Alex Saab desnuda la Revolución bolivariana

Posted on: octubre 10th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

El 8 de septiembre, el Tribunal Constitucional de Cabo Verde autorizó definitivamente la extradición de Alex Saab a Estados Unidos. Desde hace más de un año, este empresario nacido en Barranquilla, ciudad de la costa colombiana, se encuentra detenido en el país del noroeste africano.

 

 

Para quienes no han oído hablar de Saab, bastaría apuntar que, según investigaciones de la justicia internacional y periodísticas, es reseñado como el operador económico del chavismo, está acusado de lavado de dinero por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos y —entre otras cosas— es señalado por amasar una fortuna vendiendo a sobreprecio leche en polvo de dudosa calidad a un país en emergencia humanitaria. Su caso podría ocupar un lugar destacado en el surrealismo bolivariano.

 

 

Desde su detención en Cabo Verde, Saab —en tiempo récord— pasó de ser un comerciante colombiano a un ilustre ciudadano venezolano, un diplomático de alta jerarquía del país, un heroico revolucionario chavista, incansable defensor del amor y la fraternidad. Ha sido un proceso vertiginoso y un poco absurdo. Como si fuera posible, por ejemplo, trabucar instantáneamente a Al Capone en Mahatma Gandhi.

 

 

En otra maniobra desesperada para impedir su extradición, el régimen venezolano nombró esta semana a Alex Saab como representante del gobierno en el proceso de diálogo con la oposición que se está desarrollando en México. Lo que ha hecho la dirigencia de la autoproclamada “Revolución bolivariana” por este comerciante es inaudito. El culto al “Comandante eterno” —en referencia a Hugo Chávez— ha sido sustituido por la promoción del negociante turbio. La manera insólita en que ha defendido y luchado por Saab es un gran estriptís. Al defender con exaltada vehemencia a un personaje así, el chavismo ha quedado desnudo: revela que su verdadera naturaleza es la corrupción.

 

 

Con una alerta roja de Interpol y siendo investigado por las autoridades estadounidenses, Saab fue detenido en junio de 2020 cuando su avión se detuvo a recargar combustible en Cabo Verde. La Fiscalía de Colombia, por su parte, también lo acusa de actividades financieras irregulares. Tan pronto fue detenido, el chavismo convirtió el caso Saab en un problema político. Acusó al imperialismo y denunció una conspiración internacional en contra del pueblo de Venezuela. Sin embargo, la hipótesis que respira detrás de las investigaciones es distinta: Alex Saab podría ser el testaferro de Nicolás Maduro.

 

 

Las primeras búsquedas e indagaciones serias sobre la sorprendente carrera comercial de Saab las realizaron un grupo periodistas venezolanos, quienes desde el portal digital Armando.info pusieron una lupa sobre su historia. Lo que comenzaron a descubrir los transformó en un peligro. Saab los demandó en Venezuela y se vieron obligados a salir del país. Pero siguieron trabajando desde el exterior hasta desentrañar y documentar el complejo entramado de negocios que vinculan a Saab con el gobierno venezolano y que incluye desde la asignación de divisas preferenciales hasta la importación de alimentos, pasando por la construcción de viviendas, el comercio de minerales o contratos con la empresa estatal de petróleo. La estructura financiera desarrollada por Saab se extiende por el mundo, y podría sumar más de 6000 millones de dólares que, según se calcula, pudo haber “ganado” en estos años en Venezuela.

 

 

A pesar de todas las investigaciones y de las denuncias documentadas, el chavismo ha desplegado un enorme y sostenido plan nacional e internacional, con muchos esfuerzos diplomáticos, movilizaciones populares, una campaña de grafitis callejeros en Caracas e incluso con la producción de una serie en YouTube (llamada Alex Saab, agente antibloqueo), para sacralizar en el altar de la izquierda al empresario. Quien ganó dinero importando paquetes de alimentos de baja calidad nutricional para los pobres de Venezuela, es presentado ahora como un mártir de la solidaridad. Alex Saab es el Che Guevara del chavismo. El cinismo es la etapa superior de la Revolución.

 

 

La reciente designación de Saab como delegado oficial del gobierno en la mesa de negociaciones en México es, también, otra manera de desvestir las intenciones y los procedimientos con los que funciona Nicolás Maduro y su gobierno. Su propuesta supone que la justicia no tiene ninguna independencia, que la voluntad de un dirigente político puede imponerse tranquilamente sobre las instituciones y los tribunales. Es también una confesión, una forma de explicar por qué hay más de 300 presos políticos en Venezuela.

 

 

Tras la muerte de su líder en el año 2013, los llamados “hijos de Chávez” no solo continuaron destruyendo y saqueando las riquezas del país, demolieron sus instituciones y arruinaron su capacidad productiva, si no que —con vocación suicida— también despilfarraron y acabaron con el capital simbólico que habían heredado. El espectáculo que vendía el proyecto bolivariano como una revolución —humanista y de izquierda— es ahora puro aserrín, sobras de utilería. No hay ideología sino negocios.

 

 

La inminente extradición del empresario colombiano se da justo cuando el chavismo y la oposición están avanzando sobre posibles acuerdos en varios terrenos. Esto incluye, por su puesto, un probable levantamiento o flexibilización de las sanciones internaciones que pesan sobre el país. Es inverosímil pensar que Alex Saab puede participar de alguna manera en estas negociaciones. Pero su historia sí debería estar presente en esa mesa de diálogo.

 

 

Si bien es necesario debatir sobre el sentido de unas sanciones que afectan de manera directa la crisis humanitaria del país, también es necesario debatir sobre los mecanismos que garanticen que la eliminación de estas sanciones represente realmente un beneficio para las mayorías empobrecidas y no, como hasta ahora, alimenten al sistema hipócrita y corrupto que ha desnudado el caso de Alex Saab.

 

 

Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

 

 

Alberto Barrera Tyszka

Este artículo fue publicado originalmente en New York Times en español el 19 de septiembre de 2021

¿Volver al pasado? México y la reforma electoral

Posted on: agosto 29th, 2021 by Super Confirmado No Comments

Para muchos mexicanos, la gran victoria de las elecciones intermedias fue que el presidente Andrés Manuel López Obrador aceptara —con calma y serenidad— unos resultados no demasiados favorables. En el contexto de creciente polarización de la política mexicana, la reacción del mandatario parecía un triunfo para la vida institucional, para la democracia.

 

 

Pero muy pronto, López Obrador volvió a poner en duda la imparcialidad de dos organismos autónomos del país: el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Dijo que no eran “demócratas auténticos”, señaló que no estaban haciendo bien las cosas y, finalmente, esta semana, afirmó que las autoridades electorales son un “Frankenstein” creado a imagen y semejanza de los intereses de los partidos tradicionales. Advirtió que propondrá la remoción de sus miembros, a quienes acusó de no actuar con rectitud y de irrespetar la voluntad del pueblo.

 

 

México pasó setenta años gobernado por el PRI, el partido que institucionalizó “la revolución”, ocupando y asfixiando casi todos los espacios de la vida pública. Los organismos electores —frágiles y perfectibles— permitieron, sin embargo, la alternancia política en el año 2000 y, después, la llegada al poder del propio AMLO.

 

 

Abrir un debate, amplio y plural, sobre una posible reforma electoral puede ser muy saludable para la sociedad mexicana. Siempre y cuando no se trate de volver al pasado por otros caminos y con otros nombres, construyendo un proyecto hegemónico que —más que una transformación— pretenda implementar una sustitución de élites, la creación de una nueva “mafia del poder”.

 

 

Dar una batalla política, en todos los terrenos, para defender la independencia de las instituciones, especialmente las electorales, es ahora más crucial que revolotear aguerridamente en las redes alimentando el liderazgo polarizante del mandatario.

 

 

La inquina de AMLO con el sistema electoral mexicano no es nueva. En las elecciones de 2006, la primera vez que fue candidato presidencial y ante un resultado muy cerrado, denunció fraude y exigió un reconteo de los votos. El enfrentamiento fue a mayores y AMLO terminó convocando a una gran movilización ciudadana y se autoproclamó presidente “legítimo” de México. En las elecciones de 2012, AMLO se negó de nuevo a reconocer la derrota y acusó al PRI y a su candidato, Enrique Peña Nieto, de haber orquestado un sistema masivo de compra de votos. Mientras algunos ponderan su carrera política como una terca épica por conseguir la presidencia, él ofrece el relato de un despojo, la recuperación de un poder que ya había ganado.

 

 

Pero la crítica de AMLO a los organismos electorales —que también ha mantenido desde que asumió la presidencia en 2018— se nutre y tiene un eco en la propia vivencia colectiva mexicana.

 

 

En México, las teorías del fraude electoral son una tradición tan natural y patriótica como el pozole. Los cuestionamientos y denuncias del mandatario caen en un terreno muy fértil, en un país donde la mayoría parece pensar y sentir que la relación más segura y confiable que se puede establecer con el Estado es la sospecha.

 

 

Esta semana, AMLO ha anunciado que abrirá un debate para realizar la propuesta de reforma constitucional, en material electoral, que enviará al Congreso. Aunque aún no ha adelantado detalles, el presidente ha dejado claro que se trata de una “renovación tajante”, no solo en la estructura de los organismos responsables sino también en la manera de organizar los comicios. Aseguró que será un proceso plural, participativo y que, además, la propuesta será presentada a los ciudadanos incluso antes de ser mandada a alguna de las cámaras de representantes.

 

 

Sin embargo, el lugar desde donde enuncia la propuesta y la forma en que lo hace es un espejo de lo que tanto cuestiona y denuncia. En un mismo discurso, AMLO ofrece y promete mensajes distintos y antagónicos.

 

 

Como toda teoría de la conspiración, la hipótesis de fraude pierde eficacia cuando quien las elabora es un ganador. Es distinto acusar a las instituciones desde la experiencia de la pérdida, que sentenciarlas desde el ejercicio del poder. La percepción que tiene la población de las denuncias es diferente. López Obrador activa su iniciativa de reforma constitucional a partir de un evento donde su propuesta quedó derrotada: la consulta popular del primero de agosto que pretendía abrir un juicio contra los últimos expresidentes de México. Ante una abstención demoledora, AMLO ha culpado al INE de la escasa participación popular. Es un grave error de lectura de la realidad que reduce sus cuestionamientos al estrecho ámbito del berrinche personal. La apatía no es un fraude. El desánimo de los votantes es también una expresión pública. Las instituciones no son responsables de los errores políticos del liderazgo.

 

 

Al mismo tiempo que ofrece un debate plural, el presidente despoja de legitimidad a cualquiera que pueda adversar sus propuestas. Antes de que inicie el proceso, ya algunos interlocutores han sido etiquetados como “falsarios”, simuladores (“una pantalla”), que “fingen ser independientes”. Y, sin embargo, nuevamente, desde la jefatura del Estado, AMLO exige una nueva institucionalidad deliberadamente hegemónica, no independiente, que se ponga “a la vanguardia” de su proyecto político.

 

 

Los ataques del presidente indican que la reforma electoral será inevitable. Y es indispensable que los partidos de oposición, los movimientos sociales, las organizaciones civiles y los ciudadanos, se involucren plenamente en este debate. Frente al espectáculo político de la Cuarta Transformación —como López Obrador se refiere a su gobierno— solo la autonomía de las instituciones garantizan la posibilidad real de la democracia.

 

 

En el fondo, los mexicanos se enfrentan al peligro de una nueva versión de su propio pasado. Ahora deben luchar para impedir el regreso de otra “revolución institucional” que consolide a una nueva mafia del poder.

 

 

Alberto Barrera Tyszka

@Barreratyszka

nytimes.com

Daniel Ortega, el hijo de Somoza

Posted on: junio 17th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El 17 de julio de 1979, el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó definitivamente Nicaragua. Esa fecha —conocida como el Día de la Alegría— parecía cerrar definitivamente una etapa terrible y sangrienta en la historia del país centroamericano. Tras años de lucha, en múltiples frentes, el pueblo había conquistado la libertad y podía comenzar a construir una vida en democracia. Daniel Ortega Saavedra, el comandante del ejército rebelde de 33 años, era uno de los líderes fundamentales de esa revolución. Cuatro décadas después, sin embargo, se convirtió en lo que ayudó a derrotar: es el nuevo Somoza que ahora oprime salvajemente a Nicaragua.

 

 

Una de las de características del reciente autoritarismo latinoamericano es el descaro, la falta de pudor. Se comporta de manera obscena, con absoluta tranquilidad. Esta semana, en Nicaragua, han sido detenidos cinco líderes de la oposición, cuatro de ellos posibles adversarios a Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre. No se trata solo de una estrategia de fuerza, de control interno, también hay un mensaje desafiante hacia el exterior: Ortega actúa con arrogante impunidad, como si la reacción de la comunidad internacional no le preocupara demasiado. Habiendo pasado el tiempo de las invasiones, ¿acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz por detenerlo?

 

 

 

Conocí a Daniel Ortega en una visita que hizo a Venezuela, buscando fondos para apoyar la lucha contra Somoza. Yo tenía 18 años y formaba parte de una brigada de solidaridad con Nicaragua en la ciudad de Barquisimeto. Ahí, un grupo de jóvenes nos reunimos una noche con el comandante guerrillero. Era un hombre sencillo, sin pretensiones personales, se expresaba siempre de manera directa. Nos habló de la guerra en Nicaragua pero, también, de la necesaria batalla en el exterior, de la imprescindible ayuda de los otros países de la región para lograr la caída de la dictadura de Somoza. Hoy todo es tan distinto y tan igual que la historia parece un relato absurdo.

 

Tras la victoria de la revolución en 1979, Daniel Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional gobernaron el país hasta 1990, cuando perdieron las elecciones frente a Violeta Chamorro.

 

 

Década y media pasó Daniel Ortega en la oposición hasta que logró ganar las elecciones con un mínimo margen y regresar al poder en 2007. A partir de ese momento, con la ayuda de los petrodólares venezolanos (entre 2008 y 2016, recibió alrededor de 500 millones de dólares anuales de manos del chavismo), comenzó a construir y a desarrollar un proyecto autoritario, destinado a ocupar los espacios de poder y a eliminar la institucionalidad, a someter a la sociedad civil y a garantizar su permanencia indefinida al frente del gobierno.

 

 

 

Es un proceso que, con sus diferencias y atendiendo a sus circunstancias particulares, sigue un libreto similar al aplicado por el chavismo en Venezuela. Tiene grandes visos de nepotismo, ha secuestrado y socavado la autonomía de los poderes, limita a la prensa independiente, controla el aparato de justicia, los órganos electorales, el ejército. Es un modelo que permite que Ortega pueda reelegirse de manera ilimitada mientras sus adversarios —de forma ilegal— son inhabilitados, suspendidos o encarcelados.

 

 

La crisis que comenzó en 2018, que tienen en las protestas estudiantiles un protagonista esencial, han mostrado cuán dispuesto está Ortega a emular a Anastasio Somoza. La represión, las detenciones ilegales, los juicios fraudulentos, las denuncias de tortura, el acoso más feroz a la prensa y la persecución política cada vez más implacable dibujan un cuadro crucial de violación permanente a los derechos humanos. Tampoco los diversos intentos de diálogos han logrado prosperar. El país, sin duda, está ante el peor escenario para que se puedan dar unas elecciones libres. Sergio Ramírez, extraordinario escritor y figura emblemática de la lucha contra Somoza y de la Revolución sandinista, retrata así el panorama: “El Estado de derecho dejó de existir en Nicaragua. Lo demás es ficción y remedo”.

 

 

Frente la avanzada autoritaria, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha sancionado a tres funcionarios cercanos a Ortega y a su propia hija. Ya antes, tanto Estados Unidos como la Unión Europea, Canadá y el Reino Unido han puesto en vigencia medidas coercitivas contra el gobernante nicaragüense. También esta semana, António Guterres, secretario general de la ONU, instó a Ortega a liberar a los líderes opositores y a recuperar la credibilidad en la democracia en su país. Todas estas posturas y declaraciones, sin embargo, son cada vez más inocuas frente al desparpajo con el que actúa el poder en Nicaragua. Parecen una representación lejana en el aire, mientras los ciudadanos están cada vez más indefensos y acorralados. “Somos rehenes de la dictadura”, define acertadamente el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro.

 

 

 

Parece evidente, al menos en la región, que urge reinventar la diplomacia. Las experiencias de Cuba, de Venezuela, ahora de Nicaragua, son más que elocuentes. Ni las sanciones económicas ni las presiones más formales, por separado o en conjunto, parecen haber tenido resultados medianamente palpables. Tampoco los organismos multilaterales o los bloques de varios países han conseguido en la mayoría de los casos alguna consecuencia positiva. El autoritarismo no solo sigue obrando a sus anchas, institucionalizando su violencia, sino que además avanza sin miramientos tratando de legitimar hoy en día las antiguas formas de tiranía militar del siglo XX latinoamericano.

 

 

 

Hay que crear un tipo de relaciones internacionales distintas, que no terminen atrapadas entre una imposible invasión militar o la lentitud de la burocracia de las asociaciones o grupos multilaterales. Tiene que haber una manera de inventar nuevos mecanismos, pactos diferentes, que permitan otras alternativas de intervención regional que —al igual que en el siglo XX— apoyen a las ciudadanías y frenen el avance autoritario en la región.

 

 

 

Para todo esto, es necesario comenzar a despolarizar los conflictos. No estamos ante un debate entre ideologías sino ante una pugna entre el despotismo y la democracia. En distintos niveles y en coyunturas diferentes, lo que está en riesgo es lo mismo. No importa si el gobernante se llama Nayib Bukele o Daniel Ortega. Si se define como liberal o como socialista. Lo que importa es el poder de los ciudadanos, la independencia de las instituciones, la libertad y la alternancia política. El caso de Nicaragua, en ese sentido, es proverbial: un mismo actor ha elegido jugar papeles opuestos. Quien enarboló las banderas contra la dictadura y se proclamó un orgulloso “hijo de Sandino” es hoy, por el contrario, el más perfecto y genuino hijo de Somoza.

 

 

 

NYT
Por Alberto Barrera Tyszka

Es narrador y ensayista venezolano.

Alberto Barrera Tyszka (@Barreratyszka) es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

Una vacuna al final del túnel

Posted on: mayo 23rd, 2021 by Laura Espinoza No Comments

“Cuando te la pongan, vas a sentir como si tuvieras un súper poder”, me dijo un amigo. Para él, fue un evento casi sobrenatural. Como si la marca de su vacuna hubiera sido Marvel. No estaba protegido: ahora era indestructible. A mí no me pasó lo mismo. Pero por supuesto que sentí alivio, tranquilidad, al saberme en buena medida inmune ante la letalidad del virus.

 

 

Recibí las dos dosis de Pfizer dentro del programa implementado por las autoridades de Ciudad de México. La organización y la ejecución del plan vacunación en una de las metrópolis más grandes del mundo ha sido impecable y, sin duda, contrasta con un gobierno central cuyo manejo de la pandemia ha resultado errático y contradictorio: desde la negación inicial de la crisis por parte del presidente López Obrador, hasta el enorme subregistro en las estadísticas oficiales de muertes. En medio del caos, la jefa de gobierno de la capital mexicana le ha dado orden a la esperanza: una vacuna al final del túnel.

 

 

Decía Susan Sontag que los seres humanos transitamos entre dos reinos, dos ciudadanías: la salud y la enfermedad. En la mitad de ambos, ahora, la vacuna parece brillar como una alcabala. Aun a pesar de la desigualdad de situaciones, donde conviven realidades como la de la India —que hace unos días superaba los 400.000 casos diarios de covid— y la de Estados Unidos —en donde el 58 por ciento de los adultos han recibido al menos una dosis de la vacuna—, la creciente y masiva vacunación nos ofrece una ilusión de salida del territorio minado por el virus. En algunas partes del mundo, y entre muchos de quienes ya se han vacunado, las alarmas apocalípticas parecen desvanecerse, el sentido de la emergencia comienza a debilitarse, a formar parte del pasado.

 

 

¿Qué tan pronto olvidaremos la experiencia terrible de todos estos meses? La pandemia todavía es una oportunidad para mirarnos de otra forma y para tratar de comenzar a cambiar.

 

 

Olvidar lo ocurrido es, sin duda, tentador. Ahora resulta todavía más asombroso lo ausente que está la llamada “gripe española” en nuestra memoria. Una pandemia que produjo más muertes que la Primera Guerra Mundial pero sobre la cual, sin embargo, tenemos muy poca información, conocemos escasos relatos. No hay una narrativa común y frecuente sobre esta tragedia que empezó en 1918. No es una referencia fundamental en nuestra biografía como especie. No parece existir —con la contundencia del caso— una presencia de este suceso, de sus heridas y de su épica, en nuestra memoria colectiva.

 

 

Este coronavirus sorprendió a la gran mayoría como si fuera un estreno, como si jamás en la historia hubiera pasado algo parecido o como si fuera una hipótesis imposible, una ficción fílmica aterradora pero lejana. Durante todos estos meses, a través de los medios y de las redes sociales, se ha mostrado la pandemia desde muy diversos ángulos, destacando su impacto en relatos singulares, comunitarios, globales. Como nunca antes, la enfermedad ha aparecido ante nosotros como un peligro mundial, por momentos, incontrolable. Pero nada de esto garantiza que muy rápidamente llegue también el olvido. Hay una pulsión que, de manera personal, suele empujarnos a borrar estas experiencias. La enfermedad es parte natural de nuestra condición. Nos recuerda lo que queremos olvidar: somos cuerpos que se corrompen.

 

 

La otra cara de la moneda tiene que ver también con una circunstancia especial de la enfermedad. A diferencia de las guerras, de los grandes conflictos sociales, étnicos o políticos, la enfermedad siempre tiene la posibilidad de un desenlace rápido: la curación. El cuerpo sigue siendo un misterio y la medicina, aun con todo su desarrollo, continúa ofreciendo una dimensión de poder mágico frente a la muerte. Esto permite relativizar el tiempo y las consecuencias devastadoras del virus. La vacuna cumple también esa función. Permite dar por cerrado un ciclo, supone que hemos superado una etapa. Que nuestra vulnerabilidad solo fue un accidente, un imprevisto ya superado.

 

 

Esta pandemia debería servirnos para algo más que para tener nuevas películas o series televisivas sobre zombis, criaturas sobrenaturales nacidas del error de un laboratorio.

 

 

El coronavirus también puede ser interpretado como un síntoma de una enfermedad mayor, más diseminada y profunda, que tiene que ver con nuestra relación con el planeta, con los sistemas de consumo y contaminación que hemos creado, con las condiciones desiguales de vida, con una lógica de funcionamiento destructivo. La covid, el sida y el ébola tienen en común que llegaron a los humanos por destruir los hábitats de otros animales. El problema de la salud en el mundo está irremediablemente ligado al cuerpo de la Tierra. Antonio Guterres, refiriéndose al cambio climático, ha advertido hace poco que “estamos al borde del abismo”. ¿Qué otra declaración puede venir después de esta frase del secretario general de las Naciones Unidas?

 

 

La enfermedad no existe: existen los enfermos. Y toda persona que ha pasado por una experiencia límite con alguna enfermedad tiene, después, una visión distinta de la existencia. Piensa y vive de otra forma. Desde un sentido de calidad diferente. Trabucar esta vivencia personal en una vivencia colectiva es un urgente desafío.

 

 

Las vacunas son un remedio necesario y es imprescindible que lleguen rápida y democráticamente a cualquier lugar del mundo. Pero no nos salvarán de lo que somos. La pandemia debe permanecer dentro del escenario simbólico, necesita ser una alarma constante. Es necesario hacer cualquier esfuerzo por evitar el olvido. Es necesario recordar los rostros de nuestros muertos. Invocar sus vidas. Pronunciar sus nombres. La pandemia tiene que mantener y propagar sus relatos de dolor y de lucha, de duelo y de solidaridad. Hay que hacer de nuestra fragilidad un tema, un movimiento de opinión, un consenso ciudadano y mundial.

 

 

Plantearse avanzar hacia una “nueva normalidad” es un error. Lo que hay que hacer, precisamente, es acabar con la normalidad. Sacudirla. Trastocarla. Transformarla. Si no hay un cambio, esa luz al final del túnel será un simple parpadeo. Una señal pasajera, fugaz. @Barreratyszka

 

 
Alberto Barrera Tyszka

nytimes.com

El cubrebocas del presidente AMLO

Posted on: diciembre 18th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

·Todas las mañanas monto bicicleta cerca de mi casa, en una zona de Ciudad de México donde hay varios museos y un parque con caminerías. Con el transcurso de la pandemia, a medida que las estadísticas siguen empeorando en México, he ido perdiendo también la tolerancia: cada vez tengo más ganas de golpear al prójimo.

 

 

Avanzo por un carril especial que, con mucha frecuencia, indica en el suelo que se trata de una vía exclusiva para ciclistas. De pronto, debo apartarme porque casi choco con alguien que viene trotando en dirección contraria. Va sin cubrebocas y con la quijada en alto, jadeando pero muy orondo. Él me mira desafiante y yo lo miro como si solo fuera un festival de gotículas a quien repentinamente deseo arrollar.

 

 

Es insólito que, en un país con una de las letalidades más altas del planeta por la pandemia, el uso de las mascarillas se haya convertido en un tema controversial. Sin duda, la actitud del presidente ha sido fundamental en este proceso. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) parece empeñado en supeditar la emergencia a una pequeña batalla con sus adversarios. Pero más que un problema político ya es un dilema ético: ¿A cuántos mexicanos podría salvar si decidiera aparecer públicamente con cubrebocas?

 

 

A principios de diciembre, AMLO volvió a repetir que “el cubrebocas no es indispensable”. Es la posición que ha sostenido el gobierno mexicano desde el comienzo de la crisis de salud. Tanto el presidente como el doctor Hugo López-Gatell, vocero oficial del Estado para la respuesta a la pandemia, no suelen usar mascarilla en sus apariciones públicas y, en distintas ocasiones, han expresado dudas o relativizado su probable eficacia. En agosto, al reaccionar frente a un partido de la oposición que pretendía intentar obligarlo legalmente a usar mascarilla, AMLO sentenció: “Usaré tapabocas cuando no haya corrupción”, hundiendo de esta manera el debate en la marea estereotipada de la polarización política.

 

 

Hace un mes, también, cuando un diputado de Morena, su partido, se vio envuelto en una controversia al negarse a usar cubrebocas en una reunión en el Instituto Nacional Electoral, el presidente salió en su defensa, reiterando que “lo más importante es la libertad”.

 

 

Este ha sido punto central en su planteamiento y en su estrategia: no ordenar ni imponer reglamentaciones o sanciones excesivas sino, más bien, apelar a la conciencia y a la responsabilidad de la ciudadanía ante la emergencia. “No soy partidario de medidas coercitivas, como las prohibiciones o el toque de queda”, dijo AMLO hace una semana. Es algo que en teoría, suena muy bien, que parece ideal. Pero, después de nueve meses y más de 112.000 fallecimientos, habría que preguntarse si esa política de responsabilidad ciudadana es realmente eficaz.

 

 

México se encuentra entre los diez países con mayor letalidad del coronavirus en el mundo. Y ahora, con el llamado “repunte”, los contagios siguen en aumento, las defunciones no disminuyen, el impacto sobre la salud y sobre la economía del país continúa siendo devastador. AMLO ha lanzado públicamente un “decálogo”, invitando a la población a extremar la prevención y el cuidado. Entre esas medidas, no aparece el uso de cubrebocas. Pareciera que se trata de un punto de honor, de un tema donde el presidente no está dispuesto a ceder.

 

 

Pero también puede ser percibido y ponderado como un letal caprichito. Como una terquedad incomprensible. Es como si, en la década de los ochenta, cuando empezaba a propagarse el sida, algún líder insistiera en poner en entredicho la conveniencia de usar condón, apelando a que todavía no estaba demostrado que el uso del preservativo sirviera realmente para evitar los contagios. En cualquier emergencia, sobran los matices. Aunque parezca obvio —y al mismo tiempo sorprendente—, en México es necesario despolitizar el cubrebocas.

 

 

Hay suficientes estudios que demuestran que el uso de mascarillas representa una alternativa eficiente ante la propagación de la COVID19. “Entre los especialistas en salud pública, existe una aprobación casi unánime de las disposiciones sobre el uso universal de cubrebocas para defender a la población del virus y frenar la pandemia”, se argumenta en un informe reciente sobre su uso. Entre no hacer nada y ponerse una posible protección frente al virus, la discusión no tiene que ver con la libertad sino con la responsabilidad. “Protegerte a ti mismo y a los otros de esta enfermedad mortal —dice Monica Gandhi, especialista en enfermedades infecciosas— es tan simple como cubrir los dos agujeros en la cara que arrojan el virus”.

 

 

Más allá de los irresponsables que corren sin mascarillas en los parques, y a pesar de la coyuntura, AMLO tiene un amplio margen de seguidores y una aprobación popular saludable: según una consulta reciente, goza del 64 por ciento de aprobación y más de la mitad de los consultados aprueba su respuesta ante la pandemia. El presidente sigue siendo un modelo, un ejemplo que comunica un modo de estar en la vida, una manera de reaccionar frente a la realidad. Solo la semana pasada, México registró 4.156 fallecimientos y 72.609 nuevos casos.

 

 

AMLO tiene, por supuesto, la libertad de elegir. Puede elegir entre jugar a la polarización, manteniendo una batalla contra sus adversarios, o tratar de enfrentar la tragedia con todos los recursos posibles.

 

 

 

Alberto Barrera Tyszka

Elecciones en Venezuela: una vieja película

Posted on: diciembre 2nd, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

 

El próximo domingo habrá en Venezuela un espectáculo paradójico. Los comicios parlamentarios del 6 de diciembre, para elegir una nueva Asamblea Nacional, solo son un espejismo democrático para aniquilar el último resquicio de democracia que queda en el país. Pero más que una paradoja es una estrategia.

 

 

Cuando Diosdado Cabello, líder fundamental del partido de gobierno, pregonaba en la campaña que había que “reconquistar la institucionalidad” solo estaba, en el fondo, siguiendo una de las políticas fundamentales del chavismo: producir alucinaciones.

 

 

Nicolás Maduro, un presidente ilegítimo, autoelegido por medio de elecciones no reconocidas por gran parte de la comunidad internacional y autoproclamado en un proceso inconstitucional, después de fracasar al instaurar un parlamento alternativo que le es favorable, desarrolla y ejecuta un plan para tomar la Asamblea Nacional, robándose los partidos de oposición y organizando un nuevo fraude electoral. Esta podría ser la sinopsis corta del proceso que culminará el próximo domingo. No habrá ninguna sorpresa. El chavismo ha ganado la elección aun antes de que suceda. El problema es qué viene después, qué sigue.

 

 

En la década de los cuarenta del siglo pasado se produjeron y se grabaron dos películas basadas en la obra de teatro Gaslight del escritor Patrick Hamilton. En la versión más conocida, dirigida por George Cukor en 1944, Ingrid Bergman interpreta a una joven cándida, casada con un asesino que —después de enamorarla— trata de enloquecerla suave y soterradamente, mientras intenta robar las joyas de la fortuna familiar. El éxito de filme trascendió el reino del espectáculo y terminó instalándose en el universo de las categorías psicológicas. De ahí viene el ya frecuente uso de la palabra gaslighting para describir las conductas de abuso y manipulación con las que una persona intenta hacer que su pareja dude de la forma en que percibe la realidad. Este modelo de definición de un comportamiento tóxico podría funcionar en el ámbito social. Retrata perfectamente la forma de actuación del chavismo en Venezuela.

 

 

La cordura de los venezolanos ha sido acosada y agredida de forma permanente por el poder. Durante dos décadas, la autoproclamada Revolución bolivariana ha hecho un gaslighting, a veces soterrado, a veces evidente, pero siempre sistemático: es una poco visible pero muy contundente forma de violencia contra los ciudadanos del país.

 

 

Me aventuro a predecir lo que va a pasar el domingo que viene: en tiempo récord —para darle una lección al “imperialismo”— el Consejo Nacional Electoral ofrecerá los resultados de la elección, donde destacará un triunfo abrumador del partido de gobierno, probablemente incluso logrando una mayoría absoluta en el nuevo parlamento. La supuesta oposición, fabricada y manejada por el chavismo, tendrá un pequeño e inocuo papel de reparto. Y empezará entonces a moverse la nueva narrativa, dando paso a un sinfín de declaraciones de diversa índole y en distintas direcciones, todas apuntando a lo mismo: a la búsqueda de reconocimiento y de legitimación. Actuarán y hablarán como si las denuncias y los informes sobre el carácter viciado e inconstitucional del proceso electoral jamás hubieran existido, como si todo formara parte de la normalidad democrática de cualquier país. Convocarán a un gran pacto de unidad, de diálogo. Hablarán de amor. Invocarán los problemas del país y llamarán a dejar atrás las diferencias y a mirar con esperanza hacia el futuro. Lo harán con seguridad y tranquilidad, con singular histrionismo, intentando siempre poner en duda la percepción que existe sobre la realidad.

 

 

No se trata de una práctica novedosa, por supuesto. Es algo que está en lo profundo del ADN del chavismo y que también tiene una larga tradición en la historia mundial. En su novela El compromiso (1981), el escritor ruso Serguéi Dovlátov relata la experiencia de un periodista en la Unión Soviética que vive esta dualidad: conociendo la noticia real y escribiendo la noticia ficcional que impone el gobierno. En el cortocircuito de esas dos verdades queda suspendida la locura de un país.

 

 

Porque, aunque la narrativa oficial se imponga, en Venezuela continúa una crisis económica aterradora y la migración no se detiene; los aparatos represivos siguen ejerciendo la violencia impunemente —como en el caso del periodista Roland Carreño, detenido de forma ilegal en octubre— y el Estado actúa en contra de las ONG, como con la organización Alimenta la solidaridad en las últimas semanas. Y, lamentablemente, con el triunfo previsible del chavismo en la Asamblea Nacional se cierra todavía más el cerco, se asfixia la posibilidad de que existan y se hagan visibles otras versiones de la realidad.

 

 

En su análisis de escenarios para el futuro, Rafael Uzcátegui, coordinador general de Provea, organización dedicada a la defensa de los derechos humanos en Venezuela, advierte sobre el claro peligro de que —desde el nuevo parlamento— el chavismo promueva y apruebe más “leyes antidemocráticas” y legalice aun más la censura y la represión en el país. No sería de extrañar —también— que, una vez casi liquidado el sistema de partidos, los siguientes objetivos de la violencia institucional sean los dirigentes de la sociedad civil o las organizaciones no gubernamentales. Eso es lo que representan las elecciones del próximo domingo. El uso, nuevamente, de los procedimientos y de las ceremonias de la democracia para acrecentar el autoritarismo.

 

 

La ocupación de la Asamblea Nacional no ofrece ninguna salida real al conflicto. Es una farsa mediocre que no le dará legitimidad a Maduro. Como el marido en la película de Cukor, el chavismo insiste en crear sombras para poder seguir con su saqueo. Pero su gaslighting ya no es eficaz. Ni adentro ni afuera del país. La victoria electoral del próximo domingo será un fracaso político, una nueva postergación a la única posible solución de la crisis.

 

 

Alberto Barrera Tyszka

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

Del penacho de Moctezuma a los pájaros de Calakmul

Posted on: octubre 18th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

Mientras el presidente de México pide que en Europa se disculpen ante los pueblos originarios del país, las comunidades indígenas le piden a él que los respete.

 

 

CIUDAD DE MÉXICO — Es más fácil juzgar moralmente el pasado que enfrentar, con ética, el presente. La distancia histórica suele ofrecer grandes oportunidades para los discursos implacables y las sentencias pomposas. La actualidad es más compleja, más impura.

 

 

Mientras el presidente Andrés Manuel López Obrador pide que el Vaticano y la monarquía española se disculpen ante los pueblos originarios de México, los pueblos originarios de México piden al presidente mexicano que los escuche, que los respete, que no destruya su territorio.

 

 

En el centro de esta paradoja está uno de los proyectos que más tercamente defiende el presidente de México: el Tren Maya. Una obra controversial, con muchos cuestionamientos de expertos medioambientales, planificada y decidida sin una consulta bien organizada, sin la participación de las comunidades indígenas a quienes afecta especialmente su construcción. Pero es más sencillo, glamoroso y rentable a nivel publicitario, exigir al gobierno de Austria que regrese al país el penacho de Moctezuma, que sentarse en la reserva de Calakmul, en el estado mexicano de Campeche, a escuchar y a debatir con los hombres y mujeres mayas del colectivo Chuun T’aan, que han pedido detener las obras.

 

 

 

¿De qué vale recuperar el penacho de Moctezuma si, mientras tanto, se amenaza el territorio y la vida indígena en la península de Yucatán?

 

 

En un extraordinario reportaje, el periodista Jacobo García ofrece una visión muy completa del problema, contraponiendo las distintas versiones y los diferentes puntos de vista frente a este proyecto de ferrocarril, destinado a recorrer 1525 kilómetros, surcando toda la península de Yucatán, en el sureste de México. Pero más allá del debate, de la natural existencia de diversas posturas frente a un hecho, lo sorprendente es la manera en que se ha llevado adelante el proceso, con opacidad y de forma autoritaria. Es una imposición más parecida a la Conquista española del siglo XVI que a la dinámica democrática que debería mover al mundo en el siglo XXI.

 

 

El gobierno ha usado un procedimiento dudoso para legitimar el tren: una “consulta popular” en la que no llegaron a participar alrededor de 100.000 personas, cifra que solo representa el 2,8 por ciento del padrón electoral, obteniendo de esta manera el porcentaje mínimo que se requiere para validar este tipo de procesos. Sin embargo, los cuestionamientos fueron muchos, incluido un comunicado de las Naciones Unidas que señala que la consulta no cumplió con los estándares de antelación, libertad, información y adecuación cultural que deben tenerse. En ese sentido, se manejó la participación popular como si fuera un trámite burocrático del que había que salir rápidamente, sin dar demasiados detalles.

 

 

Otro elemento fundamental e insólito es que se haya tomado una decisión oficial de esta envergadura, con tantas consecuencias, sin que exista un estudio sobre el impacto ambiental que tendrá el tren en la región. Al menos, el gobierno todavía no ha presentado públicamente ningún análisis completo y concluyente sobre los grandes riesgos y amenazas que —según el Centro Mexicano de Derecho Ambiental— puede causar el tren maya, que “impactará los macizos de selva más grandes y en mejor estado de conservación de México”. No es poca cosa, el trazado de las vías incluye parques nacionales como el de Palenque, reservas como las de Kin, Balam Kú, Sian Ka’an, los Petenes y Calakmul, algunas de ellas áreas protegidas consideradas vitales para la biosfera y el último considerado patrimonio de la humanidad.

 

De cara a todo esto, resulta todavía más perverso el desconocimiento o la descalificación de las comunidades indígenas que han vivido desde siempre en este territorio. El 1 de junio de este año, la agrupación Chuun T’aan le envió una carta a López Obrador, denunciando que la decisión de poner a funcionar el tren se había tomado sin el consentimiento de la pobladores originarios y exigieron respeto y participación. Este mismo grupo promovió después amparos y demandas contra el proyecto. La respuesta de AMLO fue un comentario lateral en uno de sus programas: descalificó la acción diciendo que tenía “tintes políticos”. La organización le envió entonces una segunda misiva, llena de aguda ironía, donde justificaban así sus acciones legales: “Son las pocas rendijas que nos dejan para defender nuestro derecho a ser pueblo maya”.

 

 

Pero el presidente pretende que Beatriz Gutiérrez Müller, la primera dama, ejerza ese derecho por ellos en Roma, en Madrid o en París. Gutiérrez Müller lleva varios días recorriendo algunas ciudades de Europa con el encargo oficial de pedir prestados tesoros prehispánicos que se encuentran en museos de países europeos para poder exponerlos en México el año que viene, en la celebración de los 200 años de su independencia. Aunque la misión tiene un raro tono personal, que parece mezclar la diplomacia con la vida conyugal, su intención política es evidente. En la carta que le escribe al primer mandatario italiano, López Obrador asegura que el “enaltecimiento de la memoria histórica” es “algo fundamental para Cuarta Transformación”.

 

 

La memoria de México está en el penacho de Moctezuma pero también en los pájaros de Calakmul. Habita y se mueve en todos los espacios, en las relaciones, en la gente. La mejor manera de conmemorar la historia es dar a conocer lo que dicen y piensan las comunidades originarias, permitir que puedan participar de forma activa en las decisiones y en los procesos que los afectan, impedir que —de otras maneras— se repita lo peor del pasado.

 

 

 

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

New York Times

El penacho de Moctezuma se encuentra en el Museo de Etnología de Viena.

El penacho de Moctezuma se encuentra en el Museo de Etnología de Viena.Credit…Joe Klamar/Agence France-Presse — Getty Images

Un templo maya en la reserva de Calakmul

Un templo maya en la reserva de CalakmulCredit…Meghan Dhaliwal para The New York Times

 

La nueva telenovela mexicana

Posted on: octubre 9th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

Una de las primeras enseñanzas que recibí, cuando hace treinta años comencé a escribir guiones para la televisión, me la dio un cubano que —para ese entonces— era asesor dramático de un canal en Venezuela. Se llamaba Tabaré Pérez y era un hombre ingenioso y con mucho sentido del humor. Un día le consulté sobre una historia que debía alargar por varios capítulos. Después de escucharme, quiso saber si la protagonista tenía hijos. Al ver mi cara de desconcierto, disparó a quemarropa: “¿Para qué se tiene un niño en una telenovela?”, me preguntó, con inconfundible acento habanero. Y ante mi silencio, se contestó él mismo rápidamente: “¡Para que lo secuestren!”.

 

 

La lógica del espectáculo mediático es imbatible. No respeta ninguna convención, no se atiene a ninguna norma. Es la lógica que mueve a Donald Trump. Cuando actúa de manera grosera e irritante en el debate, solo se comporta como un animal de la televisión: sabe que el insulto personal da más rating que la discusión política. Todo en él parece siempre una puesta en escena. Tanto que, cuando se da la noticia de su contagio de la COVID-19, una buena parte de la audiencia se pregunta si solo se trata de otro falso suspenso, si la enfermedad está realmente en su cuerpo o es parte de un libreto. Pero Trump no es un caso único. También en México, ahora se desarrolla una nueva telenovela.

 

 

Cada mañana, el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene su propio espacio televisivo para neutralizar la información: las Mañaneras. Usa su programa para promover el espectáculo y evitar la política. En estos días, su espectáculo vuelve a dar un giro y abre la posibilidad de enjuiciar a los expresidentes que lo han antecedido. En términos del show business no está nada mal: así, al menos en la pantalla, deja de ser presidente y vuelve a ser candidato.

 

 

Omar Rincón, un periodista e investigador colombiano que lleva tiempo estudiando el fenómeno de los telepresidentes, ha propuesto leer a este tipo de dirigentes políticos, más que desde la ideología, desde las claves de la telenovela. El desempeño comunicativo del liderazgo —ligado fundamentalmente al ámbito mediático— establece ahora un tipo de relación con la audiencia más cercana a las reglas de la emoción melodramática que al debate de ideas, propuestas y acciones públicas.

 

 

La línea argumental de este melodrama podría esbozarse de esta manera: AMLO, un “hombre puro”, un “justiciero honesto”, llega a salvar al pueblo, que viene a ser como una heroína eternamente “inocente”, engañada y ultrajada de forma continúa por “la mafia del poder”: un saco donde caben todos los que adversan al galán, una etiqueta que sirve para villanizar —por igual— a corruptos y delincuentes pero también a críticos independientes, incluso a todo el pasado, a la historia en general.

 

 

Esta narrativa supone que —¡por fin!— la relación entre el líder inmaculado y el pueblo víctima es directa y transparente. Se aman con fluida pasión y con entrega total. Todos los otros vínculos y conexiones —formales e institucionales— parecen protocolos inútiles ante el poder inmenso de este nuevo vínculo sentimental. Y cuanto más se irriten y lo ataquen sus adversarios, más se reforzará la estructura. Todo podrá verse siempre como la pelea titánica del héroe por proteger a la muchacha virgen del apetito voraz de los depredadores.

 

 

El capítulo de la rifa del avión, los episodios de ataques a la prensa y a los intelectuales, la trama de investigar y enjuiciar a los expresidentes a través de una consulta popular… Todo puede ser analizado desde esta otra perspectiva. Ahí donde la lógica política ve y constata un fracaso terrible —que implica violaciones a la Constitución y pérdidas económicas para el país—, la lógica del espectáculo encuentra una urdimbre exitosa. Frente a la crisis que vive México, sin crecimiento económico incluso antes de la pandemia, AMLO logra distraer al auditorio. Se mantiene y asegura su poder sosteniéndose todavía sobre la promesa emocional de su campaña electoral: castigar a los malos. Democratizar el sufrimiento.

 

 

Si el galán no puede ofrecerle a su amada una existencia mejor, un cambio real en su calidad de vida, al menos puede compensarla, ofreciéndole la mortificación de los otros. La mecánica de la exhibición audiovisual supone que la audiencia no necesita discernir, que solo quiere engancharse afectivamente con lo que sucede en la pantalla.

 

 

Los telepresidentes conocen a su público y tienen estrategias claras. Saben cómo manejar su programación. No es fácil combatir esta lógica del espectáculo desde la lógica de la democracia. Muchas veces, al tratar de enfrentarlos directamente, se corre el riesgo de caer en su juego, de reforzarlos. Quizás el ejemplo más palpable sea el grupo autodenominado Frena (Frente Nacional Anti-AMLO), un movimiento que pretende que el mandatario renuncie.

 

 

Al presidente mexicano le viene muy bien que algunos sectores hagan ese tipo de oposición —menos sustancial y más bien frívola—, que alimenten de esa manera un poco absurda e irracional su ficción. El “defensor del pueblo” necesita siempre de más enemigos. Si no los tiene, pierde su identidad, se deshace su épica y corre el riesgo de quedarse sin espectáculo, de quedar solo frente a la realidad.

 

 

¿Para que se tiene un niño en una telenovela?

 

 

Alberto Barrera Tyszka

La voz de las heridas

Posted on: septiembre 23rd, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

En Venezuela, el chavismo ha sabido moverse con habilidad en el territorio del lenguaje: solo ahí puede ser democrático, progresista o bolivariano. Pero después del informe que se presentó ante las Naciones Unidas, no hay manera de ocultar la realidad: las víctimas piden justicia.

 

CIUDAD DE MÉXICO — Hay palabras que se llevan más fácilmente que otras. Quizás son más manejables, tal vez permiten mayores matices. “Dictador”, al parecer, es una de ellas. Nicolás Maduro ha lidiado con esa palabra durante todos estos últimos años. Desde 2014, cuando anunció medidas de control y regulación de los medios de comunicación, y sentenció: “me van a llamar dictador, no me importa”; hasta enero de este mismo año, cuando tildó de “imbéciles” a quienes lo calificaban de esa manera, asegurando que “cuando me llaman dictador ofenden a todo el pueblo de Venezuela”.

 

 

Pero, a partir del informe de 443 páginas que la Misión Internacional e Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela presentó esta semana ante Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, Maduro deberá comenzar a lidiar con otras palabras, más difíciles y ásperas, que no permiten demasiadas manipulaciones: criminal, torturador, asesino.

 

 

El chavismo siempre ha sabido moverse hábilmente en el territorio del lenguaje. Después de veinte años y miles de millones de dólares desaparecidos, los resultados de sus gobiernos —en todos los ámbitos— son catastróficos. Pero su retórica se mantiene intacta. Vive en la ficción épica de su propio discurso. Fuera de su narrativa, el chavismo es un movimiento que tomó el poder y —de manera ilegítima— lo trasformó para permanecer en él, corrompiéndose y haciéndose cada vez más violento. Solo en el lenguaje el chavismo puede ser democrático o progresista, bolivariano o, incluso, revolucionario. Por eso, su principal enemigo, su más contundente adversario, siempre ha sido la realidad.

 

 

Este 15 de septiembre una parte fundamental de esa realidad tuvo voz, sonó y se hizo visible en el informe. El documento registra el trabajo de una estructura autónoma, encargada de llevar a cabo el procedimiento conocido como Fact Finding Mission, activado por la ONU el año pasado para seguir evaluando el caso venezolano. La Misión investigó 223 casos, 48 de ellos de manera exhaustiva, y examinó otros 2891, buscando corroborar los patrones de la violaciones de derechos humanos. Es un reporte duro, lleno de detalles y testimonios que permiten establecer responsabilidades directas sobre quién conocía y ordenó las acciones, además de la cadena de mando en su ejecución. Aunque es un informe técnico, su nivel de precisión sobre los lugares de reclusión, los métodos de tortura y las distintas experiencias de las víctimas de la violencia, lo convierten en un material altamente sensible, en un relato cruel y muy doloroso.

 

 

El informe considera que tanto Nicolás Maduro como sus ministros del Interior y de la Defensa “tenían conocimiento de los crímenes. Dieron órdenes, coordinaron actividades y suministraron recursos”. Este señalamiento no tiene precedentes en América Latina y tipifica por primera vez en la región el delito de lesa humanidad, abriendo una mayor posibilidad de que las autoridades venezolanas sean juzgadas internacionalmente.

 

 

La respuesta oficial era previsible: el canciller de Venezuela, Jorge Arreaza, se aferra a su retórica, descalificando a la Misión, a todas las víctimas y a las organizaciones de derechos humanos que colaboraron con el proceso. Invoca los tópicos clásicos de su repertorio: el imperialismo y las conspiraciones internacionales. No es fácil, sin embargo, destruir 443 páginas con un tuit.

Una bandera de Venezuela después de una confrontación entre manifestantes y fuerzas de seguridad estatales, en febrero de 2019. Credit…Meridith Kohut para The New York Times

 

En el informe hay demasiadas heridas. Se registran masacres, disfrazadas con el método de “simulación de enfrentamiento”, ejecuciones arbitrarias, fosas comunes llenas de cadáveres… La investigación confirma, además, un procedimiento según el cual las autoridades superiores pueden dar “luz verde para matar” en los operativos. También se documentan numerosos testimonios sobre detenciones y desapariciones temporales forzadas, donde se aplicaron a las víctimas diversos tipos de tortura, incluyendo palizas y “descargas eléctricas en los genitales”. En muchos casos, también, los detenidos y detenidas fueron violados sexualmente. Un exdirector del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional asegura que la institución tiene un “comportamiento cultural” de tortura.

 

 

No es posible enfrentar una investigación como esta con consignas fáciles. Ante tanta sangre, la ideología no existe. La cháchara bolivariana se arruga, se desvanece. No en balde, como para evitar debates estériles y dejar en claro la línea de la institución, el propio secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha salido a exigir al gobierno de Venezuela que se tome “muy en serio” el informe.

 

 

En Latinoamérica pasamos muchos años pensando que las dictaduras eran un asunto del pasado, una tragedia antigua, protagonizada por militares despiadados y ciegos, ya pasados de moda. Creímos que habíamos superado ese horror. Y bajamos la guardia: nuestro sistema de alarmas comenzó a relajarse y, junto al cambio de los tiempos, a la antipolítica, a las crisis de representación, a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, dejamos que se nos colara nuevamente el autoritarismo criminal, una política de masacre ordenada y ejecutada desde el Estado.

 

 

“No había otra solución. Estábamos de acuerdo en que era el precio que había que pagar para ganar la guerra contra la subversión”. Es una frase que podría decir algún militar de alto rango en Venezuela. Pero en realidad ladijoJorge Rafael Videla, dictador argentino.

 

 

Es necesario respetar las palabras. Este nuevo informe de la ONU tiene 275.901. Cada una de ellas representa una herida, tiene un rostro, su propia historia y la historia de mucha otra gente, de muchas organizaciones de derechos humanos que llevan años denunciando y documentando la salvaje violencia institucional que existe en Venezuela.

 

 

Quizás ahora a Nicolás Maduro sí le importe que lo llamen dictador. Tal vez comience a preocuparse por las consecuencias que conlleva ese término. Tal vez ahora su gobierno entienda que, detrás de esa pequeña palabra, también están las víctimas, hablando, buscando, pidiendo justicia contra sus crímenes de lesa humanidad.

 

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

Una madre sostiene el retrato de su hija fallecida, una de las víctimas mencionadas en el informe sobre Venezuela presentado ante la ONU de esta semana. Geraldin Moreno Orozco murió después de que la policía le disparó con una escopeta en la cara en una protesta contra el gobierno de Maduro en 2014. Credit…Meridith Kohut para The New York Times

La guerra de los náufragos

Posted on: septiembre 7th, 2020 by Laura Espinoza No Comments

 

La noticia debía haber sido la excarcelación y suspensión de juicio a 110 presos y perseguidos políticos venezolanos. Sus historias tan trágicas como sorprendentes. O también: la insólita confesión que ha hecho involuntariamente Nicolás Maduro y su gobierno al reconocer que usan la policía y los militares como fuerzas criminales para secuestrar a ciudadanos inocentes. Pero no. Todo esto siguió de largo con demasiada rapidez y, nuevamente, dio paso a la misma noticia de siempre: la condición caníbal del liderazgo opositor venezolano.

 

 

Cuando faltan apenas tres meses para las elecciones parlamentarias en las que se elegirá una nueva Asamblea Nacional (AN) en Venezuela, la dirigencia que adversa al chavismo parece estar en su peor momento. Arrinconados y aislados, no dejan sin embargo de mantenerse en continuo enfrentamiento interno. El problema no es que no estén de acuerdo. El problema es que ni siquiera son capaces de debatir y resolver sus diferencias. Siguen creyendo que la solución es hundir al otro, no dejan de golpearse entre todos, mientras irremediablemente el nivel del agua sigue subiendo.

 

 

En 2010, la periodista venezolana Mirtha Rivero publicó La rebelión de los náufragos, un libro que registraba las peleas entre las élites y los errores políticos que llevaron al triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 y a la destrucción de la democracia en Venezuela. Dos décadas después, el liderazgo opositor parece no haber aprendido la lección.

 

 

Es suficientemente difícil luchar contra un régimen que tiene un proyecto totalitario y que ejerce la violencia y la censura sin ningún pudor. Pero llevar adelante esta lucha de forma dispersa, en conflicto continúo con los aliados naturales, es un plan suicida para la oposición.

 

Es lo que hizo Juan Guaidó cuando, siendo leal a los planes personales de Leopoldo López y no a su cargo como presidente de la AN y del gobierno interino, apoyó el fallido amago de sublevación del 30 de abril de 2019 o se vio relacionado con el intento chapucero de invasión al país de este año. Es lo que ha hecho María Corina Machado, la mayor influencer de la derecha nacional en las redes sociales, quien alimenta la fantasía infantil de que Nicolás Maduro no ha caído por la falta de voluntad de los otros dirigentes. Uno de sus aportes a la política del país es la descalificación permanente del liderazgo opositor. Y es lo que hizo también Henrique Capriles —excandidato a la presidencia y exgobernador del estado de Miranda— esta semana, cuando le tocaba proponer un regreso a la política, explicar la excarcelación de los disidentes y hablar sobre una posible participación en las próximas elecciones. Sin embargo, dedicó la mayor parte del tiempo a tratar de solventar sus propios resentimientos y a desacreditar a sus aliados.

 

 

Se devoran con ansia y desespero, nutriéndose en su largo historial de heridas mutuas, y relegando siempre la realidad a un segundo plano.

 

 

Pero la realidad también existe. Y en el contexto de la pandemia es todavía más urgente y aterradora. Todo esto tendría que estar en juego a la hora de analizar y diseñar un plan de acción política opositora en el país. Es necesario asumir que el mantra de Juan Guaidó se deshizo, no funcionó, fue derrotado. Nicolás Maduro continúa usurpando la presidencia. El gobierno de transición es casi un holograma. Nada ha cambiado en el panorama electoral.

 

 

Hace unas semanas, en este mismo espacio, escribí sobre la condición legítima, constitucional, de las próximas elecciones parlamentarias; sobre el “fraude preventivo” que ya había organizado el chavismo; y sobre la necesidad que tenía la oposición y la comunidad internacional de diseñar nuevas estrategias. Pero el debate que se ha abierto en estos días no tiene argumentos sobre la mesa sino una fiesta de acusaciones, reclamos e insultos.

 

 

La propuesta de Juan Guaidó y de los partidos y organizaciones que lo apoyan es no participar en las elecciones y, como lo establece la constitución, una vez finalizada la vigencia de la actual Asamblea Nacional, el 5 de enero de 2021, tratar de sobrevivir bajo la figura de la continuidad del parlamento hasta que Maduro deje la presidencia. Es una apuesta con muchos riesgos, que deja un amplio margen a la ilegalidad, que pone en aprietos a una parte de la comunidad internacional, y que —obviamente— no será respetada ni por las instituciones ni por la Fuerza Armada, ambas controladas por el chavismo.

 

Henrique Capriles ha propuesto otra posibilidad: tratar de aprovechar políticamente las elecciones, aun sabiendo que es un proceso desigual y tramposo, aun aceptando que esta alternativa, también, forma parte de una estrategia del chavismo para tratar de alcanzar la legitimidad internacional perdida. Las excarcelaciones de esta semana responden a esta línea. Es un hecho que nadie puede criticar y que —además— representa un costo importante para el régimen. Los dramáticos testimonios de Antonia Turbay, Rubén González o Gilbert Caro, por nombrar solo algunos, son otra prueba indiscutible de la discrecionalidad de la justicia y de la violación de los derechos humanos del gobierno de Nicolás Maduro.

 

 

La propuesta de Capriles, que apela a la idea de que para cambiar el juego hay que estar dentro del juego, pretende crear un nuevo espacio de negociación, que destrabe la pugna política interna, que priorice la tragedia de la población y que —por tanto— también abra la posibilidad de incorporar en el debate el tema de la pandemia y de un posible retraso de los comicios. Pero igualmente es una propuesta frágil y con varios peligros. El chavismo tiene un largo expediente de utilización de las negociaciones para ganar tiempo y de incumplimiento de los acuerdos en el último momento. Esto, sin duda, pesa mucho a la hora de pactar nuevas condiciones electorales, más aún en un sistema plagado de irregularidades, diseñado para impedir una elección equilibrada y transparente. A estas alturas, ni siquiera hay información oficial sobre la manera en que se realizará el escrutinio, el conteo, la transmisión y totalización de los votos.

 

 

Frente a estas dos posturas, los llamados radicales, que son una minoría estridente, insisten de forma pasmosa en la ilusión inmediatista: la intervención extranjera. Elliott Abrams, representante de Estados Unidos para Venezuela, en una entrevista esta semana, apeló a Gabriel García Márquez y derrumbó con una frase todos los fantasmas invasores al decir que algunos miembros de la oposición viven “en un realismo mágico” y están “haciendo un llamado a un plan B” que no cree “que sea una respuesta sensata a lo que la gente necesita”.

 

 

Todo se puede debatir. Y es necesario que se haga. Pero no en términos de un moralismo superficial que divide la historia en leales y traidores. La política es impura por definición.

 

 

En el fondo, el dilema entre votar o no votar esconde una disyuntiva previa que tiene que ver con la unidad y con la falta de un proyecto articulado de la oposición. Votar o no votar es intrascendente si no existe un plan de acción común que vaya más allá del hecho electoral. La experiencia como votantes, en las pasadas elecciones parlamentarias de 2015, nos enseñó que —aun ganando— se puede perder. El chavismo despojó a los diputados de su poder y terminó de socavar la institucionalidad del país. Esa conciencia colectiva es aún más paralizante que las innumerables condiciones adversas del sistema electoral. No hacen falta náufragos peleándose entre sí sino líderes con un plan, articulados a los problemas de las mayorías; políticos que sepan qué hacer después de una victoria o de una derrota.

 

 

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.