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Poder impotente

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Poder impotente

 

Recién en la madrugada de hoy terminé de leer la novela de Robert Graves, Yo Claudio, que narra
las peripecias del emperador romano que sucedió a Calígula y precedió a Nerón. Muy niño fue
desechado por defectuoso. Muy joven se dedicó a la historia, lo único que le permitían hacer y que
le proporcionaba placer. Y además a la historia antigua, para no comprometer su seguridad al
tener que aludir a sus contemporáneos. En esa época recibió un consejo decisivo de uno de sus
contertulios. “Vives una época peligrosa. Tu posición te hace frágil, en cualquier momento te van a
matar, sobre todo si demuestras algún potencial o riqueza. Por eso te recomiendo que seas lo más
tartamudo posible, que cojees con exageración y que vivas muy frugalmente. Solamente si
demuestras ser más estúpido de lo que efectivamente eres, tendrás alguna posibilidad de
sobrevivir”.

 

 

Esa recomendación no era fácil de cumplir. No solamente porque implicaba la decisión de toda
una vida, sino porque Claudio no era estúpido, tenía autoestima, sabía que era despreciado por las
apariencias, y probablemente tenía conciencia del caos en el que vivía, de todo lo que debía
soportar y todas las cosas a las que debía renunciar. Pero lo hizo, y la jugada le salió
razonablemente bien, porque salvó su vida y al final terminó gobernando por casi treinta años.
La historia de Claudio me hizo pensar en lo que refiere Tzvetan Todorov en la entrevista biográfica
que realizó con Catherine Portevin. Cuando la periodista le preguntó por qué no había sido un
combatiente anticomunista más activo, su respuesta, llena de sentido común, fue que “en un país
totalitario, donde el poder lo controla todo, no se puede vivir sin hacer concesiones. Eso no
existe”. Lo mismo hubiera podido decir Claudio y muchos de sus contemporáneos. También se lo
hubiésemos podido oír a Cicerón que, sin embargo, era mucho más inflexible y por eso terminó
asesinado por Augusto.

 

 

Lo digo porque algunos venezolanos que viven en el exterior se especializan en sobre exigir a los
que aquí vivimos. Muchos de ellos incluso aluden a la cobardía social de los que no salen hoy
mismo a quemar el país y oponerse al régimen, poniendo como ofrenda un cerro de nuevos
muertos. La cosa no es tan fácil como se ve desde afuera, debidamente protegidos por la
distancia. Todorov lo resume así: “El terror, si es total, puede llegar a ser muy eficaz”. Los que aquí
vivimos lo sabemos muy bien. Y los que están fuera confunden al ciudadano con el héroe
epopéyico que tampoco ellos son.

 

 

Leyendo a James Hillman (Tipos de poder) se llega rápidamente a la conclusión de que el poder es
capacidad de hacer. Su uso indebido, el ejercicio del poder sin virtud, permite que su titular allane
derechos de los otros y sojuzgue a los demás, buscando una eficiencia que, de lograrse, puede ser
muy peligrosa. Imaginemos solamente lo que puede ocurrir si el poder totalitario fuese capaz de
alimentarnos a todos mediante las cajas CLAP, o ejercer ese bio-control que pretende en tiempos
de pandemia. Que no lo logre es una gran noticia. Así como la falta crónica de poder de las
oposiciones es una constante maldición.

 

 

Las ineficiencias acaban con las pretensiones de mantener un poder sacrosanto. Todo poder tiene
fisuras. Y en las experiencias totalitarias estas se plantean entre lo que dicen hacer y lo que
efectivamente hacen. Entre la propaganda masiva que los sostienen y la disonancia que provocan
cuando cada ciudadano cae en cuenta que él no experimenta lo que le dicen que hacen. La
realidad totalitaria es por eso desoladora. Un líder inteligente se cebaría en las fisuras del
totalitarismo y no en sus fortalezas, pero para eso debe tener primero una mejor capacidad
diagnóstica.

 

 

Ahora bien, una cosa es observar un grado de ineficiencia relativo y creciente, y otra muy
diferente que el poder resulte estéril y absolutamente inepto. Los venezolanos vivimos las dos
versiones que se entreveran tanto en el régimen como en los que dicen oponérsele. El ecosistema
de relaciones perversas es todas las cosas a la vez. Malo, muy malo para lo bueno, y bueno, muy
bueno para lo malo. Recordemos a Max Weber cuando trataba de diferenciar el poder de la
dominación señalando que el primero se pretendía totalizante y arbitrario mientras que el
segundo era enfocado y eficaz en lo que realmente quería conseguir. No pretendía ser
omniabarcante, pero sí llegar a tener resultados en lo que se proponía. La dominación siempre es
para lograr algo específico. Y aunque sea una frase de Perogrullo, lo cierto es que lo específico
primero hay que especificarlo.

 

Aristóteles nos legó una aproximación a la eficiencia que puede resultar útil para comprender
mejor por qué algunas demostraciones de poder son tan temerarias y por qué otros intentos
resultan ser tan insustanciales. En sus textos dedicados a la física y a la metafísica trató de
responder a la pregunta sobre las causas que posibilitan la acción. Y determinó que eran cuatro: La
causa formal, la idea o principio arquetípico que rige un acontecimiento, porque para realizar algo
primero tienes que imaginarlo. La segunda, la causa material, la sustancia sobre la cual se trabaja
y se produce el cambio. En política serían recursos (entre ellos el poder) y la sociedad (y por lo
tanto la legitimidad o en su defecto la fuerza). La tercera, la causa eficiente, aquella que inicia un
movimiento e inmediatamente propicia el cambio. John Locke asociaba esta causa a la voluntad
manifiesta del líder que si quiere es capaz de iniciar, dirigir y detener acciones. Y la última que
llamó la causa final, el propósito para el que dicho acontecimiento fue proyectado.

 

 

Si el ejemplo fuera lo que necesita Venezuela para superar esta debacle, lo ideal sería un propósito
político en donde todos los “qué” aristotélicos estén debidamente integrados hasta lograr la
alineación perfecta en la que un líder (causa eficiente) provoque la movilización de la sociedad y la
comunidad internacional (causa material) logrando la destrucción del ecosistema criminal y
totalitario que nos rige con el propósito de lograr nuestra liberación (causa final) teniendo
presente como modelo una república de libertades y derechos que esté enfocada en lograr la
prosperidad de todos a través de la realización de sus proyectos de vida (causa ideal). Sin
embargo, hasta ahora no ha sido posible.

 

 

Y no ha sido posible por varias razones. La primera razón porque los liderazgos que hemos tenido
en cada una de las etapas de la oposición se han desgastado entre la sinrazón y el despropósito.
Ninguno de ellos ha pasado la prueba del poder útil. Todos ellos han caídos víctimas de la vanidad
y de sus propios intereses. Han carecido de sabiduría, fortaleza y templanza, por lo que cada uno
de ellos ha terminado siendo su propia mascarada. Todos han decepcionado en la misma medida
que no se han propuesto servir a la causa sino el maximizar sus propios beneficios. Tampoco han
sido cautos y reflexivos para diagnosticar el totalitarismo que debían enfrentar, y por eso
finalmente fueron digeridos por el ecosistema que decían combatir.

 

 

La segunda razón es que nunca han podido superar positivamente la relación costo eficiencia en
ninguna de las iniciativas que nos han propuesto. Apliquemos la fórmula física que determina que
la potencia útil es igual a la energía aplicada a una iniciativa descontando la fricción (los obstáculos
y dificultades). Esta ecuación nos permite comprender que, por mantener obsesivamente un
déficit en el sentido de realidad, nunca hemos contado con una iniciativa capaz al menos de mover
determinantemente la composición de fuerzas. Mucho ruido y pocas nueces podría llegar a ser el
epitafio a la política de esta época.

 

 

Poco foco, mucha dispersión, múltiples agendas, una capacidad infinita para sabotear el propósito,
las delaciones sistemáticas, la presencia de infiltrados y la credibilidad puesta en agentes que
trabajan para el bando contrario, han transformado en imposibilidad cualquier opción propuesta.
La fricción no es tanto la que provoca el régimen como la que propicia “el fuego amigo” que en
realidad es enemigo infiltrado y convalidado por la candidez de las mayorías. La verdad es que
cuando hemos logrado definir y controlar la causa material de la lucha política, esta se ha
dilapidado irresponsablemente. Si hubiese sido una roca de mármol, nunca hubiéramos logrado
con ella una estatua con un mínimo de belleza. Malos diseños, pésimos cálculos, improvisaciones
seriales, avances temerarios seguidos de retrocesos patéticos, la perversidad como parte de un
supuesto ingenio político (la célebre viveza criolla) y la desgraciada inequidad en la división de los
costos sociales, son un inventario incompleto de las razones por las que ahora no hay potencia útil
que sea posible instrumentar en el corto plazo.

 

La tercera razón tiene que ver con la traición sistemática al propósito convenido. La experiencia
del interinato, y su bamboleo constante, la incapacidad para mantener el curso estratégico, las
ocurrencias seriales, las negociaciones al margen y el parecer tan vulnerables a las presiones y la
corrupción políticas, nos dejan sin tener la posibilidad de contar con una causa final que nos
permita saber que hay una ruta. Ellos, que definieron el mantra y que lo vendieron a las primeras
de cambio al mejor postor, al final nos han demostrado por todos los medios posibles que lo que
decían que era, realmente no era. Porque al final se han convertido en su propio objetivo, en su
propia razón de ser, donde pesa mucho más la expectativa de extender su mandato y mantener a
toda costa el gobierno. Todo se trata de discriminar la realidad de la apariencia, y que no sigan
vendiendo humo. Esa es una tarea pendiente.

 

 

La cuarta razón es la ambigüedad del ideal. Entre otras cosas no hay tracción porque “no hay
tierra prometida”. Muchos libros gruesos llamados planes, mucha prepotencia proto-ministerial,
muchos pre-enchufados pero ninguna narrativa que enganche y entusiasme a la sociedad.
Ninguna imagen. Ninguna propuesta por la que valga la pena luchar. Nada genuino, y tampoco un
enunciado honesto de verdad sobre los costos en los que hay que incurrir. Son sus propios
enemigos en términos de su marketing político.

 

La política ha intentado vender por todos los medios que es posible hacer la estatua perfecta sin
dar un solo martillazo a la roca de mármol. Y eso, ya lo sabemos, es imposible, peor aún, es una
gran estafa. Porque en las conversaciones íntimas que se dan entre los políticos siniestros hablan y
desean que haya mortandad, que la gente salga a la calle para que las maten y las repriman,
porque así ellos pueden hacer algo, y demostrar que lo que cobran lo valen. Ellos saben los costos,
pero prefieren mentir al respecto porque aspiran a la negociación perfecta que tiene que ver con
la ganancia política que provoca una oleada de represión. Hasta ahora esta jugada ha resultado

imposible de instrumentar por el descrédito que cargan encima y por el terror totalitario que
ejerce el ecosistema criminal.

 

 

Por la alineación perfecta de estas cuatro razones, un liderazgo desgastado en sus propias
vanidades, el exceso de tracción que afecta definitivamente la potencia útil de la política, la
traición sistemática al propósito convenido, y la ambigüedad persistente sobre el ideal, es que no
obtenemos resultados en la lucha política. ¿Qué es lo que hay que renovar con urgencia?
Aristóteles diría que hay que sustituir la causa eficiente promoviendo un nuevo liderazgo, que
sepa responder por el bien de qué o de quienes se van a ejecutar las acciones en el porvenir. El
liderazgo actual ya no puede ser la causa eficiente de nada.

 

 

Nietzsche diría que, para lograr un equilibrio perfecto entre utilidad, poder, eficiencia y
transformación se requiere primero superar la indulgencia del statu quo con la perversidad y el
fraude político. A nuestros efectos, hay que desterrar de la política “la costra nostra”. Segundo,
dejar fuera del cálculo político la terrible impaciencia, que se traduce en una infamante codicia
de resultados, aunque sean malos. Tercero, moderar al menos el deseo de poder sectario del que
se sirven las élites para dejar fuera cualquier otra opción por buena que parezca, si esa opción
pone en peligro su posición. Esto en términos prácticos significaría desalojar al G4 de la dirección
política. Cuarto, dejar fuera el fanatismo que muta en sistemas de exclusión y muerte.

 

El poder es impotente si se aleja de la virtud, porque el poder no existe sin alguien que esté
dispuesto a ejercerlo, esperemos que con propósito altruista. Hasta ahora el abismo entre los
líderes y las virtudes han transformado todo esfuerzo en algo inútil pero crecientemente costoso.
Tzvetan Todorov insiste en lograr armonizar una mezcla de liderazgo trascendental, que debería
investir a los dirigentes, con la épica cotidiana de los individuos normales, que hacen lo debido
para resistir y sobrevivir estas oscuras épocas totalitarias. No les puedes pedir a los ciudadanos
normales que lleven adelante una epopeya trascendental, pero tampoco se debería tolerar un
liderazgo sin capacidad de coraje y de tomar riesgos. Cada uno debería hacer lo suyo.

 

 

Si hubiera líderes comprometidos con ideales seguramente podrían dirigir y encauzar ese esfuerzo
que cada uno de nosotros hace todos los días. Si esos líderes practicaran una moral de
interrogaciones y todos los días se preguntaran ¿cómo hacemos para interrumpir el mal?
rápidamente caerían en cuenta que deben enfrentar un ecosistema perverso que encarna ese mal,
y al cual deben renunciar con toda la fuerza de sus convicciones y combatir con todas las armas
que estén a su disposición. Si no lo asumen como una lucha existencial, como sistemáticamente lo
plantea Flor Izcaray, nunca producirán resultados. Interrumpir el mal que se expresa en el
ecosistema criminal debería ser la consigna unívoca. Solamente así superaremos esta impotencia
del tiempo perdido.

 

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

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