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Una ilusión de cambio sin la guerra de 1814

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Una ilusión de cambio sin la guerra de 1814

 

 

En abril de 1989 no se habían acabado las colas en la Unión Soviética. La gente que esperaba en los centros de bastimentos que llegara el camión con algo empezaba a desconfiar de la capacidad que tendría Mijaíl Gorbachov para sacarlos de ese permanente hedor a materia descompuesta que les causaba tanta repulsión y que debían soportar por tantas horas. Todavía podían llevar a casa una bolsa con granos y si eran afortunados un gran pedazo de grasa con una tirita de carne. Las cantidades se reducían semana tras semana.

 

 

Lo único distinto con la nueva composición del Parlamento era que los debates eran transmitidos por televisión y todos veían el desdeñoso comportamiento de los todavía jefes del PCUS en sus curules. Aunque ninguno colocaba las fotos de Stalin y Lenin, su verborrea y arbitrariedad los distinguía de quienes enarbolaban no solo la perestroika y el glasnost, sino también la democracia y la libertad individual, aunque sabían que allá fuera había hambre, penurias generalizadas: faltaban las medicinas, fallaban la electricidad y el agua, y las neveras eran un desierto, a veces y con suerte un pedazo de patilla y media jarra de agua turbia.

 

 

Sin duda el socialismo, ese primer paso hacia el comunismo, a la felicidad total, era un rotundo fracaso. Habiéndolo sacrificado todo, el Estado estaba en manos de una pandilla de delincuentes ansiosos de fortuna, privilegios y lujos que disfrutaban en la privacidad de sus dachas y en los círculos muy restringidos de sus iguales: relojes, vehículos de última generación, banquetes y viajes al exterior para compartir con sus hijos que estudiaban en universidades y colegios de Suiza y Francia. Los dueños del país.

 

 

Aunque el cierre de las fronteras se hacía más riguroso y los soldados tenían órdenes de disparar sin contemplación y miramientos, algo pasaba: muchos abandonaban sus AK-47 y se iban al otro lado, no tanto por la libertad, una palabra que no les decía mucho, sino por la comida y un cepillo de dientes nuevo.

 

 

Los políticos discutían. Citaban a Lenin y también a Marx, y no pocos condenaban la colectivización y los excesos cometidos por el aparato judicial y policial, pero nadie tenía idea de cómo impedir la hambruna que se asomaba desde la penumbra. Algunos periódicos se sintieron más libres y como Isvestia empezaron a publicar cómo por el mal manejo se pudrieron las papas compradas a Canadá y cómo habían sido destruidos los suelos más fértiles, las fábricas carecían de materia prima o de repuestos para las máquinas y los jefes de los sindicatos ofrecían comprarlas a precio de chatarra. La indigestión pasó al cabo de un rato, pero las consecuencias siguen ahí. Los pueblos pagan sus equivocaciones. Vendo estante vacío.

 

Ramón Hermández

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