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¿Traición a qué?

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¿Traición a qué?

En el exiguo, barriobajero y nada creativo repertorio de insultos  que maneja el circunstancial jefe de Estado –modelo que ni pintado para una comedia de errores–, la palabra traición ha devenido en comodín que aplica  irreflexivamente, sin que venga al caso y sobre la base de su falta de exceso de criterio (¿o exceso de falta de criterio?) a cualquier persona u organismo, nacional o internacional, que se atreva a cuestionar la deplorable deriva de nuestra economía y el oprobioso signo autoritario de un gobierno que irrespeta la voluntad popular, al desconocer abiertamente la autoridad que el soberano delegó en la Asamblea Nacional. Tal monomanía es un atavismo que le vino con el cargo. Su padre putativo lo padecía y era en él casi que una parafilia.

 

 

 

Con la misma ignorancia de su legatario, pero disimulada por la verborragia del que mucho habla y poco dice, Chávez colgó el epíteto de traidor nada menos que al hacedor  de la República de Venezuela, el general José Antonio Páez. No conforme con ello, estigmatizó a Francisco de Paula Santander (y a todos los neogranadinos que se desmarcaron de Bolívar), y, por supuesto, a la Colombia que no comulgase con la narcoguerrilla.

 

 

 

Claro que en el eterno esa tendencia a ver infidelidades, deslealtades y puñaladas traperas donde sólo había ánimo crítico tenía que ver con sus actuaciones: fue un apóstata que renegó de la Constitución a la que juró fidelidad y un magnicida frustrado. Era, en el sentido lato de la palabra, un traidor, un fementido soldadete que juzgaba al resto de los mortales a partir de su propia condición.

 

 

 

Acusa el señor Maduro a la diputación mayoritaria del Parlamento de alta traición o, con cursi grandilocuencia, de “traición a la patria” por el simple hecho de respaldar la iniciativa del secretario general de la OEA, Luis Almagro, a fin de aplicar la Carta Democrática Interamericana al caso venezolano; iniciativa orientada a reinstitucionalizar el país para que se retome el hilo democrático y constitucional.

 

 

 

Es decir, para rescatar a la nación de las depredadoras garras de un régimen liberticida que, a contra corriente de la historia, somete a la ciudadanía a un inclemente racionamiento, a la vez que hace de la represión único argumento para justificar su permanencia; un régimen que prostituyó la noción de patria y valida la socorrida aseveración del buen doctor Johnson según la cual “el patriotismo es el último refugio de los canallas”.

 

 

 

Traición a la patria es condenar a nuestros niños a morir prematuramente por falta de alimentos y medicinas. Traición a la patria es permitir que militares cubanos se muevan como Pedro por su casa en Fuerte Tiuna. Traición a la patria es haberse enredado en la corrupta red de Odebrecht. Traición a la patria es enriquecerse con el patrimonio público y con el tráfico de estupefacientes.

 

 

 

Traición a la patria es, en definitiva, quedarse de brazos cruzados viendo cómo la revolución bolivariana destruye el país. Ya lo dijo Alfonso X, el sabio, –por algo lo llamaban sabio–: “Los que dejan al rey errar a sabiendas, merecen pena como traidores”.

 

 

Editorial de El Nacional

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