Venezuela, el país de los horrores programados por el Estado.
mayo 29, 2016 5:50 am

Es una percepción absolutamente perturbadora y, por tanto, rechazada por los hombres de todos los tiempos y países militantes de la racionalidad mínima que garantiza la convivencia, el bienestar y la estabilidad en las naciones.

 
Tan terrible que se creyó perdida en las tinieblas que antecedieron al Renacimiento y con una suerte de conjuro para que no sucediera nunca más.

 
Sin embargo, en los comienzos del siglo XX–sin duda el de más desarrollo económico, científico y tecnológico que ha conocido la humanidad-reapareció en la Rusia soviética y la Alemania nazi del brazo de tres ideologías estatistas que planteaban colectivizar la vida para que al fin reinara la justicia, la igualdad y la libertad.

 
La promovieron tres sectas políticas o partidos de una nueva clase, la de los fanáticos y fundamentalistas, lideradas por demagogos trastornados que, en stricto senso, no sabían que querían, salvo transformarse en dioses laicos y terrenales.

 
Y hubo quienes les creyeron, millones les creyeron y eran por lo general intelectuales y clases medias y pobres en el desespero de un mundo sin destino que atribuía sus ventajas para un público muy selecto.

 
Pero sobre todo, resentidos, fracasados, fuera de ley, un ejército de demonios vengadores que, arrumados en el montón, se acercaron a oír los gritos que reivindicaban el odio, la división, la venganza, la guerra y la violencia.

 
Se afiliaron, entonces, al bolchevismo de Lenin y Stalin en Rusia, al nazismo de Hitler en Alemania y al fascismo de Mussolini en Italia y avanzaron, llevándolos al poder, consolidándolos y sosteniéndoles y sin contabilizar la sangre y los sufrimientos que habrían derramar.

 
Al poco tiempo, habían arrasado con el individuo, la familia y la religión, los pilares que cimentan la propiedad privada, la libertad de expresión, la pluralidad y el derecho a elegir que es, también, lo que se llama democracia o Estado de derecho.

 
En otras palabras que, solo quedaron las multitudes, pero las multitudes amaestradas, domesticadas para aplaudir, adorar al jefe, al partido, a la ideología, y votar cuantas veces fuera necesario porque la dictadura debía tener “olor a pueblo”.

 
Siguieron las guerras, fueran mundiales, regionales, o locales, con miles o millones de muertos y la conversión de los países socialistas que escaparon a la destrucción, en sociedades cerradas, muertas, de una miseria espantosa y generalizada donde solo se fabricaba o importaba armas, donde todo podía faltar, menos el ejército de verdad o de mentira con que se asustaba a los enemigos de adentro y de afuera.

 
Pero la pobreza extrema, la miseria absoluta, la igualdad hacia abajo quedó como la marca del sistema, porque las guerras y la paz podrían llegar e irse, pero la ineficacia productiva quedaba ahí, era insuperable, y multitudes de hambrientos, enfermos, sedientos y con suministro ineficiente de energía eléctrica quedó como la visual básico del desastre.

 
Y así, hasta finales de 1989, cuando en la Alemania del Este, uno de los países de la órbita socialista, el pueblo se alzó, derrumbó el muro que separaba las dos Alemanias, y empezó una ola que traspasaría hacia Checoslovakia, Polonia, Hungría, Rumanía y no terminaría hasta derrumbar al propio imperio soviético un año después.

 
La humanidad lo celebró como un milagro, un prodigio más producto de extraños designios que de la dinámica histórica, pues nada hacía presumir que, lo que se había construido con tanta arrogancia, costos y para empezar una nueva Era, se había erosionado en meses, por decisión de los pueblos y sin disparar un tiro.

 
Era, definitivamente, el regreso de un nuevo Renacimiento, el fin de las dictaduras, las tiranías y los totalitarismos y el triunfo de la democracia, la libertad y el Estado de derecho como opción sin réplica para que reinaran la paz, la ley y el progreso sin fin.

 
Y así hasta febrero de 1999, cuando en un país del norte de Suramérica, Venezuela, regresaron las tinieblas, las mismas de 1917 en Rusia, de 1920 en Italia, de 1933 en Alemania y que después se extendieron hasta Europa del Este en 1945, a China en 1949 y a Cuba en 1958.

 
Llagaron de las charreteras de un teniente coronel, que había liderado una intentona golpista en el 92 y después se había disfrazado de demócrata para que las multitudes, secundadas por las clase medias, lo eligieran presidente de la República en unos comicios pautados en diciembre de 1998.

 
Han pasado 17 años desde aquellos días, Chávez murió en el 2013, fue sucedido ese mismo año por un tal Maduro, y con él las tinieblas han arreciado al extremo de que ya Venezuela es irreconocible.

 
Hoy, los venezolanos no tienen sino que recontar los horrores que ya vivieron los rusos soviéticos, los alemanes, los italianos, los chinos y los cubanos; puras caídas que devuelven a la pobreza extrema, la escasez, la hambruna, las enfermedades, las ciudades sin luz, los hogares sin agua y una violencia institucionalizada porque Maduro, de tan incompetente y corrupto, ha compartido el mando, pero con los ocupantes cubanos, con las pandillas de asesinos y criminales que operan desde los barrios y las cárceles (para mayor seguridad) y han instaurado un nuevo tipo de socialismo que, desde aquí, llamamos de anarquía delicuencial, porque el dictador y sus generales, solo tienen una parte del poder y el resto se lo ceden a mercenarios o sicarios que le dan apoyo a cambio de impunidad.

 
Pero la tragedia es la misma de todos los socialismos: el jueves, por ejemplo, el niño Oliver Sánchez, murió en la cama de un hospital, después de esperar durante meses una medicina que nunca llegó.

 
Y como la de Oliver, puede ser la suerte de miles, de cientos de miles, de millones de venezolanos, para quienes desde hace un año se acabaron las medicinas y ruedan de farmacia en farmacia, con sus enfermedades crónicas y sentencias de muerte a cuestas, porque Maduro solo tiene oídos para los ocupantes extranjeros, los miembros de la delincuencia organizada, y los vendedores de armas.

 
Pero buscar medicinas en Venezuela, también puede ser la continuidad de otras búsquedas, la de los alimentos, desaparecidos desde hace dos años y donde cuentan (o no cuentan) harina de maíz, de trigo, carnes, leche, aceite, azúcar, artículos de higiene personal varios (jabón de bañarse, hojas y crema de afeitar, pasta y cepillos de dientes, toallas sanitarias, papel toalet), artículos de limpieza para el hogar, y desde luego, ropas y calzado.

 
En otras palabras que, a 17 años de socialismo, Venezuela es un país en ruinas, destruido a pedazos, vuelto escombros, y sin libertades, democracia, ni Estado de derecho, porque una dictadura como las de antes, con tropas y pandillas de militares y civiles armados hasta los dientes y con licencia para matar, aguardan a todos los que se atrevan a disputarle el poder a un dictador del cual se duda hasta de su auténtica nacionalidad.

 
La gran pregunta es: ¿Los resultados catastróficos del socialismo ocurren sorpresivamente, y sin que los socialistas los sospechen o son buscados a conciencia para debilitar a los ciudadanos a través de la hambruna, las enfermedades y la quiebra de los servicios, y así hacer más fácil la dominación, la entrega de la libertad y la democracia por los libres?
En caso que la respuesta favorezca la primera hipótesis ¿qué lleva a los socialistas a persistir en el error, a insistir en lo que no puede calificarse sino como un fracaso anunciado, programado y esperado? ¿Acaso “la fatal arrogancia” de que habló F.A. Hayek, que es un síndrome que consiste en preferir desafiar las iras de los engañados, antes que confesarle al mundo, y así mismos, que estaban equivocados y el socialismo es un error?

 
Y si es la segunda ¿qué puede conducir a unos seres humanos a maltratar a otros por maltratarlos, y sin que, en tal esfuerzo, les vaya otro propósito que mantenerse en el poder por la fuerza, y con la desaprobación y el rechazo del pueblo y la comunidad internacional que hoy, como nunca, combinan acciones para que los déspotas pasen como lo que son: pesadillas?.

 

 
“Es la banalidad del mal” dice Hannah Arendt en su estudio sobre Adof Eichmann, en la que, sin duda, es la hipótesis más aterradora que se aproximó alguna vez sobre la historia y sus relación con el hombre y sus pasiones.

 
Pienso en Chávez, Maduro, Cabello, Padrino López y otros martirizando niños, matando de hambre y enfermedades miles, a cientos de miles de personas, amenazando con dispararle a cualquiera que se atreva a desafiarlos, los veo sonrientes, “vestidos a la última moda y perfumados”, los veo sin darse por aludidos de que el 80 por ciento de los venezolanos los rechaza, así como la comunidad internacional y esperando a unos carceleros que vengan a ponerles los ganchos para sacarlos de un lugar donde nunca merecieron estar: la historia de Venezuela.

 
Apostando a una causa perdida, la del socialismo, y a la permanencia de una dictadura del tipo que le hubieran impuesto el Chapo Guzmán a México y Pablo Escobar a Colombia.

 

 

Manuel Malaver