El delito de las vendedoras de empanadas

Posted on: mayo 31st, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

Debe ser el episodio más célebre de los días recientes, tan elocuente como la campaña arrolladora de María Corina Machado y la exitosa presentación de la candidatura presidencial de Edmundo González en La Victoria. Un episodio de maldad y pequeñez que conduce a reflexiones terribles, a una sensación de peligro y oscuridad que debe mantenernos en vela.

Como se sabe, durante su gira por Apure, María Corina Machado se detuvo en un humilde expendio de comidas en la localidad de Corozo Pando y encargó catorce desayunos para los miembros de su comitiva. Las propietarias del lugar no solo se regocijaron por un pedido que aliviaba sus aprietos económicos. También manifestaron simpatías por la cliente y se tomaron fotos con ella. Las imágenes no solo indican la alegría de las dueñas del establecimiento  porque salvaron el día con el pedido, porque jamás habían vendido tanto de un solo tirón, sino también el honor que les hacía la visitante. De inmediato las fotos circularon por las redes sociales, como parte de la propaganda habitual en estas lides.

Todos lo sabemos, pero se debe insistir en que María Corina Machado no se había detenido en un parador de lujo, sino en un modesto expendio de esos que abundan en las orillas de nuestras carreteras en procura de clientes para la supervivencia. No la esperaban unas chefs de estrellas Michelin, sino dos cocineras pueblerinas que habían levantado un tarantín para sobrellevar los aprietos de la familia, para solventar precariedades que de otra manera no encontrarían remedio. Para seguir viviendo y para mantener a los hijos en la medida de lo posible, en suma. De allí la felicidad producida  por una media hora de trato  con una señora que no solo llamaba la atención por su celebridad en todos los rincones del mapa, sino también porque compraba y pagaba de contado catorce desayunos.

El colofón del episodio es de dominio público. Después de que circularan imágenes del encuentro en las redes sociales, llegaron al local unos funcionarios del Seniat y lo cerraron por problemas de impuestos, o por alguna otra infracción que se desconoce. De nada valieron las explicaciones de las «infractoras», quienes seguramente desconocían las normas impositivas u otra especie de requisitos de funcionamiento, como es usual en el tipo de negocios familiares y orilleros  sobre los cuales jamás se ha ejercido vigilancia, o que han persistido debido al auxilio de las vistas gordas que jamás han faltado en los vecindarios rurales. Fue el único emprendimiento del lugar que visitó  el Seniat, habitualmente ausente y ahora escrupulosamente  diligente, y el único negocio que clausuró.

Parece innecesario explicar que no se trató entonces de un problema de tributos y multas, de normas y requisitos, sino de una  asquerosa retaliación cometida sin rubor.

Que el episodio sucediera sin ocultamiento en plena campaña electoral, cuando todos los focos han decidido seguir los pasos de María Corina Machado, es de una elocuencia devastadora. Lo normal, si cabe el término cuando se juzga la conducta de una dictadura, era llevar a cabo una operación sigilosa, una arbitrariedad que no llamara la atención para no soliviantar los ánimos ni provocar una náusea generalizada cuando está en juego un asunto  tan importante la presidencia de la república, pero los señores del régimen quisieron que toda la sociedad se enterara del suceso. Ya habían llevado a cabo hostigamientos groseros de la misma naturaleza, mediante la clausura de hoteles que habían hospedado en otros lugares a la candidata y de restaurantes que la habían atendido junto con sus allegados, pero no habían tocado  extremos de aberración y desproporción como los que ahora nos ocupan. Sin siquiera pensar en que  arrojaban un búmeran, se ensañaron contra una representación de las clases humildes, contra unas pobres trabajadoras que solo podían provocar solidaridad al ser maltratadas y vejadas.

O sabiendo cabalmente lo que hacían, sin pesar las consecuencias de algo tan abominable. Más bien pesándolas de antemano en balanza de precisión, para que toda la sociedad se entere de los límites que están dispuestos a traspasar y de las barreras que derribarán, a patadas si es necesario, para mantenerse en el poder.

El caso de las vendedoras de empanadas no solo conduce a una repugnancia colectiva, por consiguiente, sino también a la necesidad de prepararnos como sociedad frente a las porquerías que faltan, frente a un desfile de arbitrariedades llevado hasta su cima.

Elías Pino Iturrieta

 

Artículo publicado en La Gran Aldea

Guaidó es lo que nos queda de república

Posted on: julio 22nd, 2019 by Laura Espinoza No Comments

En otros lugares he tratado el asunto del desmantelamiento de la república, para presentarlo como tema crucial de la actualidad venezolana. No hay democracia, ni libertad, si no existe el domicilio que las custodia. La democracia y la libertad no son plantas que florecen a la intemperie, sino productos de un establecimiento creado especialmente para cuidarlas a través del tiempo. Sin el sistema de frenos y contrapesos que se ha construido desde la antigüedad, y que se ajusta a la solicitud de cada época, los principios de la sociabilidad llamada republicana languidecen y desaparecen sin remedio.

 

Es un problema que no se aprecia a primera vista debido a que, como no hay reyes coronados ni estamentos nobiliarios como los del pasado colonial, nos sentimos no solo como republicanos, sino como creadores y custodios de una república moderna desde el siglo XIX. No advertimos la desaparición progresiva de las reglas del juego, ni su remplazo por sus enemigos jurados: la arbitrariedad, el personalismo y la enemistad con la deliberación. Son los rasgos dominantes del país desde el advenimiento del chavismo, que ha logrado liquidar los fundamentos de un modo de entender los negocios públicos planteado por los padres conscriptos y disminuido progresivamente, hasta el punto de que apenas se mantenga levantado solo uno de sus pilares.

 

 

Llevado a su máxima expresión el papel de Ejecutivo y del individuo que lo encarna, rodeada la cabeza del gobierno por una casta militar que domina sin tasa, domesticado el Poder Judicial, controladas las regiones por las decisiones inapelables de la autoridad central, asfixiada la posibilidad de comunicar libremente las ideas sobre los asuntos que incumben a la sociedad, ¿cómo pensar que hay un problema más trascendente en la Venezuela de nuestros días que el rescate de la república y la restauración del republicanismo? No hay posibilidad de que la democracia y la libertad vuelvan de nuevo por sus fueros, sin el trabajo previo de levantar el edificio desmantelado de una colectividad de ciudadanos capaces de asumir el compromiso de volver a los orígenes propuestos por los fundadores de la nacionalidad, que se mantiene en la fachada de la vida y en los rincones de la retórica, pero que no existe en el interior de un cuerpo social que no se ha dado cuenta de la magnitud de tal ausencia.

 

 

Pero el proceso de desmantelamiento llevado a cabo desde el advenimiento del comandante Chávez no tuvo ocasión de derrumbar una de las columnas del domicilio republicano, o no pudo atacarla de frente debido a la trascendencia histórica del adversario: el nexo de la ciudadanía con sus representantes reunidos en Congreso. De allí que, en medio del general destrozo de las fórmulas más caras y clásicas de cohabitación, se haya mantenido un vestigio del hacer republicano al cual nos hemos atado desde el nacimiento de la nación: la existencia y la influencia de una Asamblea Nacional que representa la soberanía nacional y que puede, por lo tanto, convertirse en fundamento de un reencuentro con el entendimiento de la vida y con las maneras cívicas de administrarla que forman el credo esencial de la patria venezolana desde su fundación.

 

 

Si tiene sentido la explicación, tenemos en Juan Guaidó, y en el poder público que provocó su elevación, el único vestigio de republicanismo que nos remite a una tradición venerable y a las luchas de los antepasados para custodiar la libertad e imponer la democracia. La raíz de su autoridad fue abonada en la única parcela de cuño republicano que se ha librado de la devastación chavista. Elegida por el pueblo en forma arrolladora, sede de los únicos debates de importancia política que pueden analizar con autonomía los entuertos domésticos, refugio de unos partidos que han limitado sus intereses específicos para llegar a un proyecto compartido, la Asamblea Nacional es el único hilo de la madeja en cuya permanencia puede encontrarse la esencia de una historia digna de memoria y retorno.

 

 

En su espejo podemos topar con la imagen del primer cuerpo colegiado de la Confederación, con los debates de la intrépida Convención de Valencia, con las empeños del Congreso asesinado por Monagas y con la resurrección del parlamentarismo en 1946, por ejemplo, fragmentos de una atalaya colectiva que se mantiene frente al antirrepublicanismo que la quiere borrar del mapa. Por consiguiente, la presencia de Guaidó, debido a que ejerce la presidencia del cuerpo y las funciones que la representación popular le ha encargado, merece una atención que traspasa la barrera de la actualidad para conectarse con sensibilidades primordiales de la sociedad, con capítulos sin cuya consideración la república puede llegar a un postrero abismo. Así debemos apreciarlo en la actualidad, pero también debe verse así él mismo, con el soporte de los colegas que lo pusieron en el cargo.

 

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

Los de afuera y los de adentro

Posted on: septiembre 17th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

¿Quién saca a los pueblos del atolladero? ¿Quién abre el camino para colmar sus esperanzas y satisfacer sus necesidades? Las preguntas tienen hoy mucho sentido, debido a que ha tomado cuerpo la idea de la necesidad de que fuerzas foráneas liberen a Venezuela del horror en el cual se encuentra sumida. El tiempo prolongado de una dominación cada vez más insoportable y la debilidad de los elementos que, desde la escena interior, debían ocuparse de arrojarla a la basura, incrementan la sensación de que solo con la acción de elementos, esos sí eficaces, que operan fuera de nuestras fronteras, se soluciona el entuerto. El tema necesita reflexión, pero también oposición, según se tratará de plantear ahora.Es evidente que el problema venezolano se ha salido de cauce, hasta provocar conductas de alarma en el vecindario latinoamericano y en las discusiones de organismos internacionales como la OEA y la ONU. Se puede decir, sin exageración, que ya es habitual el tratamiento del tema nacional en foros de importancia y en la prensa del exterior, tanto en América como en Europa.

 

 

 

En consecuencia, se han involucrado intereses de sobra para que las penalidades materiales de la nación y la continuidad de una dictadura inmisericorde se salgan de los confines domésticos para circular en discusiones de trascendencia que suceden con frecuencia en otras latitudes. El solo hecho de las migraciones masivas, que no solo informan sobre una necesidad gigantesca de escapar del infierno, sino que también acarrean problemas infinitos a las sociedades que las reciben, fundamenta las preocupaciones aludidas y anuncia la posibilidad de medidas pensadas por otras administraciones del hemisferio para librarse de un problema que se les puede escapar de las manos. Si se agrega el hecho de la ineficacia de la oposición como rival de la dictadura, se nos invita cada vez más a estar pendientes de lo que puedan hacer afuera por nosotros.

 

 

 

La situación nos deja mal parados como pueblo. El espectáculo de una colectividad atenida a lo que puedan hacer los demás por ella no es edificante, sino todo lo contrario. Cruzar los brazos propios para esperar el auxilio de los brazos ajenos propone una imagen de desinterés y dejación que no transmite sensaciones constructivas ni apego a valores dignos de trascendencia cívica, a través de los cuales se pueda llegar a metas superiores de convivencia. Los espectadores no hacen la historia, sino únicamente los individuos que se comprometen con ella cada día en la búsqueda de soluciones, por más complicadas que se observen. Esperar del otro lo que no puede hacer uno mismo arroja señales de dolor y preocupación, debido a las cuales se puede corroborar la existencia de un pueblo anodino que ni siquiera puede pensar en las cosas que le incumben más de cerca y más que a nadie. Pareciera que los líderes que hasta ahora han tratado de enfrentarse a la dictadura no paran mientes en semejante entrega, en la calamidad de dejar hacer como si se tratara de situaciones ajenas y triviales, o quizá no quieran tocar el asunto para no verse en el espejo de una colectividad incapaz de responder por su destino.

 

 

 

Una intervención foránea no solo descubre nuestra venezolana incompetencia, nuestra oriunda pasividad, nuestra criolla pachorra cómplice, sino también los peligros que puede acarrear, aun cuando se trate de presiones diplomáticas y de estrecheces de naturaleza económica dirigidas por potencias del exterior que no impliquen necesariamente movimientos armados. Al hecho de presentarnos de bulto como una sociedad incapaz de enfrentar sus desafíos, se agregaría el baldón de que fuésemos más títeres que antes, más inanimados que en el pasado reciente, más enanos que en las horas anteriores; y, desde luego, más próximos a las convulsiones que hasta ahora hemos tratado de evitar con más pena que gloria.

 

 

Ante tal panorama conviene recordar que, independientemente de los resortes específicos que los mueven, los gigantes no son aficionados a compadecerse de los pigmeos sino solo cuando los pigmeos crecen, aunque sea un poquito; cuando se les parecen en algo, cuando dan señales de vida que los convierten en personas parecidas a los auxiliadores por cuya presencia se clama con menos vergüenza que dignidad.

 

 

@eliaspino
El Nacional
epinoiturrieta@el-nacional.com

¿Chavismo y madurismo?

Posted on: marzo 18th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

A no pocos políticos les ha dado por establecer diferencias entre el chavismo y el madurismo. No han faltado últimamente los análisis que se empeñan en hablar de dos fenómenos distintos, especialmente por parte de quienes se manifestaron como partidarios entusiastas del “comandante eterno” y ahora se afanan en mostrar sus distancias frente al régimen de la actualidad. Algunos se lanzan de frente en la proclamación de la supuesta diversidad y otros lo hacen con cierto comedimiento, como apenados por la posición que ahora asumen, pero en ambos casos pretenden hacernos ver la existencia de dos hechos de diferente naturaleza, ante los cuales se pueden presentar posiciones que no tienen que ser necesariamente idénticas. Los cinco años de la muerte del fundador de la “revolución” han dado pie a tal especie de deslindes, pese a que el mandón de la actualidad ha insistido en proclamarse como sucesor y albacea testamentario de un teniente coronel en cuya gestión se encuentra el origen de un solo desastre sin desmarques ni variantes.

 

 

Sectores que se ha alejado sin ocultamiento del régimen actual, hasta el punto de formar tienda aparte; ministros y altos empleados del primer capítulo de la “revolución” que no fueron llamados a formar parte de la nomenklatura reinante, o a quienes se cerraron las puertas de palacio; negociantes a quienes les fue de maravilla cuando comenzó el “socialismo del siglo XXI” y ahora no obtienen las mismas ganancias, o ninguna; figuras solitarias del oficialismo a quienes les parece que todavía tienen un prestigio digno de protección; aspirantes que terminaron con los proyectos en el sótano, y hasta personas que piensan de buena fe consideran que el “comandante eterno” hizo un estupendo gobierno y que Maduro, pese a que se presenta como su párvulo favorito, lucha empeñosamente contra esa inmarcesible “eternidad”. Hasta ciertos voceros de la oposición se animan a participar en el juego de las diferencias, porque les parece más fácil luchar contra Nicolás que meterse con la memoria de Hugo Rafael. Ciertamente no son lo mismo desde el punto de vista superficial –el primero fue más hábil, y el segundo no es espabilado; el padre maneja mejor el micrófono que el hijo; uno tuvo charreteras y el otro carece de adornos–, pero su calidad de cabezas de una deplorable fauna única los junta e identifica sin posibilidad de equívocos.

 

 

El empeño en establecer tales distancias no encuentra apoyo en la realidad. El segundo capítulo es hijo del primero, no solo porque se estableció ante la sociedad en el testamento leído por el jefe anterior, sino también porque sus figuras son las mismas de antes, con algún retoque sin importancia, y porque lo que ahora se hace desde la alturas del poder es la continuación de lo llevado a cabo, para perjuicio de la sociedad, desde el desplazamiento de la democracia representativa. Las mismas personas, o casi las mismas. Los mismos discursos vacíos y sin relación con los problemas populares. El mismo tono cansón y monocorde, sin sorpresas ni alegrías. La misma política, sin variaciones pese al crecimiento de los problemas. La misma corrupción, aunque algunos aseguran que la de la hoy es peor que la del ayer cercano. Y los mismos, los mismos militares, pese a que también algunos consideren que son mayores en cantidad y en influencia los del alto mando del sucesor. El crecimiento de la crisis económica ha servido de palanca a los buscadores de diferencias, a los empeñados en ver dos fenómenos diversos, pero olvidan que el abandono material y el desprecio de las necesidades del venezolano encuentran abono y raíz en las improvisaciones y en la irresponsabilidad del aventurero que inventó el “bolivarianismo”.

 

 

Una patología muestra sus llagas y sus excrecencias mientras crece, mientras se resiste a la posibilidad de una cura o simplemente porque no tiene remedio, porque la lleva en la sangre y la trasmite a la parentela. El crecimiento de la patología hace que el último de quienes la padecen se vea distinto, más putrefacto y más cercano al cementerio, aunque los pasos de la defunción sean morosos, pero el apestado es el mismo. No se trata de dos organismos distintos. Si lo entendemos así, dejando de lado los rebuscamientos, se harán más obligantes su combate y su erradicación.

 

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

epinoiturrieta@el-nacional.com

Para el profesor Hausmann

Posted on: enero 14th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

Hace poco más de una semana, el profesor Ricardo Hausmann levantó una polvareda en la opinión pública, debido a que sugirió “una posible intervención militar internacional” para solucionar la pavorosa crisis que experimenta Venezuela como producto de las acciones y la negligencia de la dictadura de Maduro. Tal vez fueran más los entusiasmos que las críticas movidas por la insólita sugerencia, si uno se guía por las reacciones en las redes sociales y considera que la profundidad del malestar se puede aferrar al salvavidas que juzga más eficaz en medio de la desesperación, pero las troneras en la platabanda aparentemente maciza de sus argumentos aconsejan los comentarios que se intentarán de seguidas. Es extraño que no hayan abundado, dicho sea de paso.

 

 

 

Ninguna objeción alrededor de los datos que ofrece sobre la postración nacional. Las evidencias aportadas no admiten controversias, son todas muy confiables, no en balde las divulga un académico digno de mucho crédito. Tampoco la descripción de los esfuerzos hechos desde las filas de la oposición para salir del atolladero, sin frutos concretos hasta ahora. Sus referencias al Plan A de la oposición son adecuadas debido a que, como afirma, no han funcionado y han animado la permanencia del madurismo. Los problemas se presentan cuando nos quiere iluminar con un Plan B de su cosecha, en el cual llega a la intrepidez de plantear la alternativa, esa sí efectiva y segura, de una especie de multicolor expedición de milicos que nos saque del barrial.

 

 

 

Cuando se detiene en el examen de los trabajos de la oposición, el profesor Hausmann asegura que su esterilidad se comprueba mediante la observación de la fortaleza de la dictadura. De la MUD y de la AN solo ha quedado como corolario un régimen animado por el continuismo, que ha acorralado y derrotado con facilidad a sus rivales y que no va a despedirse si uno se atiene a recetas manidas e inútiles. Por eso la trascendencia de la pócima cocinada en su laboratorio. Ciertamente, los líderes de los partidos y los diputados del Parlamento legítimo no se han salido con la suya, en eso tiene razón el profesor; pero, curiosa enormidad viniendo de quien viene, pretende que sean ellos mismos los que, después de destituir a Maduro con la mayor tranquilidad, pidan y encuentren un auxilio militar foráneo. Ahora los pigmeos derrotarán al gigante por el conjuro del catedrático. Ahora los que no han podido lo mínimo llevarán a cabo lo máximo, para llegar a la alborada de un Día D programado en Harvard. Por desdicha, el profesor no explicó cómo sucederá la metamorfosis que convertirá la debilidad y la ineficacia en bastiones capaces de importar bayonetas y de acabar con una dictadura que todavía se siente vigorosa, a menos que la cabriola dependa únicamente de su docto llamado o de situaciones desconocidas por un escribidor corriente y moliente.

 

 

 

Conviene también detenerse en una de las analogías que maneja para el apuntalamiento de su invitación. Llega al extremo de establecer similitudes entre su soñado Día D y la campaña de Bolívar en 1814, debido a que esta fue una invasión financiada por el gobierno de la Nueva Granada y salida de sus lejanos confines. Su Día D puede ser como la Campaña Admirable, se atreve a sugerir sin ser demasiado enfático. Aparte de que no existe un gobierno republicano en la Nueva Granada de 1814, sino varias administraciones descoyuntadas, pobres y enfrentadas entre sí, refiere a una situación de conflagración abierta que ya va para tres años y que, bajo ningún respecto, admite comparaciones con la actualidad. Emparejar la beligerancia que provoca la Guerra a Muerte con las penalidades de nuestros días solo ha sido operación fabricada por los comentaristas del chavismo y por el propio Chávez, gente habitualmente anacrónica y superficial, pero jamás por quienes tienen conciencia de la aventura que significa jugar con el almanaque y con las vicisitudes específicas de cada tiempo histórico.

 

 

 

De lo cual se desprende la necesidad de que inventemos un Plan C serio y convincente de veras. Vendrían bien las iniciativas del profesor Hausmann, no faltaba más, si destapa oportunamente sus cartas y toca tierra venezolana con pie firme.

 

 

 

Elías Pino Iturrieta

eliaspino

epinoiturrieta@el-nacional.com

Odio a primera vista

Posted on: noviembre 19th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

Hay que leer la regulación del odio, pese a su origen espurio. No existe desde el punto de vista legal porque nació de un poder que no representa al pueblo, pero hay que detenerse en su orientación para sentir cómo una extremidad bastarda de la dictadura pretende reglamentar la vida de los ciudadanos en una materia tan delicada e íntima como la que habita el terreno de los sentimientos. El odio es un sentimiento tan importante que trató de ocuparse de su control la ley mosaica, pero sin pasar del terreno de las generalidades. Los diez mandamientos se conformaron con una propuesta panorámica, quizá porque, en su infinita sabiduría, Dios era consciente de los ingredientes explosivos que lo formaban y no quiso meterse en honduras. Tal vez supiera, por su capacidad de pronosticar la vida de sus criaturas, que una de ellas, llamada Delcy Eloína Rodríguez, completaría en 2017 el vacío que dejó en el monte Sinaí cuando puso en las manos de Moisés el código por excelencia.

 

 

 

Los legisladores venezolanos, también conscientes del problema, utilizaron las constituciones para manejarse con prudencia ante el arduo negocio, especialmente cuando intentaron diferenciarnos de otras comunidades en una situación que anunciaba guerra. Imitaron a otras sociedades que habían pasado por el mismo trance y lo habían remendado con la aguja de las cartas magnas. Se afanaron en escribir, en el prólogo de los flamantes libros sagrados, principios sobre la fraternidad de la ciudadanía y sobre el perjuicio acarreado por quienes la estorbaban, sin ponerse meticulosos. Después abordaron a través de códigos particulares los puntos que requerían atención específica en temas sobre los cuales se debía puntualizar, como la vida, la palabra, el pensamiento, la propiedad y la reputación de las personas, sin ofrecer novedades que chocaran con el sentido común de cada época. Fue así como, después de poner la nariz al servicio de las pulsiones de cada atmósfera, o de omitir asuntos que requerían mayor reflexión, trataron de contener los furores del odio sin que se descubriera un plan que atendiera las necesidades colectivas bajo la dirección de la parcialidad. Además, si se podía determinar el perjuicio de cierto tipo de sentimientos desde el interés de los mandones de turno, ¿para qué ponerse a inventar? Si, por ejemplo, la infalibilidad del general Gómez señalaba a los demonios de la otra orilla y sospechaba de los torvos resortes que los movían, sobraba la letra pequeña.

 

 

 

La “ley” del odio deja las definiciones y las acusaciones en las manos del Ejecutivo o de organizaciones como las misiones, las comunas y las banderías políticas. Ellos van a concretar lo que el Creador dejó en el aire, lo que los padres conscriptos atendieron con cautela y lo que los tiranos resolvieron en su despacho sin ofrecer declaraciones ni redactar normas. Más todavía: clama por decisiones que manen de la lucidez de “afrodescendientes, indígenas, personas con discapacidad y adultos mayores (…)” a quienes se pide la promoción de espacios para la pluralidad y para el imperio de límpidas virtudes. Más todavía: prohíbe la fundación de partidos que promuevan “el fascismo, la intolerancia o el odio nacional, racial, étnico, religioso, político, social, ideológico, de género, orientación sexual, identidad de género, expresión de género o de cualquier otra naturaleza que constituya incitación a la discriminación y a la violencia (…)”. Resulta evidente que la “ley” del odio no escoge instituciones apropiadas para la determinación del pecado, pues no reinan en ellas las sensibilidades morigeradas; que selecciona únicamente a un determinado grupo de individuos para el papel de jueces y no identifica los contenidos capaces de impedir la creación de agrupaciones o instituciones que busquen lugar en la política del país.

 

 

 

Esta señora de la “ley” del odio perseguirá a Luzbel y a sus secuaces partiendo de un retrato hablado que hizo después de charlar con sus amigotes, pudo afirmar Moisés ante la escandalosa demasía. Por eso era profeta. Los que apenas tenemos capacidad para mirar el pasado, los voceros de los partidos a quienes interesa el presente, los opinadores, los tuiteros, los entrometidos, los descontentos… sentimos el hierro de una nueva opresión.

 

 

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

epinoiturrieta@el-nacional.com

Cuatro padres de la patria y la ñapa

Posted on: septiembre 3rd, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

La patria puede ser Guzmán Blanco, si nos atenemos a lo que escribieron sus áulicos. Para la prensa de entonces, los valores fundamentales de la colectividad se resumían en las ejecutorias del Ilustre Americano. Sus virtudes lo convertían en encarnación de los fundamentos de la nacionalidad y en heredero de las glorias de la Independencia. Era el segundo Bolívar, pero también el individuo portentoso que estaba llamado a superarlo. Ni siquiera el Libertador se le podía comparar, afirmaba la propaganda de la época, porque se parecía demasiado al Jesús que caminó sobre las aguas. Su imagen se debía entronizar en las oficinas, y su familia representaba una estirpe sagrada. En realidad, Guzmán fue un sujeto fatuo, un espécimen vanidoso y ostentoso, un mercader truculento y la cabeza de la corrupción en su época, pero fue también la patria y la representación del patriotismo porque planchaba el cuero seco con sus fusiles, sus afeites y su dinero mal habido.

 

 

 

La patria puede ser Juan Vicente Gómez, partiendo de cómo establecieron sus secuaces una sinonimia perfecta entre él y la Venezuela del progreso petrolero. Las plumas de los intelectuales positivistas llegaron a proclamar, sin un sonrojo siquiera, que en las cualidades del Benemérito se condensaban los laureles de una sociedad que clamaba por su presencia desde la época fundacional. Pero no solo era la estatua de bronce del procerato porque manaba luz de su figura, sino también por mandato de las leyes sociales. Estaba escrito en el catecismo de la sociología que el mandatario montañés nos llevara a la cumbre de la positividad racional. No era el producto de una ruleta que por fin nos regalaba su fortuna. Era la patria gobernada por regulaciones inexorables, la segura cúspide después de los fracasos olímpicos del pasado. En realidad, Gómez fue un sujeto oscuro e insípido, un mandón brutal, un torturador inmisericorde y uno de los saqueadores más célebres de la historia latinoamericana, pero fue también la patria y la encarnación del patriotismo por los pavores que sembró y las conciencias que compró durante veintisiete años tenebrosos.

 

 

 

La patria puede ser Marcos Pérez Jiménez, según lo pintaron durante su hegemonía. El retoque de la publicidad de cuño gomero lo exhibió como cabeza de un nuevo ideal que esperaba por el lucernario de su voluntad, y que se reflejaba en el espejo de un país de concreto armado. No solo era la criatura predilecta de las leyes sociales, debidamente ajustadas a las necesidades de una flamante teoría del desarrollo material, sino también la vanguardia de unas fuerzas armadas que habían esperado su hora para llevarnos por el camino correcto después de las calamidades del pasado; y una figura bendita por la jerarquía eclesiástica, cuyas mitras se inclinaban a su paso. Los atributos del patriotismo se resumieron entonces en un desfile de bulldozers y en la custodia de la Virgen de Coromoto puesta a la cabeza de las celebraciones. En realidad, Pérez Jiménez fue un personaje mediocre que no veía más allá de sus narices, un tipo de cerebro cuadriculado por la influencia de su formación profesional, un ladrón comparable con “el Bagre” y un lamentable capitán de torturadores, pero fue, seguramente por tales rasgos, la patria durante una década ominosa.

 

 

 

La patria puede ser también Hugo Chávez, de acuerdo con el mito que él mismo se forjó de regenerador de una sociedad escarnecida. Partiendo de lo que expresó sin contención sobre su paso por la historia, venía a completar la obra que había iniciado el primero de su género, Simón Bolívar, pero con mejores ideas y con más plata. Suplió la falta de teorías y de letras por sus parloteos y por una publicidad desenfrenada, que superó los confines nacionales para llegar a la demasía de proponerse como emblema continental de la dignidad. El anhelo de justicia que abrigaba la sociedad le sirvió de plataforma, hasta el punto de ofrendarlo a la posteridad como un adalid comparable con los habitantes del Panteón Nacional. Ni siquiera la ruina y los dolores que produjo han impedido que muchos lo sientan todavía como un Simón José Antonio transfigurado en paracaidista triunfal. En realidad, Chávez fue un aventurero sin escrúpulos, un promotor de la corrupción administrativa y un enemigo de las libertades esenciales, la medianía más atractiva que salía del pantano venezolano de turno, pero quiere, en atención al plan de sus herederos, seguir siendo la patria por los siglos de los siglos.

 

 

 

El problema que encierra nuestro repertorio de paternidades radica en que se resiste a desaparecer. Como lo vimos sin alarma y hasta con regocijo a través del tiempo, ahora ha decidido meterse en el pellejo de personajes como Nicolás Maduro y Diosdado Cabello para continuar la faena del titán anterior. Es un descendimiento del álbum, el escalón más bajo de la ínclita revista, pero seguimos repasando sus páginas.

 

 

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

epinoiturrieta@el-nacional.com

El aprieto de Socorro Hernández

Posted on: agosto 13th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

La rectora Socorro Hernández fue agredida por unas señoras que se la toparon  en un mercado de la ciudad, mientras hacía sus compras. La motejaron de ladrona y de asesina, sin ocultar manifestaciones corporales que transmitían ira. La escena circuló  en las redes sociales para volverse célebre. Los dicterios contra la rectora del CNE se multiplicaron entonces entre los espectadores, pero también las críticas desgarradas del oficialismo. Mientras mucha gente aplaudía a las agresivas damas del mercado, los voceros de la dictadura hablaban de una violencia ejercida contra una ciudadana indefensa. Semejante descomedimiento obligaba, dijeron los del régimen,  a una acción perentoria de la autoridad en beneficio de los derechos violados de una ciudadana que se limitaba a buscar víveres  en  el lugar de costumbre, como  cualquier vecino. El episodio merece comentarios alejados de las prudencias fáciles.

 

 

 

Para defender a su empleada, la dictadura acudió a la descalificación del insulto como arma política. Buscó, por cierto, en lo más venerado de la tradición republicana. Quizá sin imaginarlo se remontó a Cicerón, nada menos, quien habla de la moderación de los vocablos como pieza esencial de la convivencia que debe expresarse necesariamente a través de la circunspección. Resulta curioso que los protectores de la rectora abrevaran en una fuente tan inesperada. Porque, ¿quiénes, en las últimas décadas,  convirtieron el insulto en parte de la vida cotidiana?, ¿quiénes han familiarizado a la sociedad con la descalificación del adversario, con los ataques vulgares de quienes no comparten su credo, con la injuria y el improperio dirigidos contra la dignidad de los rivales?  Los chavistas, con Chávez a la cabeza. El comandante no dejó de desembuchar insolencias para avergonzar a los escuálidos felones que no militaban en sus filas. Fue tan continua la corriente de ultrajes que vomitó ante las cámaras, o ante la presencia de multitudes, y el empeño que ha puesto Maduro en imitarlo, que no se entiende sino como teatro barato que ahora los censuren sus socios porque salieron de la boca de unas señoras prepotentes contra la solitaria y desguarnecida Socorro Hernández.

 

 

 

Pero en relación con el insulto conviene proponer un matiz, antes de meterlo en el basurero de la política después de seguir el consejo de Cicerón. Es inadmisible cuando sale de la boca del poderoso, cuando lo suelta un mandón rodeado de guardaespaldas, pero es respetable cuando lo expresan los humillados y los ofendidos que no encuentran un vehículo más accesible para comunicar lo que sienten. En una ocasión propuse como ejemplos de coraje cívico las frases desenfrenadas de Domingo Antonio Olavarría contra Joaquín Crespo. Que un escritor solitario le dijera lo que consideró conveniente al temible Taita de la Guerra para que se marchara del gobierno, incluyendo palabras obscenas, debe figurar en el cuadro de honor de una sociedad que para ser republicana debió olvidar la urbanidad y las buenas maneras. No se trata de que ahora resucite Manuel Antonio Carreño para condecorar a las  féminas del mercado que han protagonizado uno de los episodios más sonados de la semana, sino para que se entienda su conducta antes de llegar a juicios definitivos.

 

 

 

Para lo cual conviene, por último, recordar que Socorro Hernández no es una ciudadana común que va al mercado como las otras amas de casa, con un pie en la necesidad y otro en las carestías. Es una persona poderosa, una de las responsables del reciente escándalo electoral que ha dejado huellas profundas en la sociedad. Nadie la puede ver sin relacionarla con la constituyente ilegal y fraudulenta que se cocinó en los hornos del organismo en el que trabaja como rectora. No es para que la lapiden cuando vuelva por comestibles, ni para que la reciban otra vez con verbo malsonante, sino para que los tipos del régimen no la presenten como casta paloma de gentil plumaje que puede pasearse con tranquilidad en su urbanización como si no hubiera quebrado un plato. La alfombra roja de Socorro Hernández es ahora del tamaño de un tapete. Empieza y termina  en la puerta de su oficina, de acuerdo con la decisión de unas señoras del vecindario que han actuado como traductoras de una realidad ineludible.

 

 

Elías Pino Iturrieta

EN

El calvo y el de las dos pelucas

Posted on: agosto 6th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El domingo en la tarde escuchamos dos declaraciones dignas de atención. Aunque ya estaba cantado, se esperaba el anuncio de la autoridad electoral, por si se daba el caso fortuito de un contacto con la realidad que la reflejara en toda su magnitud. De esperanzas también se mantiene uno en medio de la arena movediza. De allí que estuviéramos pendientes de la señora Tibisay,  por si  pudiera suceder  un vuelco en su conciencia  y en sus compromisos con el jefe. Quizá pudiera ella entender, anhelamos desde nuestra ingenuidad,   que el sol no se puede tapar con un dedo. Fue así como nos sentamos a esperar frente a las pantallas de unas empresas de televisión que habían disfrutado una nueva jornada de colosal holganza, pero que tal vez, y también de pronto, fuesen movidas por el aguijón de la diligencia. Pero las palabras del capitán Cabello y del general Padrino, prólogo de lo que ella diría, fueron suficientes para probar la precariedad de las esperanzas que puede abrigar un ciudadano  medio inocente y completamente tonto.

 

 

 

Dentro de la cantidad de descripciones y de supuestos análisis del entorno  presentadas por  el capitán Cabello, una solo bastó, en mi caso, para topar con la tergiversación de la realidad y con el tamaño de las patrañas que iba a desembuchar antes de que la dama del CNE nos abrumara con sus números triunfales. El capitán no tenía pinta de celebración, pero caras vemos, corazones no sabemos. La posibilidad de calcular la medida de la verdad de lo que pudiera comunicar dependía de lo que dijera, desde luego, y hete aquí que lo soltó sin que pudiera dejarnos siquiera una mínima cavilación en torno a lo que nos venía. Me refiero a su explicación de la resistencia de los Andes ante las conminaciones de la dictadura, frente a cuya excepcional bravura hemos quedado admirados desde las semanas anteriores. Para el capitán, una de las demostraciones más cabales de cómo el pueblo apoya a la “revolución” hasta jugarse la vida por ella, fue la heroica forma que buscaron los tachirenses y los merideños para cumplir con el sagrado deber. Pese a las dificultades puestas por la derecha, se atrevió a asegurar, los valientes pueblos de la montaña se sacrificaron para que la constituyente fuera un testimonio incontrovertible del vínculo que existe entre la sociedad y Nicolás Maduro. Pasaron ríos y quebradas, superaron riscos y páramos, caminos sin trillar, barricadas  y barreras descomunales para apoyar el milagro de la salvación oficialista, afirmó sin siquiera parpadear. Una posibilidad así de grosera de cambiar los hechos evidentes y ejemplares de una parte de la sociedad se ha visto pocas veces entre nosotros. Cuando se fragua sin pudor una versión de la vida que solo puede salir de la ceguera y de la necesidad de mentir, lo que dijera después la señora Lucena encontraría asiento en la fábula montañesa que le servía de prefacio.

 

 

 

El general Padrino fue menos rural en la intervención que también precedió a la de la señora, porque no recurrió al soporte de las geografías lugareñas para cumplir la obligación de telonero. Sin embargo, lo que afirmó también fue especialmente escandaloso. En especial, por el tono mitinesco que le está vedado por la Constitución y por los hábitos republicanos. Una impostación como la de su arenga no se había visto jamás en los anales de la nacionalidad. Una demostración de proselitismo político no salía de la lengua del ministro de la Defensa desde cuando sus antecesores, igualmente complacientes pero silenciosos, fueron  ministros de Guerra y Marina. Llegó al extremo de aleccionar a los estudiantes en el tono de los padres severos que no admiten respuesta, no en balde aseguró que actuaban “por deporte” o porque estaban mal aconsejados. Esa paternidad anacrónica, ese patriarcado que huele a gomero y a tiempo muerto, ese rol que no le corresponde y que nadie le ha pedido, no solo le daba pie a la cantante estelar para que después se sintiera guapa y apoyada, sino que demostraba también el desprecio hacia una nueva generación de venezolanos que es ejemplo de la nacionalidad, un tono de superioridad y de magisterio inaccesible que ni siquiera se atrevieron a exhibir en su momento los héroes de Carabobo.

 

 

 

La señora Lucena no tenía necesidad de hablar. Ya el capitán y el general le habían hecho el mandado. Uno, de lo más terruñero y telúrico. El otro, desde una inaccesible paternidad que no se veía desde los tiempos de Juan Araujo, León de la Cordillera, aunque no asentara su mitin en el paisaje de las montañas sino en el evangelio del PSUV. Los vi cuando las televisoras sintieron ganas de trabajar. Fue así como mi candor y mi perplejidad se estacionaron en el limbo. No sé las de ustedes, amigos lectores.

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

Para Zapatero

Posted on: julio 30th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

Estas vísperas son riesgosas para el escribidor, especialmente cuando se pone frente a la computadora mientras faltan tres días para la votación de la constituyente espuria que ha convocado el dictador. No puede saber lo que pasará. Todos los cálculos pueden fracasar debido a las contradicciones de las horas difíciles. Solo tiene sus convicciones, que no mueven montañas. De allí que pueda, más bien, intentar un acercamiento a un aspecto de la trayectoria del ex presidente del gobierno español  José Luis Rodríguez Zapatero, que pueda ofrecer sin mayores riesgos alguna luz en un tiempo de contrastes inevitables.

 

 

En los tiempos de contrastes inevitables hay figuras que pueden determinar muchos rumbos. Los movimientos sociales dependen de su propio caudal, ciertamente, pero muchas individualidades los han encauzado a través de la historia. Han estado en el lugar adecuado en la hora oportuna y con las compañías precisas, hasta lograr desenlaces impensables durante los días anteriores. No tienen que ser genios, ni nada por el estilo, sino protagonistas enterados de los que tienen entre manos y dispuestos a dejar su huella en la solución de los conflictos. Eso han sido muchos, precisamente, imprescindibles sin demasiado alarde. O quizá más bien pocos, pero no han faltado a través del tiempo.

 

 

A Zapatero le han complicado la vida las malas compañías venezolanas. Demasiadas fotos con Maduro y con Jorge Rodríguez ante una sociedad que los aborrece sin paliativos. Demasiadas entradas a Miraflores, como si fuera persona de la mayor confianza. No puede ser buena la sensación que ha producido ante la inmensa mayoría de la ciudadanía, que puede considerarlo como parte del comando superior de una “revolución” que intenta lo que puede y lo que no debe para sobrevivir. Pero tales sensaciones, aparte de superficiales, no son justas. Primero, porque él tiene un prestigio que debe cuidar. Cuestionado prestigio en su país, de acuerdo con la decisión de sus votantes y con el declive inocultable del PSOE cuando lo dirigió, pero que no deja de ser digno de atención, especialmente para él. Segundo, porque también ha tenido ocasión de relacionarse con los líderes de la oposición. Ha visto las dos caras de la moneda. Sabe lo que dice el águila y lo que dice la cruz. Debe figurar entre los líderes extranjeros mejor informados de los padecimientos venezolanos,  y no puede echar las evidencias por la borda sin despedirse del asunto como una parte realmente menor.

 

 

 

 

Hay un aporte de Rodríguez Zapatero a su sociedad, que me permite pensar bien de lo que todavía pueda hacer entre nosotros: la Ley de Memoria Histórica que propuso e hizo aprobar durante su gestión. Había prevalecido hasta entonces en España la idea sobre los orígenes de la vida moderna que el franquismo había impuesto. Permanecía un catálogo inamovible de beatos inmarcesibles y pecadores incorregibles diseñado por el tirano, que se respetaba a regañadientes, pero también con entusiasmo. Media España permanecía en el ostracismo en su propia tierra porque no convenía remover los escombros del pasado, porque era mejor que los muertos de la guerra civil descansaran en paz. Pero los muertos del fascismo, los que se levantaron contra la república legítima, a quienes se hicieron  funerales magníficos y no pocos monumentos que todavía no se han demolido. Para los demás el olvido, la prohibición de recordar sus nombres, de ponerlos en el lugar que les correspondía en la sociedad y en la vida de sus descendientes. Eran  rojos innombrables por cuya existencia no se podía hacer otra cosa que clamar por la difícil purga de sus culpas, rojos pestilentes que ni siquiera podían reclamar un lugar en los túmulos de los parientes.

 

 

Rodríguez Zapatero acabó con esa pavorosa injusticia. Ahora, poco a poco,  la memoria se ha ido enrumbando por senderos limpios gracias al impulso de una legislación debido a la cual se vienen logrando extraordinarias rectificaciones en la España de la actualidad, logros imprescindibles para una convivencia enaltecedora de veras. Lidiar con las ansias de un pueblo que clama por su libertad no es lo mismo que atender los reclamos del pasado, pero puede ser un estupendo prólogo. De allí que, quizá por mis defectos de historiador, prefiera no irme de bruces en los juicios sobre el trabajo que realiza entre nosotros este hombre que ya parece de la familia.

 

 

 

 

Elías Pino Iturrieta

@eliaspino