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Siete palabras y una moraleja

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Siete palabras y una moraleja

Estamos estancados en el mismo diagnóstico sin encontrar salidas fructuosas. Nuestra angustia era la misma que formaba parte de las interrogantes de Don Mario Briceño Iragorri en 1955 cuando se lamentaba de la carencia de principios que nos impedía pensar en nuestro destino y bloqueaba cualquier posibilidad de sentirnos comunidad. Lamentaba el intelectual trujillano las consecuencias atroces del “individualismo anárquico del yo” que consigue mil maneras de bloquear “la realización fecunda del nosotros” gracias a esa anemia crónica de responsabilidad y solidaridad cívica que se hace acompañar de la imposibilidad pertinaz para comprender que el derecho es sobre todas las cosas el intento de implantar valores sociales, esos que ayudan a la convivencia pacífica y a la realización humana de sus libertades.

 

Venezuela no tiene en sus entrañas el espíritu de justicia que invocaba Solón para hacer ver que las buenas sociedades sufrían en coro cualquier lesión provocada a cualquiera de sus integrantes. “Se halla el espíritu de justicia solo en aquellas comunidades donde los no perjudicados se sientan tan lesionados como los que reciban el daño”. Al contrario de esta prédica nosotros somos más esa trama de olvido conveniente, retórica justificatoria e intereses miserables que nos permite olvidar los costos y las aflicciones de todo lo que han debido pagar aquellos que han intentado enarbolar las banderas de las libertades y derechos. Aquí hay presos políticos, represión, violencia, muertes y persecución que no se pueden negar y mucho menos negociar en esas reuniones infames donde uno ve con asombro que hay una atroz disposición a repetir el guión del gobierno a la par que se arrían rápidamente las banderas de la amnistía, el pluralismo y la democracia. Los presos no van a estar menos presos, los muertos no van a estar menos muertos, y la economía no va a estar menos arruinada porque haya esa repartición obscena de cargos en el CNE y el TSJ. ¿De eso se trata? Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen porque de ser así (y todavía les doy el beneficio de la duda) entregan quince años de resistencia y bloqueo a las pretensiones autoritarias que siempre tuvo esta revolución.

 

La violencia es algo más que un argumento. Es una espiral que ha llevado al gobierno a despojarse de cualquier pudor. Pero lo peor es el esfuerzo vehemente para invertir la trama y hacernos pasar por violentos a los que la sufrimos cotidianamente. Eso creía al menos. Hasta que sentí la puñalada dialéctica de unos políticos, que como parte de la negociación, no han tenido empacho en denunciar la violencia del que se resiste a dejarse vencer y exige desde las calles una rectificación hacia la democracia que no tenemos. Denuncian una violencia que solo es reacción y olvidan extrañamente la otra, la del terror de Estado, esa que ha llenado las calles de sangre y nuestros corazones de dolor. Esa misma política es la que intenta por todos los medios lavar la cara de un gobierno tiránico insistiendo que no es una dictadura porque estas no dialogan, o que sin hacer demasiado escándalo reconocen como interlocutor a Los Tupamaros, un colectivo violento que no tiene problema en utilizar cualquier recurso para imponer sus reglas en el oeste de la ciudad capital. ¿De nuevo el carguito? ¿De nuevo esa apuesta a las parlamentarias del próximo año? Bienaventurados los que se resistan.

 

La solidaridad está rota. No está en la boca de los que dicen negociar por nosotros. Están más ocupados en vendernos dos dilemas falaces. Dicen que si no negocian van a la guerra. ¿A la guerra ellos? Lo dudo. En cualquier caso vale la pena recordar que en los últimos diez años no ha habido guerra sino represión y deslinde de la constitución. No ha habido batallas sino comunicación imperfecta y la aplicación de todos los mecanismos que se usaron en la guerra fría, con sus status quo contingentes y la evitación del exterminio, por imposible y por impráctico. Tampoco es cierto que no tienen alternativa moral a sentarse y conceder, porque son débiles, y el régimen los puede arrasar. Es cierto que somos menos fuertes, pero es falso que esa sea la única variable en juego. Pero se sienten débiles y se entregan a ese cálculo numérico de dos representantes en el CNE y seis magistrados en el TSJ. Mientras se negocian esas “pírricas victorias” no hay nadie que se preocupe por frenar la arremetida totalitaria que amenaza con engullirnos a todos, y que al parecer, ya se los engulló a ellos. Leopoldo López, Enzo Scarano y Daniel Ceballos cuentan los largos días de presidio que tienen por delante, ya ausentes casi definitivamente del verbo y los afanes de la política. Al pie de esas cruces no hay nadie. Cunde el abandono.

 

Hay sed de justicia. No solamente esa que salda cuentas viejas, sino aquella que es capaz de provocar rectificaciones hacia adelante. Demasiadas venganzas en el ambiente, y poca, muy poca prospectiva. Tal vez debamos reconocer que la solidaridad ha muerto y que ese nosotros que siempre hemos aspirado, ha sido entregado a sus verdugos.

 

Vivimos el imperio donde los enemigos de mis enemigos son mis amigos, diluyendo las fronteras entre lo apropiado y lo impropio, y permitiendo que cualquier cosa valga lo mismo. El “vivaracho venezolano”, el “golillero” que sobrevive en ese “quítate tú para ponerme yo” se ha multiplicado no solamente en las fortunas boliburguesas sino en los reacomodos políticos. La justicia que aspiramos no es negociar la verdad del gobierno ni la de participar en sesiones tumultuarias que debaten las versiones como si todo pudiera resolverse en un match de boxeo. Es otra cosa. No es participar de una comisión de la verdad sino llegar a comprender una realidad que nos ha traído hasta aquí y nos ha colocado en estos dilemas. La verdad solo es útil cuando es pedagógica, no cuando se transforma en versión oficial, o cuando se impone como una pesada carga por la vía de la propaganda y el hastío. No creo que haya llegado el momento para eso. Por eso mismo el diálogo necesitaba condiciones y esa prospectiva que nos debía permitir ganar algo al menos.

 

Las siete palabras al pie de la cruz se nos imponen a los venezolanos de hoy, a nuestras conciencias, como epílogo fatal de soledad e incomprensión. Me deslindo de las solidaridades automáticas. Me deslindo igualmente de cuidar lo que no existe. Porque la moraleja no puede ser otra que la misma de siempre, esa que nos aflige desde el principio, que por haber perdido la República y haber repudiado todas sus expresiones hemos caído en ese mal tan contemporáneo: El poder corrompe, y el estar tanto tiempo en el poder, corrompe absolutamente y corrompe a los demás, incluidos los que dicen ser sus adversarios.

 

Una frase cinematográfica viene al voleo para tratar de salvar este momento tan oscuro: “El problema de los que pueden ver el futuro es que ya solo por verlo lo están cambiando…”. ¡Ojala!

 

 

 Por: Víctor Maldonado C.

 victormaldonadoc@gmail.com

 

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