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Crecimiento verde al final del mundo plano

Posted on: diciembre 24th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

No esperamos que vengan piñas de Noruega ni papayas del desierto del Sahara. Esas frutas tienden a crecer en lugares con mucho sol y mucha agua. ¿Por qué, entonces, es que los productos intensivos en energía como el acero provienen de países con pocos recursos energéticos como Japón y Corea del Sur?

 

 

La respuesta es que el carbón y el petróleo tienen una característica única cuando se los compara con la madera, el gas natural o el hidrógeno: son sorprendentemente energéticos por unidad de volumen y peso. Este dato, combinado con los progresos en las tecnologías de transporte del siglo XX, significó que el mundo se volvió “plano” desde un punto de vista energético. Como el petróleo se puede transportar del Golfo Pérsico a Nueva York o Seúl por una fracción de lo que cuesta un barril de petróleo en su punto de origen, la ausencia de fuentes de energía locales no fue un obstáculo.

 

 

Esto no siempre fue así. Antes de los trenes, la proximidad al carbón era importante para la producción de hierro, y antes del motor a vapor, estar cerca de ríos de cauce rápido que pudieran impulsar molinos de agua era crucial para la manufactura. Pero hoy, las fuentes de energía disponibles a nivel local no son un prerrequisito para emprender la mayoría de las actividades intensivas en energía. Excepto por el gas natural (que, en todo caso, es un poco más verde que el carbón y el petróleo), la energía se puede transportar a la mayoría de los lugares a un costo modesto.

 

 

Sin embargo, en la medida que el mundo vaya abandonando el carbón y el petróleo, la planicie energética pasará a ser una cosa del pasado. Con excepción de la energía nuclear, todas las fuentes de energía verdes –solar, eólica, hidroeléctrica y geotérmica- están distribuidas geográficamente de manera desigual y son costosas para transportar. Aun si las empresas insisten en utilizar combustibles fósiles junto con captura y almacenamiento de carbono, se beneficiarán de la proximidad a formaciones geológicas que puedan almacenar dióxido de carbono –y estas no son ubicuas–.

 

 

En un mundo que se descarboniza, por lo tanto, las actividades intensivas en energía nuevamente van a tener que localizarse en zonas específicas, como en los tiempos de los molinos de agua. Estas no son buenas noticias para ciudades como Gwangyang, en Corea del Sur, sede de la mayor planta de acero del mundo, o para la industria del aluminio de Oriente Medio, que actualmente utiliza gas natural.

 

 

Qué países se beneficiarán de este cambio dependerá del resultado de un conflicto en ciernes que involucra a la Tierra y su atmósfera. El movimiento ambiental hace mucho tiempo que se preocupa por el impacto de la actividad humana en el planeta, desde la contaminación local del suelo, el aire y el agua hasta la destrucción de bosques y especies animales. Pero el cambio climático y la necesidad de una descarbonización aumentan drásticamente los conflictos entre estos objetivos tan distintos.

 

 

En particular, como ha señalado Bill Gates, reducir significativamente las emisiones de CO2 implicará electrificar todo lo que se pueda electrificar. Pero esto exigirá inmensas cantidades de cobre, aluminio, cobalto, litio y tierras raras, que sólo se pueden obtener a través de una gran expansión de la minería. La electrificación masiva también puede exigir más plantas hidroeléctricas y nucleares.

 

 

Ya estamos viendo los efectos de este conflicto. Si bien el incremento reciente del precio del petróleo favorece la descarbonización al hacer que la energía fósil sea más cara, el hecho de que los precios del aluminio y del cobre estén cerca de picos históricos implica que el costo de las alternativas eléctricas también está subiendo, atenuando la velocidad de la sustitución hacia la energía verde.

 

 

Estos incrementos del precio de los metales, en alguna medida, son inevitables, porque la oferta responde lentamente a la demanda debido al tiempo necesario para desarrollar una mina. Pero la velocidad de respuesta de la oferta no depende sólo de factores técnicos. También está profundamente conectada a la capacidad de los sistemas políticos de crear un consenso nacional sobre la manera correcta de desarrollar la minería, minimizando el daño ambiental, definiendo el reparto de los beneficios y compensando como corresponde a los potenciales perdedores.

 

 

Esto es más fácil de decir que de hacer. La minería sigue siendo sumamente polémica, aún en países como Perú y Chile, donde es la industria exportadora dominante y un importante contribuyente a la producción global. La primera ministra de Perú recientemente ordenó que no se renovaran las licencias de exploración y desarrollo en una región minera clave. De la misma manera, el proceso regulatorio le ha atado las manos a la industria minera de Sudáfrica. Y, más allá de la minería, Colombia y Chile tienen un potencial hidroeléctrico importante, pero crear un consenso nacional para aprovecharlo ha resultado difícil.

 

 

De manera que, mientras que los perdedores como consecuencia de la descarbonización son relativamente obvios, los ganadores serán quienes combinen la suerte geográfica con la acción inteligente. El sol y el viento no se convierten en electricidad sin el esfuerzo humano.

 

 

Las ciudades, las regiones y los países que quieran beneficiarse de la reubicación de industrias intensivas en energía necesitarán garantizar que pueden ofrecer creíblemente un acceso seguro a la energía verde. Eso dependerá de su capacidad de transformar sus sistemas energéticos. Algunos países podrían seguir el ejemplo de Francia y desarrollar su potencial energético nuclear. Kazajstán, por ejemplo, podría usar sus amplias reservas de uranio para desarrollar plantas nucleares de próxima generación y abastecer el resto de las necesidades de uranio del mundo. Venezuela podría maximizar la producción actualmente subutilizada de energía hidroeléctrica de su río Caroní para revivir sus industrias de acero y aluminio. Australia, Namibia y Chile podrían usar sus altísimas tasas de insolación para convertirse en los principales productores de hidrógeno verde.

 

 

Los países del África subsahariana podrían intentar explotar su potencial geológico y rivalizar con Australia y Sudamérica en el campo de la minería. Bolivia, Chile y México podrían dominar el sector de las baterías de litio transformando sus recursos de carbonato de litio en óxidos y baterías de litio transformando sus recursos mineros mediante el uso de energía verde. (Corea del Sur, Japón y China actualmente transforman el litio usando combustibles fósiles). Otros países podrían desarrollar su capacidad de almacenar carbono bajo tierra.

 

 

La descarbonización cambiará los senderos posibles de desarrollo nacionales y obligará a los responsables de las políticas públicas a repensar sus estrategias económicas. El debate sobre la agenda verde se ha centrado demasiado en los sacrificios que cada país tiene que hacer para reducir sus emisiones. Pero el fin de la planicie energética provocará una reubicación industrial masiva, mientras que salvar a la atmósfera exigirá encontrar mejores maneras de mitigar el daño al suelo. Los primeros en actuar para desarrollar un consenso nacional destinado a promover el ecosistema económico adecuado para el crecimiento verde serán quienes salgan ganando.

 

 

 

 Ricardo Hausmann

Copyright: Project Syndicate, 2021.

www.project-syndicate.org

Rankings de odiosidad para la deuda pública por Ricardo Hausmann y Ugo Panizza

Posted on: agosto 30th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

El viernes 25 de agosto, el gobierno de Estados Unidos impuso sanciones financieras a Venezuela, que limitan la posibilidad de que el gobierno de Nicolás Maduro y su petrolera nacional, PDVSA, emitan nueva deuda en los mercados de capital estadounidenses. Las sanciones se impusieron en respuesta a la elección inconstitucional y fraudulenta, organizada por el gobierno, de una Asamblea Constituyente, y al cierre de facto de la Asamblea Nacional, que había sido elegida de manera constitucional con amplia mayoría opositora.

 

 

 

Si los mercados financieros funcionasen bien, hace mucho tiempo que el acceso a los mercados financieros por parte del régimen de Maduro se habría cerrado. El hecho de que esto no haya ocurrido, no solo ha golpeado los sentimientos morales de muchos, sino que también ha revelado la existencia de un defecto fundamental en la arquitectura institucional de los mercados de deuda soberana. Pocas cosas buenas saldrán de la catástrofe económica de Venezuela, sin embargo, una consecuencia positiva podría ser una reforma que ponga a dichos mercados en un pie financiero y moral más sólido.

 

 

Toda deuda entraña el compromiso por parte del prestatario de repagar lo que ha recibido, con interés. En el caso de deuda pública, el principio de pacta sunt servanda implica que los gobiernos futuros tienen la obligación de respetar los compromisos adquiridos por sus antecesores. No obstante, como en 1927 lo sostuvo Alexander Sack, este no debería ser siempre el caso para los gobiernos posteriores:

 

 

“Cuando un régimen despótico contrae una deuda, no en pos de las necesidades o de los intereses del Estado, sino para fortalecerse a sí mismo, reprimir una insurrección popular, etc., esta deuda es odiosa para la ciudadanía de todo el Estado”.

 

 

De acuerdo a esta doctrina, las deudas contraídas por regímenes “odiosos” no deberían ser exigibles, puesto que el acreedor debería haber sabido que ellas no fueron contraídas con el consentimiento de la ciudadanía, y tampoco para su beneficio.

 

 

Según lo expresa Sack:

 

 

“Estas deudas no obligan a la nación; son deudas de un régimen, deudas personales contraídas por el gobernante, y, en consecuencia, desaparecen al desaparecer el régimen”.

 

 

La idea de la odiosidad de la deuda fue revivida en un importante artículo de 2006 escrito por Seema Jayachandran y Michael Kremer, como también en un informe de 2010 emitido por el Center for Global Development (CGD), que proponen que las sanciones económicas incluyan un mecanismo dirigido a evitar la acumulación de deudas odiosas. Dicho mecanismo consistiría en una declaración de que la deuda emitida por un gobierno en particular debe ser considerada odiosa. En efecto, esto es lo que acaba de hacer el gobierno de Trump.

 

 

Una declaración como esta reduce el flujo de fondos a regímenes odiosos debido al riesgo de que gobiernos posteriores desconozcan las deudas de sus antecesores sin incurrir en costos judiciales ni de reputación (ya que los tribunales de justicia de los países participantes no exigirán el cumplimiento de contratos de deuda).

 

 

 

El informe del CGD propone que un régimen debe ser considerado odioso si viola los derechos humanos de la ciudadanía, emplea fuerza militar, comete fraude electoral, y gestiona mal o malversa fondos públicos.

 

 

 

Es indudable que el régimen venezolano ha perpetrado todos estos actos, lo que lo convierte en el ejemplo modelo de la odiosidad. Pero no los perpetró todos al mismo tiempo: el saqueo de la riqueza de Venezuela, la descarada violación de los derechos humanos, y la inconstitucionalidad de sus decisiones no comenzaron con la elección de la nueva Asamblea Constituyente del 30 de julio de este año. Ha sido un proceso lento, que comenzó hace muchos años.

 

 

Por ejemplo, es difícil argüir que la destrucción de la industria petrolera de Venezuela, que ha perdido casi la mitad de su participación en el mercado mundial desde que el presidente Hugo Chávez asumiera el poder hace casi 20 años, se llevó a cabo para favorecer los intereses del pueblo venezolano. Y ello sucedió en medio del mayor y más largo auge del precio del petróleo de la historia, cuando el país poseía las reservas más grandes del mundo y PDVSA se estaba endeudando a gran escala.

 

 

Es aún más difícil sostener que la deuda de la PDVSA denominada en dólares era legítima cuando fue vendida en moneda local por debajo de los precios de mercado, a personas con conexiones políticas, quienes solían pedir prestados los bolívares necesarios de la noche a la mañana a bancos del sector público, solo para vender inmediatamente los bonos a Wall Street. Como lo documentó Alejandro Grisanti de Barclay’s en 2008, los beneficiarios se hicieron con una ganancia instantánea en dólares igual al 20-30% del valor nominal de la deuda.

 

 

 

Ninguna de estas consideraciones impidieron que el régimen venezolano se endeudara, incluso a la absurda tasa del 50%, como sucedió en junio con la compra los “bonos del hambre” por parte de Goldman Sachs. Tampoco lograron evitar que instituciones como JP Morgan incluyeran bonos venezolanos en su índice de bonos de mercados emergentes y adquirieran más de mil millones de dólares en estos bonos en los fondos mutuales y cotizados en bolsa que ofrecen al público como instrumentos de inversión.

 

 

 

Debido a esto proponemos que se adopte un sistema de calificación de odiosidad, parecido a las calificaciones crediticias. Si bien estas últimas se enfocan en la capacidad y disposición de un prestatario a repagar, la clasificación de odiosidad proporcionaría una estimación de la probabilidad de que un tribunal decida que la deuda desaparece junto con el régimen. La escala sería continua, yendo desde, por decir, O (dictaduras represivas odiosas) hasta B (democracias bien dirigidas y en pleno funcionamiento). Existirían niveles intermedios: dictaduras que promueven el desarrollo económico y así benefician a la población (por ejemplo, Corea del Sur en los años 1970) y democracias defectuosas que se caracterizan por un manejo económico malo y corrupto (por ejemplo, Argentina bajo Cristina Kirchner).

 

 

Las clasificaciones de odiosidad podrían integrarse al derecho internacional indicativo, a ser empleado por los tribunales al hacer cumplir contratos de deuda, y podrían usarse para determinar qué bonos se incluyen en el cálculo de los índices de mercados emergentes. El mismo país podría tener bonos que, al ser emitidos en distintos momentos, tendrían distintas calificaciones de odiosidad y de probabilidades de que se hagan cumplir. Puesto que una calificación de mayor odiosidad limita el apetito de los inversores por esos bonos, los descensos de calificación limitarían la acumulación de deuda irresponsable y los desastres económicos provocados por regímenes como el de Venezuela —y posiblemente acelerarían su desaparición.

 

 

Todavía quedan muchas interrogantes. ¿Quién debería emitir la calificación? ¿Qué metodología debería usarse? ¿Cómo se puede proteger al calificador de presiones políticas? Todas estas preguntas se pueden contestar. El mejor modo de hacerlo es iniciando la discusión.

 

 

 

Ricardo Hausmann, ex Ministro de Planificación de Venezuela y ex Economista Jefe del Banco Inter-Americano de Desarrollo, es Director del Center for International Development at Harvard University y profesor de economía del Harvard Kennedy School. Ugo Panizza ocupa la cátedra Pictet y es profesor de economía del Graduate Institute, Ginebra.

 

 

Ricardo Hausmann y Ugo Panizza

 Copyright: Project Syndicate, 2017.
www.project-syndicate.org

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