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Su primer coche…

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Su primer coche…

 
Hoy nos vamos de lo político a los sen­ti­mientos. De todos modos, nada más político -diría Platón- que hablar de los hi­jos y la necesidad de no aban­donar la polis (spoude/seriedad en la polí­ti­ca). La dificultad de vivir en la diáspo­ra, teniendo a Venezuela entre el cora­zón y el espinazo, queda al desnudo en lo cotidiano. Esos momentos que se dan una vez en la vida, como tener  El primer coche. Esta vez le tocó vivirlo a mi hijo, pero en el auto-exilio… Muchos sentimientos encontrados que nos re­cuer­dan, no son pocos los años que lle­va­mos “mendigando ciudadanías”. Me­ses de nacido tenía mi hijo cuando llegó el comandante al poder… Ya maneja bien. Mi hijo. Aquél se fue…

 

 

 

La vida en el exterior se sufre no por no comer arepas, café con leche o no bailar con Guaco en Navidad. Lo duro del desarraigo es el cotejo continuo de lo perdido. No lo material sino lo vivencial. Es trasladarnos a nuestra infancia o adolescencia, con la fa­mi­lia, con los vecinos, con los ami­gos, y compararlo con lo que ahora nues­tros hijos viven o dejan de vivir fuera de su patio, de sus costumbres, de su propia historia. Cada cumpleaños de un hijo aun siendo celebrado con nuevas amistades y algunos parientes, no dejan de tener un sinsabor de au­sen­cia. Un abuelo, un tío, primo, padri­no, amigo o quienes habiéndoles cria­do y cuidado como hijos, sólo alcanzan de hacerles una llamada, soltar una lágrima y echarle la bendición. La diás­pora es muy dura. Aun “disfrutando” la segu­ridad, los buenos servicios pú­blicos o los protocolos de otra cultura, te faltan tus aires, tus sombras, tus ve­re­das. Vivo en tres mundos. El fran­cófono, el anglófono y el propio. Voy a caballo en tres saberes; tres maneras diferentes de entender nuestra realidad.  En el anglo comprendo a los franceses. En el francés, defiendo al anglo. Y en ambos, trato de entender­me a mí. Entonces “el conflicto” es perenne, por lo que nos hace falta ese modo libertino, cálido, desenfadado hasta caótico de vivir. Son en esos momentos cuando la nostalgia no hace concesiones. Y nos quebramos…

 

 

 

Recuerdo el primer coche que me regalaron mamá y papá. Temíamos se partiera en dos. Podrán imaginar “las virtudes” del elegido, que compramos a un querido primo. Con él  saqué  a pasear a mi novia, hoy mi esposa. Me llevó a mi primer día de universidad, a mi primera entrevista de trabajo y cobrar mi primer salario. Mi primer coche no fue sólo un evento material. Fue la continuación de una cadena de experiencias y aprendizajes. Era reconocer el esfuerzo de mis padres; ella incansable madre que jamás dejó de llevarme a donde le pidiese, él médico apasionado de su oficio, que antes de salir el sol ya estaba en el Hospital Universitario en cirugía o con sus alumnos de la UCV.  Padres muy típicos de una clase media movilizada, que vivían el primer chance de un país en progreso de darle un carro a su hijo, para ir a la UCAB a estudiar derecho. En ese primer coche se rehacían miles de horas de cuidado recibidas por mis viejos en mis primeros 17 años. Cada día que salía a mi universidad me invadía un inmenso sentimiento de orgullo y gratitud, raro en la adolescencia. Aquel carrito era la extensión de mis sueños, de mis retos. Me sentía como un quijote andante con deseos de encarar mil aventuras, conocer nuevos mundos, hasta adonde llegara el madero, porque al decir de la abuela, “en carro no hay nada lejos”.

 

 

 

El primer coche es entonces una anécdota inolvidable tanto para el que lo recibe, como el que lo da, si es el caso.  33 años más tarde repito la experiencia, ahora siendo padre. Le he colaborado a mi hijo con un préstamo para comprar su primer coche. He disfrutado cada segundo su perpleji­dad, su emoción, su celebración y su gratitud. El morocho es un muchacho reservado, serio, observador, como su madre. Pero al ver que un nuevo camino se le abría, una luz encendía mirada. No contenía su sonrisa nervio­sa, dejando deslizar sus más íntimos secretos (cruzaré América) ¡como quien canta en la ducha!… No dejaba de expresar con ojos gachos, abrazo sincero y voz determinada, el inmenso orgullo de su primer gesto de independencia. Pero esta bonita histo­ria no sucedió en Venezuela, por lo que al día siguiente no fue a mostrarle «la fiera» a sus abuelos y sacarlos a pasear; a su mejor amigo en Caracas o a sus primos para aventurar en el Ávila, la playa o a la Gran Sabana. Esta “primera y única vez en la vida” cómo lo es el primer coche, le tocó vivirla en la diáspora con otros amigos, con otro destino, ¡con otra temperatura!

 

 

 

No espero que mi hijo me agradezca su primer coche. Sólo quiero que comien­ce a rodar por el mundo con mucho jui­cio y con Venezuela presente. Sólo es­pe­ro que mantenga el mismo espíri­tu de compromiso, de aspirar, hacer y alcanzar que hasta hoy albergo gracias a mamá y papá. Pido a Dios que llegue a salvo a todos los sitios, tanto hermosos como lejanos, y que haga carreteras cruzando Améri­ca hasta lle­gar a su casa, en Caracas. En los aba­tes del tiempo jamás pensé que recor­da­ría mi primer coche desde tierras gélidas. Ojalá le toque a mi hijo recor­dar el suyo al revés: el que compró fue­ra de casa y lo trajo de vuelta. Disfrútalo hijo. Ya os tocará colaborarle al tuyo, a tu hijo… ¡en Venezuela!

 

 

Orlando Viera- Blanco

@ovierablanco    

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