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Una violencia sin límites

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Una violencia sin límites

 

Los venezolanos, recordando al escritor inglés Charles Dickens, pareciéramos estar viviendo el mejor de los tiempos (gracias a la aparición de una luz de esperanza bajo la guía de Juan Guaidó, nuestro presidente interino por mandato constitucional y con amplio apoyo popular), y el peor de los tiempos, luego de 20 años de destrucción de la república civil venezolana, de la violencia cada vez más intensa contra todo y contra todos, bajo el mando primero de Hugo Chávez, y luego de su heredero, Nicolás Maduro. Una crisis que pareciera estar llegando a un momento terminal. Y precisamente por ello la violencia del gobierno no cesa, más bien se intensifica.

 

 

 

No uso la palabra violencia a la ligera. Primero, atendamos a las cuestiones terminológicas, que deben ser cuidadas en estos tiempos confusos e inciertos.

 

 

 

Conversando con un amigo, llegamos a la conclusión de que conviene en esta hora recordar a Hannah Arendt, en su diferenciación del mundo institucional romano, según el aforismo latino de Cicerón,“Cum potestas in populo auctoritas in senatu sit” y que significa: “Mientras el poder reside en el pueblo, la autoridad descansa en el senado”.

 

 

 

En la correcta comprensión de estos dos conceptos, la auctoritas y la potestas, descansaba el equilibrio del Estado Romano; expresiones genuinas de una auténtica visión plural de las instituciones que conforman el gobierno de una sociedad. Ostenta la auctoritas aquella personalidad o institución que tiene capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión.  La Auctoritas no la concede ni siquiera la ley, mucho menos la fuerza física, se gana demostrando a los demás, a través de las acciones, que se es digno de respeto.

 

 

 

Aplicado al actual caso venezolano, Hugo Chávez nunca mostró ni demostró real interés alguno en expresar ética o moralmente sus razones para el ejercicio del gobierno; sus palabras eran cortinas de humo que ocultaban su deseo sincero de llevar a los venezolanos al “mar de la felicidad” de la tiranía castrista. Y la ya raída y gastada careta democrática de la tiranía, cae definitivamente al ser abrumadoramente derrotada en las elecciones de noviembre de 2015, cuando la oposición, en las últimas elecciones con algún rasgo mínimo de legitimidad, logra conquistar 2/3 de la Asamblea Nacional. Ese cuerpo parlamentario, hoy el único poder público que se ha negado a someterse a la autocracia, vale decir a La Habana, es la única institución con auctoritas. Y ese mismo día, en esa misma elección, perdió el “proceso” la potestas, ya que el pueblo con su acción a pesar de los groseros ventajismos y trampas, de un Registro Electoral que solo en régimen y sus actores fundamentales conoce, le dio la espalda, definitivamente, al socialismo del siglo XXI, a sus mentiras y abusos. Bueno, en verdad, al socialismo, sin adjetivos calificativos.

 

 

 

Conviene recordar que no es la primera vez: en la década de los sesenta el castrismo tuvo como uno de sus objetivos centrales la conquista del petróleo venezolano y fue derrotado militar, social y culturalmente por una sociedad democrática y sus instituciones, bajo los gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera. Algo que hoy omiten los incondicionales de La Habana, obsesionados con el tema de que “los gringos quieren apoderarse del petróleo venezolano”. Nunca tuvieron necesidad; Venezuela siempre fue un socio comercial confiable, dentro de reglas económicas del mercado. Los gringos pagaban y nosotros les vendíamos. Incluso no se opusieron a la nacionalización petrolera, hace más de cuarenta años.

 

 

 

¿Qué le queda al chavismo entonces, sin poder y sin auctoritas? Solo tiene en sus manos su opuesto, la violencia. Eso es lo único que los sostiene.

 

 

Ahora bien, la violencia chavista posee características especiales. Max Weber nos definía al Estado como un órgano que posee el monopolio de la violencia física legítima. La dictadura chavista es original en el hecho de que no tiene ni su monopolio ni genera algún modelo de seguridad ciudadana o institucional. Ha apostado siempre por la anarquía, la anomia, la crisis.

 

 

La violencia chavista es multifocal y multidireccional. Se diversifica según sea necesario para golpear a sus adversarios, que ya somos todos los venezolanos, pero a la larga, al quedarse sola, sin autoridad ni poder que la legitimen, y ante el derrumbe progresivo de las bases sociales esenciales del régimen, se ha vuelto entrópica. Como se pudo ver el 23 y 24 de febrero en la frontera, la conforman actores diversos, como integrantes de la fuerza armada, de la guerrilla colombiana, de miembros del ejército cubano, del hampa común, de los grupos paramilitares financiados desde tiempos de Chávez por el gobierno.

 

 

 

Su objetivo es uno solo: mantenerse el mayor tiempo posible en el control del gobierno, según las instrucciones del amo castrista. Por ello su violencia no tiene límites, en realidad nunca los ha tenido, desde el 4 de febrero de 1992, cuando intentaron llegar al poder por la violencia de un golpe de Estado fracasado.

 

 

Durante 20 años le han aplicado violencia a todas las instituciones, a todos los intentos de diálogo, a todos los mecanismos posibles de solución electoral.

 

 

 

La violencia chavista, nunca fue un medio, siempre fue un fin en sí mismo. Los venezolanos tardamos mucho en asumir esa realidad, por inhumana, por imposible de evaluar según criterios éticos o morales mínimos, o según la legislación convencional. Su inhumanidad los ha desnudado frente al mundo como genocidas.

 

 

 

Por ello al chavismo, y su fracaso en el ejercicio del gobierno, no se le puede juzgar según meros criterios administrativos, de políticas públicas, incluso de su monstruosa corrupción, jamás vista en América Latina. Su núcleo definidor es el desprecio por la dignidad humana, su mensaje de odio, de destrucción y el menosprecio a todo aquello que se oponga a sus designios de control total –totalitario- de los procesos sociales, culturales, educativos, económicos. Por su intento de reducir al ser humano a un mero robot unidimensional, a un supuesto “hombre nuevo” que, como en todos los experimentos socialistas previos, terminó en un obsceno e inhumano fracaso.

 

 

 

Marcos Villasmil

 

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