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Los dilemas de la transición venezolana

Posted on: febrero 16th, 2019 by Laura Espinoza No Comments

Ha sido más que suficiente un mes de lucha democrática, signado por la movilización ciudadana y la aparición de un nuevo liderazgo opositor, para enrumbar el país hacia un cambio político, que a estas alturas, si bien continúa siendo muy incierto, luce también irreversible.

 

 

El oficialismo difícilmente puede restaurar la posición de dominio en el que se encontraba antes del 10 de enero, cuando estaba dispuesto, no sólo a juramentar a Maduro, a pesar de haberse expirado su legitimidad de origen, sino también a disolver de forma definitiva la constitución nacional.

 

 

 

Este proceso histórico, inédito en los movimientos democráticos del mundo –incluso en el transcurso de nuestra propia historia republicana–, es un esfuerzo político y social, que pudo anclarse sorpresivamente sobre las bases de un liderazgo capaz de crear una amplia alianza constitucional, con apoyo internacional, orientada a promover una transición democrática desde la Asamblea Nacional.

 

 

Las transiciones suelen estar signadas por grandes movimientos sociales, por el surgimiento de personalidades que terminan promoviendo aperturas en sistemas completamente cerrados, por presión externa, por quiebres militares; pero rara vez se construyen desde un parlamento. La concertación chilena jamás contó con un congreso para respaldar su esfuerzo por derrotar electoralmente al General Pinochet a través de un plebiscito constitucional. En Túnez y Egipto, la primavera árabe fue resultado del descontento que conllevó a masivas protestas ciudadanas que culminó en una ruptura de la coalición autoritaria. En Brasil, la transición fue un proceso gradual marcado por una crisis interna del sector militar, caracterizada también por una aceleración hiperinflacionaria, que derivó paulatinamente en un nuevo orden democrático. En México, la transición fue resultado de una crisis de legitimidad del partido hegemónico que permitió modificar las reglas electorales, lo cual creó las condiciones para garantizar la alternabilidad. En Argentina, una derrota militar frente a una potencia extranjera, como lo fue la guerra de las Malvinas, produjo posteriormente el colapso definitivo de la dictadura.

 

 

 

Muchos de estos ingredientes tan disimiles convergen en el caso venezolano: nuevos liderazgos, actores militares, violaciones de derechos humanos, hegemonía partidista, simulaciones electorales, denuncia internacional, movilización ciudadana, crisis económica; pero lo que en definitiva la distingue es la resistencia de la única institución que se mantiene en pie frente a la disolución del orden constitucional y la desintegración del funcionamiento del estado de derecho, que no es otra que la Asamblea Nacional.

 

 

 

Existen otros factores que han garantizado la irreversibilidad de este proceso, y vale la pena mencionarlos, pero es fundamental internalizar la importancia de esta diferencia, pues el amplio desconocimiento internacional de Maduro, así como el rápido reconocimiento de Guaidó como presidente encargado por parte del mundo occidental, es una consecuencia directa –no sólo del rechazo moral a un sistema autoritario–, sino por encima de todo de la legitimidad que encarna institucionalmente la Asamblea Nacional. Es precisamente este factor lo que ha permitido apalancar la reyerta por el cese de la usurpación, por tratar de apresurar el inicio de una transición que restaure el orden constitucional, así como el llamado a organizar elecciones libres y transparentes.

 

 

De modo que el primer dilema de la transición venezolana se deriva del simple hecho que todos los actores deben aceptar, incluyendo el chavismo y los sectores militares, que cualquier salida de ahora en adelante pasa por esta institución. No es casual que cuando algún factor de poder dentro de la coalición dominante amenaza con disolver la Asamblea Nacional o con detener a su presidente, inmediatamente esa decisión es esquivada por otros grupos que saben que esa jugada podría ser temeraria, precisamente, porque es una imposibilidad, es decir, porque termina siendo un conjunto vacío. No hay amnistía, no hay financiamiento, no hay reconocimiento internacional, no hay remoción de las sanciones, no hay manera de recuperar la industria petrolera y, a fin de cuentas, no hay legitimidad de ninguna alternativa transitoria, que no pase por el tamiz de ese filtro institucional.

 

 

¿Por qué el cambio político es irreversible?

 

 

A estas alturas el cambio es inevitable. Esto no quiere decir que el resultado cristalice en lo que todos estamos esperando. Tampoco quiere decir que el desenlace sea inmediato. Lo que sí parece evidente, es que el desarrollo de esta historia, con todas sus sorpresas, comienza a tener los efectos de una tormenta. De hecho, algunos síntomas permiten detectar las causas que explican la velocidad con la que se ha acelerado este proceso.

 

 

 

El primer factor tiene que ver con la crisis de liderazgo interno que sufre Maduro dentro del propio chavismo. Maduro subestimó las consecuencias del 10 de enero, pero sobre todo, sobrestimó sus capacidades para lidiar con una nueva realidad política y con el deterioro de la situación socioeconómica del venezolano. El resultado de este error de cálculo fue lo que terminó desmoronando su cuestionado liderazgo, tanto en el plano internacional como incluso en la esfera nacional. Antes del 10 de enero, estaba dispuesto a pagar un costo muy alto mundialmente por terminar de disolver la constitución, pero nunca se imaginó que pagaría también un costo aún más elevado nacionalmente. En su cálculo original, la sociedad venezolana ya estaba subyugada y la oposición estaba completamente derrotada. Sin embargo, las protestas del 23 de Enero, mostraron una sociedad tremendamente aguerrida, que a pesar de la hiperinflación, la migración y las fracturas opositoras, estaba dispuesta a movilizarse pacíficamente y coordinarse nuevamente alrededor de la Asamblea Nacional. Fue en ese inédito contexto, que comenzó a hacerse cada vez más evidente, incluso para toda la coalición dominante, que la crisis de gobernabilidad se había vuelto tan profunda, que la continuidad de Maduro comenzaba a estar seriamente comprometida. Es por ello que algunos factores intuyen que lo único que les queda es resistir; pero el chavismo y esos mismos sectores militares también comienzan a entender que Maduro tampoco puede resolver el problema. Por el contrario, lo profundiza.

 

 

El segundo elemento está vinculado con Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional. La sociedad encontró un referente en un nuevo político que es esencialmente joven, moderado, fresco, firme (sin ser intolerante) y comprometido. Guaidó pudo comunicar con efectividad una ruta que la opinión pública entendía que en la práctica era una tarea titánica: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones competitivas. La repetición de este mantra también le permitió comunicar que no había salidas rápidas sino una lucha por etapas que necesita ineludiblemente de paciencia y compromiso ciudadano. Su extracto popular, sus capacidades de superación profesional y su lenguaje sencillo, comenzó a contrastar con una revolución que repetía viejas fórmulas en un país, que sumido en la depresión económica más profunda de su historia, sin referentes futuros, comenzaba a buscar desesperadamente la posibilidad de materializar un cambio económico y social que el régimen ya no podía ofrecer.

 

 

 

Otro elemento decisivo ha sido la desmovilización del oficialismo. Frente a la amenaza imperial de los Estados Unidos y la posibilidad que la revolución sea políticamente derrotada, la base del chavismo, tanto en la estructura del partido como en los sectores populares, decidió mantenerse al margen. Esto es sin duda sorprendente y revela que esa misma base no está dispuesta a inmolarse. La razón es más que evidente: el votante chavista quiere lo mismo que el votante opositor: pan, tierra y trabajo. La vieja fórmula de Rómulo Betancourt. Todos desean frenar la hiperinflación, reunificar la familia venezolana, retomar el crecimiento económico y contar con servicios públicos que funcionen. El llamado a inmolarse por la revolución, pero muy especialmente por Maduro, sin tener una contraparte económicamente funcional –que vaya más allá de la instrumentalización clientelar de los apoyos que reciben a través de los Clap y el carnet de la patria– pasa a ser muy poco atractivo. La represión en los barrios frente a ese descontento social muestra una gran desesperación. Este hecho ha exacerbado aún más la impresión en los sectores populares de que la élite que ostenta el poder se ha quedado desfasada y que es cada vez menos representativa.

 

 

 

Finalmente, el asunto venezolano ha adquirido unas dimensiones internacionales que desborda todo cálculo. El problema ya es más grande que el país. En la medida en que la crisis se va acentuando, algunos países como Estados Unidos, Canadá, Colombia, Brasil o Argentina se van a involucrar aún más precisamente porque las consecuencias regionales del conflicto político venezolano, entre ellas, el tema migratorio, continuarán aumentando. Lo mismo ocurrirá con Europa. Quienes piensan que con el tiempo, aún si los factores de poder resisten, la intensidad del compromiso internacional va a amainar, se equivocan: lo más probable es que se haga mucho más intenso. En especial, el tema humanitario irá creciendo en importancia.

 

 

Al mismo tiempo, países claves como Rusia y China, no han mostrado los niveles de compromisos esperados. China continúa apoyando políticamente pero también se muestra mucho más pragmática y más dispuesta a favorecer la protección de sus intereses comerciales y financieros. En estos momentos, China quiere reducir su exposición reputacional en América Latina a los embates del triste caso venezolano, debido a que sus inversiones y sus líneas de créditos son más importantes y prometedoras en países como Brasil, Argentina, Perú, Ecuador o Panamá. Para China, América Latina comienza a tener un mayor valor estratégico que una visión exclusivamente acotada a la Revolución Bolivariana, por lo que Beijing no quiere ser percibido como un defensor incondicional de Miraflores. Es por ello que el gigante asiático se muestra abierto a una posible transición siempre y cuando involucre alguna negociación.

 

 

En cambio, Rusia sí pareciera tener una mayor disposición geopolítica a involucrarse en el conflicto venezolano; pero también ha mostrado que prefiere una resolución pacífica (lo cual supone alguna concesión) porque desea igualmente proteger sus intereses comerciales en temas de seguridad y defensa así como sus inversiones en el sector petrolero y gasífero. Incluso, aliados como Uruguay comienzan a aceptar tímidamente que mantener la situación actual es insostenible y que una salida a través de elecciones libres es conveniente. Los únicos aliados que se mantienen interesados en mantener el status-quo, por razones existenciales, son Bolivia, Cuba y Nicaragua. En términos generales, en el plano internacional todos los actores, e incluso algunas de las naciones más cercanas a la revolución, aceptan que Venezuela necesita un cambio y lo único que los divide es la forma de impulsarlo.

 

 

¿Por qué no se materializa la transición?

 

 

Si el cambio es inevitable, ¿por qué no termina de ocurrir? La razón que muchos aducen es el factor militar. Yo agregaría que la oferta actual de transición es insuficiente para todos los grupos relevantes, entre ellos los altos mandos militares, que todavía controlan “de facto” los hilos del poder. Por lo tanto, el segundo dilema de la transición es el siguiente: todos los actores, salvo el círculo más íntimo de la coalición dominante, saben que están mejor lanzándose a la piscina de la transición, pero una vez adentro, algunos temen que puedan terminar ahogados. Tanto para los militares como para los chavistas, y probablemente también para algunos actores minoritarios dentro de la oposición, la transición pudiese llegar a generar demasiada incertidumbre.

 

 

 

¿Dónde van a quedar una vez que se levante el velo del cambio político? En este sentido, el problema central que en estos momentos detiene la transición es la dificultad de resolver un problema de coordinación gigantesco –que si bien ha sido superado contra todo pronóstico en el seno de la oposición– todavía no ha sido resuelto ni dentro del mundo castrense (en parte debido al factor disuasivo de la inteligencia militar) y mucho menos dentro de la esfera del chavismo (precisamente porque hasta ahora Maduro ha logrado bloquear cualquier liderazgo emergente, pero también porque tienen mucha desconfianza hacia la oposición). Esta es la única fortaleza que le queda al régimen: taponear cualquier intento por remover ese problema de coordinación de unos actores, que así digan que son leales, anticipan que cualquier modificación del escenario actual podría ser mucho mejor para todos ellos.

 

 

 

El principal trabajo de la oposición, y en especial de la Asamblea Nacional, es ayudar a resolver este asunto. ¿Cómo hacer para que la promesa de futuro sea menos incierta que el presente, tanto para ganadores como perdedores? La única manera de reducir a todos estos actores los costos de coordinación es creando mayor certidumbre. Y la única forma de hacerlo es prometiendo –de forma creíble– que indistintamente de los resultados de unas elecciones competitivas, todos van a tener garantías plenas aún si pierden el control del poder.

 

 

 

En el caso de los militares, la amnistía es un instrumento en la dirección correcta pero hace falta mucho más que eso. A estos hay que hablarles no sólo de amnistía sino también de una oferta que establezca claramente su papel en el proceso de reconstrucción del país. Los militares deben poder anticipar que la transformación del sistema político va a permitirles asegurar una mayor profesionalización e institucionalización de las Fuerzas Armadas. Asimismo, deben tener garantías de que si bien deben regresar a funciones de seguridad y defensa, y que es necesario delegar el control de las industrias básicas a una gerencia capacitada y especializada, con una mayor participación del sector privado –aún cuando ello implique abandonar el acceso a rentas tanto en el sector petrolero como minero–, van a poder contar con los recursos fiscales necesarios para cumplir cada vez mejor con su función constitucional. La amnistía les habla a los altos rangos, pero a los rangos medios y bajos los mueve este otro tipo de compromisos.

 

 

En el caso del chavismo la oferta debe ser política. Si el chavismo llegase aceptar la transición como algo inevitable, lo cual supone aceptar la salida de Maduro del poder, inmediatamente debe aceptar que puede llegar a perder elecciones perfectamente competitivas. Una vez que aceptan esta realidad el problema deja de ser las elecciones y pasa a ser el asunto de las garantías: ¿cómo asegurarse de que no van a ser perseguidos y cómo se aseguran también de que electoralmente van a poder regresar al gobierno? Los esquemas de justicia transicional buscan resolver la primera parte del problema y deberían ser adoptados junto con los esquemas de amnistía para mitigar estos riesgos.

 

 

La segunda parte del problema tiene que ver con temas institucionales de fondo, propios de un sistema hiperpresidencialista que construyó el chavismo y que terminó destruyendo el funcionamiento de la democracia. Aunque muchos insisten en que el tema central de la transición es la realización de elecciones competitivas, el asunto neurálgico de la reinstitucionalización del país pasa igualmente por acotar los beneficios de ejercer el poder y disminuir los costos de estar en la oposición. Estos cambios requieren de la renovación de todos los poderes públicos; sin embargo, también pasan por reformas puntuales pero sustantivas en el arreglo constitucional. Parte de la razón de que el chavismo no quiera aceptar perder el poder e ir a la oposición, se debe a que saben que en Venezuela perder la presidencia es colocarse en una posición extremadamente vulnerable y que las mieles de ejercerlo en una nación petrolera son muy altos.

 

 

¿Cómo revertir estos incentivos? ¿Cómo aprovechar la transición para obtener más democracia pero también más estabilidad política, alternabilidad y transparencia? Una vez que los mismos chavistas acepten que no hay forma de revertir el cambio, ellos pedirán las mismas reformas que la oposición tiene lustros solicitando y aceptarán la liberación de los presos políticos. Todos los actores comenzarán a demandar reformas constitucionales que permitan recortar la extensión del periodo presidencial, limitar la reelección indefinida, incorporar la segunda vuelta, introducir el financiamiento público a la actividad partidista, garantizar la proporcionalidad del sistema electoral y aumentar la dificultad para cambiar arbitrariamente las reglas de juego del sistema político.

 

 

Sin estos acuerdos, sin estas reformas constitucionales, el país no va a quedar curado de lo que implicó, durante estas últimas dos décadas, delegar el poder en una figura presidencial dentro de un petroestado; que en el papel, pero también en la práctica, tiene muchos poderes y muy pocos controles. Con estas transformaciones institucionales, perder una elección en Venezuela dejará de ser una tragedia y ejercer el poder también dejará de ser un reinado.

 

 

Sobre el factor tiempo

 

 

Una de las variables determinantes sobre el futuro próximo del país es la dimensión temporal de la crisis. La apuesta de Maduro es que cada día que gana es un triunfo. La apuesta de la oposición es que cada día que transcurre, con la profundización del colapso, habrá un mayor involucramiento de la comunidad internacional a través de la ayuda humanitaria. Pero lo cierto es que el efecto político del tiempo es indeterminado, por más que los distintos actores intenten imputarle alguna direccionalidad. Lo único que es posible proyectar es que el país socialmente, en la medida que pasen las semanas, se va a encontrar con una crisis económica aún más profunda y con una ciudadanía cada vez más desesperada por encontrar una salida. Podemos anticipar a ciencia cierta, dado el dramatismo de la crisis de gobernabilidad que vivimos, que la hiperinflación seguirá acelerándose, la producción petrolera se terminará de desplomar y la crisis migratoria volverá a escalar. En pocos meses, la inflación intermensual superará el 300 por ciento, la producción de crudos podría caer a 600 mil barriles diarios y la crisis migratoria podría terminar de desbordar la frontera. Maduro argumentará que la culpa la tienen las sanciones petroleras. Y la oposición dirá que es porque continúa la usurpación.

 

 

Sin embargo, las creencias de cada uno de los actores sobre el efecto del paso del tiempo los puede llevar a cometer algún error de cálculo. El régimen ya ha cometido varios en los últimos meses y está por cometer otro: en la medida en que pasen los días y la situación se continúe deteriorando, la comunidad internacional no va a dejar de aumentar su presión, sino que más bien va a redoblar sus esfuerzos por terminar de provocar un desenlace. El efecto regional de la crisis venezolana es demasiado alto como para tolerar su profundización. Es miope asumir que la respuesta internacional es todo un bluff y que solo tienen como alternativa una invasión, que todavía luce improbable y que quizás nunca ocurra. Algo debería quedar claro después de tantas contundentes respuestas diplomáticas: la comunidad internacional puede buscar salidas honorables pero difícilmente puede, después de todo lo que ha ocurrido, justificar esquemas igualmente honorables para que se queden como si nada hubiese pasado. Eso resulta poco factible. Por lo tanto, quedarse implica estar dispuestos a transformar a Venezuela en Siria o Zimbabue. Pero la diferencia es que el vecindario importa: Venezuela no queda en el Medio Oriente ni en África. América Latina es la región más democrática del mundo en desarrollo. La otra alternativa es Cuba: pero la revolución castrista se consolidó en el contexto de la guerra fría.

 

 

 

 

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Michael Penfold

La escalada se intensifica

Posted on: julio 5th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

Existen varias maneras de analizar el anuncio de la Mesa de la Unidad Democrática en torno a la decisión de organizar un plebiscito el 16 de julio como mecanismo de consulta para presionar al gobierno a revertir la Asamblea Nacional Constituyente. La primera lectura de ese acuerdo es una visión estática que describe una oposición

 

 

Existen varias maneras de analizar el anuncio de la Mesa de la Unidad Democrática en torno a la decisión de organizar un plebiscito el 16 de julio como mecanismo de consulta para presionar al gobierno a revertir la Asamblea Nacional Constituyente. La primera lectura de ese acuerdo es una visión estática que describe una oposición que logró un consenso amplio, entre una diversidad de agrupaciones partidistas que aceptaron públicamente operacionalizar un proceso de desobediencia civil a través de un mecanismo refrendario, que aún sin ser organizado por el Consejo Nacional Electoral, sino a través de una ciudadanía que se abroga el artículo 333 y 350, intenta legitimar su ambición de reestablecer el orden constitucional.

 

 

 

Con esta iniciativa, la oposición intenta retomar la ofensiva política ante un gobierno que logró durante las últimas semanas mostrar sin pudor tanto su capacidad de control institucional como su músculo militar. Con esta decisión unitaria, la calle ahora se organiza en torno a un objetivo diferente y no simplemente en función de una movilización social guiada por la protesta. Aunque la oposición sigue sin engranarse políticamente con el chavismo disidente —pues el acuerdo no incluyó a ninguna agrupación política distinta a las que ya hacían vida en la Unidad—, esta opción abre un nuevo espacio que ahora tiene el reto de probar que tiene una amplia acogida popular y que puede ser articulado con sectores más amplios de la sociedad. En paralelo, tanto la Asamblea Nacional como la Fiscalía General de la República, continúan en su esfuerzo por remover a los magistrados del TSJ para romper el control del Ejecutivo sobre el poder Judicial.

 

 

 

La segunda lectura del acuerdo es dinámica. La oposición tomó la decisión de organizar un plebiscito sin la venia del CNE como una forma de escalar el conflicto ante la arremetida del gobierno tanto en el uso de la represión como en su compromiso de continuar avanzando con la convocatoria de la Constituyente. Frente a este cambio estratégico, el gobierno seguramente ahora pasará a tratar de desmontar esta iniciativa consultiva que constitucionalmente correspondía ser organizado para poder convocar una Asamblea Nacional Constituyente. Lo más probable es que el gobierno responda nuevamente con un ataque político dirigido a la Fiscal General de la República; por lo que nadie se debe sorprender si esta semana o la próxima el TSJ decide separarla del cargo, usurpando nuevamente las prerrogativas de la Asamblea Nacional. A esta acción, que la oposición ya debe haber anticipado, se anunciará otra batería de respuestas para poder hacerle frente a esta nueva agresión institucional, lo cual continuará intensificando aún más el conflicto venezolano… Y así sucesivamente hasta que ocurra algún nuevo quiebre político.

 

 

Lo cierto es que el país acelera su espiral de enfrentamiento y por lo tanto de violencia política. Es indudable que el gobierno va a seguir insistiendo en su opción Constituyente aún si ello supone incrementar la represión, remover a la Fiscal General, bloquear la realización del plebiscito el 16 de julio y blindar el proceso electoral organizado por el Consejo Nacional Electoral a realizarse el 30 de julio. La oposición apuesta a que incluso a partir de estos anuncios cualquiera de las acciones anteriores por parte del gobierno pueda generar reacciones inesperadas de diversos actores, tanto en el plano nacional como internacional, que precipiten una serie de eventos que permitan profundizar las grietas tanto dentro del mundo chavista como en la esfera militar y facilitar así un proceso de cambio político.

 

 

La apuesta es sin duda riesgosa. Esta iniciativa coloca al gobierno frente a una serie de decisiones que podrían terminar de deslegitimar lo que ya luce como un proceso arbitrario e inconstitucional de convocatoria a una Constituyente. Por el contrario, si el gobierno no logra reaccionar, y se realiza el plebiscito el 16 de julio, la oposición habrá obtenido un triunfo simbólico.

 

 

 

A estas alturas para todos los actores nacionales relevantes es evidente lo que está ocurriendo en el país: acabamos de entrar en una fase aún más peligrosa en la confrontación política, en una lucha que es cada vez más enconada y sin la mediación de ninguna institución creíble, y que tan solo un actor internacional, con mucha filigrana diplomática, va a poder desmontar. En otras palabras: continúa la escalada y se profundiza la crisis de gobernabilidad. Se aceleran los tiempos. Y se elevan las apuestas.

 

Blog de Michael Penfold

 

7 propuestas para salir de la crisis política en Venezuela

Posted on: junio 17th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El diálogo, que es un eufemismo para hablar de negociación, es un espacio incierto que se abre desde la dimensión internacional en el contexto actual del conflicto político venezolano.

 

 

 

En las próximas semanas veremos si efectivamente la comunidad internacional continuará asumiendo un simple papel de facilitador o más bien se verá obligada a mediar directamente para buscar una alternativa que contribuya a resolver la actual coyuntura política, económica y social en Venezuela.

 

 

 

La región tiene un reto: las instituciones internacionales disponibles, sea la OEA o UNASUR, son organizaciones bastante disfuncionales y con poca capacidad de articulación política y con bajos niveles de legitimidad.

 

 

 

Distintos países latinoamericanos favorecen estas distintas instancias dependiendo de la temática o de los intereses que están en juego. Intercambian cada uno de estos espacios en la medida en que las coaliciones regionales se van transformando.

 

 

 

Esto es claramente lo que ha salido a relucir nuevamente con el caso venezolano.

 

 

 

Tanto Luis Almagro en la OEA como Ernesto Samper en UNASUR, si bien persiguen agendas diferentes en el plano internacional, cuando se refieren a la situación venezolana, han terminado asumiendo estilos similares que no siempre facilitan un papel mediador. Ambos han utilizado lo que se denomina “la diplomacia pública” para aumentar su visibilidad y competir por el protagonismo sobre el mejor tratamiento para atender el quiebre institucional del país, cuando más bien debieron haber optado por una movilización diplomática igualmente activa pero mucho más soterrada.

 

 

 

De ahí que en la medida en que la crisis venezolana se siga profundizando, lo cual luce inevitable, veremos cómo estos mismos espacios regionales, aunque frágiles, van a tener que involucrarse crecientemente en la resolución del conflicto venezolano. No obstante, por sus debilidades, estas mismas organizaciones tendrán que ser complementadas por instituciones o actores extra-regionales, como la ONU o el Vaticano, que puedan mediar de una forma más efectiva.

 

 

 

No puede ser de otra forma: la magnitud de la crisis política, económica y social en Venezuela no sólo es profunda sino que plantea literalmente un dilema existencial de supervivencia para los diversos grupos en pugna. Unos grupos que, durante más de una década, gracias a la retórica revolucionaria y el uso excesivo de un lenguaje de guerra, se han acostumbrado a concebir la política como todo o nada, en la que el diálogo es tan solo un mecanismo de tregua y no la base institucional que garantiza la convivencia democrática.

 

 

 

Es por ello que no debe sorprender a nadie que todos los actores relevantes, sobre todo aquellos cercanos al mundo opositor, mantengan la desconfianza y el escepticismo; y que, a pesar del gesto de aceptar el diálogo, ninguno de ellos esté convencido que la situación política pueda ser transformada a través de semejante mecanismo diplomático. Para muchos, y con razones de sobra, el pasado continúa siendo el mejor predictor del futuro: hasta ahora la historia reciente ha mostrado que el diálogo para el chavismo es tan solo una forma de postergar su verdadero objetivo revolucionario.

 

 

 

Un paso para atrás para dar dos hacia adelante.

 

 

 

De modo que es lógico anticipar, en medio de semejante escenario, que cada grupo intentará mantener vivo su mejor amenaza creíble para incrementar su poder de negociación en el plano internacional, si es que esa posibilidad de diálogo realmente se materializa.

 

 

 

El gobierno insistirá en su control institucional y político sobre los poderes públicos para dilatar o impedir una salida constitucional. La oposición insistirá en la necesidad de materializar la activación del referendo revocatorio a través de la movilización social. Y, por si fuera poco, la sociedad, cada vez más insatisfecha y cada vez más dispuesta a acudir a las calles a protestar, continuará aguardando desesperadamente en largas filas soluciones diarias frente a la escasez de alimentos y medicinas.

 

 

 

El panorama es claro: el chavismo representa un gobierno débil, sin fuerza electoral y con una seria amenaza de un desbordamiento social, pero con un férreo control institucional. En cambio, la oposición es electoralmente fuerte pero dispersa políticamente y sin capacidad relativa de capitalizar definitivamente el creciente descontento de los venezolanos.

 

 

 

El resultado de esta equación es un país que no posee mecanismos políticos ni institucionales ni electorales para dirimir sus conflictos; y por lo tanto, tampoco tiene capacidad para abordar y resolver los problemas estructurales que enfrenta tanto en el plano económico como social.

 

 

 

De ahí que la preocupación internacional por la crisis venezolana sea genuina. Sería estúpido pensar de otra forma.

 

 

 

El colapso económico, y por estas mismas razones, las altas probabilidades de un derrumbe definitivo en el sector petrolero, tendrían serias consecuencias, no sólo para el futuro del país, sino para la seguridad hemisférica en general.

 

 

 

La crisis en la frontera con Colombia, como consecuencia de las distorsiones cambiarias y los controles de precio, es socialmente cada vez más aguda. Pronto, el flujo migratorio venezolano, el desplazamiento del comercio, el continuo declive de las remesas y la capacidad de absorber a los mismos inmigrantes colombianos que se quieran regresar a su país de origen, va a implicar tensiones crecientes que el gobierno neogranadino va a tener dificultades para atender y que pudiesen comprometer parcialmente muchos de los avances que han logrado.

 

 

Centroamérica y el Caribe es otra fuente de preocupación. La dependencia energética de estos países y su gran vulnerabilidad frente a un cambio en los niveles de subsidio y provisión petrolera; plantea una profundización de la crisis tanto fiscal como externa, que muchas de estas pequeñas islas y naciones están padeciendo. Si bien Petrocaribe ha sido un mecanismo petrolero de cooptación diplomática por parte del gobierno venezolano, no es menos cierto que los caribeños y centroamericanos tienen que ver una resolución del caso venezolano como algo estratégico, pues el chavismo por si solo ya no puede proveer tanta filantropía. Esto supone una posición menos servicial y más constructiva por parte de estas pequeñas naciones, que ya ven en los Estados Unidos y México aliados mas confiables pero tampoco muy generosos.

 

 

 

Y un colapso social, sin que el país pueda reestablecer el orden político, algo que no es descabellado imaginarse, implica un fenómeno de gran desestabilización, pues la violencia, el crimen organizado y las actividades ilegales del narcotráfico, el secuestro y el lavado de dinero, encontrarían un contexto aún más atractivo para continuar creciendo a tasas aún mayores.

 

 

 

Es obvio: el asunto venezolano tiene ramificaciones insospechadas que son regionalmente relevantes.

 

 

 

Eso no quiere decir que el desenlace se decida en ese espacio internacional.

 

 

 

 

Los factores domésticos, en especial, las protestas populares, la profundización de la contracción económica, el papel de las Fuerzas Armadas, la amenaza de una disolución arbitraria de la Asamblea Nacional y la presión del referendo revocatorio, seguirán marcando el destino de una coyuntura que está en un punto muerto por no decir irresoluble.

 

 

 

También es sencillo concluir que el último esfuerzo de facilitación internacional, que lideró el ex-presidente Zapatero a través de UNASUR, se tropezó con las mismas limitaciones que han tenido este tipo de iniciativas en el pasado: la imposibilidad de llegar a acuerdos bilaterales entre gobierno y oposición.

 

 

 

Este fracaso muy probablemente obligue a elevar la mediación internacional hacia otras instancias que trasciendan a América Latina, como lo puede ser el Vaticano, para buscar alternativas.

 

 

 

Y muy posiblemente la ONU, quizá con una secretaria general en manos de Argentina, quien sabe, también pueda jugar un papel destacado.

 

 

 

Pero todo eso será más adelante. La primera fase, que es facilitar la construcción de una agenda y un espacio de diálogo y negociación, lo debe cumplir UNASUR. La OEA pareciera haber quedado relegada a la espera de activar la Carta Democrática en caso que la situación se continúe deteriorando. Luis Almagro mostró sus dotes morales pero también su poca pericia política. Si bien la secretaría general de UNASUR, en manos del ex-presidente Ernesto Samper, es una fuente de preocupación para la oposición ante su generosidad discursiva frente al chavismo, también es cierto que Brasil, Chile, Paraguay, Argentina, Colombia y Uruguay son una fuente de control.

 

 

 

Sin embargo, la verdadera disyuntiva para la comunidad internacional es si realmente hay alternativas para resolver el asunto venezolano. ¿Existe algún acuerdo, más allá de lo que cada uno los actores desean individualmente, que sea satisfactorio para ambas partes?

 

 

 

Si somos honestos, semejante opción no es implausible.

 

 

 

Sin embargo, esta posibilidad, aunque remota, requiere de un acto de buena voluntad, un acuerdo político, una reforma constitucional y un acompañamiento internacional para su verificación.

 

 

 

Una opción de esa naturaleza supone un chavismo que abdica definitivamente su pretensión hegemónica, especialmente frente a la Asamblea Nacional, y consecuentemente, abandone el control sobre los poderes públicos para restaurar el Estado de Derecho.

 

 

 

Un acuerdo semejante también supone una oposición dispuesta a convivir con el chavismo como fuerza política y a aplazar sus aspiraciones presidenciales inmediatas por un corto periodo de tiempo.

 

 

 

El acto de buena voluntad sería remover los obstáculos que el gobierno ha colocado a la convocatoria del referendo revocatorio y permitir que la recolección de firmas continúe su camino sin mayores dilaciones.

 

 

 

El acuerdo, en cambio, estaría orientado a dar garantías mutuas para ambas partes y podría tener clausulas como las siguientes:

 

 

 

1. Una reforma constitucional votada tanto por chavistas como opositores para reducir el periodo presidencial de seis a cinco años y prohibir la reelección de la primera magistratura. Esta reforma sería aplicada retroactivamente.

 

 

 

2. Una extensión del periodo de los gobernadores y alcaldes de cuatro a cinco años con una reelección inmediata, también aplicada retroactivamente.

 

 

 

3. Una amnistía concebida en términos muy amplios para chavistas y opositores y que se extienda al estamento militar.

 

 

 

4. Una renovación de todos los poderes públicos de acuerdo a los lineamientos constitucionales establecidos.

 

 

 

5. La implementación de un programa de estabilización económica y protección social con acceso inmediato a financiamiento internacional.

 

 

 

6. El acuerdo debe ser ratificado popularmente y la consulta realizada concomitantemente con el referendo revocatorio en caso que logre ser activado.

 

 

 

7. La comunidad internacional, a través del Vaticano, se encargaría de la verificación del cumplimiento del acuerdo.

 

 

 

Esta negociación lograría otorgar garantías mutuas a todos los grupos relevantes. Aseguraría la alternabilidad electoral tanto a los chavistas como a los opositores y también le permitiría al país una salida pacífica y rápida a la dramática situación económica actual.

 

 

 

Para el chavismo, el acuerdo permite que el efecto del referendo revocatorio no precipite unas elecciones presidenciales, pues, al reducir a cinco años el periodo presidencial, ya se habría pasado el umbral de cuatro años para su convocatoria. El chavismo, a través del Vice-presidente (en caso que la oposición gane el referendo revocatorio), mantendría el control del poder ejecutivo y contaría con poco más de un año para estabilizar la economía en el marco de un acuerdo nacional. El chavismo también lograría posponer las elecciones presidenciales, regionales y locales hasta finales del 2017. El chavismo garantizaría, aún perdiendo las elecciones presidenciales del 2017, que un presidente opositor no pueda optar por la reelección, lo cual aumentaría significativamente sus probabilidades de volver a controlar la presidencia en un futuro próximo.

 

 

 

La oposición también obtiene grandes ganancias a través de este acuerdo. Garantiza que se active el referendo revocatorio. Logra instaurar el Estado de Derecho y la independencia de los poderes públicos, así como la libertad de los presos políticos. Le permite adelantar la elección presidencial en más de un año. Y garantiza adicionalmente las condiciones electorales para ganar la Presidencia de la Republica por un periodo de cinco años. Adicionalmente, la prohibición de la reelección para la presidencia, también le permitiría a los distintos lideres de la oposición, frecuentemente enfrentados por ver quien lidera la transición, contar con un mecanismo efectivo que aumente la alternabilidad entre ellos.

 

 

 

Sin embargo, el verdadero ganador sería la sociedad venezolana. El país lograría resolver por mucho tiempo su problema de gobernabilidad y aseguraría de este modo la estabilidad democrática. El acuerdo le daría un nuevo marco institucional a la sociedad venezolana para dirimir sus conflictos políticos, garantizaría el funcionamiento del Estado de Derecho y adicionalmente generaría un acuerdo nacional que permita abordar los enormes desequilibrios económicos con miras a promover el crecimiento y proteger socialmente a los sectores más vulnerables.

 

 

 

Obviamente, una negociación de este tipo, mediado por la comunidad internacional, es un acuerdo histórico pero también uno que quizás sea un sueño.

 

 

 

La realidad es siempre más dura y en el caso venezolano: mucho más rebelde.

 

 

 

 

Michel Penfold Blog

Doctor en Política Económica por la Universidad de Columbia

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