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Tomás Straka

Posted on: abril 9th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

La Biblioteca Biográfica Venezolana acaba de editar un volumen en homenaje a su creador. Con este tomo, escrito por quien llegó a ser su mano derecha, Diego Arroyo Gil, no solo se cierra una de las iniciativas editoriales más importantes de cuantas se han emprendido en Venezuela (país, contrariamente de lo que puedan suponer algunos, de grandes proyectos en este ramo: desde las obras completas de Andrés Bello y el archivo de Francisco de Miranda, hasta la Biblioteca Ayacucho, hemos producido ediciones de impacto internacional); sino que además se rescata la estatura humana y ciudadana de quien la concibió y timoneó, Simón Alberto Consalvi (1927-2013)

 

 

En momentos en los que nos sume una espesa bruma de desesperanza, vidas como la suya son una necesaria referencia moral. Si los múltiples hombres que fue Consalvi (preso político, periodista, embajador, canciller, editor, ministro, académico de la historia) no perdieron la coherencia, fue porque todos estuvieron unidos por un propósito común con su sociedad y con los ideales que creyó superiores para su destino: el civilismo, la democracia, la libertad, la educación y las bellas artes como guías de la humanidad. Las estaciones de aquella vida, sus logros, sus tragedias e incluso algunos guiños de su intimidad, es lo que nos trae el texto de Arroyo Gil en 274 páginas estupendamente escritas y además ilustradas con un “álbum” (así titula el aparte) con fotografías de los hitos representativos de su existencia: el niño que posa abismado en un patio merideño de los años veinte, el elegante exiliado que nos sonríe desde el malecón de La Habana en vísperas de la revolución, el exiliado instalado en Nueva York después de su expulsión de Cuba, al lado de Rómulo Betancourt y de un jovencísimo Jaime Lusinchi, aún con cabello; el embajador en Yugoslavia, el canciller en los días que siempre definió como los mejores de su vida, el amante que en la vejez se besa con su esposa en la calle, cual novios de liceo; el intelectual anciano, lúcido y activo que conocimos la mayor parte de nosotros.

 

 

Como dice Edgardo Mondolfi Gudat, que precedió a Arroyo Gil como coordinador de la Biblioteca Biográfica: “Simón Alberto Consalvi jamás habría sospechado o imaginado que el colofón de la Biblioteca Biográfica Venezolana, singular aventura que dirigió de principio a fin con terca devoción, sería su propia vida”. No obstante, si algo podría tener en claro quien se dedicó a leer y editar tantas biografías, es que el destino es una conjetura abierta y que el suyo no tendría por qué ser la excepción. José Santos Urriola escribió alguna vez que jugamos a las escondidas con la muerte. Pero ella, podríamos agregar, tarde o temprano ha de encontrarnos. No obstante las palabras de Mondolfi Gudat expresan los que muchos sentimos cuando se corrió la noticia de su deceso: a pesar de los 85 años que ya sumaba al morir, el acontecimiento nos tomó de sorpresa. Tanta actividad y tantos proyectos había en los días y en la mente de Consalvi que la recibimos como si se tratara de un destino trunco, de la pérdida de un hombre en la juventud o en la plenitud de su madurez. Ya son casi una leyenda los pormenores del deceso: como cualquier otro día, aquel 11 de marzo de 2013 Consalvi había ido a su oficina, almorzado frugalmente (no nos confundamos: fue hombre de buena mesa, pero su pasión por el trabajo a veces arropaba la hora de almorzar), regresado a su casa y vuelto a trabajar en su estudio, antes de que un ataque que aún no se sabe si fue un infarto o una embolia lo desplomó. “Sabía, continúa Mondolfi Gudat en la contraportada del libro que se reseña, que en medio de la estridencia que nos rodea, o de los falsos profetas, o de quienes no han hecho otra cosa que traficar con mitos en tiempos oscuros, o de quienes se han hecho cargo de que nos eduquemos en la desesperanza, sobraban las vidas y las trayectorias de muchos otros venezolanos que también habrían merecido su sitio dentro de este catálogo”.  La suya, sin duda, es una de ellas, y eso fue lo que se propuso Diego Arroyo Gil, su nuevo compañero de ruta cuando Mondolfi tuvo que dedicarse a otras cosas, a la hora de escribir la biografía.

 

 

Es, por lo tanto, un libro escrito con la emoción de quien admiró, gozó de la amistad y quiso de corazón al biografiado. Arroyo Gil no elude esta circunstancia, sino que la aclara desde el principio. Tampoco elude que no es la primera biografía que se escribe del personaje: el libro no hubiera podido ser escrito, señala, sin el estudio publicado por María Teresa Romero El enigma SAC. Travesía vital de Simón Alberto Consalvi (2013) ni la larga entrevista que le hizo Ramón HernándezContra el olvido.  Conversaciones con Simón Alberto Consalvi(2011).Hechos estos reconocimientos emprende un texto escrito a la altura de SAC (siglas con las que firmó muchos de sus artículos). Si la biografía es un género a medio camino entre la novela, el reportaje y la monografía histórica, el texto que nos ofrece Arroyo Gil cumple cabalmente con el cometido. De la novela tiene esa capacidad para acercarse al alma del personaje, incluso para permitirse algunas licencias, como ese par de entrevistas “imaginarias” que intercalan en el texto (las comillas son apropósito de que las respuestas de Consalvi fueron reales, extraídas de textos suyos); del reportaje tiene el nervio con el que va siendo narrada la vida (al cabo, Diego Arroyo es periodista); y del discurso histórico cuenta con el esmero en respaldar documentalmente todo cuanto se afirma. En especial hay que destacar eso: el acceso del autor al archivo personal del biografiado, una fuente por la que ya habían suspirado otros investigadores.

 

 

Así, a las ejecutorias del hombre de Estado, las luchas y padecimientos del político y las obras del intelectual, se suman detalles de una vida personal tanto o más intensa como las otras, que enriquecen la complejidad del biografiado. La de Consalvi fue una historia no exenta de  tragedias (dos formas muy raras de cáncer se llevaron a su hija al borde de su adolescencia y a su segunda esposa, la artista María Eugenia Bigott); así como una vida de apasionados amores (vimos cómo en sus ochentas aún enloquecía a muchas mujeres, atractivo que supo usar a mansalva). Esa fuerza que lo acompañó hasta el último día le permitió un tercer matrimonio, en esta ocasión, como en casi todo lo demás de su existencia, muy signado por la política: siendo una figura clave de la oposición, el redactor de buena parte de los manifiestos y comunicados del Movimiento Dos de Diciembre, se casó nada menos que con una chavista. La forma en que se logró aquella improbable convivencia es todo un retrato del amante y del ciudadano cultor de la tolerancia. Por supuesto, no fue fácil. En ocasiones las discrepancias llegaron al extremo de que la pareja se quitara el habla. Pero talentosos y enamorados, buscaron una solución: la correspondencia escrita. No sabemos si esas cartas de amor del siglo XXI eran llevadas por el servicio de un lugar a otro en su casa o si se las dejaban en sitios neutrales acordados. Arroyo nos presenta dos de esas cartas. Quedan para la historia como el testimonio de lo hondo que golpeó la revolución bolivariana en la vida de los venezolanos. En todo caso demuestran cuán cierta es la afirmación nacida especial, aunque no únicamente, por el efecto que tuvieron las cadenas en una sociedad que desplazó los televisores de las salas a las alcobas: Chávez se nos metió hasta en la cama.

 

 

Otros dos episodios, normalmente eludidos por el biografiado cada que vez que le se inquiría sobre ellos, son enfrentados por Arroyo Gil. Uno, el de la crisis de la corbeta “Caldas”, que casi no lleva a la guerra con Colombia en 1987, y que Consalvi, entonces canciller, supo manejar con una combinación de talento diplomático, sangre fría y calculado despliegue militar. El otro es el de la aún llena de sombras “Noche de los Tanques” de 1988. El primero se trató del momento más complicado de la era de oro de nuestra diplomacia, esa de los años ochenta, en la que Venezuela jugó un papel central en los procesos de democratización de Sudamérica y de pacificación en Centroamérica. En aquellos días éramos la vitrina de una democracia exitosa, de un país estable y de una sociedad próspera (a pesar de que la crisis ya había arrancado) en la región, y con ese aval nos dispusimos a ayudar a nuestros vecinos. Lo del “Caldas” demostró que el protagonismo de Carmelitas no era gratuito. A nadie se le fue la mano, nadie hizo un movimiento en falso, una tontería que desatara la tormenta: se apeló al diálogo, con firmeza; las Fuerzas Armadas enseñaron los dientes (pero solo eso), la corbeta se retiró, las fronteras fueron reafirmadas y no hubo que disparar un tiro. De inmediato se comenzó a trabajar en limar las asperezas y retomar la senda de la colaboración entre dos países hermanos. Un éxito redondo y un punto a favor de una gestión tan polémica como la de Lusinchi.

 

 

El otro episodio ocurrió la noche del 26 de octubre de 1988. Primer conato de un golpe de Estado en mucho tiempo, se trata, sin embargo, de acontecimiento en el que aún nada está claro. Todos cuantos le preguntamos alguna vez a Consalvi recibimos evasivas o sus famosas ironías y silencios por respuesta.  Diego Arroyo avanza hasta donde las evidencias se lo permiten y solo puede sugerir hipótesis. Consalvi, entonces encargado de la presidencia por un viaje de Jaime Lusinchi, es sorprendido por una movilización militar que, entre otras cosas, decidió “custodiarlo” en su oficina. El presidente encargado se sorprende por los soldados que vienen a “cuidarlo” sin mayores explicaciones, logra zafarse de su “protección” en la esquina de Carmelitas, se marcha raudo a Fuerte Tiuna, convoca al Alto Mando y allí conjurara lo que tenía todas las características de una asonada. Incluso el guion (aprovechar la ausencia del presidente, movilizar los tanques del Batallón Ayala hasta la avenida Urdaneta) hace pensar en algo así como un ensayo general y con vestuario del 4 de febrero. Arroyo Gil agrega el dato de que ese día un aún desconocido Hugo Chávez se había reunido en la mañana con la cabeza visible de los conjurados, el entonces mayor José Domingo Soler Zambrano. Hasta ahí permiten configurar el panorama las piezas que poseemos del rompecabezas.  Solo una cosa queda en claro: si es verdad que ni Consalvi ni nadie haya podido dar con la verdad, debió ser producto de los silencios y complicidades en el seno de unas Fuerzas Armadas sobre las que ya no había un verdadero control.

 

 

Las otras estaciones de la vida política de Consalvi (el merideño que se inscribe en AD, el periodista egresado de la primera promoción de la Universidad Central de Venezuela, el preso y exiliado por la dictadura militar, el embajador en Yugoslavia, el activo jefe de prensa en campañas electorales, en las que trabaja con Joe Napolitan; el canciller de la Gran Venezuela durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, el canciller de la Venezuela de la era de oro de la diplomacia bajo Lusinchi, el acucioso embajador en Washington, el intelectual que termina alejado de AD pero que no por eso renuncia a oponerse a Chávez, con todas sus fuerzas) son consignadas con pormenor por Arroyo. Otro tanto puede decirse de las estaciones del intelectual: el lector voraz desde la adolescencia, el segundo presidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba, núcleo del Ministerio de Cultura), el fundador de Monte Ávila Editores, que rápidamente se convierte en uno de los sellos esenciales de América Latina; el embajador que un poco cansado de la política se pone a hurgar en los archivos de la embajada en Washington para reconvertirse en historiador, el autor de numerosos libros hasta ser elegido Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia, el editor adjunto de El Nacional que, con el patrocinio de Bancaribe, en 2007 emprende la aventura de publicar la biografía de un venezolano ilustre cada quince días, con un enorme éxito de ventas. Al principio se planifican cien entregas. No se sabía si eran suficientes los personajes y los autores para tamaña empresa. Tampoco si el público respondería. Las tres dudas se disiparon con los primeros números. Superando los mejores pronósticos, se agotaron en cuestión de días. Aunque no todos los libros están igual de bien escritos ni se vendieron en la misma cantidad, una vez terminada la serie el balance recomendaba publicar cincuenta más. Aun así, muchos personajes quedaron por fuera, como prueba de que Venezuela cuenta con el activo de numerosos hombres y mujeres que vale la pena estudiar, así como de autores con talento para escribir sus biografías.

 

 

Hoy Consalvi viene a engrosar la lista de los biografiados. Si el biografiado quiso que sus esfuerzos se proyectaran hacia las futuras generaciones, la colaboración con Diego Arroyo, que por edad (nació en 1985) podría ser su nieto, es la prueba de que tuvo éxito. De hecho arranca diciendo que “he querido escribir un libro para la juventud”. Lo hace, además, desde su propia juventud. Arroyo Gil forma parte de una de las generaciones más interesantes de nuestra historia. A pesar de las tormentas y de los descalabros de la Venezuela de finales del siglo XX e inicios del XXI, de ella ha emergido un grupo de estupendos escritores. Algunos se han ido al exterior (en ocasiones gustan autodenominarse “literatura del exilio”, cosa que genera sus dudas, en otras se ven más humildemente como parte de la diáspora), otros bregan en el país. Tendencialmente son opuestos al chavismo y buscan sus héroes, como en el caso de Arroyo Gil, en civiles como Consalvi. Algunos de sus hermanos, compañeros de clase y parejas se formaron o aún se forman en los movimientos estudiantiles, y no pocas veces militan en partidos. Hay nombres que suenan tan fuerte como Alfredo Sánchez Rugeles, Karin Valecillos, Willy Mckey, Roberto Martínez Bachrich o Rodrigo Blanco Calderón. No podemos decir qué será de su destino, pero es una generación que hasta el momento demuestra que todo el esfuerzo, toda la lucha, todo el talento desplegado por hombres como Consalvi ha valido la pena. Su reciente biografía lo termina de confirmar.

 

Simón Alberto Consalvi

Hugo Chávez Frías

Posted on: marzo 10th, 2013 by lina No Comments

Desde el 4 de febrero de 1992 hasta el 5 de marzo de 2013, cuando se rindió ante los dictados del destino, Hugo Chávez Frías frecuentó la escena política venezolana. Desde joven sucumbió a la ambición de poder, y desde joven conspiró para conquistarlo. Probó primero con el golpe de Estado militar y terminó en fracaso. Pero el fracaso fue su salvación.

 

Una junta de gobierno, ¿presidida por un notable?, no habría sobrevivido 48 horas. No obstante, el clima político le fue propicio. A la conspiración militar se juntaba la conspiración civil, como si el país se hubiera fatigado de la democracia –y no faltó quien la cuestionara a fondo–­.

 

Y en medio de la gran confusión capitaneada por los “notables”, el prisionero de la cárcel de Yare veía crecer su popularidad. Vino el sobreseimiento, el perdón, el pase de página, el olvido.

Hugo Chávez Frías se enfrentó a sí mismo, el profeta desarmado que decidió recorrer calles, conversar con la gente, transitar el mapa, discurrir en las esquinas. Entonces Hugo Chávez descubrió a Hugo Chávez.

 

A partir de entonces las masas populares tuvieron un caudillo. La democracia le abrió de par en par las puertas del poder. Y como si hubiera llegado el gran salvador del pluralismo, lo rodeó y aupó la más contradictoria alianza de intereses contrapuestos. No pasaba de ser un espejo de la crisis política. Sorpresa: las masas le ofrecían lo que le negaron los tanques de guerra.

 

En las elecciones de diciembre de 1998, resultó elegido presidente de Venezuela. Al posesionarse en febrero de 1999 y entrar en Miraflores, percibió que el poder conquistado no le sería suficiente para su permanencia en la conducción de la revolución.

 

Y la revolución había llegado para quedarse. Había allí una contradicción y se esmeró en resolverla. A partir de entonces, no cesó nunca en el control de todos los poderes del Estado.

 

Impuso la reelección indefinida. Ningún presidente había tenido antes ni su dominio ni su influencia. Dibujó el Estado a su imagen y semejanza. Y esta es una de las herencias que acaba de dejarnos.

 

Necesariamente, los poderes del Estado deberán retomar el equilibrio y la independencia que garantizan la soberanía de la nación. Sin contrapesos entre los poderes, la democracia es una ficción.

 

Si a Chávez lo movió una gran ambición de poder y lo conquistó de manera absoluta, de algún modo el país político y el país no político lo acompañaron en el empeño. No pocos confiaron en él su redención. De manera excepcional, contó durante más de una década con precios petroleros que superaron siempre los cien dólares el barril, algo que en otras épocas no fue imaginado. Esto le permitió al Presidente llevar a cabo programas populares de diversas categorías, dentro y fuera de Venezuela.

 

Quizás la diversidad y la improvisación no fueron las estrategias más adecuadas. Los expertos observan que las misiones, por ejemplo, son ensayos fatalmente condenados al vaivén de los ingresos del Estado, y que una vez mermados todo se viene abajo, y tal comienza a ocurrir. Como en tantos otros aspectos, el dogmatismo no permitió una evaluación ponderada.

 

Hugo Chávez Frías se consagró como un caudillo popular. En la era mediática, fue un político mediático como no habíamos conocido otro antes. Estaba bien dotado para estos ejercicios, conocía el folklore, la poseía y la música popular, el contrapunteo, cantaba, bailaba joropo, tenía una memoria prodigiosa. Leía y frecuentaba los libros y se enorgullecía manoseándolos.

 

Quiso cambiar el mundo y también cambiar la historia. Sobre todo quiso cambiar la historia. Reescribirla de manera que el rompecabezas pudiera armarse para la gloria de la revolución bolivariana y de sus objetivos de prolongada dominación de la sociedad venezolana.

 

Hugo Chávez Frías quiso cambiar el mundo y no le faltaron razones.

 

Ocurrir a la OEA después de sus sistemáticos asedios casi sería un despropósito. Invocar la Carta Democrática Interamericana no podría hacerse sin una toma de conciencia de la región, absorbida por los negocios petroleros y el pragmatismo.

 

Igual sucede con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Con su silencio reverencial (y su aquiescencia) los jefes de Estado de América Latina y del Caribe acompañaron al presidente Chávez en los funerales del sistema regional.

 

En materia internacional el Presidente extremó la generosidad, tanto que este permanecerá como un capítulo poblado de interrogantes. Quiso cambiar el mundo, digo, y mucho quedó como proclama.

 

A veces aparecía como un solitario empeñado en cruzadas que pocos compartían, o en las que hipócritamente sus pares lo acompañaban de modo ceremonial. La idea de la integración de América Latina naufraga en las rivalidades del Sur y en los intereses creados o los dogmas políticos.

 

Ver a Hugo Chávez Frías como una figura histórica nos permitirá la perspectiva necesaria para una comprensión de su papel en la historia venezolana, sin despojarlo inútilmente de las controversias y de las divisiones que han prevalecido a lo largo de los veinte años de su protagonismo como personaje de primer orden. Su legado perdurará porque tuvo el privilegio de convertirse en el gran profeta del pueblo.

 

Nadie podrá negarle el singular coraje con el cual resistió el mal y procuró vencerlo hasta el último respiro. Quiso vivir largos y prolongados años, transformar su país e, inesperadamente, el destino lo dejó a medio camino. La historia venezolana no registró antes un drama como el suyo

 

Simón Alberto Consalvi

La Guerra a Muerte y otras guerras

Posted on: marzo 3rd, 2013 by lina No Comments

En Trujillo, el 15 de junio de 1813, Simón Bolívar lanzó la Proclama de la Guerra a Muerte. Fue la decisión más controversial de un hombre de 30 años.

 

El pregón terminaba con esta terrible sentencia: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.

 

La proclama no fue producto de la improvisación. Al analizar el Manifiesto de Cartagena, Elías Pino Iturrieta escribió: “Si se extrae el texto del tabernáculo en que reposa, puede atisbarse el prefacio de la Guerra a Muerte”.

 

Caracciolo Parra Pérez anotó otro antecedente: “Antes, un energúmeno, el doctor Antonio Nicolás Briceño, redactó en Cartagena de Indias un atroz Reglamento de enganche: ‘Para tener derecho a una recompensa o a un grado –decía el patricio caraqueño–, bastará presentar cierto número de cabezas de isleños canarios; el soldado que presente veinte será hecho abanderado en actividad; treinta valdrán el grado de teniente; cincuenta, el de capitán; etc.”.

 

En el primer Congreso venezolano, el mantuano Briceño, dibujado por Pino Iturrieta en la biografía de Simón Bolívar, figura como “uno de los parlamentarios emblemáticos en el centro de unos debates dignos de rescate debido a su afán por evitar situaciones de peligroso erizamiento; pero ahora, después del fracaso de un proyecto al cual se entregó junto con los de su clase, cambió la palabra por el cuchillo.

 

El diputado de la circunspección ahora utiliza sangre humana en lugar de tinta para informar a su superior”. Como presente, le envió a don Manuel del Castillo, dos cabezas mutiladas. De ese grado había sido la metamorfosis del antiguo mantuano civilizado y cauteloso.

 

Mucha sangre costó la Guerra a Muerte. Mucha sangre entonces, y mucha tinta después. Los historiadores se retratan en los espejos, y no escapan del horror o se refugian en la comprensión.

 

José Gil Fortoul es severo con Bolívar, vislumbra en el gesto la crueldad de los conquistadores del siglo XVI. El merideño Parra Pérez prefiere el equilibrio. “Los españoles –alega en Bolívar. Contribución al estudio de sus ideas políticas– iniciaron la matanza metódica, y, después de la regularización, Morales continuó degollando americanos.

 

En el espíritu de los realistas, se trataba de aniquilar en Tierra Firme al elemento blanco para matar con él las ideas de independencia”. Perecieron las ideas y la gente, José Tomás Boves, “bestia épica”, fue el epilogo de la Guerra a Muerte. “Ninguna nación de América sufrió tan espantoso calvario”, concluyó Parra Pérez.

 

Quizás sea pertinente detenerse en la figura de Boves. Bolívar lo vio así: “Boves es la cólera del cielo que fulmina rayos contra la patria… un demonio en carne humana, que sumerge a Venezuela en la sangre, en el luto y la servidumbre”.

 

Elías Pino Iturrieta lo perfila de esta manera: “La hegemonía de José Tomás Boves está en su apogeo entonces. De origen asturiano, marino de oficio que después se gana la vida como contrabandista y funda un comercio para detallar sus productos entre los campesinos, cuenta con el fervor de una soldadesca de llaneros a quienes atrae con el señuelo del pillaje.

 

Su consigna favorita consiste en prometer a los pardos las propiedades de los blancos, y su estrategia, permitir una indisciplina que apenas detiene cuando los subalternos sacian sus apetitos en los hacendados o damas de sociedad.

 

Desprecia a los integrantes de la tropa, pues considera que ‘este pueblo grita lo que le gritan’, pero los convierte en herramientas de estrago debido a las cuales se enseñorea la atrocidad sobre los restos de cohabitación capaces de mantenerse todavía”.

De aquellos tiempos de horror, destrucción y muerte han trascurrido dos siglos. A esas páginas de espanto no se regresa por placer. Es preferible cerrar los ojos, no pensar en las temeridades de Bolívar ni en la sangrienta popularidad de Boves.

 

Ni en el brutal evangelio del bárbaro: “Este pueblo grita lo que le gritan”. La Guerra a Muerte librada con encono y con rencor por los bandos en pugna dividió a Venezuela y la dejó en cenizas. Pero no bastó, porque otras guerras (sin llegar a sus extremos) oscurecieron la historia del siglo XIX.

 

¿Con qué ojos podemos ver en la distancia aquella guerra total de 1813-1814? Quizás los venezolanos de 2013 tengamos tantas aprensiones que el momento sea propicio para la comprensión de aquellos trágicos episodios. No obstante, los hechos nos advierten de las dificultades.

 

Entonces Venezuela era un país dividido. Desde 1999 la revolución bolivariana volvió a dividirnos en patriotas y apátridas, patriotas y traidores, patriotas y oligarcas.

 

Al ocupar el Estado y sus inmensos recursos, los patriotas bolivarianos monopolizaron el petróleo, la administración pública, la justicia, el aparato electoral, la legislación, los privilegios económicos, las fuerzas armadas, los medios oficiales.

 

En una palabra, como si todos los otros venezolanos, evidentemente la mayoría, fuéramos españoles y canarios, y careciéramos de todos los derechos. Somos los desterrados del Estado bolivariano. En suma, una guerra de exterminio que ya tiene quince años, y la dudosa popularidad que la nutre: “Este pueblo grita lo que le gritan».

 

Simón Alberto Consalvi

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