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Venezuela: se acabó el chévere

Posted on: mayo 10th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

A quienes salen en masa a marchar, con sus atuendos de campaña, no los mueve la alegría o el entusiasmo, sino el dolor y el luto. La sensibilidad está de un solo lado: de los que viven para que la vida recupere algún sentido

 

 

Un gran pensador de origen cubano que hizo su vida académica en Venezuela, Rafael López Pedraza (1920-2011), en sus años mozos discípulo de Jung y a la larga experto en simbología y psicoterapia, cuando se detenía a analizar la psique colectiva venezolana, notaba cierta aprensión ante la condición trágica. Para el gran analista, la palabra preferida del venezolano cuando se le pregunta Cómo estás es decir casi siempre Chévere. Y el Chévere, por supuesto, puede esconder cualquier anomalía. De allí que el cheverismo haya sido su neologismo de predilección para hacernos entender que sin tragedia, esto es sin dolor, la psique colectiva no madura. Esta reflexión, en su momento más que pertinente, quizás haya envejecido de cara a un presente esencialmente trágico. Si antes el dolor se obviaba, ahora está sentado en el corazón de nuestra cotidianidad, forjando un temple cívico que no veíamos desde hace unas cuantas décadas. El dolor se alimenta de los seres perdidos, de los hijos extraviados, de los hogares rotos, de los parientes enfermos, de los prójimos que mueren de hambruna, de los estudiantes alcanzados por una bala, de los jóvenes que emigran para siempre. El país es un gran desangre y todos nos abocamos a cerrar esas heridas, intuyendo que ya es un poco tarde, sabiendo que el mal ya está hecho y además sembrado. Nadie piensa en el pasado, a pesar de que hay trozos completos de nuestra historia que tuvieron honda significación, sino sobre todo en el futuro. El peso de las ideas muertas, fosilizadas, es un fardo que condiciona hasta la mesa en la que se come, hasta la cama en la que se duerme.

 

 

 

Los narradores que buscan historias están sepultados por todo tipo de referentes: no hay cómo absorber y menos procesar los hechos criminales, las muertes impunes, los cadáveres anónimos, el saqueo al tesoro público, la corrosión de todas las instituciones. Toda tentativa de hacer ficción se queda corta frente al abrazo oceánico de una especie de detritus que todo lo abarca. Y que esencialmente ahoga cualquier sentido de esperanza bajo una marea paralizante. Por eso a quienes hoy salen en masa a marchar, con sus atuendos de campaña, sus banderines amarrados al cuello, sus rodilleras o coderas, sus máscaras antigases, no los mueve la alegría o el entusiasmo, sino esencialmente el dolor, el luto. En cada caminante hay una tragedia, una épica mínima, un relato de intimidad. Con ellos marchan los otros, sus otros, los que ya no pueden marchar porque han muerto, han enfermado o se han ido. Esa resquebrajadura, que cada quien lleva, es la que se ve en las imágenes que dan la vuelta al mundo. Son rostros recios, de marcas profundas porque ya no hay llanto, desmedidos, expectantes, temerarios. Caminan porque detrás ya no queda nada, caminan porque ya han salido del abismo y hacia adelante no puede haber nada peor, caminan porque ya no les preocupa no retornar.

 

 

 

En cada caminante hay una tragedia, una épica mínima, un relato de intimidad

 

 

 
La afabilidad del pasado se ha convertido en la reciedumbre del presente porque la vida de hoy se ha vuelto esencialmente trágica. Y si el nuevo país sólo se construye con sacrificio, pues sacrificio tendremos a lo largo de los días, semanas o meses. No es una cantaleta o un credo; es una manera de vivir o de asentir ante el rigor con que el destino se nos presenta. Y esa actitud es reconocible hasta en los más desposeídos, aquellos que con razón abrazaron una causa que los emancipaba para sentirse defraudados a la larga, para sentirse hoy como eslabones de una cadena que, literalmente, esperan pacientes a que les tiren los mendrugos en el ruedo. Los sueños y promesas en torno a un futuro mejor terminaron en la gran estafa de hoy, cuando un cónclave se enrosca en el poder para resguardar sus negocios y pillerías, amparados siempre por unas fuerzas armadas convertidas en ciegos guardaespaldas.

 

 

 

Los sueños y promesas en torno a un futuro mejor terminaron en la gran estafa de hoy

 

 

 
La marcha del pasado 19 de abril, día que conmemora la declaración de independencia de Venezuela, ha sido la más grande de todos los tiempos. Es difícil enumerar cada una de las actitudes, intenciones, propósitos o historias que se reunieron allí, pero sí podrían destacarse los sentimientos dominantes, todos ligados a la valentía, la determinación y la conciencia de por qué marchar ese día, de por qué no faltar, de por qué ser parte del todo. Ese día, desde temprano, en todas las grandes capitales del país, cada quien cumplió con su propio e íntimo ritual: qué ropa llevar, qué reservas de agua o galletas, qué pancartas exhibir, qué precauciones tomar para los gases o perdigones. Todos inspirados, todos decididos. Unos desayunaban antes de partir, otros leían, otros más rezaban, unos últimos se despedían de sus padres. Supe de una estudiante de escritura creativa que, para mostrar su fervor y sus fuentes de inspiración, le envió a su profesor, minutos antes de partir, este fragmento de diario de Alejandra Pizarnik: “Ya es de día; desnúdate de tu cuerpo de ángel perfumado. Ya es de día; vístete con cáscaras de tortugas asesinadas, cúbrete de pelos polvorosos y de residuos de sangre. Arrástrate por las paredes en busca de alimentos, bebe donde orinan los muertos. Levántate, desconocida con alas de arpillería; vuela cargada de tierra por las piedras silenciosas. Sacrifica tu sueño y cúbrelo de cenizas. Incorpórate, es de día y los justos ya trabajan. Reintégrate a la grasa, al sudor y al polvo. Confiesa hoy también que aún estás viva. Levántate y anda, pobre bestia, y sin llorar”.

 

 

 

Desde entonces no encuentro una definición mejor de lo que significa marchar hoy en Venezuela: “Reintégrate a la grasa, al sudor y al polvo”.

 

 

 

Antonio López Ortega es escritor y editor. Ha publicado hace poco La sombra inmóvil (PreTextos).

 

 

 

Periodismo crítico

Posted on: julio 3rd, 2015 by Laura Espinoza No Comments

El diario ‘El Nacional’ surgió en Venezuela en 1943 con la voluntad de no ser complaciente con el poder

 

 

Dos intelectuales venezolanos fundaron el diario El Nacional en 1943. Uno de ellos era el periodista y novelista Miguel Otero Silva (1908-1985); el otro, el poeta y cuentista Antonio Arráiz (1903-1962). Con 35 años el primero y con 40 el segundo, era comprensible que tanta juventud enfrentada a una aventura exigente contara con una tercera figura más asentada: don Henrique Otero Vizcarrondo, padre de Miguel, quien sin duda ha debido asegurar los medios para una empresa que no dejaba de ser riesgosa. Y en efecto lo era, porque los tufillos de la larga dictadura gomecista, acabada con la muerte del tirano en 1936, todavía se sentían en el ambiente. No pocos tropiezos tuvieron dos generales de esa rémora —Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita— para llevar a los venezolanos a una terra incognita: la democracia. Si el discurso político de las primeras décadas del siglo no podía ser sino monotemático, ¿qué cabría esperar de la prensa? Entre loas al supremo, crónicas de variedades y noticias de una lejana guerra, se extraviaban todas las páginas. El Nacional, por lo tanto, irrumpía en contra de un férreo conservadurismo, y sin duda comenzaba a ejercer un periodismo crítico, línea editorial que a lo largo de toda su trayectoria, incluso en períodos democráticos, no ha dejado de traerle problemas.Otros artículos del autor

 

 

Otero Silva, amante de la cultura en todas sus variantes, exhibía también un temple político que hoy en día lo hubiera etiquetado como hombre de izquierdas. Pero más que militante de partidos, el autor de Casas muertas pasaba por librepensador. La conjunción entre cultura y política, sin embargo, lo condujo a llenar de intelectuales la redacción del periódico naciente. Cuentista que se respetara, novelista en ciernes, poetas que luego descollarían y hasta las primeras reporteras de las que se tenga memoria —como la gran poeta Ida Gramcko—, daban sus primeros pasos en El Nacional. No tardaría mucho tiempo Otero en crear un suplemento esencial: el Papel Literario, que durante todas las décadas restantes del siglo fue la ventana para asomarse a la gran literatura contemporánea. Y si a ello sumamos otra invención, la de un concurso anual de cuentos, que deslindaba a los mejores exponentes del género, completábamos un círculo de excelencia. El Nacional se convertía en el espejo de la cultura venezolana, donde todo se reflejaba y dirimía. Entre sus directores estuvieron el novelista Arturo Uslar Pietri, el historiador Ramón J. Velásquez, el poeta José Ramón Medina, pero en las mesas de redacción y los suplementos se cuentan los nombres que han conformado la literatura nacional de estos últimos sesenta años. También el exilio español se cobijó en esas páginas, con la presencia de José Bergamín como columnista, del filósofo Juan David García Bacca como articulista, del investigador Pedro Grases o del crítico Segundo Serrano Poncela.

 

 

El periódico ha recibido en los últimos años multas, inspecciones, demandas y cortes de despachos de papel
En estos últimos años, sin embargo, al igual que toda la prensa venezolana, el periódico ha recibido multas, inspecciones, demandas y, últimamente, cortes extremos en los despachos de papel, hoy controlados por un organismo estatal que premia y castiga. La reducción de su edición diaria a uno o dos cuerpos, la disminución de la plantilla de redactores, la caída de anunciantes, obstáculos mayores todos, no se ha traducido, sin embargo, en un cambio de la línea editorial que históricamente se ha sostenido. A diferencia de otros periódicos, que han terminado comprados, confiscados o abandonados, El Nacionalmantiene una línea de resistencia admirable, quizás semejante a la que sostuvo en tiempos de dictadura perezjimenista o en las turbulencias que también alcanzaron al período democrático (1958-1998). Se diría que esa conformación ideada por sus fundadores, de hondo acento cultural, de periodismo nada complaciente, se mantiene viva frente al oprobio y la voz de mando.

 

 

El acoso, sin embargo, no llega a su fin, pues corren los días en los que el presidente de la Asamblea Nacional, segundo jerarca del régimen, ha interpuesto una demanda contra El Nacional por reproducir una noticia publicada en el diario español ABC. Sólo que a diferencia de otros bajos trotes, esta vez la acción judicial va dirigida contra la junta de accionistas y el consejo editorial, esto es, contra toda la cúpula del periódico. Si no viviéramos tiempos en los que el poder judicial se comporta como un títere del Ejecutivo, todo se dirimiría bajo los ojos de la dama vendada, pero hay razones para temer lo peor. En el fondo, se trata de un careo entre una empresa cultural, profundamente arraigada en la consciencia moderna venezolana, y los fantasmas redivivos de la barbarie y el militarismo, que creíamos enterrados para siempre. De un lado, el legado de Otero Silva, Uslar Pietri y toda la cultura venezolana de medio siglo; y del otro, la incivilidad que vuelve en forma de gritos, insultos y mandatos. Se diría que estos desequilibrios frente a los poderosos ya los ha vivido El Nacional en el pasado, por lo que habrá más de un redactor de planta que, ante el acoso, sólo verá el rico referente que nutrirá su próxima novela.

 

Antonio López Ortega es escritor, editor y gestor cultural venezolano.

El reino de la autocensura

Posted on: marzo 26th, 2015 by Laura Espinoza No Comments

Maduro hostiga a periodistas y medios de una manera inédita en Venezuela

En días recientes, Gerver Torres, una reconocida figura pública que fue presidente del Fondo de Inversiones de Venezuela y asesor del Banco Mundial, renunció después de 15 años a su columna del diarioEl Universal de Caracas. ¿Las razones? Los editores de la centenaria publicación, ahora en manos de dueños desconocidos, le censuraron su última entrega. Meses antes, la caricaturista Rayma, posiblemente la que mejor recoge el legado de crítica política de Pedro León Zapata, cuya sensible muerte acaeció en estos días, recibió una invitación a dejar las páginas del mismo periódico.

 

A estos nombres se pueden sumar muchos más, como el de Marta Colomina, analista fina del proceso chavista, o el de Pedro Pablo Peñaloza, uno de los periodistas de mayor trayectoria a quien le han obligado a cambiar de medio. Hay que tratar de imaginar cuál puede ser el ambiente de la redacción del periódico para que una ONG como Espacio Público esté solicitando abiertamente firmas para una campaña llamadaCese inmediato de la práctica de censura hacia informaciones y noticias y respeto al trabajo profesional de sus periodistas. Cuando un redactor o columnista vive en este ambiente de vigilancia, o de decisiones abruptas que lo pueden dejar en la calle, las palabras comienzan a temblar, ya no son fiables, y el espíritu expresivo sufre como un rapto: ya no pertenece al que escribe sino al que lee con lupa. Es el comienzo de la duda frente al lenguaje, es el comienzo de la autocensura.

 
Se diría que la autocensura es el sentimiento dominante de la prensa venezolana de hoy. ¿Cómo titular de manera que no se hieran susceptibilidades gubernamentales? ¿Cómo abordar una investigación sin ofender a un funcionario público? Porque son extremadamente sensibles las autoridades venezolanas, suponemos que por considerarse a sí mismas intachables, impolutas, indignas de señalamientos o críticas. Por poco menos que palabras, un legendario político venezolano, Teodoro Petkoff, director de Tal cual, está obligado, junto a su directiva, a presentarse mensualmente en un tribunal.

 

¿Razones? Haber permitido la publicación de un artículo del humorista Laureano Márquez. Así, cuando el hostigamiento no tiene cara de juicio, viene disfrazado de inspecciones fiscales, laborales, sanitarias o, claramente, como en los últimos tiempos, de compras de emporios comunicacionales, como son los casos de El Universal o de la Cadena Capriles, operaciones de compraventa que dejan ver las manos pero nunca las cabezas.

 

Si nos vamos a los periódicos de provincia, a excepción de buques insignia como El Impulso o El Correo del Caroní, el cortejo guarda silencio sepulcral. El temor a quedarse sin papel, pues el Gobierno ha sabido centralizar los despachos en una entidad pública, obliga a comportamientos poco ejemplares. Allí la autocensura se convierte en dictado, y basta ver en las planas de primera página el reflejo fiel de las gacetillas gubernamentales: Se construirán nuevas viviendas oLlegarán pollos importados.

 

El futuro o el gerundio, por cierto, son los tiempos verbales más usados por el discurso gubernamental. De cara a esa copia o calco, el oficio periodístico desaparece: nadie opina, nadie analiza, nadie investiga. Finalmente, hemos pasado a una transferencia discursiva, por no decir sanguínea: el Gobierno habla y los medios repiten (al menos los loros tropicales ofrecen una variación cromática que las páginas preciosas de periódico no exhiben). Mención aparte merecería el universo radial, quizás por la penetración que tiene en audiencias populares, donde el Gobierno ha logrado, allí sí, la perfecta “hegemonía comunicacional”.

 

La autocensura, sin embargo, comienza a producir unos efectos extraños: y es que o la realidad reflejada por los periódicos no existe o la realidad que veo o siento es en verdad una pesadilla. Cada vez el divorcio entre hechos y su reflejo periodístico es mayor. Por ejemplo: hay medios que han dejado de publicar noticias sobre delincuencia, o para los que no existe la corrupción, o para los cuales no existe desabastecimiento. Es decir, el país es una fantasía que solo se halla en las páginas de los periódicos. Entonces se produce una inversión de roles, porque ahora los periódicos quieren novelar cuando los nuevos narradores toman los referentes de la hemorragia social para convertirlos en novelas o relatos. Una prueba de esa fantasía son las amplias reseñas que responden a fuentes intrascendentes: la farándula, el deporte, los viajes o los éxitos prolongados del Sistema de Orquestas Juveniles en Viena o Kiev.

 

Nadie parece pensar, sin embargo, en el lector, el televidente o el oyente que espera ansioso en su hogar por un dato crudo de la realidad: quién ha muerto, quién opina o quién manifiesta. Los hogares se han vuelto cuevas sombrías porque la exterioridad no llega. Puede estar ocurriendo un cataclismo, pueden estar saqueando una tienda, pueden estar reprimiendo a unos estudiantes, y nadie se entera. La verdad no es esa, la que ya nadie refleja, sino la que quieren que yo reciba o vea. A esto nos han llevado los medios que han dejado de ser medios.

 

Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano. Autor de La sombra inmóvil(Pretextos, 2014).

Los últimos castristas residen en Venezuela

Posted on: diciembre 31st, 2014 by Laura Espinoza No Comments

Queda en evidencia un país títere tras el pragmático acuerdo entre EE UU y Cuba

A la luz de los recientes acuerdos entre EE UU y Cuba, que como mínima concesión aseguran la reanudación de relaciones diplomáticas, analistas de todo orden se han dedicado a considerar las consecuencias directas o indirectas de tamaña movida geopolítica. En ese ejercicio si se quiere vertiginoso ha salido a relucir inevitablemente el nombre de Venezuela, en parte por su hermandad de estos últimos años con Cuba, en parte por su circunstancia petrolera y en parte por su deslave republicano, que ha convertido a una nación democráticamente precoz en un contramodelo que ningún país vecino quiere imitar.

 

En la mayoría de los casos, los analistas parecen discernir consecuencias nefastas para Venezuela, pero lo que más asombra es que bajo cualquier argumentación al país se le vea siempre como objeto de algo y nunca como sujeto de nada. Según esta premisa dominante, Venezuela no goza de autonomía ni de perfil ni de relieve. Es sencillamente una pieza danzante que en el tablero internacional siempre otros mueven, incluida Cuba. La frase con la que algún articulista ha querido describir la situación es la de país títere. Quizás ello explique por qué un conocedor como Antonio Navalón llegue a afirmar que, ante la nueva confraternidad del Norte, sólo Cuba puede garantizar “el final del chavismo sin sangre”.

 

Vale la pena preguntarse qué podrían pensar las autoridades venezolanas sobre el mote de país títere, o qué dirían las centenarias universidades públicas, o qué esgrimiría la clase intelectual. El Alto Mando Militar, por ejemplo, se reunió recientemente para pronunciarse sobre las medidas del Parlamento norteamericano contra represores oficiales, calificándolas de “desestabilizadoras”, pero no emite pronunciamiento alguno si acaso el Gobierno cubano negocia el nombre o la posición o los intereses de Venezuela en acuerdos políticos supranacionales. El chavismo se ha llenado la boca gritando a los cuatro vientos que la soberanía no se negocia, pero en el campo político Cuba parece manejar los hilos, porque en el económico ya se sabe que sólo China brinda los auxilios financieros de una economía convaleciente, cuando no Rusia, sobre todo si viene avalada por compras puntuales de armas.

 

Quizás para el análisis histórico, el Chavismo no pase de ser un accidente más
Venezuela, sin embargo, no es una anomia. Su historia y cultura hablan más bien de un país adelantado a su contexto histórico. En 1958, su naciente democracia era una excepción continental. Su política sanitaria, su temprana reforma agraria y, por supuesto, su progresiva legislación petrolera, por sólo nombrar tres pilares esenciales, forjaron una sociedad creciente, que prosperaba año tras año. En el campo cultural, por ejemplo, es difícil conseguir en Latinoamérica una colección de obras como la que consolidó el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, o una red de bibliotecas como la que llegó a tener Biblioteca Nacional, o un sistema de orquestas juveniles como el que se creó en 1975, bajo la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Sujetos hemos tenido, y de sobra, hasta formar un verdadero sujeto coral, que es el propio país. Un país, por cierto, que algunos analistas creen desaparecido, sepultado, sin saber que la lucha de los demócratas ha sido tenaz, titánica, pues en estos últimos 15 años no se ha tratado de convivir con adversarios políticos sino de enfrentarse a un Estado todopoderoso, a una hidra que lo ha cooptado todo, desde el sistema judicial hasta el sistema electoral, despachando a sus enemigos a la ruina, a la condena moral, a la cárcel o al cementerio.

 

Detrás del país títere, que es el que parece quedar en evidencia tras los anuncios del Gobierno cubano, nadie hubiera pensado que los últimos castristas residen en Venezuela y son sus propias autoridades, tan sorprendidas del anuncio como las audiencias globales. La hora del pragmatismo, por no hablar de oportunismo, ha llegado más allá de doctrinas febriles, fraternidades gritadas a voz en cuello o solidaridades automáticas. De pronto, como a quien le quitan la alfombra, preferiblemente roja, el discurso oficial se ha quedado sin archienemigos (el imperio y todas sus transmutaciones), pues ahora son los mejores amigos de los que ¿eran? sus mejores amigos. Las argumentaciones para tapar la enorme crisis nacional habrá que buscarlas ahora en los esquistos, que cualquier funcionario oficial confundirá con el nombre de un insecto.

 

A falta de país títere, pues eso es lo que nos lega el chavismo, quizás nos estemos acercando a la hora de las voluntades, de los sujetos, del país invisible que siempre ha estado allí, debajo de la costra chavista, construyendo una acción de relevo en los campos cívico, vecinal, académico o sencillamente no gubernamental. Las tareas son titánicas, porque se recibe un país en ruinas, pero no será la primera vez que Venezuela resurja de las cenizas.

 

En 1830, después de 20 años de guerra encarnizada, y con la tercera parte de la población aniquilada, un médico llamado José María Vargas se convertía en el primer presidente de la República. Desde entonces, según el precepto de Rómulo Gallegos, todo ha sido civilización contra barbarie. En tiempos presentes hablaríamos más bien de modernización, que es la senda clara que se trae desde 1936, cuando muere el dictador Juan Vicente Gómez. En ese lento caminar, quizás para el análisis histórico el chavismo no pase de ser un accidente más de los muchos que hemos tenido para asumir nuestra condición de ciudadanos conscientes de que el Estado nos debe servir a nosotros y no nosotros al Estado.

 

Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano. Autor de La sombra inmóvil (Pretextos, 2014)

 

Fuente: El País

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