No esperamos que vengan piñas de Noruega ni papayas del desierto del Sahara. Esas frutas tienden a crecer en lugares con mucho sol y mucha agua. ¿Por qué, entonces, es que los productos intensivos en energía como el acero provienen de países con pocos recursos energéticos como Japón y Corea del Sur?
La respuesta es que el carbón y el petróleo tienen una característica única cuando se los compara con la madera, el gas natural o el hidrógeno: son sorprendentemente energéticos por unidad de volumen y peso. Este dato, combinado con los progresos en las tecnologías de transporte del siglo XX, significó que el mundo se volvió “plano” desde un punto de vista energético. Como el petróleo se puede transportar del Golfo Pérsico a Nueva York o Seúl por una fracción de lo que cuesta un barril de petróleo en su punto de origen, la ausencia de fuentes de energía locales no fue un obstáculo.
Esto no siempre fue así. Antes de los trenes, la proximidad al carbón era importante para la producción de hierro, y antes del motor a vapor, estar cerca de ríos de cauce rápido que pudieran impulsar molinos de agua era crucial para la manufactura. Pero hoy, las fuentes de energía disponibles a nivel local no son un prerrequisito para emprender la mayoría de las actividades intensivas en energía. Excepto por el gas natural (que, en todo caso, es un poco más verde que el carbón y el petróleo), la energía se puede transportar a la mayoría de los lugares a un costo modesto.
Sin embargo, en la medida que el mundo vaya abandonando el carbón y el petróleo, la planicie energética pasará a ser una cosa del pasado. Con excepción de la energía nuclear, todas las fuentes de energía verdes –solar, eólica, hidroeléctrica y geotérmica- están distribuidas geográficamente de manera desigual y son costosas para transportar. Aun si las empresas insisten en utilizar combustibles fósiles junto con captura y almacenamiento de carbono, se beneficiarán de la proximidad a formaciones geológicas que puedan almacenar dióxido de carbono –y estas no son ubicuas–.
En un mundo que se descarboniza, por lo tanto, las actividades intensivas en energía nuevamente van a tener que localizarse en zonas específicas, como en los tiempos de los molinos de agua. Estas no son buenas noticias para ciudades como Gwangyang, en Corea del Sur, sede de la mayor planta de acero del mundo, o para la industria del aluminio de Oriente Medio, que actualmente utiliza gas natural.
Qué países se beneficiarán de este cambio dependerá del resultado de un conflicto en ciernes que involucra a la Tierra y su atmósfera. El movimiento ambiental hace mucho tiempo que se preocupa por el impacto de la actividad humana en el planeta, desde la contaminación local del suelo, el aire y el agua hasta la destrucción de bosques y especies animales. Pero el cambio climático y la necesidad de una descarbonización aumentan drásticamente los conflictos entre estos objetivos tan distintos.
En particular, como ha señalado Bill Gates, reducir significativamente las emisiones de CO2 implicará electrificar todo lo que se pueda electrificar. Pero esto exigirá inmensas cantidades de cobre, aluminio, cobalto, litio y tierras raras, que sólo se pueden obtener a través de una gran expansión de la minería. La electrificación masiva también puede exigir más plantas hidroeléctricas y nucleares.
Ya estamos viendo los efectos de este conflicto. Si bien el incremento reciente del precio del petróleo favorece la descarbonización al hacer que la energía fósil sea más cara, el hecho de que los precios del aluminio y del cobre estén cerca de picos históricos implica que el costo de las alternativas eléctricas también está subiendo, atenuando la velocidad de la sustitución hacia la energía verde.
Estos incrementos del precio de los metales, en alguna medida, son inevitables, porque la oferta responde lentamente a la demanda debido al tiempo necesario para desarrollar una mina. Pero la velocidad de respuesta de la oferta no depende sólo de factores técnicos. También está profundamente conectada a la capacidad de los sistemas políticos de crear un consenso nacional sobre la manera correcta de desarrollar la minería, minimizando el daño ambiental, definiendo el reparto de los beneficios y compensando como corresponde a los potenciales perdedores.
Esto es más fácil de decir que de hacer. La minería sigue siendo sumamente polémica, aún en países como Perú y Chile, donde es la industria exportadora dominante y un importante contribuyente a la producción global. La primera ministra de Perú recientemente ordenó que no se renovaran las licencias de exploración y desarrollo en una región minera clave. De la misma manera, el proceso regulatorio le ha atado las manos a la industria minera de Sudáfrica. Y, más allá de la minería, Colombia y Chile tienen un potencial hidroeléctrico importante, pero crear un consenso nacional para aprovecharlo ha resultado difícil.
De manera que, mientras que los perdedores como consecuencia de la descarbonización son relativamente obvios, los ganadores serán quienes combinen la suerte geográfica con la acción inteligente. El sol y el viento no se convierten en electricidad sin el esfuerzo humano.
Las ciudades, las regiones y los países que quieran beneficiarse de la reubicación de industrias intensivas en energía necesitarán garantizar que pueden ofrecer creíblemente un acceso seguro a la energía verde. Eso dependerá de su capacidad de transformar sus sistemas energéticos. Algunos países podrían seguir el ejemplo de Francia y desarrollar su potencial energético nuclear. Kazajstán, por ejemplo, podría usar sus amplias reservas de uranio para desarrollar plantas nucleares de próxima generación y abastecer el resto de las necesidades de uranio del mundo. Venezuela podría maximizar la producción actualmente subutilizada de energía hidroeléctrica de su río Caroní para revivir sus industrias de acero y aluminio. Australia, Namibia y Chile podrían usar sus altísimas tasas de insolación para convertirse en los principales productores de hidrógeno verde.
Los países del África subsahariana podrían intentar explotar su potencial geológico y rivalizar con Australia y Sudamérica en el campo de la minería. Bolivia, Chile y México podrían dominar el sector de las baterías de litio transformando sus recursos de carbonato de litio en óxidos y baterías de litio transformando sus recursos mineros mediante el uso de energía verde. (Corea del Sur, Japón y China actualmente transforman el litio usando combustibles fósiles). Otros países podrían desarrollar su capacidad de almacenar carbono bajo tierra.
La descarbonización cambiará los senderos posibles de desarrollo nacionales y obligará a los responsables de las políticas públicas a repensar sus estrategias económicas. El debate sobre la agenda verde se ha centrado demasiado en los sacrificios que cada país tiene que hacer para reducir sus emisiones. Pero el fin de la planicie energética provocará una reubicación industrial masiva, mientras que salvar a la atmósfera exigirá encontrar mejores maneras de mitigar el daño al suelo. Los primeros en actuar para desarrollar un consenso nacional destinado a promover el ecosistema económico adecuado para el crecimiento verde serán quienes salgan ganando.
Ricardo Hausmann
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