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Venezuela, el país más peligroso del mundo

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Venezuela, el país más peligroso del mundo

 

El relato de cómo Venezuela se ha convertido en el país más peligroso del mundo es revelador: hace patente que la violencia múltiple es el resultado neto de la demolición sistemática de las instituciones, y que, en términos de la sociedad, nada tiene consecuencias tan veloces y letales como el acorralamiento y destrucción del Estado de Derecho.

 

 

Muchos lectores tendrán en su memoria el momento en que, durante una cadena por radio y televisión en el año 2000, Chávez justificó la delincuencia. Dijo que, si su hija tuviese hambre, él estaría dispuesto a salir a medianoche a buscar una solución. Entonces las voces que se levantaron fueron descalificadas. La respuesta consistió en decir que la reacción era exagerada. Pero resulta que ese momento vendría a ser, con el paso del tiempo, un dato de mucha significación, una advertencia del modo en que la revolución bolivariana acometería el saqueo del país.

 

 

La violencia verbal, que había disimulado durante su primera campaña electoral, comenzó a destaparse al poco tiempo de acceder al poder. A partir de 2002, grupos organizados comenzaron sus ataques a concentraciones y marchas pacíficas de opositores. Se crearon los colectivos, bandas armadas y politizadas, lideradas, en su mayoría, por delincuentes de amplio prontuario.

 

 

La politización del que era el Cuerpo Técnico de Policía Judicial no tardó en producirse. Lentamente comenzaron a erosionarse las capacidades profesionales de ese organismo policial, que fue modelo en toda América Latina, durante los años ochenta y parte de los noventa. Se entregó el control de las cárceles a incompetentes y corruptos. Se permitió que los centros penitenciarios se convirtieran en núcleos mafiosos que, protegidos por sus carceleros, manejaban y manejan redes de secuestradores, sicarios y distribuidores de drogas.

 

 

Un elemento fundamental, cuyas secuelas se proyectan hasta nuestros días, tiene su origen en los pactos que Chávez estableció con las narcoguerrillas de Colombia. Las regiones fronterizas de los estados Zulia, Táchira y Apure se abrieron para que los integrantes de estas bandas armadas dispusieran de zonas de alivio, con licencia para desarrollar, en territorio venezolano, algunos de sus negocios históricos: el narcotráfico, el secuestro, el robo de ganado y el contrabando.

 

 

El colapso de los tribunales; la venta de sentencias; el nombramiento como jueces o magistrados de personas con expedientes penales; la intervención de los cuerpos policiales, con el objetivo de someterlos a intereses políticos; la contratación de delincuentes como guardaespaldas, choferes y en cargos de seguridad; el establecimiento de políticas que permitieron y permiten que bandas armadas gestionen supuestos programas sociales en los barrios; el apoyo financiero y político que se presta, desde hace quince años a los mencionados colectivos; el estatuto de impunidad que se les ha garantizado a estos grupos y a delincuentes de toda índole; la multiplicación de mafias, con la participación de militares, en puertos, aeropuertos, carreteras y controles fronterizos; la corruptela extendida y generalizada en toda clase de trámites, que obliga a los ciudadanos a pagar coimas a cambio de autorizaciones y trámites a los que tienen derechos, todas estas son fuerzas que han ido alimentando un ambiente proclive a la violencia en todo el país.

 

 

Un elemento central, además, radica en los denunciados vínculos que grupos de militares y civiles mantienen con el narcotráfico. El caso de Francisco Flores y Efraín Campo revela cómo el poder ha venido haciendo uso, a su antojo, de los recursos y la autoridad del Estado, para delinquir. Como se ha informado, el hangar presidencial era el punto de salida previsto para el envío de 800 kilos de cocaína que, luego de una parada en Honduras y otra en Haití, seguirían rumbo a Estados Unidos.

 

 

 

El ataque que una facción del ELN, narcoguerrilla de Colombia, realizó en contra de miembros de la Guardia Nacional en el estado Amazonas, con saldo de 3 muertos y alrededor de 10 heridos, ha develado una penetración del territorio venezolano, producto de la complicidad y la omisión de los responsables de la seguridad y la soberanía del territorio venezolano. Diputados a la Asamblea Nacional han denunciado la presencia de narcoguerrilleros en ocho regiones, próximas o no a las fronteras.

 

 

 

En este marco de negligencia, de destrucción de la función pública, de desviación y robo de los recursos, de uso de las instituciones –Pdvsa es el summum de este señalamiento– para objetivos distintos a su naturaleza, constituyen el marco en el que actúa la delincuencia en Venezuela. Es tal la magnitud de la amenaza que pueblos y ciudades se vacían al caer la luz del día. Las actividades nocturnas han desaparecido. El empobrecimiento de las familias no se limita a las condiciones de hambre, de enfermedad, de escasez y de inmovilidad creciente –Venezuela es un país cada día con menos transporte–: también las familias han perdido el derecho al espacio público, ahora bajo el control de las bandas que circulan en las ciudades, buscando a quien secuestrar, robar o simplemente matar.

 

 

Editorial de El Nacional

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