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¿Y qué podemos hacer?

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¿Y qué podemos hacer?

 

La gente se siente abrumada. Son demasiadas cosas juntas. Un torbellino de circunstancias que experimentan con la fuerza brutal de un tornado. No es para menos. Las dificultades económicas se suman a la violencia con la que los venezolanos nos topamos todos los días. La gente vive al día, mientras no logra explicarse cómo el discurso del gobierno es tan distante de soluciones y tan cercano en amenazas y represión. El régimen exhibe su ventajismo como los malandros muestran su arma de gran calibre. Para ellos existe un país que funciona porque está lubricado con privilegios e impunidad. Ellos no tienen cómo darse cuenta de esa precariedad cotidiana, del miedo con el que se asume el día, de la constante amenaza a la vida y a la propiedad. De la cárcel para los que piensan diferente. Ellos no tienen que lidiar con colectivos violentos y con esa feudalización del  territorio por la cual en cada barrio opera un empoderado de la revolución con capacidades que van mucho más allá de la ley, y que funge de patriota cooperante dispuesto al sapeo. Los de arriba son parte de la amenaza y no de los que viven amenazados.

 

Ellos no saben lo que es estudiar con hambre. Tampoco pueden imaginar la tragedia del desempleo, la crisis familiar que viene con la enfermedad y todas las peripecias qua hay que superar para enterrar a un deudo. Ellos no pueden suponer la desgracia de un cáncer sin poder acceder al tratamiento, o de tener un hijo que convulsiona sin poder darle la medicina. Tampoco carecen de leche, pañales y cualquiera de esas cosas que resuelven el día a día de las personas. Para ellos todo viene resuelto. Su vida está empaquetada con las prerrogativas que les otorga estar al frente de la revolución socialista que es bonita para ellos y absolutamente desastrosa para los demás. El resto vive el empobrecimiento súbito, el desempleo irredimible, y esa ansiedad crónica por saber que tal vez no vas a conseguir aquello que buscas porque lo necesitas. Ellos no sienten esa inquietud porque la nevera, el televisor, el carro o la cocina se dañaron. Ellos no tienen por qué sacar esas cuentas sobre cuánto costaría reponer cualquiera de los bienes domésticos. No tienen por qué sentir la pesadez de saber que no van a poder pagar la lista de útiles escolares, o que termina siendo un lujo inaccesible el comprar un kilo de tomate o un pedazo de queso. Ellos están al margen. Son los marginales que viven en los flancos de la  inmunidad que les provoca dirigir este proceso.

 

Ellos están pendientes de otras cosas. Atentos, por ejemplo, a quién escribe qué cosas por las redes sociales. Pendientes de quiénes se atreven a exigir reglas claras, libertades públicas y derechos para los que disienten. Recelosos de todas aquellas circunstancias que les cuadre en las guerras y conspiraciones que se inventan. Obsesionados con descubrir la próxima acechanza. Porque entre ellos no se concibe ni el azar ni los resultados son el producto de circunstancias complejas. Para ellos la casualidad no existe. Tampoco las coincidencias. No entienden de relaciones espurias. En su mundo todo lo que ocurrre es el producto de un gran complot. Un apagón, el incendio en una refinería, que se caiga un puente o que alguno de ellos incremente las estadísticas criminales, siempre será argüido como parte de un plan macabro que quiere acabar con la felicidad y la soberanía del pueblo venezolano. Entre ellos no hay albures ni mala fortuna. Entre ellos ocurre un constante enfrentamiento con el mal que quiere aniquilar los sueños y aspiraciones de los herederos de Bolívar. Todo lo demás se resuelve con ese pesado silencio, la auto-censura, la extorsión, el terrorismo judicial y la compra impúdica de medios de comunicación. Todos ellos tienen su programa de radio y de TV. Sienten una fascinación por los monólogos sin interrupciones. Desde esos olímpicos tronos mediáticos hacen y deshacen la verdad, la convierten en una crineja incomprensible y la devuelven en forma de chismes, violaciones de la intimidad, medias verdades y el uso oprobioso del espionaje político.

 

Las angustias del país nunca aparecen en sus largos discursos. Ellos se desgranan en ese anecdotario penoso, en el ejercicio del chisme procaz, en las alusiones obscenas, reduciendo el país a esa pornografía imaginaria cuyo único sentido es desplomar la moral del adversario. Todos ellos lucen gordos y bien nutridos, gozando una bola esa vida al margen que tanto niegan pero que necesariamente se tiene que deducir.

 

Ellos se han disociado de la realidad. No les huele el pueblo porque para ellos solo es una ficción, una categoría que les sirve para construir esos aparatosos escenarios donde lo único fácil es el aplauso pre-pagado. Lo de ellos son esos  tres grandes objetivos históricos que les trastorna la cotidianidad y que los transforma en un remedo espantoso de la patria. Ellos quieren quedarse para siempre. Ellos necesitan mantener la unidad cívico-militar para seguir jugando a que “lo tuyo es mío, y lo mío es mío”. Ellos quieren arribar al comunismo a como de lugar. Para eso necesitan seguir en la trama de destrucción para poder reinar entre las ruinas de lo que alguna vez fue la república. Y dependen, con la fuerza de una adicción irrebatible, del modelo cubano, que les susurra que no hay vuelta atrás, que ellos si pueden ser cincuenta años y más de poder, que no importa los que mueran de hambre, de mengua, de violencia. No importa porque en las alturas no se oyen sus gritos, solo estos susurros que los animan a seguir siendo  vileza indiferente mientras todo lo demás se vuelve polvareda y confusión. Ellos murmullan esa verdad totalitaria que los ha dejado al margen del tiempo: promesas y propaganda se acumulan hasta forzar el olvido y lograr la sumisión. El método es repetirlas sin voltear para los lados, sin escuchar la réplica, sin permitirla.

 

Ellos saben que el poder se administra desde la punta de un fusil. Ellos saben que “acuerdos, sin espadas, son solo palabras”. Y las espadas, los fusiles, los cañones, las balas y las ganas entrenadas para matar las tienen ellos. La violencia es cuestión de método. Y ellos son metódicos.

 

Y mientras tanto nosotros nos debatimos en esa pregunta original y originaria que nos zumba en el alma ¿Qué podemos hacer? Ser y saber sin rendirnos. Mantener el foco en la realidad, porque ellos son cantos engañosos de sirenas. Puestas en escena. Mascaradas. Ellos son un mal argumento que estará vigente solamente porque nosotros estamos todavía dispuestos a pagar por verlos. No hay poder sin obediencia. Y no hay nada más corrosivo que el cuestionamiento sistemático. Por eso lo que hay que vencer es el campo de concentración ideológico en el que estamos confinados. Hay que desafiar las ideas y vencerlas con sensatez. Hay que retar la propaganda y cuestionar sistemáticamente cada promesa transformada en marketing infamante. Hay que atraerlos al único campo de batalla que no les conviene. Ese territorio que requiere comprobación, contraste, hechos, fechas, números, estadísticas, resultados, productos. Hay que sustraerlos de la retórica y convocarlos al país que existe, arruinado por ellos, devastado por ellos, desmoralizado por ellos, despedazado por ellos. Y desde allí, con coraje moral, exigirle cuentas a esta maldición irredenta que ellos llaman socialismo.

 

Post-data: Me apenan esos líderes de la alternativa que quieren ser el relevo socialista de este socialismo. Pena ajena me provoca los que salivan creyendo ser ellos los próximos salvadores de la patria. No es buena esa cobardía política que se cobija bajo eufemismos. Ojalá entre ellos y el país se interponga seriedad y madurez política. Merecemos salir del desierto de la demagogia en la que nos han perdido los caudillos de ayer, hoy y siempre.

 

Por: Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

 

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