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Locke, Jefferson y Venezuela

Posted on: marzo 29th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

De las más de 45 mil sentencias emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia desde 2005, ni en un solo caso falló contra el gobierno

 
Un gobierno será “legítimo” hasta tanto el pueblo bajo su jurisdicción lo considere como tal y lo obedezca. La máxima de San Agustín de inicios del siglo V estableció un principio que, sometido a prueba en múltiples ocasiones a lo largo de la historia, hoy bien podría invocarse en Venezuela: bajo ciertas circunstancias, un pueblo está en el derecho de desconocer la autoridad de su gobierno y buscar su reemplazo.

 

 

Fue John Locke quien en el Segundo Tratado del Gobierno Civil de 1689 desarrolló la idea de que los gobiernos pueden perder su legitimidad al asumir talantes totalitarios, entrando así en un “estado de anarquía” vis-à-vis la sociedad. Esta situación se presenta, según el filósofo inglés, cuando existe una concentración de poderes y “no existe juez ni recurso de apelación alguna a alguien que justa e imparcialmente y con autoridad pueda decidir”.

 
Nótese la relevancia que Locke le otorga al papel que juega la independencia de las cortes en una sociedad: cuando un gobierno carece de límites y “no hubiera en este mundo recurso de apelación para protegerse frente a los daños” que cometiera, entonces deja de ser legítimo.

 

 

En Venezuela la situación no puede ser más evidente. En el libro El TSJ al servicio de la revolución (Galipán, 2014), cuatro juristas analizaron cada una de las más de 45.000 sentencias emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia desde el 2005 –año en que el chavismo tomó control de dicho órgano– y encontraron que ni en un solo caso falló contra el gobierno.

 

 

El servilismo del máximo tribunal se ha acentuado tras la asunción de una Asamblea Nacional dominada por la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en enero. En tres controversiales fallos, el TSJ ha dejado muy claro que no permitirá que el Legislativo desafíe el poder absoluto del gobierno.

 

El primero de ellos ordenó la desincorporación de tres diputados opositores, negándole así la decisiva mayoría calificada a la MUD. Al acatar este fallo, la nueva Asamblea Nacional legitimó la autoridad del cuestionado TSJ, una decisión que puede llegar a lamentar. El segundo declaró la validez y vigencia “irrevocablemente incólume” de un decreto de emergencia económica promulgado por Nicolás Maduro que había sido rechazado por la Asamblea. Este fue el primer salvo del nuevo modus operandi del oficialismo: impugnar judicialmente las decisiones emitidas por el flamante cuerpo Legislativo.

 

 

El tercer fallo es el más espinoso de todos, ya que reinterpreta las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional y la despoja de muchas de sus facultades de control sobre otros poderes y órganos del Estado, incluyendo las Fuerzas Armadas. Según el abogado venezolano José Ignacio Hernández, esta decisión deja en manifiesto que el fin último (e inconstitucional) del TSJ es desacatar la voluntad popular expresada en la elección legislativa del 5 de diciembre.

 

 

Esto nos lleva al siguiente punto: si bien la independencia de las cortes es un elemento fundamental para juzgar la legitimidad de un gobierno, no es el único. Una idea que Occidente desarrolló desde los tiempos de Locke es que el consentimiento de los gobernados también es un factor determinante. Y que la mejor manera para reflejar dicha aquiescencia –así como la única vía pacífica que existe para cambiar gobernantes– son las elecciones periódicas. Pero, ¿qué ocurre cuando un gobierno, mediante subterfugios, opta por subvertir el mandato del soberano?

 

 

Ha quedado en evidencia que el chavismo no dejará que una elección le quite el poder. La razón yace en parte en la ideología de un proyecto político que se cree el vehículo exclusivo de la voluntad popular. Otro motivo más mundano –y probablemente más poderoso– son los enormes niveles de corrupción y narcotráfico del que participa el régimen. Para muchas figuras influyentes del chavismo, la alternativa al poder no es el retiro en una hacienda, sino la prisión, la extradición o el exilio. Por eso están dispuestos a ir hasta las últimas consecuencias para mantenerse en el poder, así esto signifique transgredir principios democráticos o la misma Constitución.

 

 

Thomas Jefferson, en la Declaración de Independencia de EE.UU., señaló como principio universal el derecho que tiene cada pueblo “de cambiar o abolir” a un gobierno si este se vuelve destructivo de las libertades que debe garantizar. Para Jefferson, así como para Locke, son los gobernantes tiránicos –y no quienes se alzan contra ellos– los que han violado la ley; son ellos los verdaderos subversivos de la institucionalidad.

 

 

¿Se trataría esta de una salida extra constitucional al abuso de poder y violación sistemática de las libertades en Venezuela? Curiosamente no. La misma Constitución de 1999, que Hugo Chávez impulsó al tomar la presidencia, en su artículo 350 hace eco de Locke y Jefferson al establecer que “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos”.

 

 

Al final de cuentas, “sin la justicia, ¿qué son los reinos sino una gran partida de ladrones?”, se preguntó San Agustín. La interrogante que dieciséis siglos después tendrá que hacerse el pueblo venezolano es: ¿qué justicia y legitimidad le queda al gobierno de Nicolás Maduro?

 

 

Juan Carlos Hidalgo es analista de políticas públicas sobre América Latina en el Centro para la Libertad y Prosperidad Global del Cato Institute en Washington, DC. Twitter: @jchidalgo

 

 

 El País

Hora de librarse de la camisa de fuerza del Mercosur

Posted on: octubre 9th, 2014 by Lina Romero No Comments

El descontento con la zona libre de comercio ha crecido conforme se ha convertido en una alianza política de gobiernos de izquierda

 

El futuro de Brasil y Uruguay dentro del Mercosur se ha vuelto uno de los principales temas de campaña en sus elecciones presidenciales a raíz de las intenciones manifiestas de los candidatos de oposición de buscar acuerdos comerciales bilaterales con otras naciones y bloques. Si bien no parten como favoritos en sus respectivas contiendas, de alcanzar la presidencia Aécio Neves en Brasil y Luis Lacalle Pou en Uruguay, plantearían una importante reconfiguración política y comercial en Sudamérica.

 

El descontento con Mercosur ha venido creciendo conforme dicho grupo pasó de ser una prometedora zona de libre comercio a convertirse en una alianza política de gobiernos de izquierda. Si bien en sus primeros años el bloque fue bastante exitoso en abolir barreras comerciales entre sus miembros, en los últimos 10 años, ha sucumbido a las inclinaciones proteccionistas de sus dos socios más grandes, Argentina y Brasil. Prueba de ello es que, tras más de 20 años de existencia, Mercosur no ha logrado materializar dos de sus principales objetivos: libre comercio absoluto entre sus miembros y la implementación de acuerdos comerciales de importancia con actores como Estados Unidos o la Unión Europea.

 

Esta degeneración de propósitos tuvo su cénit con la incorporación de Venezuela al grupo en 2011 tras la suspensión temporal de Paraguay por el juicio político realizado al presidente Fernando Lugo. La legalidad de dicho acto fue resumida en ese momento por el presidente uruguayo José Mujica cuando dijo que “lo político superaba ampliamente a lo jurídico”. Si bien Venezuela fue admitida al Mercosur, no entró a formar parte de la unión aduanera, lo que confirma la primacía actual de los fines políticos sobre los comerciales.

 

Dicho énfasis no tuvo mayor consecuencia aparente en la última década cuando los países del Mercosur disfrutaban de una bonanza en sus exportaciones producto del alto precio de las materias primas. Durante este lapso, al otro lado del continente, países como Chile, Perú y Colombia negociaron activamente acuerdos comerciales con Estados Unidos, la Unión Europea e incluso China. Sin embargo, conforme empezaron a menguar los vientos de cola de las condiciones externas favorables, y las economías del Mercosur se desaceleraron, dicho bloque ha empezado a ser percibido más como una camisa de fuerza que como una plataforma de oportunidades.

 

Esta degeneración de propósitos tuvo su cénit con la incorporación de Venezuela al grupo en 2011 tras la suspensión temporal de Paraguay por el juicio político realizado al presidente Fernando Lugo

 

En particular, está sobre el tapete la llamada “Decisión 32/00”, que no permite que un país miembro de Mercosur suscriba acuerdos comerciales con otras naciones sin tener primero el consentimiento del bloque. Esta cláusula ha sido aprovechada por los gobiernos proteccionistas, principalmente Argentina, para ahogar cualquier intento de otros estados miembros, especialmente los dos pequeños, de suscribir tratados de libre comercio bilaterales. De tal forma, Paraguay recientemente tuvo que engavetar las negociaciones que sostenía con México ante la resistencia de sus socios del Mercosur.

 

En Brasil, la necesidad de abrir mercados externos se ha hecho cada vez más evidente. La parálisis de la Ronda de Doha y el estancamiento en las negociaciones entre Mercosur y la Unión Europea lanzadas en 1999 —principalmente debido a la reticencia argentina— han fortalecido las voces para que Brasilia negocie TLC por cuenta propia. Aécio Neves ha propuesto “flexibilizar” al Mercosur de tal forma que su país pueda alcanzar el tan ansiado acuerdo con la UE, que es el principal socio comercial de Brasil. Los números resaltan la lógica de esta posición: mientras que las exportaciones brasileñas al resto de Mercosur constituyen un 11,6% del total, las ventas a la UE representan un 21,4%. Neves incluso ha señalado que el bloque sudamericano debería copiar el ejemplo “dinámico” de la Alianza del Pacífico, conformada por México, Colombia, Perú y Chile.

 

En Uruguay, el candidato nacionalista Luis Lacalle Pou igualmente ha planteado la necesidad de que Mercosur permita a sus socios negociar tratados comerciales con otros países y bloques. En el pasado Uruguay coqueteó con un TLC con Estados Unidos, y es ahora uno de los principales interesados en materializar la negociación con la UE. Lacalle Pou indicó que, como presidente, lucharía por eliminar la Decisión 32/00.

 

Sin embargo, cabe destacar que dicha cláusula constituye una traba política pero no jurídica para aquellos países interesados en buscar acuerdos bilaterales. La Decisión 32/00, que no forma parte del Tratado de Asunción de 1991, fue acordada por los Ejecutivos del Mercosur en el 2000, pero nunca fue ratificada por los respectivos parlamentos nacionales. De tal forma, su validez es simbólica mas no legal, ya que los ordenamientos constitucionales de estos países establecen que los tratados internacionales deben ser refrendados por el Legislativo para entrar en vigencia. Así, de resultar electos, tanto Neves como Lacalle Pou están en capacidad de señalar que Brasil y Uruguay no cuentan con un impedimento legal para materializar acuerdos comerciales con otras naciones. Paraguay muy probablemente se les una, ya que desde hace varios años ha dejado muy clara su insatisfacción con el Mercosur.

 

Si Neves y Lacalle Pou en verdad apuntan al libre comercio, deben librarse de la camisa de fuerza en la que se ha convertido el Mercosur.

 

Juan Carlos Hidalgo es analista de políticas públicas sobre América Latina en el Centro para la Libertad y Prosperidad Global del Cato Institute en Washington, DC.

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