ficción de ciudadanos. Lo somos, porque ni tenemos derechos reconocidos, ni podemos exigirlos a nadie. Los que aquí vivimos sabemos que dependemos de los mendrugos de una colosal operación de saqueo, y de la supuesta necesidad que todavía tiene el régimen de mantener las apariencias. Sin embargo, sabemos que de vidrieras, formas y propaganda conocen bastante los que necesitan ocultar la realidad. La política no sobrevive sin apego a la verdad, sin estética y búsqueda afanosa de la belleza, sin preocupaciones éticas y sin el reconocimiento del ser humano como entidad trascendente. En ausencia de política la vida y sus atributos humanos no tienen sentido. Tampoco el ejercicio del liderazgo, visto y asumido de la manera convencional. Por lo pronto, si esto es así, el papel crucial de los lideres no es otro que luchar hasta restaurar las condiciones para que haya política. Si no lo entienden, se vuelven triviales y anecdóticos. Contingentes y despreciables.

 

 

Hablemos de liderazgo. Dankwart A. Rustow, en su estudio sobre liderismo, propone que el líder afortunado se basa en una congruencia latente entre las necesidades psíquicas del líder y las necesidades sociales de sus seguidores. A pesar de los excesos narcisistas de algunos políticos, lo cierto es que no hay líderes sin seguidores. Esa ligazón que ocurre entre ellos es compleja, y confluye en el acatamiento voluntario de las opciones que plantea el dirigente. Allí, el hábito, el interés y la devoción personal, se conjugan para terminar legitimando aquello que ocurre. La parte que no se cuenta es que, si bien es cierto se busca que no haya violencia, también lo es que no hay forma de liderazgo que excluya la coacción, que puede ser abiertamente extorsiva, pero que la mayoría de las veces transcurre por rumbos mucho más sutiles. Y aunque eso ocurra, cuando hay una relación carismática, los seguidores construyen una percepción sobre los alcances del líder que los ciega sobre sus verdaderas cualidades, y los medios que usan para lograr el pleno y total acatamiento. Pero vamos a lo esencial: Al líder, o le hacen caso, o no es líder. Llamémoslo una referencia si quieren, un punto de vista, pero si ante sus llamados a asumir un curso de acción no hay una masa crítica dispuesta a tomar el riesgo, entonces no es líder. Recuerden la raíz etimológica: el que conduce, el que guía.

 

 

Cuando hay condiciones políticas apropiadas, se plantea una relación muy estrecha entre liderazgo y autoridad legítima.  Algunos cuentan con autoridad formal sin tener liderazgo, y en ese caso son las instituciones, o la tradición, o ambas, las que apuntalan al que se siente con el derecho de mandar. Porque ese es otro atributo, el líder no es una impostura sino un agente social para lograr resultados. Un experto como Max Weber señaló lo estruendosas que suelen ser las revoluciones, su secular destruccionismo de las tradiciones y de las instituciones, y el vacío que provocan, que no deja otra opción que apelar al carisma para restaurar la autoridad legítima, o sea, para reponer la política. Por eso mismo el socialismo del siglo XXI trabaja afanosamente para envilecer hasta el extremo los candidatos a líderes, para mostrarlos en su peor condición de impudicia, para anunciar el precio por el que se venden, y así denostarlos hasta crear una ausencia absoluta de alternativas de conducción.

 

 

Pero supongamos que sobreviva un líder que apueste a su carisma, igual tiene que mantener una tasa productiva de “milagros” para seguir vigente. Un líder que solamente tenga atractivo pero que es a-instrumental se desvanece rápidamente. Tiene que ser capaz de producir resultados en la misma línea de lo que plantea su discurso, o la propia inestabilidad de su autoridad carismática se lo llevará por el medio. Porque si bien es cierto que los momentos carismáticos son altamente emocionales y forjadores de compromiso, a la hora de la verdad (la verdad es la realidad) o hace, o queda como un hablador de pistoladas.

 

 

Por eso las preguntas de Rustow al respecto son cruciales: ¿Quién dirige a quién? Eso nos permite saber quién es el líder, porque tiene seguidores. Y la segunda es todavía más importante, ¿quién dirige a quién, desde dónde a dónde? Porque o tienes un curso estratégico y las capacidades para recorrerlo, o eso que dice ser liderazgo es solamente una frustrante ensoñación. Finalmente, la necesidad de tener un líder es proporcional al desamparo de sus seguidores. Más miserable y desestructurada la condición de la gente, más interesados estarán en identificar a un profeta que los saque del desierto y los conduzca a la tierra prometida. Y este mundo está lleno de falsos profetas. Por eso no hay tiempo que perder, ni posibilidad de esperar la mejor oportunidad.

 

 

Hasta ahora podemos decir que en Venezuela no tenemos política, y por lo tanto se necesita un liderazgo con carisma que insurja y restaure las condiciones para que tengamos política. El problema ha estado en que la dirigencia “política” nunca lo ha visto así, y por eso mismo ha sido revolcada una y otra vez. Pero ¿los venezolanos están más claros que sus dirigentes, o son parte del problema? Porque el escenario sigue ocupado por usurpadores con algo de respaldo social.

 

 

El tercer concepto es el poder. Apelo a Talcott Parsons para enunciar que el poder es una capacidad que tiene un actor social para movilizar recursos en interés de lograr los objetivos que tienen planteados. Se refiere a la legitimidad social del proyecto, porque en ausencia de reconocimiento y respaldo social, nada es posible. La sociedad debe reconocerlo a él (me refiero al líder, como líder) y a su proyectos como válidos. Pero también se refiere al atractivo que es capaz de generar en el grupo de ciudadanos que se van a requerir para definir una organización con potencial y capacidades, los recursos financieros que se necesitan, y las facilidades de infraestructura que le son necesarias para tener éxito.

 

 

Para el sociólogo norteamericano el poder es capacidad organizacional legitimada por su atractivo, y por las facilidades que la sociedad está dispuesta de aportar al proyecto.  El poder es una variable objetiva, cuya intensidad se mide en un continuo que va de menos a más, y que ranquea al líder y a sus oportunidades de ganar la partida. El poder es el dinero del sistema político. Si tienes más, puedes gastar más, si tienes menos, el consumo será más limitado.

 

 

El problema en la Venezuela totalitaria es que nadie tiene poder suficiente para derrocar un sistema de relaciones perversas del calado que tiene el socialismo del siglo XXI. Además, el poder acumulado por las oposiciones se dilapida dentro de una lógica, también perversa, rentista y demagógica, que es obsesivamente autorreferencial y nutre principalmente a los que se dedican a la política como fraude y parodia, pero no a la política y mucho menos a los ciudadanos. Su uso es onanista, sin finalidades específicas, y conchupante. Se usa para mantener privilegios propios y no para conseguir el cambio. El poder es usufructuado con severa amoralidad, fomenta las relaciones de complicidad, establece mafias, no está dispuesto al juego competitivo y apegado a reglas universales, condiciones que son inexcusables si se quiere realizar el cambio que ofrecen, pero que no están dispuestos a cumplir.

 

 

Pero volvamos a la línea principal de mi argumento. Liderazgo y poder no están debidamente acoyuntados. No solamente porque los montos de poder que se pueden recaudar para la causa son escuálidos, sino que está concentrado indebidamente por quienes no quieren hacer política. La situación es compleja. Hay varias oposiciones, ya lo sabemos. Las plegadas a las condiciones impuestas por la antipolítica, que solamente son capaces de reproducir un totalitarismo perverso, que tienen poder delegado pero limitado para el mero usufructo, incluso para demostraciones sensacionalistas de provocación, pero incapaces e indispuestas para intentar un cambio. Luego tenemos su némesis en liderazgos desafiantes, pero que no tienen poder ni claridad sobre los requisitos para generar el poder que necesitan.

 

 

Resulta trágico, pero hasta ahora no tenemos un ethos político, ni un liderazgo eficaz, porque no tienen poder suficiente, y tampoco saben crearlo en las proporciones que se necesitan. Esto ocurre porque los buenos líderes todavía tienen ligazones con los estafadores de la política, transfiriéndoles recursos de poder en el marco de una relación fagocigótica, propia de los parásitos. Por eso, si un líder se quiere dedicar a restaurar las condiciones de la política, tiene que hacer ruptura clara y precisa con el sistema perverso de relaciones perversas que se extiende a los que parecen ser, y no son, sus socios.

 

 

¿Y las encuestas? En estos casos de ausencia extrema de condiciones de la política, no tienen ningún sentido, más allá de ser una herramienta para mantener la moral de los propios y la distancia de los ajenos. Con encuestas no se destruye un sistema perverso, ni se gana el liderazgo y el poder que se necesitan para cambiar radicalmente las condiciones vigentes. Es una foto anómala y una proyección de las necesidades insatisfechas en un concierto de paradojas alucinantes. Si alguien cree que en medio de esta devastación una encuesta va a reflejar algo diferente a las imágenes de la desgracia, se está equivocando. Porque recuerden, un líder sin poder no pasa de ser una configuración espectral de nuestras propias carencias.

 

 

¿Y la realidad? Es el concepto de cierre, porque nos permite sacar las conclusiones que anticipamos. Manuel García Pelayo nos propone un concepto de la realidad política. “Es aquello que existe en el tiempo y, a veces, en el espacio, y que, por sustentarse sobre sí mismo, es independiente de nuestra voluntad”. Hasta aquí lo dicho se puede resumir en “deseos no empreñan”. Pero sigamos. “Realidad es no solo lo que existe, sino lo que resiste”. A partir de allí hace un inventario de la realidad política que vale la pena compartir:

 

 

1- Realidad política son los fenómenos eminentemente políticos: procesos, normas e instituciones políticas, que en el caso venezolano han sido arrasados y sustituidos por lógicas mafiosas, términos oscuros y la vigencia del poder asociado unívocamente a la fuerza.

 

 

2- Realidad política son los fenómenos politizados: aquellos fenómenos no políticos que son capaces de condicionar la política (las redes sociales podrían ser un buen ejemplo), y aquellos fenómenos que son susceptibles de ser condicionados por la política (el arte en los regímenes totalitarios, la economía en los estados intervencionistas, la ciencia y los científicos en las experiencias comunistas).

 

 

Ya sabemos que la experiencia totalitaria es una distorsión absoluta de la realidad política. Y que la realidad efectiva es devastada hasta lograr una condición de incapacidad estructural para instrumentar el cambio deseado, hasta el punto de que es capaz impedir incluso la narrativa clara y prístina de una alternativa instrumentable. De allí que se favorezca tanto la confusión y se financie el ruido y la saturación comunicacional.

 

 

Finalmente, ¿Qué es lo que tenemos? Una realidad política que niega la política. Un liderazgo supuesto que tiene poder limitado. Un liderazgo real que no tiene poder, y que además se deja fagocitar por quienes no aportan poder, sino que absorben el escaso poder que tienen. Y una realidad que está allí, pero que no se reconoce en toda su complejidad. El político esta alucinado, no pone el foco en la verdad, no entiende la dinámica del poder, no está al tanto de los requisitos del liderazgo que se necesita en estas circunstancias, y que no termina de comprender y asumir que su única vocación y dedicación debería ser insurgir para restaurar las condiciones de la política. Lo frustrante es que nadie quiere comerse las verdes. Nadie quiere bregar el cese de la usurpación. Y el régimen totalitario lo sabe, sonríe y sigue jugando.

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

El diablo está en los detalles

Posted on: julio 8th, 2020 by Periodista dista No Comments

 

 

En el mundo de las organizaciones no hay cambio más radical que el que llaman “transformacional”. Supone ruptura y una nueva forma de asumir la realidad. Implica quiebres con los que se ha venido haciendo hasta entonces para asumir que lo viejo ya no sirve y que no queda otro camino que salir del espacio de confort para intentar algo absolutamente novedoso. Obviamente eso ocurre cuando la necesidad hace impostergable el intentar el máximo esfuerzo para sobrevivir, como cuando sobreviene una innovación tecnológica que deja a la anterior en la más absoluta obsolescencia. En esos casos no hay nada que hacer. O te montas en ese tren, o quedas para que otros te usen de ejemplo sobre la incapacidad para responder a los desafíos de la realidad.

 

 

Los pioneros son siempre personas muy incomprendidas, incluso odiadas. Schumpeter decía que en todos ellos había esa locura que caracteriza a los creativos. Todos ellos pasan por una época de soledad y rechazo para luego ser admirados, no por sus propuestas sino por sus resultados. Primero tratados como locos y luego reconocidos como exitosos.  Abren nuevos surcos, imponen nuevos paradigmas, cambian las formas de relacionarse con el mundo y crean esas “divisorias” que diferencian lo anterior de lo nuevo. No hablan de adaptación, no quieren saber nada de resignación. Ellos escapan donde otros quedan prisioneros. No gravitan alrededor de nada. Crean nuevos espacios de atracción donde los demás, incluso sus más apasionados críticos, terminan por rendirle tributos.

 

 

Eso también pasa en la política. Y debería pasar en nuestra forma de ver las soluciones a la crisis venezolana. ¿Cómo salimos de esto? Los conservadores (que en este caso son los que no quieren salir de su espacio de confort) van a afirmar que la solución es la conformación de una gran alianza unitaria que sea el polo vencedor en unas elecciones, no importan las condiciones. Que para constituir esa alianza no se pueden hacer baremos propositivos o morales, porque lo importante es lograr una masa crítica que sea capaz de demostrarle al régimen usurpador que es una minoría ínfima y por lo tanto debe irse cuanto antes.

 

 

Pero el diablo está en los detalles. Porque la salida conservadora, que supone que lo malo puede tener buen néctar, asume que es posible congregar a lo dañado para que se reconstituya, y que el país va a conseguir la solución a su crisis por un proceso similar a la generación espontánea. O sea, que la corrupción la van a acabar los corruptos, que el estatismo va a ser derogado por los socialistas, que el clientelismo va a ser superado por los demagogos y que el populismo va a ser dejado atrás por los caudillos. Y por supuesto, que los marcos morales son metafísicos y en nada tienen que ver con la política real, esa que se practica todos los días, donde por lo visto se puede lidiar y ganarle la partida a la traición, la deslealtad, la adulancia, el saqueo del erario o la connivencia con los represores y violadores de los derechos humanos. Nada de moralinas, argumentan los conservadores, porque “todos somos arrieros y en el camino andamos”, una mano lava la otra, favor por favor, y nada malo tiene recibir una ayuda de quien saqueó. De esta forma vemos que lo que verdaderamente pesa en un cambio que parece imposible es que nadie quiere ser pionero, todos andan cuidando sus relaciones, y todos aspiran a una conversión masiva por la que va a ser innecesario pasar facturas, porque “todos somos venezolanos”. El error de la salida conservadora es que no quiere salir de nada, sino que aspira a ser y a quedarse con todo.

 

 

Como los detalles no importan, a lo máximo que podemos aspirar es al cambio de elenco, pero de ninguna manera de guion y de resultados. De allí el hastío que buena parte de los ciudadanos tienen con una oferta política que no tiene nada nuevo que ofrecer. Y que no quiere ofrecer nada diferente.

 

 

Los pioneros, a diferencia de los conservadores, proponen una ruptura radical y transformacional. Y para ello acuden al depositario de la soberanía. No se están imaginando un arreglo de cúpulas, porque están echadas a perder. Proponen un nuevo pacto, nuevos protagonismos, nuevas estrategias y resultados diferentes. ¿Qué significa eso? Romper con la corrupción, desafiar el compadrazgo y el clientelismo, asumir con coraje la ruptura con los que han defraudado al país, evitar la lástima “perdona vidas” con los cómplices del desguace nacional, y entender que los venezolanos merecen el advenimiento de una nueva época, donde los odres viejos no sirven para albergar los vinos nuevos.

 

 

Los conservadores advierten que así no se hace política. Que los que así piensan pertenecen a otros espacios, pero en ningún caso a la política. Esa afirmación nos obliga a hacernos una pregunta crucial: ¿Qué es la política? Definámosla por su contrario: No es el espacio para condenar al ciudadano a la servidumbre. Tampoco es el ámbito para garantizar la impunidad de una dirigencia llena de mediocres. De ninguna manera debería servir para lavarle la cara a la corrupción. La política es, entre otras cosas, el espacio para hacer realidad los valores en los que se creen en el marco de un orden social que sirva a la felicidad del individuo. El llamado de los pioneros sería intentar un país donde la probidad y la idoneidad construyan espacios crecientes de libertad y prosperidad. ¿O es que los valores sirven para guardarlos en el bolsillo a la hora de tener que tomar decisiones? ¿O nos tenemos que resignar a la perversidad de decir una cosa y hacer otra? ¿Tenemos que vivir subyugados por las apariencias y apaleados por una realidad en constante disonancia? ¿Debemos resignarnos a que la mentira es el signo de la política? Y peor aún ¿Estamos condenados a vivir una forma de hacer política que es perversa?

 

 

Los conservadores se aferran a la nostalgia de un país que nunca fue pero que ellos fabularon. Un país donde las relaciones importaban. Donde la amistad era a prueba de balas. Donde el haber estado juntos obliga para siempre a una lealtad a prueba de sensatez. Un país de conversos constantes, de caídos que se redimen y de situaciones que se superan. El país de la perenne connivencia, donde todos caben, el tirano con sus víctimas, el represor con sus reprimidos, el corrupto con sus saqueados, el torturador con sus torturados. Una unidad perfecta solo porque nadie pregunta, nadie se atreve a impugnarla, nadie atina a salir de la ofuscación para ir al abrazo de la verdad. Y la verdad está en los detalles. ¿Eso es posible? ¿Es posible el perdón al tirano?

 

 

Y aquí vuelve el diablo con sus detalles. En un país dañado hasta los tuétanos. Torturado y saqueado por una dirigencia que ha sido incapaz de cualquier atisbo de prudencia. Un país que ha caído víctima del cinismo ejercido por sus élites, donde al parecer, todo vale, lo bueno, lo malo, lo peor, lo inimaginable, porque la política es así, y no puede ser de otra manera. Y entonces cualquiera que pregunte si no vale pena separar la paja del trigo, si no tiene sentido tomar la hoz y segar el campo para intentar una nueva cosecha, es tildado de ingenuo y despachado a los espacios previstos para la reflexión sin consecuencias. ¿Porque las relaciones y el acervo de memorias compartidas son más importantes? Cuando se plantea la ruptura y el imperativo de una moral pública todos se escandalizan ¿y la respuesta es que así no se hace política? ¿Acaso el sentido común es tan conservador que pretende seguir con la inmolación de los venezolanos porque no hay opción? ¿Porque la única opción es la política como pesca de arrastre, donde todo lo que se agarra es bueno?

 

 

La ruptura que necesitamos es con las élites del país, dañadas hasta los tuétanos. ¿O estamos condenados a dar por buenos los respaldos de los malos? La ruptura que necesitamos es con la connivencia que exige una repartición clientelar para llegar al poder. ¿O estamos condenados a sufrir una vez tras otra la nefasta experiencia de los frentes amplios y las mesas de la unidad? La alianza es con los ciudadanos, con la gente que hasta hoy ha sido excluida y que ha sufrido en carne propia esta hecatombe donde todos hemos sido víctimas. Necesitamos un pacto con la verdad. ¿O es que necesitamos el vínculo de la mentira, de la oferta fraudulenta, del descaro propositivo, para ganar adeptos? ¿La verdad no es más fuerte? ¿Necesitamos acaso intentar alianzas con el que tarde o temprano traiciona o practica la deslealtad? ¿La integridad no es más fructuosa?

 

 

Pero hay algo más. El pionero necesita del respeto, e incluso del temor que provocan aquellos que son capaces de mantener su posición. Por la vía del respeto llegan incluso a ser queridos, tanto como desafiados por los que se quedan atrás. Y aquí en Venezuela hay muchos que tienen que ser dejados atrás para abrirle una oportunidad al futuro. La élite pestilente que se ha lucrado con la muerte y la desolación de los venezolanos, que ha parasitado sus instituciones, que las han silenciado para sus propias conveniencias, que han perseguido y devastado derechos, que se han creído dueños de la verdad oficial para contrariar y aniquilar a los que han pensado diferente, que han preferido la censura porque hace homenaje a su resentimiento revanchista, esa dirigencia no puede ser exonerada. Por eso los pioneros son temidos.

 

 

La innovación está centrada en darle una oportunidad a la libertad. Superar el caudillismo y sus montoneras para instaurar el estado de derecho. Superar la complicidad del amiguismo y el compadrazgo, para abrirle paso a la justicia. Superar la amoralidad facilista para que podamos tener una cultura centrada en valores. Superar el diletantismo para volver a restaurar el mérito. Superar la corrupción para vivir un país de probidad y honestidad. Superar el crimen para vivir seguros. Superar el guaraléo político para experimentar la firmeza. Superar la mediocridad para tener excelencia. Superar el tiempo que se pierde, para tener eficacia. Superar la perversidad para vivir la verdad. Y solo la verdad nos hará libres.

 

 

Víctor Maldonado C

@vjmc