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Maduro, entre Castro y Pinochet

Posted on: agosto 15th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

El sueño se ha convertido en Venezuela en pesadilla; una mezcla de incompetencia y estupidez y la sumisión del país a una “burguesía” bolivariana, codiciosa y a sueldo de una Cuba que no cree en su propio modelo lo ha echado todo por tierra

 

 

Venezuela era uno de los países más prósperos de Latinoamérica.

 

Se encontraba, según las cifras de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), entre las mayores reservas petrolíferas del mundo.

 

 

 

Aunque nunca haya sido, ni mucho menos, un ejemplo de democracia, sí se estaba dotando de instituciones sólidas.

 

 

 

Llega la elección del excomandante de paracaidistas Chávez.

 

 

Luego la nominación, seguida de una elección fraudulenta, de Maduro, su triste y sangriento clon.

 

 

 

Y el sueño se convierte en pesadilla; una mezcla de incompetencia y estupidez, la sumisión del país a una “burguesía” bolivariana, codiciosa y a sueldo una de Cuba desangrada y que ya no cree en su propio modelo, lo echa todo por tierra; y un nuevo liberador de pacotilla, agotando la bomba de dinero de la empresa petrolera nacional para nutrir su clientelismo y alimentar los fondos opacos gestionados sin supervisión por los sátrapas de su régimen, mete al país en el pelotón de cola de los países que se dirigen a la pobreza masiva (a título indicativo, una inflación equivalente a la de Zimbaue o a la de la Alemania de la década de 1920).

 

 

 

Recordamos a Cándido, a la vuelta de su país de Cucaña, en el que el oro —el petróleo amarillo— ya fluía a raudales.

 

 

Recordamos, en Luis Sepúlveda, Alejo Carpentier y otros, el mito de El Dorado, que nunca acabó bien.

 

 

Un El Dorado desinflado que se paga allí a un alto precio.

 

 

 

Y el saqueo del país se duplica con el desencadenamiento de violencia que la sitúa al borde de la guerra civil.

 

 

120 muertos en unas semanas.

 

 

Las figuras destacadas de la oposición han sido perseguidas, cesadas en sus cargos, secuestradas, encarceladas.

 

 

 

 

Torturas en comisarías.

 

 

 

Y para empeorar las cosas, la farsa electoral que acaba de permitir a una asamblea deconstituyente acaparar todos los poderes y desmantelar, si quiere, el frágil equilibrio institucional del país.

 

 

 

Ante este desastre, deseo plantear dos preguntas.

 

 

 

Una pregunta franco-francesa, para empezar: ¿Hasta cuándo Mélenchon, líder de la Francia Insumisa, seguirá encontrando virtudes en este régimen asesino?

 

 

¿Cuántos muertos necesitará para llamar a las cosas por su nombre y reconocer en los policías de Maduro a los gemelos de los que, en otra época, sembraron el terror en Chile y Argentina?

 

 

¿Y a qué espera para pronunciar las palabras que son el privilegio de un hombre libre de sus alianzas y de su palabra: sí, me he equivocado; no, este régimen brutal no es una “fuente de inspiración”; y esta historia de la “alianza bolivariana”, inscrita en el artículo 62 de mi programa y que debía acercarme a los herederos de los caudillos (Castro, Chávez…) cuya muerte tanto lloré, era una idea verdaderamente mala?

 

 

De momento, nada.

 

 

Como los españoles de Podemos o los griegos de Syriza, como Jeremy Corbyn en Reino Unido, los melenchonistas creen que sus héroes con las manos teñidas de sangre tienen la excusa de la lucha contra el “imperialismo”.

 

 

 

Y, cuando despiertan, es para invertir los papeles y, como hizo un siniestro portavoz del partido, Djordje Kuzmanovic, comparar a los pacíficos manifestantes que luchan por la democracia y el derecho con los golpistas de Pinochet en el Chile de la década de 1970; o, como Alexis Corbière, para denunciar la “desinformación” y, añadiendo el oprobio a la cobardía, insultar la memoria de los muertos (jóvenes de los “barrios ricos” que solo han recibido su merecido), alimentar el conflicto racial (“a menudo la gente de color está en los barrios bajos”), y criminalizar a la oposición, expuesta los salvajes ataques de las milicias paramilitares del Gobierno “»a menudo la gente se quema”).

 

 

¿Estos “insumisos” son insumisos o rehenes?

 

 

 

De cualquier modo, esas palabras no son dignas de un partido que aspira a encarnar la oposición en Francia.

 

 

 

Y después, la segunda pregunta se dirige a la comunidad internacional, a la que afecta por dos razones.

 

 

 

La “responsabilidad de proteger” exige la condena firme de un Consejo de Seguridad valiente
En lo que se refiere a la “responsabilidad de proteger”, como establece la Carta de Naciones Unidas, y que exige aquí palabras duras: una condena firme por parte de un Consejo de Seguridad valiente; gestos de apoyo simbólicos como la recepción en París, Madrid o Washington de los últimos representantes de la oposición que aún tienen libertad de movimientos; una demostración de solidaridad de la representación nacional francesa, española, estadounidense u otra, con el Parlamento venezolano que el golpe de Estado constituyente de Maduro amenaza con disolver; y después, naturalmente, sanciones económicas y financieras que vayan más allá de las tímidas fanfarronadas de Donald Trump.

 

 

 

Y además, lo que ha pasado en Caracas nos afecta —de esto no estamos tan enterados— en el campo de la lucha contra el terrorismo y contra las redes de blanqueo de capitales que lo financian: ¿qué sentido tiene la alianza, “bolivariana” como tiene que ser, entre el difunto Chávez y Mahmud Ahmadineyad, expresidente de la República de Irán? ¿Qué ha sido de los miembros de las FARC colombianas que, según me confesó uno de sus jefes, Iván Ríos, poco antes de morir, en 2007, fueron enviados “en misión” al país del “socialismo del siglo XXI”? ¿Y qué crédito debemos conceder a algunos líderes de la oposición antichavista que gritan, de momento en el desierto, que no se conocen todos los lazos de Maduro con Corea del Norte, la Siria de Bachar el Asad en Siria o cierto activista de Hezbolá desterrado o en tránsito?

 

 

 

No son más que preguntas.

 

 

 

Pero preguntas que hay que plantearse.

 

 

 

Un régimen desesperado es capaz de cualquier vileza, y la situación en Venezuela merece comisiones de investigación, un Tribunal Russell, un mayor interés por parte de la prensa occidental; todo menos el silencio incómodo que, de momento, acoge a este pronunciamiento prolongado.

 

 

Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de News Clips.

¿Qué es el populismo?

Posted on: diciembre 30th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Al populista le gustaría reemplazar las elecciones por los sondeos (o por un plebiscito) el concepto de República por el de concurso televisivo y al pueblo por la plebe. Se trata de una enfermedad senil de las democracias

 

 

Según el populismo (primer teorema), el pueblo sabe lo que quiere. Y, cuando quiere algo (segundo teorema), siempre tiene razón. Falta (postulado) que realmente sea él quien lo quiere. Falta también (corolario) que nada obstaculice esa legítima pretensión.

 

 

 

En otros términos, el populismo dice al mismo tiempo: confianza ilimitada en los recursos y en la capacidad del pueblo, y desconfianza hacia todo aquello que podría interpretar, desvirtuar, diferir la justa expresión de ese pueblo que, librado a sí mismo, libre de obstáculos, tiene buen criterio por naturaleza.

 

 

 

¿Interpretar? Los intelectuales, las élites. Y por eso el populismo es siempre un antintelectualismo, una reacción contra las élites.

 

 

 

¿Desvirtuar? La maledicencia. La hipocresía política. Y por eso, de Tsipras a Le Pen, de Trump a Mélenchon, el populismo siempre recurre al lenguaje vivo contra el lenguaje vacío, al lenguaje crudo, truculento, contra la lengua supuestamente muerta, constreñida por los tabúes, de lo políticamente correcto.

 

 

 

¿Diferir? Las leyes. El derecho. Las instituciones. La razón en el puesto de mando. La política. Todos esos ornamentos, esos suplementos redundantes e inútiles, esas formas vacías, cuyo único efecto será siempre, dicen y repiten los populistas, ahondar un poco más en la diferencia, un filósofo del siglo XX habría dicho la différance o, simplemente, la distancia entre el pueblo y sí mismo, entre su sana y santa voluntad y su expresión desvirtuada.

 

 

 

Hay políticos buenos y malos, dicen.

 

 

 

El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos

 

 
Están los que actúan de común acuerdo con el mundo del vacío y los que han sabido desvincularse de él.

 

 

 

Y lo propio de quien ha sabido hacer tal cosa es haber conjurado esa enfermedad que lo distancia del cuerpo social; es estar en contacto directo con los rencores, y también las esperanzas, de lo que los romanos llamaban, no el populus, sino la turba; es estar en contacto directo, también, con las fluctuaciones de esa turba tal y como se expresan, día tras día, a través de la enfermedad de los sondeos.

 

 

Ah, los sondeos…

 

 

 

Cuando aparecieron los sondeos, algunos dijeron: un instrumento más en manos de los poderosos que van a escudriñarnos, a evaluarnos, a manipularnos.

 

 

 

Pero los más lúcidos —¿y por desgracia, los populistas estaban entre ellos?— respondieron: al contrario, es la opinión pública la que triunfa; ella la que, en adelante, llevará la voz cantante; ¿qué Gobierno podría ignorarla?, ¿cómo no tener en cuenta una voluntad popular tan sabia, constante e incesantemente medida?

 

 

 

Y he aquí que los roles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado; la Opinión en los graderíos, el Príncipe en el estadio; el Pueblo rey, pues es él quien presiona, acosa y atemoriza al Príncipe, y el Príncipe recientemente rebajado.

 

 

 

Otro filósofo de la misma época, Michel Foucault, describió los mecanismos del poder tomando como modelo el panóptico de Bentham, ese centro invisible a partir del cual un amo, ausente, escudriña el cuerpo social: nadie lo ve, pero él ve a todo el mundo; es estructuralmente invisible, pero esa misma invisibilidad hace visible a la sociedad; y es esta visibilidad la que, al final, nos hace tan totalmente controlables.

 

 

 

El populismo ha dado la vuelta al dispositivo: pueblo invisible, poder visible; un pueblo que se escabulle, un poder conminado a mostrarse; ya nadie ve al pueblo, pero él ve todo el tiempo a sus amos (en los periódicos, en Twitter y en Facebook, en los programas de la señora Le Marchand, en los falsos debates, ajenos a toda voluntad de veracidad, que se organizan en nuestros días); de forma que, si el secreto del poder está en la mirada, el populismo es una de las fórmulas más elaboradas del poder en la Edad Moderna.

 

 

 

Con los sondeos los papeles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado

 

 
¡Ah, si pudiéramos reemplazar de una vez las elecciones por los sondeos!, piensa el populista.

 

 

 

Si pudiéramos transformar la república en concurso televisivo; las elecciones, en plebiscito; la audiencia, en audímetro; si pudiéramos terminar con el pueblo y coronar al “gran animal” de Platón o a esa plebe que, según los sofistas, debía reemplazar al demos.

 

 

 

¿La plebe? El verdadero pueblo.

 

 

 

¿El audímetro? ¿El plebiscito? Modos de una única sustancia: la sociedad concebida como un cuerpo pleno, deslumbrado por el espectáculo de su propia presencia.

 

 

 

Hay una psicología del populismo: el narcisismo de los individuos, ebrios de sí mismos y de su suficiencia.

 

 

 

Una fisiología: ese no sé qué abotargado, autosatisfecho, ahíto que encontramos en todos los Trump, Berlusconi y Le Pen varios (padre e hija).

 

 

 

Una metafísica: la idea de una voluntad general causa sui, anterior a toda palabra y, más aún, a todo contrato, una voluntad natural, soberana y naturalmente buena con la que volver a conectar a poco que se sepa eliminar los filtros y mediaciones que la oscurecen.

 

 

 

El populista será inevitablemente nacionalista: ¿el nacionalismo no es el camino más corto para ir hacia una comunidad libre de todo filtro o mediación?

 

 

 

El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar esa presencia en sí? Si no se dota de una exterioridad masiva y obsesivamente denunciada, ¿cuál sería el medio para reunir su propio cuerpo en una identidad recuperada?

 

 

 

 

El populismo es una propedéutica del odio, de la exclusión y, en definitiva, del racismo: véase el discurso antinmigrantes de Hungría a Estados Unidos, de Polonia a Rusia.

 

 

 

¿El populismo? La enfermedad senil de las democracias.

 

 

 

Decimos “populismo”. Y es el nombre, finalmente único, de la reacción de las democracias al pánico que les gana y a la desbandada que las amenaza.

 

 

 

Sálvese quien pueda: la última palabra de los populistas.

 

 

 

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

 

 

 

Traducción de José Luis Sánchez Silva.

 

 

La guerra, manual de instrucciones

Posted on: noviembre 19th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Pues bien, aquí está la guerra.

 

 

Una guerra de un nuevo tipo.

 

 

Una guerra con y sin fronteras, con y sin Estado; una guerra doblemente nueva porque mezcla el modelo desterritorializado de Al Qaeda con el viejo paradigma territorial que ha recuperado el Estado Islámico (ISIS).

 

 

Pero una guerra, en cualquier caso.

 

 

Y ante esta guerra que no deseaban ni Estados Unidos, ni Egipto, ni Líbano, ni Turquía, ni hoy Francia, solo podemos hacernos una pregunta: ¿qué hacer? Cuando nos cae encima una guerra así, ¿cómo responder y ganar?

 

 

Primera ley: llamar a las cosas por su nombre. Al pan, pan, y al vino, vino. Y atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra, frente a la que lo deseable, lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de las democracias, pero también su debilidad, es rechazarla hasta los límites de su comprensión, de sus referencias imaginarias, simbólicas y reales.

 

 

La grandeza y la ingenuidad de Léon Blum, que en un famoso debate con Elie Halévy dijo que no lograba concebir —salvo como una contradicción— ni la idea misma de una democracia en guerra.

 

 

La dignidad y los límites de las grandes conciencias humanistas a finales de aquellos mismos años treinta, que vieron surgir, espantados, a Georges Bataille, Michel Leiris, Roger Caillois y otros colegas del Collège de Sociologie con sus llamamientos al rearme intelectual de un mundo que creía haber dejado atrás su parte maldita y su Historia.

Ahí estamos hoy.

 

 

Pensar lo impensable de la guerra.

 

 

Consentir esa contradicción que es la idea de una república moderna obligada a combatir para salvarse. Y pensarlo aún con más tristeza porque varias de las reglas establecidas por los teóricos de la guerra, de Tucídides a Clausewitz, no parecen servir para ese Estado fantoche que lleva la llama más allá en la medida en que sus frentes están desdibujados y sus combatientes tienen la ventaja estratégica de no establecer diferencias entre lo que nosotros llamamos la vida y ellos llaman la muerte.

 

 

Las autoridades francesas lo han comprendido, hasta en las más altas instancias.

 

 

La clase política ha aprobado unánimemente su gesto.

 

 

Quedamos usted, yo, el cuerpo social en su conjunto y en su detalle: queda la persona que, cada vez, es un blanco, un frente, un soldado sin saberlo, un foco de resistencia, un punto de movilización y de fragilidad biopolítica. Es desesperante, es atroz, pero así están las cosas, y es necesario actuar con la mayor urgencia.

 

 

No es terrorismo. No es una dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados

 
Segundo principio: el enemigo. Quien dice guerra, dice enemigo. Y a ese enemigo no solo hay que tratarlo como tal, es decir (las enseñanzas de Carl Schmitt), verlo como una figura a la que, según la táctica escogida, se puede engañar, hacer dialogar, golpear sin hablar, en ningún caso tolerar, pero sobre todo (enseñanzas de san Agustín, santo Tomás y todos los teóricos de la guerra justa), darle, también a él, su nombre auténtico y preciso.

 

 

Ese nombre no es terrorismo.

 

 

No es una dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados. En cuanto a la eterna cultura de la excusa que nos presenta a los escuadrones de la muerte como individuos humillados, empujados al límite por una sociedad inicua y obligados por la miseria a ejecutar a unos jóvenes cuyo único delito era que les gustaba el rock, el fútbol o el frescor de una noche de otoño en la terraza de un café, es un insulto para la miseria y para los ejecutados.

 

 

No.

Esos hombres que están en contra del placer de vivir y la libertad propia de las grandes metrópolis, esos bastardos que odian el espíritu de las ciudades tanto —dado que son lo mismo— como el espíritu de las leyes, del Derecho y la dulce autonomía de los individuos liberados de antiguas sumisiones, esos incultos a los que habría que replicar, si no les fueran completamente desconocidas, con las bellas palabras de Victor Hugo cuando gritaba, en plenas matanzas de la Comuna, que atacar París es más que atacar Francia porque es destruir el mundo, merecen el nombre de fascistas.

 

 

Mejor dicho: fascislamistas.

 

 

Mejor dicho: el fruto del cruce que vio venir otro escritor, Paul Claudel, cuando en su Diario, el 21 de mayo de 1935, en uno de esos destellos cuyo secreto solo poseen los grandes, anota: “¿Discurso de Hitler? Se crea en el centro de Europa una especie de islamismo…”

 

 

¿Qué ventaja tiene dar un nombre?

 

 

Poner las cosas en su sitio. Recordar que, con este tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad.

 

 

Y forzar a cada uno, en todas partes, es decir, tanto en el mundo árabe musulmán como en el resto del planeta, a decir por qué lucha, con quién y contra quién.

 

 

Eso no significa, por supuesto, que el islam tenga afinidad alguna con el mal, como no la tienen otras formaciones discursivas.

 

 

Y la urgencia de este combate no debe distraernos de esa otra batalla, también esencial, que es la batalla por el otro islam, por el islam de las luces, el islam en el que se reconocen los herederos de Massud, Izetbegovic, el bangladesí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán de Marruecos que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a los judíos de su reino.

 

 

Pero eso quiere decir dos cosas, o quizá tres. Para empezar, que, como se supone que la tormenta fascista de los años treinta no rebasó el perímetro de Europa, las tierras del islam son las únicas del mundo en las que se ha eludido asumir la memoria y el duelo que sí han llevado a cabo los alemanes, los franceses, los europeos en general, los japoneses.

 

 

Con este tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad.

 
Después, que hay que poner de relieve con más claridad la disyunción decisiva, primordial, que enfrenta esas dos visiones del islam, enzarzadas en una guerra letal que es, pensándolo bien y por utilizar una expresión conocida, el único choque de civilizaciones en activo.

 

 

Y, por último, que ese trazado de la línea sobre la que se enfrentan los seguidores de un Tariq Ramadan y los amigos del gran Abdelhawahb Meddeb, ese señalar lo que, a un lado, puede alimentar el “Viva la muerte” de los nuevos nihilistas, y al otro, el tipo de trabajo ideológico, textual y espiritual que bastaría para conjurar el regreso o la llegada de los fantasmas, debe ser, sobre todo, obra de los propios musulmanes.

 

 

Conozco la objeción.

 

 

Oigo gritar a los biempensantes que llamar a quienes son buenos ciudadanos a desvincularse de un crimen que no han cometido es suponerlos cómplices y, por tanto, estigmatizarlos.

 

 

Pero no.

 

 

Porque ese “no en nuestro nombre” que esperamos de nuestros conciudadanos musulmanes es el de los israelíes que se desvincularon, hace 15 años, de la política de su Gobierno en Cisjordania.

 

 

Es el de las masas de estadounidenses que en 2003 protestaron contra la absurda guerra de Irak.

 

 

Es el grito más reciente de todos los británicos, fieles o simples lectores del Corán, que decidieron proclamar que existe otro islam —manso, misericordioso, apasionado de la tolerancia y la paz— que no es ese en cuyo nombre pudieron apuñalar a un militar en plena calle.

 

 

Es un grito hermoso. Es un bello gesto.

 

 

Pero, sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia, que consiste en aislar al enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje de sentirse como pez en el agua en una comunidad para la que, en realidad, es una vergüenza.

 

 

Porque quien dice guerra dice otra vez, inevitablemente, la identificación, la marginación y, si es posible, la neutralización de esa fracción enemiga que actúa en el territorio nacional.

 

 

Es lo que hizo Churchill cuando encarceló, en el momento de la entrada de Gran Bretaña en guerra, a más de 2.000 personas, a veces muy próximas —su propio primo, Geo Pitt-Rivers, número dos del partido fascista inglés—, a los que consideraba enemigos interiores.

 

 

Y es, salvando las distancias, lo que debemos decidirnos a hacer hoy, por ejemplo prohibiendo a quienes predican el odio; vigilando más de cerca a los miles de individuos fichados y marcados con una “S”, es decir, sospechosos de yihadismo; o convenciendo a las redes sociales estadounidenses de que no permitan los llamamientos a cometer atentados suicidas a la sombra de la Primera Enmienda.

 

 

Es un gesto delicado, que está siempre al borde de las leyes de excepción. Y por eso es crucial, en estos momentos, no ceder ni sobre el derecho ni sobre el deber de hospitalidad, más necesarios que nunca ante la avalancha de refugiados sirios que huyen precisamente del terror fascislamista.

 

 

Seguir recibiendo inmigrantes al mismo tiempo que se incapacita al mayor número posible de células dispuestas a matar.

 

 

Abrir aún más los brazos a los fugitivos del ISIS ahora que nos disponemos a ser implacables con quienes, entre ellos, quieren aprovecharse de nuestra fidelidad a nuestros principios para infiltrarse en tierra de misiones y cometer sus crímenes.

 

 

No es contradictorio.

 

 

Es crucial no ceder ahora sobre el deber ni el derecho de hospitalidad.

 
Es la única forma de no dar al enemigo la victoria que da por descontada, que es vernos renunciar al tipo de convivencia abierta y generosa que caracteriza nuestras democracias.

 

 

Y es, lo repito, ese razonamiento inherente a toda guerra justa que consiste en no mezclar lo que tiene vocación de división, y mostrar, en este caso, a la gran mayoría de los musulmanes de Francia, que no son solo nuestros aliados, sino nuestros hermanos y conciudadanos.

 

 

Y, para terminar, lo fundamental.

 

 

La verdadera raíz de esta irrupción del horror.

 

 

Este Estado Islámico que ocupa un tercio de Siria e Irak y que ofrece a los artificieros de posibles futuros Bataclan bases, centros de mando, escuelas de crimen y campos de entrenamiento, sin los que no sería posible nada.

 

 

Sabemos que la semana pasada, en el Sinjar, los peshmerga lograron, con la coalición internaciona

 

 

l, una victoria decisiva.

 

 

Podríamos mencionar numerosos ejemplos, desde hace seis meses, en los que los kurdos, que hasta ahora son los únicos que han entablado combate cuerpo a cuerpo, han visto retroceder sin resistencia a los malvados soldados de Daesh.

 

 

Y, como en otro tiempo en Sarajevo, como en la época en la que presuntos expertos agitaban el espectro de los cientos de miles de soldados que iba a hacer falta desplegar sobre el terreno para impedir la limpieza étnica, en realidad, llegado el momento, será suficiente un puñado de fuerzas especiales y de asalto: estoy convencido de que las hordas del ISIS son mucho más valientes a la hora de hacer volar a unos jóvenes parisienses indefensos que cuando se trata de enfrentarse a auténticos combatientes de la libertad, y por eso pienso que la comunidad internacional, si quiere, dispone de todos los medios para acabar con esta amenaza a la que se enfrenta.

 

 

¿Por qué no lo hace?

 

 

¿Por qué somos tan tacaños con la ayuda a nuestros aliados kurdos?

 

 

¿Y qué es esta extraña guerra que Estados Unidos, con Barack Obama al frente, no parece querer ganar?

 

 

Lo ignoro.

 

 

Pero sé que la clave está ahí.

 

 

Y que la alternativa está clara: “No boots on their ground” equivale a “more blood on our ground” (si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro).

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

 

Bernard-Henri Lévy – El País

El instante churchilliano de la V República

Posted on: enero 11th, 2015 by Lina Romero No Comments

 

Doce rostros. Doce nombres, algunos de los cuales pronunciaron para identificarles específicamente antes de ejecutarles. Doce símbolos, llorados en todo el mundo, de la libertad de reír y de pensar, ahora asesinada. Por esos 12, a Charb, Cabu, Wolinski, Tignousa, a Bernard Maris, por esos mártires del humor que tantas veces nos hicieron morir de risa y que por ella han muerto, por ellos tenemos la obligación, como mínimo y sin la más mínima duda, de estar a la altura de su compromiso, su valor y, hoy, su legado.

 

Las autoridades de la nación tienen ahora el deber de sopesar un conflicto que no deseaban pero que los periodistas de Charlie —esos cronistas y caricaturistas que eran, ahora lo sabemos, corresponsales de guerra— estaban librando desde hacía muchos años, y en primera línea. Estamos ante el instante churchilliano de la V República. Es el momento de cumplir con el deber de atenernos a una verdad implacable ante una prueba que se anuncia larga y terrible. Es el momento de que rompamos con los discursos apaciguadores que nos sirven desde hace tanto tiempo los tontos útiles de un islamismo soluble en la sociología de la miseria. Y es el momento, ahora o nunca, de hacer gala de una sangre fría republicana que hará que no nos abandonemos a las funestas facilidades del Estado de excepción.

 

Un antiterrorismo sin poderes especiales. Francia puede —y debe— levantar unos diques que no sean los muros de una fortaleza asediada. Francia debe —y puede— poner en práctica un antiterrorismo sin poderes especiales, un patriotismo sin Patriot Act, una forma de gobernar que no caiga en ninguna de las trampas en las que estuvo a punto de perderse Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001. ¿No nos invitan de manera implícita a ello las palabras de John Kerry, hace 10 años adversario desafortunado pero honorable del mediocre apóstol del antiterrorismo que fue George W. Bush? ¿Acaso no tuvo el homenaje que rindió en francés a las 12 víctimas, su Je suis Charlie recuperado en el mismo francés que el conmovedor discurso pronunciado por el presidente Roosevelt en las ondas de Radio Londres el 8 de noviembre de 1942, la doble virtud de subrayar la dimensión histórica del suceso y al mismo tiempo dirigir a la nación hermana una discreta advertencia contra la tentación, siempre posible, de la biopolítica liberticida?

 

Nosotros, los ciudadanos, tenemos el deber de vencer el miedo, de no responder al terror con el espanto y de armarnos contra esa obsesión con el otro y esa ley de la sospecha generalizada que acaban siendo, siempre o casi siempre, la consecuencia de sacudidas como esta. En el instante de escribir estas líneas, la prudencia republicana parece haber predominado. El Je suis Charlie inventado de forma simultánea y como con una sola voz en las grandes ciudades de Francia marca el nacimiento de un espíritu de resistencia a la altura de lo mejor de la historia. Y los incendiarios de almas que predican sin descanso la división entre los franceses de origen y los que los son porque lo dicen sus papeles, los provocadores de disturbios que, en el Frente Nacional, veían estas 12 ejecuciones como una nueva sorpresa divina que demuestra el avance inexorable del “gran reemplazo” y nuestro cobarde sometimiento a los profetas de la “Sumisión”, se han quedado con dos palmos de narices.

 

La unidad nacional es lo contrario de “Francia para los franceses”. No obstante, hay que preguntarse: ¿hasta cuándo? Y es fundamental que, cuando pase el tiempo de las emociones, sigamos respondiendo al lema de “Francia para los franceses” de la señora Le Pen con la unidad nacional de los republicanos de todas las tendencias políticas y todas las procedencias que, en las horas siguientes a la matanza, salieron con valentía a la calle. Porque la unidad nacional es lo contrario de Francia para los franceses. La unidad nacional es, desde Catón el Viejo hasta los teóricos del contrato social moderno, un bello concepto que, emparentado como está con el arte de la guerra justa, no se equivoca jamás de enemigo. La unidad nacional es la idea que hace que los franceses hayan comprendido que los asesinos de Charlie no son los musulmanes, sino una ínfima fracción de los musulmanes, compuesta por quienes confunden el Corán con un manual de torturas. Y es obligatorio que esa idea sobreviva a este increíble sobresalto ciudadano.

 

Aquellos que tienen por religión el islam tienen el deber de proclamar en voz muy alta, y de forma muy multitudinaria, su rechazo a esta forma pervertida de la pasión teológico-política. No es cierto, como se dice demasiado a menudo, que a los musulmanes de Francia se les conmine a justificarse; más bien —y es exactamente lo contrario— se les convoca a manifestar que se sienten hermanos de sus conciudadanos asesinados y, de esa manera, a erradicar de una vez por todas la mentira de que existe una comunidad de espíritu entre su fe y la de los autores de la matanza.

 

No en nuestro nombre. Ellos tienen la importante responsabilidad, ante la Historia y ante sí mismos, de gritar el Not in our name de los musulmanes británicos, que quisieron así refutar toda posibilidad de asociación con quienes habían decapitado a James Foley; pero tienen también la responsabilidad, aún más imperiosa, de declinar su nombre, su verdadero nombre, como hijos de un islam de tolerancia, paz y bondad. Hay que liberar al islam del islamismo. Es necesario repetir que asesinar en nombre de Dios es convertir a Dios en un asesino por poderes. Esperamos, no solo de los expertos en religión como el imán de Drancy Chalghoumi, sino también de la inmensa muchedumbre que constituyen sus fieles, la valiente modernización que permita enunciar, por fin, que el culto a lo sagrado es, en democracia, un atentado contra la libertad de pensamiento; que las religiones, a ojos de la ley, son unos regímenes de creencias ni más ni menos respetables que las ideologías profanas; y que el derecho a reírse de ellas o a discutirlas es un derecho de todas las personas.

 

Este es el camino difícil, pero tan liberador, que seguían algunas conciencias del Islam que tuve el honor de conocer en Bangladesh, Bosnia, Afganistán y los países de la Primavera Árabe y cuyos nombres quiero repetir aquí: Mujibur Rahman, Izetbegovic, Massud, los héroes y heroínas caídos en Bengasi, como Salwa Bugaighis, bajo el fuego o los cuchillos de los hermanos de barbarie de quienes han asesinado a Charb, Cabu, Tignous y Wolinski. Es su mensaje el que debemos escuchar. Es su testamento traicionado el que debemos hacer nuestro sin más tardar.

 

Ellos son, incluso después de muertos, la prueba de que el islam no está condenado a sufrir esta enfermedad diagnosticada por Abdelwahab Meddeb, el que más cruelmente vamos a echar de menos, de todos nuestros poetas y filósofos, en los tiempos sombríos que se avecinan. Islam contra Islam. Luces contra yihad. La civilización plural de Ibn Arabi y Rumi contra los nihilistas del Estado Islámico y sus emisarios franceses. Ese es el combate que nos aguarda y que, todos juntos, vamos a tener que librar.

 

Bernard-Henri Lévy es escritor y filósofo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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