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Un caballo loco llamado inflación

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Un caballo loco llamado inflación

La inflación es uno de esos fenómenos perversos y contraintuitivos que ocurren en la economía, y que tienen que ver con la correlación de un conjunto de factores técnicos, económicos, políticos y sociales. Esto le dice poco al ciudadano común, que desea no tener que vivir con un exterminador de los ingresos tan feroz y tan poco ubicuo.

 

El alto costo de la vida es el resultado final de cómo se emplean los instrumentos monetarios, pero también de las decisiones políticas y de las fuerzas económicas y sociales que a su vez subyacen en estas decisiones y las acotan malévolamente. En nuestro caso, nadie puede dudar de que en estos resultados esté comprometido e involucrado un régimen todopoderoso, usufructuario de la renta petrolera y único intérprete de todas las instituciones republicanas, las cuales maneja a su antojo, y siempre con espíritu depredador. La inflación, la nuestra, es, por lo tanto, el mejor indicador de lo malo que está resultando este experimento llamado socialismo del siglo XXI, y de que no hay atajos a la hora de tener como resultados una sociedad decente y próspera, fundada en una economía sana.

 

Adam Fergunson, periodista y político británico, escribió en 1975 una obra maestra para entender los efectos corrosivos de la inflación. La llamó When money dies: the nightmare of the weimar collapse. Se refería a la tragedia de la República de Weimar al finalizar la I Guerra Mundial. La moneda dejó de ser una fuente de seguridad. La gente dejó de creer en ella, y, por lo tanto, en todo el andamiaje político institucional que estaba detrás. Todos comenzaron a dudar. El deterioro del poder adquisitivo comenzó a ser la única preocupación de la gente. Estaban a las puertas de la hiperinflación, y entraron. Al otro lado los esperaba el fascismo, la guerra, el exterminio y otra flagrante derrota.

 

La inflación provoca un estado de desasosiego general. Fergunson la asimila a un dolor agudo, que absorbe todas las energías y demanda toda la atención de quien lo padece. No se puede ni olvidar ni ignorar, porque es un demandante absoluto y total de los recursos mentales y físicos de las personas, que terminan gravitando entre la miseria y la necesidad de intentar ganarle, por lo menos por algún tiempo, a esa infamante situación. La gente comienza a sobrevivir, a pensar en las colas que tiene que hacer y a sobreprotegerse de la carencia y la escasez. En ese estado de convulsión son pasto del que se alimentan los demagogos y antihéroes, iniciadores de inexplicables razias contra aquellos que parecen los culpables: el comerciante, el empresario, el burgués, las clases medias, e incluso «el imperio» o el «movimiento sionista internacional». Cualquiera puede ser bueno como chivo expiatorio y encubrir la incapacidad del régimen para resolver el problema de su supervivencia o para evitar asumir las consecuencias de sus propios actos.

 

La inflación venezolana es el resultado de un error de fatal arrogancia. El socialismo es una disto pía inviable que tarde o temprano colapsa en su ámbito más frágil: la economía. Los socialistas nunca llegan a entender que no hay comité central de planificación que pueda abordar con algo de éxito la inmensa complejidad que significa lo económico. Tampoco entienden que los controles se convierten en desconfianza y corrupción y que el ser humano tiene en la propiedad uno de sus más importantes motivadores. Ellos, no obstante, pretenden ser mejores que todo el mundo, y que en sus manos la distribución improductiva será una realidad feliz, que, sin embargo, nadie halla en sus vidas cotidianas. Por eso es que ya cambiaron la persuasión por la represión; y esa obsesión tan grotesca por la hegemonía.

 

La inflación se comporta como un caballo furioso y desbocado. No hay jinete que pueda montarlo por mucho tiempo. Estamos pagando con inflación los desajustes económicos reales que resultan de la obsesión controlista y los costos asociados de la transición hacia el socialismo, la devastación del parque manufacturero, la expoliación de los derechos de propiedad y la tentación de pagar con la chequera petrolera esa preponderancia latinoamericana que tiene en el ALBA y PetroCaribe, dos de sus mecanismos más conspicuos. El fracaso del socialismo ya muestra dos síntomas terminales: la corrupción y la impresión de dinero sin respaldo, para crear esa última sensación de riqueza que se vuelve rápidamente el tormento oprobioso del incremento de los precios por el cual todos pierden.

 

Por Víctor Maldonado

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