Sobre el soldado harto del régimen
mayo 12, 2019 1:33 pm

 

Apenas hubo alcanzado el poder en 1999, el teniente coronel golpista Hugo Chávez hizo evidente una de sus más claras intenciones: convertir a la Fuerza Armada Nacional en un factor de sustentabilidad de su poder. Durante los primeros cinco años, aproximadamente, la estrategia no fue claramente percibida, sino por algunos estudiosos de la cuestión militar. Los análisis ponían mayor énfasis en la vertiente carismática-populista, en el ego desmedido y autoinflamado de Chávez, mientras el objetivo militarista –con algunas excepciones– se mantenía en un segundo o tercer plano.

 

 

Entre la Constitución aprobada en diciembre de 1999 y noviembre de 2014, la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana fue modificada en cinco oportunidades. La revisión de las tendencias predominantes de esos cambios puede arrojar evidencias inequívocas sobre el propósito de los mismos, que es posible resumir en cuatro grandes tendencias.

 

 

La primera de ellas fue la de convertir la fuerza armada en un cuerpo para uso personal y privado del presidente de la República. Esto es distinto de las funciones previstas para quien detente la condición de comandante en jefe de la fuerza armada. El teniente coronel se concentró en desmembrar la institucionalidad, para que ella mutase en una organización a su antojo, servil y sumisa, fundada en el culto a su personalidad, que tuviese como su principal programa el de atender, de forma reverencial, sus deseos.

 

 

A continuación, como segundo gran propósito, el que comenzó a ser cada vez más claro, a partir de los años 2006 y 2007: el de entregar a personas provenientes de la fuerza armada el control de los asuntos claves del país: empresas del Estado, ministerios, institutos autónomos, gobernaciones, alcaldías y muchas otros. A ello habría que sumar la cantidad de programas, misiones, comisiones, altos mandos, protectorados, salas de batalla y demás parafernalia con las que se intentó militarizar la administración de Venezuela, pero no con criterios profesionales o de mérito, sino lo contrario: repartiendo y asignando cargos a incompetentes que cumplían con el requisito inexcusable de su lealtad política. Recuerdo haber visto estudios que demostraban cómo, alrededor de los años 2010 y 2011, más de 50% de los cargos de confianza del Poder Ejecutivo estaban en manos de militares, tanto activos como retirados.

 

 

Una tercera tendencia, fácilmente detectable en toda esa legislación, fue la de convertir la fuerza armada en un poder de poderes, es decir, con su propio fuero, opaca, sustraída a cualquier forma de control o fiscalización. Una especie de enclave dentro del país, con poder total sobre el territorio venezolano, pero que no debía admitir ni la observación ni la supervisión de la sociedad civil y del resto de los poderes públicos.

 

 

 

En varias legislaciones, no solo la mencionada Ley Orgánica de la FANB, se definieron asuntos de la vida pública venezolana –la producción y distribución de alimentos, de medicamentos, el transporte público, la producción y distribución de combustible, el uso de los puertos y aeropuertos, las comunicaciones y las telecomunicaciones, los lugares donde hay instalaciones militares, y muchos otros ámbitos– como zonas álgidas, materia de regulaciones especiales o excepcionales, es decir, cuestiones que podrían requerir, en cualquier momento, la intervención militar, para garantizar su regularidad y buen funcionamiento. El golpismo mental de Chávez intentó diseñar –esta es la cuarta tendencia– un país siempre en emergencia, siempre en estado de excepción, que justificara que, ante toda circunstancia, su cuerpo militar, directamente gobernado por él, podría intervenir y tomar el control.

 

 

A estas legislaciones, que tuvieron inmediatas consecuencias en la realidad de los venezolanos –basta con mencionar al estatuto de impunidad que ha rodeado a algunos capitostes del régimen, o al daño que incompetentes de oficio como Luis Motta Domínguez les han causado a familias y a la economía venezolana–, se han agregado, a lo largo del tiempo, una larga ristra de prebendas, contratos, beneficios, bonos y más con el descarado objetivo de convertir a los miembros del Alto Mando Militar, sus familiares y testaferros, en la nueva oligarquía dominante del país, de modo semejante a los Castro en Cuba o a los Ortega-Murillo en Nicaragua.

 

 

Pero al politizar a la fuerza militar venezolana, Chávez y sus menguados replicantes –como Padrino López– no contaron con tres realidades. Una: que, al abrir los cuarteles al debate político, siempre podría aparecer y crecer –tal como ha ocurrido– un sector que se resiste, que es crítico y que asume posiciones contrarias a las que se pretendía inculcarles. Quiero decir, que el esfuerzo por adoctrinar a los soldados venezolanos no ha producido los resultados que se esperaban, sino justo el contrario: se cuentan por miles los que desprecian la retórica comunistoide de ciertos oficiales.

 

 

Dos: que, dentro de las fuerzas armadas los valores, prácticas y discursos de la institucionalidad militar lograron resistir, a pesar de todos los esfuerzos por pervertirla y remplazarla de raíz, por ese pasticho de ideas anacrónicas y ajenas a la realidad, que es la llamada doctrina militar bolivariana.

 

 

Y tres, lo más importante, que el modelo de soldado ciego, mudo, postrado al castrismo (inspirado en la escena donde Vladimir Padrino se arrodilló ante Fidel Castro), separado de la realidad, cubanófilo, indiferente al sufrimiento de las familias venezolanas, corrupto, conformista y ciegamente adicto al régimen, no se propagó. No solo no se propagó, sino que generó justo su oponente: un soldado harto del régimen, consciente de su responsabilidad con la sociedad venezolana, apegado a la Constitución vigente, que, más temprano que tarde, actuará para acabar con el régimen usurpador, para dar inicio a la reconstrucción de una Venezuela democrática.

 

 

Editorial de El Nacional