Todo hacía presagiar que Robert Mugabe moriría algún día en la cama con las botas puestas, el gran sueño de todo dictador. De hecho, a sus 93 años, el sátrapa de Zimbabue seguía manteniendo su régimen a raya. Y, gracias a una monstruosa estrategia de represión, de depuraciones políticas y de ejecuciones que comenzó al poco de su llegada al poder, en 1987, disfrutaba de una plácida existencia. De ahí que resulte una paradoja, casi justicia poética, que Mugabe vaya a perder su reino por la ambición desmedida de su joven esposa. Las maniobras para que la impopular Grace Mugabe siguiera acumulando poder y se convirtiera de facto en la sucesora del tirano han desencadenado un golpe militar aún confuso.
Aunque en los primeros años de su matrimonio Grace Mugabe no pareció tan interesada en los asuntos políticos como en despilfarrar cantidades indecentes de dinero en el extranjero, de un lustro a aquí no ha disimulado sus ansias de suceder a su marido al frente de uno de los regímenes más corruptos del mundo. La avanzada edad del dictador y sus problemas de salud han acelerado los planes para preparar el relevo. Y la propia Grace ha impulsado purgas en el Gobierno -como la que se cobró la cabeza días atrás del vicepresidente, llamado a ser el sucesor natural de Mugabe- que han acabado con la paciencia de algunos sectores del partido y de la propia élite castrense. La desigualdad es alarmante en Zimbabue, con una de las rentas per cápita más bajas del continente y un nulo respeto por los derechos humanos. Ante esta crisis, la comunidad internacional debe ejercer presión para acabar con un régimen realmente execrable.
PHILIMON BULAWAYO