Un muerto que pesa demasiado
octubre 26, 2019 9:21 am

 

El día en que Fidel Castro murió, llamé a mi madre para darle la noticia. Esperé largos minutos mientras el teléfono me devolvía un timbre monótono y molesto. Esa noche del 25 de noviembre de 2016 solo atiné a decir una breve frase cuando una voz me respondió al otro lado: “Se murió”. No hacía falta nada más, nadie había copado tanto nuestras vidas como para poder ser aludido sin necesidad de mencionar su nombre. La respuesta de mi madre no pudo ser más significativa: “¿Otra vez?”

 

 

Por eso, este jueves, más de tres años después, leo en la prensa española las noticias sobre la exhumación del dictador Francisco Franco y algo en mi cabeza se pregunta si acaso no había escuchado esto con anterioridad, si el general no había sido desenterrado y vuelto a enterrar muchas veces. Los dictadores se apropian de nuestras vidas de muchas maneras, decidiendo el presente y obligándonos a hablar de ellos en el futuro, convirtiéndose en presencias permanentes y cíclicas en nuestra existencia.

 

 

Ahora, el hombre que intentó dejar “atado y bien atado” el futuro español solo es una momia a la que la justicia, la memoria o la conveniencia política han cambiado de lugar

 

 

Ahora, el hombre que intentó dejar “atado y bien atado” el futuro español solo es una momia a la que la justicia, la memoria o la conveniencia política han cambiado de lugar, una sombra de aquel Franco al que Fidel Castro dedicó tres días de duelo oficial tras su muerte en 1975, el año en que yo nací y una época en que mi isla mantenía extrañas y contrapuestas complicidades: el Kremlin y El Pardo.

 

 

Hay una estrecha simpatía entre aquellos que tienen como fuerza vital mantener el poder a toda costa, no importa el color político ni la ideología que los mueve. Comparten la esencia de un caudillismo deplorable, ese que se basa en el autoritarismo, el nacionalismo, el temor al cambio, el clientelismo y la búsqueda de culpas siempre en el extranjero, en el otro. Franco y Castro manejaron con perversa maestría esos resortes.

 

 

Un día, espero que no muy lejano, en Cuba debatiremos sobre qué hacer con las cenizas de Fidel Castro, que ahora reposan en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba. Muy probablemente, será una discusión que tendrá lugar en una país con una democracia incipiente, marcado todavía por los dolores y las heridas dejadas por un régimen que privilegió la polarización sobre el bienestar, el enfrentamiento por encima del desarrollo del país.

 

 

En un Parlamento de la Cuba futura se abordará el asunto de las cenizas de Castro, ubicadas ahora a pocos metros de la tumba del Héroe Nacional José Martí. Un emplazamiento que fue minuciosamente calculado, para darle al polémico guerrillero un tamiz de gloria histórica, una pátina de estudiada aceptación popular. El hombre del uniforme militar, las penas de muerte y el autoritario dedo índice siempre levantado quiso estar cerca del poeta de gabardina deteriorada, versos hermosos y una honestidad que lo llevó a la muerte.

 

 

Esos parlamentarios del mañana, a los que imagino mucho más plurales que la monocromática Asamblea Nacional actual, cruzarán argumentos y trasladarán reclamos de la ciudadanía sobre el destino final de las cenizas de Castro, un fardo pesado para una nación que ya ha cargado con demasiados lastres. Puedo imaginar esas discusiones. Habrá exclamaciones exaltadas, venas del cuello a punto de reventar y voces a favor o en contra. Un baño de democracia.

 

 

Pero al final, llegará la diatriba. El ácido corrosivo de la historia caerá sobre Castro como lo ha hecho sobre Franco. Ningún caudillo se salva. En un día impreciso de este convulso siglo, los medios de prensa cubanos se llenarán de titulares a favor y en contra de exhumar a Castro y trasladarlo a un lugar menos sublime, menos histórico, menos simbólico. Nos miraremos y diremos que el gesto es importante aunque no resuelva nuestros problemas de ese momento.

 

 

Hay heridas históricas que hay que curar incluso cuando parece que duelen menos y que su sanación sea apenas un gesto menos alegórico. Llámese el Valle de los Caídos o el cementerio de Santa Ifigenia, lo poco que le podemos arrebatar a esos que nos quitaron tanto es su última morada. Si decidieron desde qué comíamos hasta qué soñábamos, no está de más que nos impongamos a su plan de eternidad y rompamos el guion de su descanso eterno.

 

 

Para ese momento, cuando ese hipotético Parlamento cubano decrete la salida de las cenizas del dictador de la piedra donde parece protegido, mi madre me preguntará si no estamos volviendo a exhumar por enésima vez a Castro. Las madres, como los caudillos, siempre están aunque no estén. Y tendré que responderle, “No mami, no. Esta vez es la última, la definitiva”

 

 

Yoani Sánchez

14ymedio.com