Tiempos perdidos
septiembre 16, 2019 8:43 am

 

 

Santo Tomás de Aquino solía decir que “solo es bueno en absoluto el que tiene buena voluntad”, o sea, el que está dispuesto a la acción y pretende hacer el bien. Pero no es suficiente. La sola bondad no garantiza que las decisiones que se tomen sean las adecuadas. Es más, la bondad irreflexiva no sirve en la política. Ya lo decía Maquiavelo: “la bondad no basta”, entre otras cosas porque ética y política son dos planos en constante tensión que no siempre se resuelven a favor de buenas soluciones. Y mientras el primero es el refugio del “deber ser pero que nunca es”, el segundo, la política, se fundamenta en la capacidad para apreciar certeramente la realidad, el cálculo experto de la próxima acción, que debe estar integrada a una estrategia y a la instrumentalidad de medios y fines. La política no es el espacio de los “pajaritos preñados”, pero tampoco es buena para los que se dan por vencidos antes de intentarlo.

 

 

Escribo este artículo cuando simultáneamente el gobierno del presidente Juan Guaidó anuncia formalmente que se agotó el mecanismo de Barbados. ¿No les parece algo tarde?  En el transcurso fueron muchas las voces que advirtieron sobre la tragedia de intentar nuevamente un curso de acción “políticamente correcto”, supuestamente decente y, por supuesto, expresión sublime de la mejor buena voluntad y de una ingenuidad que no tiene parangón desde el caso convertido en fábula, la rana aguijoneada por el alacrán. Jugar a la corrección política con un ecosistema criminal es no haber entendido nada. Nunca leyeron a Maquiavelo ni se interesaron por Sun Tzu. Poca filosofía y excesivo voluntarismo. Pura iniciativa sublime, sicodélica, alucinante y fatalmente errática. Y la verdad sea dicha, un intento de ensamble entre los que piensan y creen las mismas cosas, un intento de aggiornamento entre izquierdosos, un concilio de todos los que se reconocen en ese socialismo silvestre que medra en el sitio donde debería privar la conciencia, y que niega la fatalidad de una ideología que tiene como objeto la servidumbre de los demás.

 

 

 

Pero no fue solamente ingenuidad. A esas advertencias tempranas sobre lo indebido e inútil de una nueva charada de negociación se opusieron de inmediato los intereses del statu quo, que por alguna razón prefieren que nada cambie mientras hacen el aguaje de un proceso que está condenado a hacernos perder el tiempo y las oportunidades. Milton Friedman escribió en 1984 un libro que debería estar en la cabecera de todo político. Lo llamó La Tiranía del Statu Quo, y en él advertía que todo gobernante tiene un período inicial de gran respaldo, que ese tiempo no dura más de nueve meses, y que si no lo aprovecha queda rehén del triángulo de hierro formado por la burocracia que se resiste a los cambios, los grupos de interés (el dinero sucio, los proteccionistas, los contratistas y parte de los partidos que medran en esta situación, entre otros) que buscan defender sus privilegios, y los esquemas clientelares que no quieren desbancar el populismo. Este triangulo de hierro opera como una gigantesca piedra de molino, y explica casi totalmente las supuestas contradicciones que se aprecian tanto en el G4 (grupo de partidos que son el soporte político del presidente Juan Guaidó) como en el Frente Amplio (expresiones de la “sociedad civil” subordinadas al G4 para darle plataforma social a su acción política).

 

 

Porque esa es una de las consecuencias trágicas, la creciente distancia que hay entre su forma de tratar los problemas del país y lo que el país espera realmente de ellos. Hay entre unos y otros una brecha insondable entre dos formas irreconciliables de manejar el tiempo. En ellos una irresponsable pérdida del tiempo en el laberinto de la futilidad y la candidez con la que asumen sus responsabilidades. Y por la otra un ansioso sentido de urgencia frente a condiciones y plazos que no esperan por nadie: la muerte, la enfermedad, el hambre, el empobrecimiento, el éxodo, la soledad, la desolación y el desencanto. Ellos en una especie de procesión sin sentido, en una calistenia que no los conduce a ningún lado mientras el resto del país desespera, se cansa y muere a todo indicio de esperanza. Ellos en Barbados y los ciudadanos en poblaciones sin luz, sin seguridad, sin economía y sin poder avizorar el futuro.

 

 

Porque mientras ellos atendían a los fastos de los diálogos noruegos el país terminaba de hundirse en un abismo económico, político y social. Y el frágil intento de la presidencia interina, trastabillaba nuevamente entre los fiascos, la duda y la inamovilidad. Entre esas grietas los mismos de siempre, los enemigos pertinaces de la libertad susurraron en las orejas apropiadas la posibilidad de una victoria electoral, incluso sin cese de la usurpación. Voces aflautadas no dejaron de argumentar cuan fácil podía ser enterrar la daga electoral en un régimen supuestamente debilitado hasta el punto de querer ceder el poder, eso sí, con orden y concierto, con la debida pompa y circunstancia, sin cederlo todo, en fraterna connivencia, calcando modelos de procesos gatopardianos, bendecidos por los que creen que el mal no existe, y que el bien tampoco, porque todos somos una cosa y la otra, y por lo tanto podríamos alternarnos el poder y también la dirección y beneficios principales del saqueo a los recursos del país. Esos, los de las tres tentaciones en el desierto de la imprudencia más pertinaz, siempre han usado como cortafuegos la trampa de la paz. Todo lo que no sea perder el tiempo en negociaciones espurias es una amenaza a la paz que todos queremos. Son los ideólogos de la falta de coraje y de la ausencia total de imaginación política, que por esa misma razón, lucen su prestigio hecho jirones, porque sin dignidad ni paz posible pasean sus impudores en los espacios públicos y las nuevas ágoras que son las redes sociales.

 

 

 

Nada es más tentador que unas elecciones para los políticos venezolanos. “Candidato no es gente” solía decir un viejo amigo. Es la oportunidad de la siega, la vendimia de nuevos recursos que terminan engordando cuentas bancarias privadas, y permiten la renovación de ciertos activos personales. Odebrecht, que lo sabía cabalmente, sabía que para cada ocasión le tocaba repartir proporcionalmente a las probabilidades de triunfo, que siempre son subjetivas. Las encuestadores, asesores y analistas las sienten como el amanecer con maná, leche y miel. Algunos luego de años de trácalas electorales viven muy bien, compraron chalés en España y desde allá lanzan sus predicciones e insisten en sus recomendaciones. Una tentación que la conoce perfectamente el régimen, y que usa a destajo. El régimen, ese ecosistema criminal, sabe de qué pata cojean sus fraternos interlocutores y juegan duro. Saben que “toda guerra está basada en el engaño” como lo advierte Sun Tzu, por eso “ofrecen al enemigo un cebo para atraerlo” y luego sin ningún problema les parten el espinazo y los dejan lisiados, arrastrándose por allí para que sirvan de lección a los que vienen después.  Si por lo menos los nuestros hubieran leído el Arte de la Guerra y no se hubiesen concentrado tanto en su plan de país, que luce ahora tan lejano como la estrella que ni siquiera vemos.

 

 

 

Ahora, agotado el tiempo, casi al cierre del 2019, con carismas desechos y deslegitimados por la secuencia de fiascos que nadie quiere asumir con responsabilidad y sobre los que nadie quiere rendir cuentas, pretenden seguir como si nada. Pero si han ocurrido cosas, entre otras, un fatídico y monumental derroche de oportunidades y tiempo, una trágica ausencia de firmeza, un vacío estratégico, una práctica insólita de la duda sistemática, un bamboleo entre esto y aquello que los hace ver como poco confiables, un circo de pescuezos irredentos, incapaces de una coreografía cónsona con las ganas que todos tenemos de liberarnos de esta pesadilla. El tiempo perdido es irrecuperable.

 

 

Volvamos al cálido refugio de la filosofía. Porque estamos viviendo la convulsión de la imprudencia, la carencia de discernimiento, la falta de reflexión y como intento fatal de compensación, un exceso de voluntarismo, como si estuviéramos en manos de una pandilla de adolescentes, inflamados de hormonas y empeñados a realizar sus ganas. Pero ya lo dijimos antes, “deseos no empreñan”.

 

 

José Luis López Aranguren arguye al respecto que no se trata de proyectar por proyectar. Que, en esos casos, al igual que con los sueños, el hombre se mueve sin resistencia alguna, pasando por alto que cada deseo es a la vez una cláusula condicional que se gira contra la realidad hasta hacerla irreconocible. El creer, por ejemplo, que un régimen titular de un ecosistema criminal tiene interés en sentarse a conversar para dejar amigablemente el poder, no es otra cosa que un sueño infantil, pero en ningún caso parte de la realidad. El desechar la fuerza y el auxilio exterior para resolver un secuestro, porque llegado el momento todo se va a resolver por las buenas, es un delirio sicodélico, pero en ningún caso una opción factible. Lo mismo pasa por creer que los asociados consuetudinarios con el dinero sucio quieren acabar con el negocio para darle paso a la república, o que se puede hablar de elecciones sin haber extirpado el tumor de ventajismos y trampas que tiene el tamaño de la burocracia, los intereses creados y la servidumbre populista. ¿Y si mejor no encaramos la realidad tal y como es?

 

 

Continuemos con el argumento del filósofo español. “El verdadero proyecto, el posible, se hace con vistas a la realidad y tiene, por tanto, que plegarse a ella, atenerse a ella, apoyarse en las cosas, contar con ellas, recurrir a ellas. Pues bien: este plegamiento a la realidad, este uso concreto y primario de la inteligencia, que, frente a la rigidez propensa a la repetición habitudinal, posee flexibilidad para adaptarse a las nuevas situaciones, es precisamente la prudencia”. A este concepto quería llegar por esta vía. No es suficiente la buena voluntad. Y por lo tanto en nada justifica el discurso del esfuerzo inconsumado, la épica del pellejo dejado en la lucha, la pureza de las intenciones, o el querer evitar daños mayores. Repito, ni dignidad, ni éxito, ni paz se obtiene por la vía de la imprudencia, sino el llanto y crujir de dientes en las afueras del festín, tal y como señala el evangelio al hablar de las vírgenes necias.

 

 

El tiempo perdido es irrecuperable. Alguien tiene que rendir cuentas sobre ese tiempo derrochado, el error sistemático de un curso de acción que se advirtió como inconveniente, la persecución obsesiva a todos los que se opusieron, el montaje de una maquinaria para aplastar la disidencia y la prepotencia abusiva y pertinaz de ese statu quo en el transcurso. Alguien tiene que asumir la responsabilidad por las consecuencias nefastas de este proceder, y permitir el viraje. El país no es de nadie, es de todos los ciudadanos que no han derogado ni entregado su derecho a decidir, y que tiene memoria, el último recurso de la justicia.

 

 

Víctor Maldonado

@vjmc